¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

e) Golpes climáticos favorables

El clima, sin duda, ha jugado un rol muy destacado en la vida de los pueblos. Y más aún pues en los de la antigüedad, que por múltiples razones, pero sobre todo por la precariedad de las construcciones, eran más vulnerables ante los embates de la naturaleza.

En ese sentido, no deja sin embargo de llamar la atención que recién en las últimas décadas se ha empezado a investigar en torno a la relación que existiría entre el colapso de algunas civilizaciones y drásticos y perjudiciales cambios climáticos. “Los hombres de ciencia –dice el profesor de Yale Robert López– empiezan precisamente a prestar atención a ciertas fluctuaciones en el clima que parecen periódicas...” y que, como él mismo indica, pueden por ejemplo rastrearse hoy, entre otras manifestaciones, en la “diferencia en los anillos de crecimiento anual de los árboles” , pero también en las capas del suelo, en las capas costeras y en los hielos de las montañas.

Como extensamente se verá más adelante –cuando hablemos de los factores que contribuyen a explicar el colapso de los imperios–, hay fundadas razones para suponer que graves crisis climáticas habrían afectado a los imperios de Mesopotamia, al Imperio Egipcio, al Imperio Romano, al Imperio Maya y, entre otros, a Tiahuanaco.

Pues bien, se entiende que los historiadores modernos expresen preocupación por aquellos cambios climáticos que han perjudicado –y cíclicamente seguirán afectando– a muchos pueblos. Ello –que sin duda contribuirá a aprender y adoptar medidas precautorias–, permitirá también aclarar muchos desenlaces históricos que hoy constituyen importantes enigmas, pero que en la mayor parte de los textos son resueltos con expresiones tan carentes de rigor como “...y así, sin que sepamos cómo, desapareció la cultura tal (o sucumbió la civilización cual)”.

Pero si seria y razonablemente se sospecha que la naturaleza, con arbitrarios e imprevisibles flagelos climáticos ha contribuido al colapso –económico, político y social– de muchos pueblos e imperios, ¿no resulta, entonces, igualmente razonable suponer que, en sentido contrario, y con la misma arbitrariedad y sorpresa, la naturaleza haya contribuido decididamente, con golpes climáticos muy favorables, a colocar a algunos pueblos camino a la cresta de la ola?

Así las cosas, planteamos que el quinto y último de los factores relevantes que habrían encumbrado a algunos pueblos es el clima. Esto es, imprevistos y prolongados golpes climáticos, significativamente benéficos, les habrían permitido, durante períodos suficientemente significativos, obtener grandes cosechas y, en consecuencia, notables e inesperados excedentes económicos. Éstos no sólo habrían solventado su desarrollo económico y material, despuntándolos. Sino que, además, habrían permitido a los gobernantes desplazar fuerza de trabajo que resultaba excedentaria en la agricultura, dándole, por ejemplo, aunque no necesariamente, ocupación militar con afanes expansionistas y de conquista.

Por si todavía fuera necesario explicitarlo, la importancia de la hipótesis estriba en lo siguiente: ninguna acción del género humano, ni individual ni colectiva, resulta, tanto cualitativa como cuantitativamente, tan benéfica, impactante y trascendental como una grande y generosa alteración climática, que de un golpe puede multiplicar varias o muchas veces la producción agrícola y ganadera de un pueblo, dotándolo de la noche a la mañana de una riqueza inestimable de amplio y generalizado beneficio . Pero ello ha sido todavía tanto o más trascendental en la historia antigua, cuando la agricultura y la ganadería constituían prácticamente el cien por ciento del valor total de la producción.

Esta, pues, es una hipótesis a la que la Historia moderna deberá prestar una gran atención, en tanto que –no lo dudamos–, permitirá llenar también algunos inmensos vacíos sobre el espectacular repunte de algunos pueblos que, hasta la fecha, vienen siendo también cubiertos de forma de veras penosa en muchísimos textos de Historia. A ese respecto, quizá nada tan significativamente ridículo para la historia de Occidente como seguir centrando la atención del origen de Roma en una loba amamantando a dos niños; o, en la también emblemática historia andina, seguir afirmando que debe atribuirse el origen del Imperio Inka a una pareja de esposos surgidos de las aguas del Lago Titicaca.

No pues, tiempo hace que debieron ya quedar superadas explicaciones tan carentes de rigor científico como inverosímiles. Y tiempo hace que –además de las ya conocidas, pero que no son suficientes–, ha debido iniciarse la búsqueda de otras causas relevantes y sólidas que coadyuven a explicar el insólito repunte de algunos pueblos. Así, y para el tema que nos ocupa, premunidos de criterio y de lógica científica, hay que admitir sin ambages que tiene el mismo valor objetivo, y la misma importancia, mostrar y demostrar el impacto del clima en el colapso de una civilización que en su despegue. ¿Pero hay acaso algún dato que permita dar un mínimo de validez a la hipótesis que venimos planteando? Ciertamente, hay por lo menos uno, pero muy valioso, como pasaremos a ver.

El origen de la asombrosa civilización Tiahuanaco, en la altiplanicie del Lago Titicaca, es un enigma –que permaneciendo absurdamente como tal en muchos textos–, tiempo hace que debería estar perfectamente aclarado en la mente de todos. ¿Cómo si no con un repentino y muy benéfico golpe climático podría explicarse que en aquel yermo y frío territorio –pero de casi 100 000 Km2–, surgiera una civilización tan portentosa, capaz además de erigir construcciones costosísimas que con la proverbial pobreza de ese territorio resulta inimaginable financiar?

Pues bien, según da cuenta el historiador Eloy Linares Málaga , resultados de investigaciones realizadas en los hielos de los nevados Quelcaya y Macusani de Puno, evidencian “períodos de grandes lluvias en los años 650 y 800 dC”, donde esta última fecha coincide, precisamente y no por simple casualidad entonces, con el esplendor de Tiahuanaco.

Pero quizá ya no resulta tan sorprendente el hallazgo de la evidencia, cuanto la indiferencia que por tantos años han puesto de manifiesto los historiadores peruanos y bolivianos, que –y como ya veremos, replicando aquí el desaire que en Europa se dio a San Cipriano–, pasaron por alto valiosos datos del cronista Pedro Cieza de León.

En efecto, en La crónica del Perú, de 1553, el célebre cronista, hablando de los kollas altiplánicos, dice :

Muchos destos indios cuentan que oyeron a sus antiguos que hubo en los tiempos pasados un diluvio grande...

Pero hay más. Sólo un inusitado evento climático de esa naturaleza explicaría el repentino florecimiento de Tiahuanaco. Pero explicaría también además su carácter explosivo. O, si se prefiere, el hecho de que alcanzó el esplendor “de la noche a la mañana”. Y una vez más corresponde recurrir a Cieza de León, pues, hablando de la misma población, en efecto da cuenta de esta muy significativa metáfora :

...oyeron a sus pasados que en una noche amaneció hecho lo que allí se veía.

Pero, para terminar, ello no es todo. Una tercera cita del mismo cronista permite acabar de desentrañar el enigma del surgimiento de Tiahuanaco; y, al propio tiempo –y nada menos–, empezar a desentrañar el “todavía misterioso” origen del Imperio Inka.

He oído afirmar a indios [kollas] que los ingas hicieron los edificios grandes del Cuzco por la forma que vieron tener la muralla o pared que se ve en este pueblo; y aun dicen más, que los primeros ingas practicaron de hacer su corte y asiento della en este Tiaguanaco.

¿Cómo entender y qué significa la expresión “los primeros inkas (aprendieron a hacer grandes y acabadas construcciones de piedra) en Tiahuanaco”? La explicación ya no debería sorprendernos. En efecto, por cuanto se conoce del Fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur (El Niño – La Niña) , la cordillera de Carabaya delimita climas perfectamente marcados y opuestos entre el Altiplano y los territorios al noroeste (Cusco y Ayacucho, en particular). Es decir, si en torno al Titicaca hay sequías, en el territorio adyacente se presentan lluvias, y viceversa. De modo pues que durante las copiosas y generosas lluvias que permitieron el despunte de Tiahuanaco, el pueblo inka, en el área del Cusco, y el chanka, en el área de Ayacucho, sufrieron severas sequías. ¿Es difícil imaginar que ello los obligara, o fueran obligados a desplazarse a trabajar en el Altiplano? ¿Y que allí, entonces, aprendieron el trabajo de la piedra?

En tal virtud, y como la estadía habría durado varias generaciones, al normalizarse el clima altiplánico, y retornar el área a su consuetudinaria sequía y pobreza, retornando pues los inkas al Cusco, volvieron no sólo con experiencia en el trabajo de la piedra, sino con las tradiciones que habían asimilado del pueblo anfitrión, entre ellas, claro está, y principalmente, sus tradiciones fundacionales: el origen mítico de los líderes saliendo de las aguas del Titicaca. Manco Cápac, pues, como el Moisés del pueblo judío, habría sido el hombre que organizó y lideró el retorno del pueblo inka del Altiplano al Cusco.

Tras lo dicho, si ya no resultan sorprendentes la explicación científica de la insólita riqueza de que hizo gala Tiahuanaco en el Altiplano, y del fundamento objetivo que da cuenta de la tradición inka de sus fundadores saliendo de las aguas del Titicaca, sigue siendo sorprendente en cambio el hecho de que durante muchos años los historiadores peruanos y bolivianos, y también los de otras latitudes, hayan hecho caso omiso a datos tan relevantes –y tan claramente presentados– como los que había suministrado tanto tiempo atrás el cronista Cieza de León.

Pues bien, si como venimos presumiendo, la naturaleza, más allá de la voluntad de algunas poblaciones y sus líderes de turno, habría catapultado inopinada y grandemente a diversos pueblos, lanzándolos hacia la cima de la ola, la confirmación de la hipótesis, necesariamente, obligará a replantear –y hasta radicalmente– muchos e importantísimos capítulos de la Historia. Y es que, habiéndose prescindido del aporte de la naturaleza, el “mérito” del “engrandecimiento” ya fue endosado a priori, y casi sin excepción, a quienes circunstancialmente gobernaban en cada caso.

La Historia, siendo la historia del hombre, no tenía porqué, sin dejar de ser antropocéntrica, ser excluyente, como, desgraciada y penosamente, lo resulta siendo en las versiones tradicionales, que por añadidura son las más difundidas. El hombre, desde su aparición en la Tierra, si bien actúa sobre la naturaleza, es abrumadoramente obvio que interactúa con ella. Es decir, ésta también actúa sobre él, afectándolo positivamente en unos casos y negativamente en otros. No obstante, desde Herodoto hasta nuestros días, la inmensa y casi exclusiva atención de las versiones tradicionales de la Historia está puesta en la acción del hombre sobre la naturaleza. Pero, en particular, y sesgándose aún más los hechos, en la acción de “algunos hombres”: los providenciales, los magníficos, los extraordinarios, los inimitables, los únicos, grandes, magnos, sabios...

Mal podrá extrañarnos entonces que, cuando por fin se reconozca a la naturaleza sus grandes aportes, allí donde los dio, haya que reescribir, por ejemplo, mucho de cuanto se ha dicho y escrito de Hammurabi; Tutankamon; Ciro,“el grande”; Darío, Salomón “el sabio”, Pericles “del siglo de Oro”, Alejandro “el magno”, Rómulo y Remo; Aníbal, “el de los elefantes”; Julio César, “el gran conquistador; de ojos penetrantes y vivaces”; Octavio, “augusto o divino”; de Cayo César Germánico –“Calígula”–; etc., pasando por Carlos, “también magno”; por Isabel, “la católica”; Enrique, “el de las seis esposas”; Luis, “el rey sol”; Napoleón, “el pequeño gran corzo”; etc.

Los cronistas oficiales, los que ensalzaron y endiosaron a todos aquéllos, como no podía ser de otra manera, les adjudicaron sus propios méritos y virtudes –cuando los tenían–, o se los inventaron –en la mayoría de los casos–. Pero también, y arbitrariamente, les endilgaron los méritos de todo su pueblo, los de sus enemigos, los de los pueblos a los que conquistaron, los de los dioses, y, por último, les endosaron también enormes “méritos” que en realidad correspondían a la naturaleza.

Sin duda las catástrofes naturales no son un demérito del hombre. Pero, con la misma lógica entonces, si los “golpes climáticos benéficos” llegaran a probarse en uno, más de uno o muchos casos de pueblos e imperios, ¿podría acaso considerarse que ello resta méritos al pueblo de que se trate? De ninguna manera. Ocurriría, sí, en cambio, que el papel de los “grandes líderes” tomaría el discretísimo y humilde sitial que, en realidad, les ha correspondido. Más no.
 

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