¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

b) Dominio de tecnologías de punta

Algunos individuos, a través de sus descubrimientos, inventos y, en una palabra, a través de las técnicas y tecnologías que fueron dominando, contribuyeron decidida –pero inadvertidamente también–, a que el pueblo al que pertenecían alcanzara la cresta de la ola. Ocurrió con los egipcios cuando lograron conocer perfectamente las fechas en que cada año se producían las inundaciones del Nilo, y cuando lograron conocer perfectamente y explotar en su beneficio las paradójicas ventajas que reportaban esas inundaciones.

En Europa continental, la explotación de los animales de tracción y el uso del hierro –cuyos beneficios se conocieron a través del comercio–, permitieron la invención del arado. El salto tecnológico que éste representó fue extraordinario. La roturación periódica del terreno permitía que campos con bajísima rendimiento agrícola multiplicaran repentinamente su productividad, y que campos que por su pendiente nunca habían sido puestos en producción contribuyeran a partir de allí a alimentar a los pueblos de Europa. El arado, pues, contribuyó sensiblemente a elevar la producción alimenticia. Y, concomitantemente, se incrementó notablemente la población. Y con el incremento de ésta el del comercio.

Las cada vez más sofisticadas técnicas comerciales y de transporte de grandes volúmenes, y los alfabetos y los números, todos ellos, en tanto innovaciones tecnológicas fundamentales, contribuyeron a que los pueblos que primero las dominaron de colocaran en condición de hegemónicos y centros de sus correspondientes olas. Ese fue el caso de los cretenses, primero, y de los griegos después. Mas, bien vale la pena recordarlo, como el comercio y las guerras habían ido cumpliendo el inesperado rol de vasos comunicantes, para cuando se produjo la ola de los cretenses y luego la de los griegos, cada uno de estos pueblos reunía toda la ciencia y la experiencia de las olas anteriores, recreada en sus propios territorios, más las tecnologías de punta de que eran privilegiados poseedores.

Nadie puede discutir que muchos descubrimientos se logran por azar. No cuenta pues allí la voluntad del hombre. Sin embargo, quizá en la inmensa mayoría de los descubrimientos y en todos los inventos, ha estado presente la voluntad del hombre por alcanzarlos: viajando, explorando, ensayando reiteradamente, perfeccionando, etc., según los casos. No puede entenderse sino como resultado de la acción deliberada del hombre la invención de las técnicas de fundición y laminación del cobre, del bronce y del hierro; la invención del arado; la fabricación progresivamente más sofisticada de armas y armaduras (que existieron ya en la remota Mesopotamia); de los carros de combate; de las embarcaciones y aparejos de pesca; de las naves de transporte y de combate propulsadas por remos primero y por velas después; el desarrollo de modalidades cada vez más complicadas de intercambio comercial, incluyendo en la remota civilización fenicia la invención de la letra de cambio; el uso de monedas cada vez más simples y prácticas; el desarrollo de los alfabetos y los números; la sofisticación de las técnicas de alfarería, textilería y orfebrería; la extraordinaria invención del concreto (cuya paternidad se atribuye a los romanos); etc.

Es indiscutible, pues, que la voluntad humana ha estado presente impulsando el desarrollo y concretización de todos y cada uno de esos inventos. No obstante, ¿por qué decimos que, a pesar de esos grandes descubrimientos e inventos, no ha estado presente la voluntad humana en el hecho de que algunos de los pueblos de la antigüedad llegaran a convertirse en el centro de una ola? Pues por el hecho de que nadie podría sostener que los inventores o descubridores estuvieran, además de impulsados por su inventiva o por la necesidad de alcanzar mayor eficiencia, tratando de convertir a su pueblo en hegemónico. Ello se obtuvo “por añadidura”. No se buscó ni estaba previsto. Salvo, claro está, buena parte de aquellos inventos directamente relacionados con las conquistas militares. Mas cuando ello ocurría, el pueblo protagonista ya estaba en camino a la cresta de la ola. En fin, y en resumen, el dominio de las tecnologías de punta –generalmente con fines pacíficos– es uno de los factores que colocaron a algunos pueblos en el centro y camino a la cima de una ola.

c) Magnitud demográfica

A ese respecto, como hemos adelantado, el tercer factor de impulso hacia el centro de la ola ha sido contar con una riqueza poblacional –cuantitativa– mayor que la de cualquier otro de los vecinos del pueblo que había sido el centro de la ola precedente. En términos modernos diríamos que, invariablemente, estaba destinado a ser el centro de la ola siguiente aquel pueblo que constituía el “mercado más grande” de entre todos los pueblos vecinos al centro de la ola anterior.

El pueblo hegemónico que había perdido la posta, durante milenios (en el caso de Mesopotamia y Egipto) y durante siglos (en el caso de Creta, Grecia y Roma), había irradiado por igual su cultura a todos sus vecinos. Éstos virtualmente habían asimilado lo mismo. A ese respecto, pues, estaban en igualdad de condiciones. El más numeroso de todos, sin embargo, dado que tenía que resolver problemas de alimentación, vestido, vivienda, entretenimiento y defensa para más gente, era, inexorablemente, una economía más dinámica y, necesariamente, más rica. Es decir, real y potencialmente era una economía y, por consiguiente, una sociedad más poderosa. En nada de esto, pues, había intervenido tampoco la deliberada voluntad del hombre.

Parecen suficientes los argumentos hasta aquí esgrimidos para entender las razones por las que Mesopotamia se constituyó en la sede de la Primera Gran Ola de civilización de Occidente, y por qué ello no podía darse –en ese momento histórico– en ningún otro rincón de la Tierra. Las mismas razones permiten entender por qué a Egipto –y no a otro pueblo– iba a corresponderle el privilegiado segundo lugar.

¿Cuántas veces nos hemos preguntado –y respondido– por qué, en su defecto, ese papel protagónico –en aquel momento– no lo jugaron o no lo pudieron jugar los hombres asentados en las fértiles orillas del caudaloso Misisipi, o los que habitaban en las orillas del Amazonas, el río más largo y caudaloso del mundo; o los hombres del Rin o del Támesis? O, ¿por qué no pudieron ser los protagonistas de esos magnos episodios los hombres de la Siberia, o los del Sahara? ¿Por qué los hechos ocurrieron como ocurrieron y no de otra manera? ¿Había al respecto otra alternativa? En este caso, objetivamente, no había otra alternativa. Veamos por qué.

Los trópicos, por su abundancia de agua, han albergado siempre la mayor variedad de flora y fauna del planeta. Es decir, ése ha sido el laboratorio natural más rico para la generación de mutaciones genéticas y, por consiguiente, para la evolución de las especies. ¿Cómo puede entonces extrañarnos que África haya sido la cuna de la humanidad? Allí aparecieron los primeros adanes y las primeras evas. La ciencia, sin embargo, tiene aún que explicar, por qué en la Amazonía no hay primates superiores, aquellos a partir de los cuales, hace millones de años, se gestó la aparición del hombre. ¿Será acaso porque América es efectivamente, y en todo orden de cosas, un continente nuevo? El hecho incontrovertible, es que el primer hombre –el australopiteco– surgió en África hace tanto como 3–4 millones de años. Al cabo de más de un millón de años, se había convertido en homo habilis, más aún no poblaba sino África. Un millón de años más tarde había evolucionado hasta convertirse en lo que hoy denominamos homo erectus, poblando ya, en calidad de tal, África, Asia y Europa. Hace 100 000 años, en esos mismos tres continentes, el homo erectus había ya alcanzado las características del que hoy conocemos como homo sapiens. Y hace 30 000 años alcanzó las características fisonómicas y neurológicas que hoy, como homo sapiens sapiens, tenemos todos. ¿No es acaso razonable suponer que, evolucionando durante casi un millón de años en los tres continentes, simultáneamente surgiera como sapiens sapiens en esos mismos tres continentes con sólo variantes fenotípicas?

Pues bien, y por lo que hasta ahora se sabe, el hombre inició una larga caminata desde África, hacia el norte y en otras direcciones, y desde Asia, hacia el este y las otras direcciones. En algún momento, hace muchos miles de años, virtualmente toda la Tierra estaba ya ocupada, por pequeñas o por grandes comunidades humanas. ¿Pero por qué, entonces, las primeras grandes civilizaciones tuvieron su cuna en Mesopotamia y en Egipto y no en otros lugares?

Para responder esa acuciante interrogante es importante tener a mano dos argumentos. En primer lugar, y aunque obvio, pero para poder entender la racionalidad de los hechos –lamentablemente nunca bien enfatizado en los textos masivos de Historia–, el hombre de la antigüedad –como el de la actualidad, con lo que en esto no hemos “avanzado” un ápice–, tenía necesidad de asentarse en torno a fuentes de agua dulce. Ésta es absolutamente indispensable e insustituible para la vida humana, animal y vegetal. A más agua dulce, en estado líquido y en la superficie, mayor flora y, por consiguiente, mayor fauna, es decir, más fuentes de alimento para el hombre; así, más y cada vez más población se asentaba inadvertidamente en torno a las fuentes abundantes y superficiales de agua dulce. De allí que, los hielos de Siberia y las arenas de los desiertos, pudieron acoger inicialmente a muy pocos ocupantes. En los trópicos, sin embargo, hay mucha más agua de la necesaria para los usos del hombre. Tanta que convierte a los suelos en agrícolamente pobres. De allí que las enormes tierras de la cuenca amazónica podían, también, albergar a poblaciones poco numerosas. Pero la misma limitación enfrentaron los primeros hombres del África.

Desde África, pues, y en busca de más y mejores alimentos, fue poblándose sucesiva y paulatinamente todo el planeta. A medida que los grupos crecían en número y las riquezas del suelo resultaban insuficientes, los jóvenes, dejando en el camino a sus hermanos mayores, a sus padres y abuelos, emprendían el camino en búsqueda de sus propias y seguras fuentes de agua dulce, alimento y abrigo.



En su largo proceso de poblamiento –como se insinúa en el Gráfico Nº 8–, cuando en los primeros valles ocupados del África el hombre acumulaba ya miles y miles de años de existencia, grupos jóvenes marcharon remontando probablemente la margen derecha del Nilo. Pero en los períodos de extremo estiaje, cuando el alimento escaseaba, o en los de mayor inundación, cuando el río amenaza, volvían a desplazarse en busca de territorios que los proveyeran de alimento. Así finalmente llegaron los primeros grupos a las riberas de Éufrates y el Tigris, en Mesopotamia. Sin saber cómo, y menos pues haberlo previsto, habían llegado al territorio naturalmente más rico y fértil del planeta para la época en que la caza, la recolección y la pesca eran las tecnologías de punta, las únicas que se conocía. Pero otros que también venían del sur, pasaron a las costas del Mediterráneo, lo bordearon y llegaron a las costas de Turquía, luego a las de Grecia y luego a las de Italia: no sabían –ni podían imaginar– lo que estaban dejando de lado, al este.

Mucho más tardíamente otros grupos alcanzaron a cruzar el estrecho de Gibraltar y pasaron a ocupar el oeste de Europa. Y casi tanto como un millón de años más tarde recién se dieron las primeras migraciones que cruzaron el estrecho de Bering iniciando el poblamiento de América.

Cuán agradecidos fueron los hombres respecto de la riqueza botánica que encerraban los valles del Éufrates y el Tigris, que bautizaron el área como “Medialuna fértil” –que eso es, según Toynbee, lo que significa “Mesopotamia”; y no “región entre ríos”, como se sostiene en muchos textos–. Ciertamente era fértil. Largamente más pródiga en riquezas de flora y fauna que ningún otro espacio. Era, como se sabe, el Paraíso Terrenal, como –y no por casualidad– también fue denominado. El propio Herodoto, “el padre de la Historia”, en el siglo V aC, quedó rendido de admiración ante la riqueza de Mesopotamia: “demostraré cuán grande es la riqueza de los babilonios, con muchas pruebas...”, dijo con convicción . Así, desde muy antiguo, poniéndose en práctica un inconciente pero natural principio de eficiencia (mayor producción a menor costo), inadvertidamente fue concentrándose más y más migrantes en torno al gigantesco y rico valle.

Cuando otros hombres, al cabo de un larguísimo recorrido, llegaron por ejemplo al Missisippi y a otros territorios casi tan fértiles como Mesopotamia, las poblaciones de ésta tenían ya cientos de años aplicando la tecnología de punta: la agricultura. La ventaja de éstos, pues, fue abrumadora. Con esa enorme ventaja dieron origen a la primera gran civilización de Occidente.

Nadie, sin embargo, podrá sostener que quienes se asentaron entre el Éufrates y el Tigris lo hicieron al cabo de optar por ésa entre varias alternativas. En esa época no había las imágenes de satélite que, de un golpe de vista, permiten conocer qué tierras son fértiles y cuáles no. Los viajes en busca de agua dulce y tierras fértiles eran lentísimos: no había caminos. Quienes se asentaron en Mesopotamia, simple y llanamente, se beneficiaron con un extraordinario golpe de azar. La voluntad humana, pues, no tuvo participación en ese acontecimiento.

Mesopotamia no sólo es irrigada por dos grandes ríos, de caudal relativamente estable. Sino que, a diferencia del enorme valle norafricano, está encerrada entre cordilleras que forman pisos ecológicos muy diversos, que, por consiguiente, ofrecen frutos muy variados, recolectables prácticamente todo el año. El Nilo, en cambio, en el largo recorrido de sus cursos medio y bajo, riega un territorio topográficamente más homogéneo, que da lugar a una producción botánica menos diversificada. No es ninguna casualidad por eso que, desde muy antiguo, en el valle del Nilo predominara largamente la producción de trigo y cebada.

¿Pero por qué –por ejemplo, y además de lo que ya se ha argumentado– no correspondió a los pueblos andinos, asentados en un también rico territorio, el privilegio de ser el protagonista de la primera gran civilización de Occidente? A este respecto, el Gráfico Nº 9 (en la página siguiente) nos releva casi de cualquier comentario adicional.

Como hemos mostrado en otra ocasión , puede estimarse que el territorio agrícola en producción de que dispuso Egipto fue hasta quince veces mayor que el que dispuso su contemporáneo Chavín, en los Andes Centrales de América Meridional. Aquél, además, contó con un valle en el que poco esfuerzo demandaba obtener grandes cosechas. Los egipcios –dijo Herodoto –:



...no tienen el trabajo de abrir surcos con el arado, ni de escardar, ni de hacer ningún trabajo de cuantos hacen los demás hombres que se afanan por sus cosechas....

Pero también constituyó una enorme ventaja el hecho de que fuera un solo valle, magníficamente vertebrado por el Nilo que, siendo navegable, permitía –y permite– transportar fácilmente las mercancías. Chavín, por el contrario, disponía –comparativamente– de múltiples pero pequeñísimos valles, aislados entre sí por altísimas montañas y muy secos desiertos, que dificultaban enormemente el intercambio y la producción agrícola. A todo lo cual debe agregarse la considerable diferencia de productividad natural de terreno, siempre en ventaja para los hombres del Nilo y, en su caso, por cierto también de los de Mesopotamia.

 

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