¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

b) Las guerras de conquista

Si nuestra analogía es válida, ¿cuáles son pues esas guerras de ultraje –que la Historia virtualmente no admite como tales (y para demostrarlo resulta suficiente con leer la Historia que oficialmente se nos enseña a los peruanos)–, pero que dejan huellas muy hondas, casi indelebles, y con consecuencias que a los pueblos les resulta sumamente difícil de reparar? Son las guerras de conquista, las guerras que dan paso a la colonización.

Son aquellas que, exactamente igual que en nuestra analogía, enfrentan a dos protagonistas con fuerzas inconmensurablemente dispares. Así:

…no somos tan necios como para presumir que con nuestras fuerzas podemos contrastar las de Roma…,

dijo por ejemplo, en su momento, y con gran lucidez, Ambiórige, un “bárbaro” francés para explicar la conducta de su pueblo cuanto tuvo frente a sí a los ejércitos de Julio César. Cómo dudar que, apenas con ligeros matices diferenciales, la misma frase ha sido repetida, en todos los tiempos, en todos los confines de la Tierra, por muchos de los líderes y pueblos que tuvieron frente a sí a una fuerza que les resultaba invencible. Pero ni ayer ni hoy ha prevalecido siempre la sensatez de Ambiórige. Si estrategas supuestamente “extraordinarios” como Napoleón y Hitler erraron en sus cálculos, lanzando a millones de sus propios hombres a la muerte, ¿cuánto más vulnerable, irresponsable y suicida resulta pues la pequeñez intelectual y la tozuda cerrazón subdesarrollada de un Saddam Hussein?

En las guerras de conquista, las circunstancial y transitoriamente imbatibles fuerzas que despliega el agresor tienen como único objetivo sangrar y explotar a la víctima de turno, impunemente, y con toda la violencia que sea menester, y todo el tiempo que sea posible (o cuando menos el estrictamente necesario).

Si de la violencia se trata, sirva el siguiente testimonio de Julio César, durante la expansión imperial romana, para patentizarla:

...no pudiendo salir por la apretura del gentío, unos fueron muertos por la infantería, otros fueron degollados por la caballería. Ningún romano se preocupó de pillaje. Encolerizados por la matanza de Genabo [y por lo arduo y costoso que había sido el cerco militar a la población], no perdonaban ni a viejos, ni a mujeres ni a niños. Baste decir que de cuarenta mil personas se salvaron apenas ochocientas... .

Y si de los verdaderos objetivos de esas conquistas se trata, he aquí la paradójicamente equívoca conclusión a la que llega el célebre historiador español Claudio Sánchez Albornoz a partir de un dato certero: “Era lógico que tras la conquista los romanos se lanzaran a la explotación de las ricas minas de oro de Galicia y de Asturias y de las minas de hierro y plomo de Cantabria; y el aprovechamiento de otras riquezas naturales (...). Plinio dice que Roma obtenía anualmente 20 000 libras de oro de las minas del norte y del oeste de la Península...” .

No pues, no es que “tras la conquista” se lanzaron a la explotación de la riqueza minera del territorio cantábrico; sino que, sabiendo que esa riqueza existía, se lanzaron a la conquista del territorio con el propósito de apropiarse de ella. Por lo demás, esa riqueza minera ya estaba en explotación. No fueron pues los romanos quienes se lanzaron (iniciaron) la explotación de la misma, sino que continuaron y quizá ampliaron esa explotación, pero para su beneficio.

Ayer, pues, se procedió así contra Egipto, por el trigo, y contra España, por su riqueza minera; siglos más tarde, España se “resarciría” con las minas de plata, pero de México, Perú y Bolivia; y hoy, en Medio Oriente, el botín es el petróleo. Es decir, siempre ha estado y está en juego la apropiación de riquezas de las víctimas.

Nuestra generación, esta vez sí como nunca antes en la historia, asiste, atónita y masivamente, y en tiempo real, al desnudamiento de la verdad. Así, todos hemos sido testigos de cómo, en 24 horas, los pretextos larga, cínica y tercamente esgrimidos (como la tenencia de armas de destrucción masiva por parte de Irak), tuvieron que ceder su lugar a la verdad. George W. Bush pasará a la historia, en todo caso, desde que, en la última bravata antes del ataque de marzo del 2003, dirigiéndose a los soldados iraquíes les “pidió que no destruyan los pozos de petróleo y se rindan.” ¿Acaso para proteger los intereses económicos del pueblo iraquí? No, sin duda no; sino para impedir que se desbaraten los planes estratégicos de abastecimiento de energía al poder imperial.

Ésa, como todas las guerras de ultraje pues, son las que han protagonizado todas las formas de imperialismo que ha conocido la historia: las de los asirio–babilonios, que esclavizaron a todos los pueblos de Mesopotamia; las del Egipto de los faraones, con las que se esclavizó a los pueblos del Asia Menor y a los pueblos del Alto Nilo; las de la Roma de la “república”, primero, y de los césares, después, con las que se sojuzgó y esclavizó a españoles, franceses, germanos, egipcios y al resto de pueblos del entorno del Mediterráneo; las de los musulmanes, con las que, y durante casi setecientos años, se sometió a gran parte de España; las de España, con las que, durante casi trescientos años, se sometió a la mayor parte de América Meridional. Sin excepción todos los imperios han hecho prevalecer la fuerza bruta para conquistar y mantener bajo su dominio, durante centurias, a otros pueblos a los cuales, invariable e impenitentemente, saquearon después de derrotarlos y conquistarlos por la fuerza.

¿Con qué licencia, y con tanta superficialidad y desprecio, los españoles (celtas y celtíberos de entonces), franceses, germanos, judíos, egipcios, americanos, y todos los demás pueblos de la Tierra que cayeron derrotados por poderosos imperios, son presentados por autores como los citados como débiles seres que cayeron desmayados al inicio de la agresión?

No, no ha habido tal, y menos pues en todos los casos. Porque en muchísimos episodios de agresión imperialista los pueblos invadidos han reaccionado con mayor o menor ímpetu y energía, aunque, por desgracia, con igual fatal desenlace. Ahí están para demostrarlo, por ejemplo, las crónicas de Julio César, en las que se reconoce muchos casos de heroísmo nacional contra las brutales conquistas de los ejércitos que él lideraba. O las propias expresiones de los historiadores españoles, cuando afirman que “fueron duras, largas, sangrientas y heroicas” las guerras que libraron celtas y celtíberos contra la invasión romana.

Pero también están para demostrarlo los innumerables episodios que se conoce de la resistencia de los pueblos andinos, frente a las conquistas del Imperio Inka . Y los textos de historiadores europeos, en el caso de las conquistas musulmanas a España; y, ciertamente, cientos de crónicas de la conquista española de América.

Claro está que, sin embargo, ha habido excepciones, muchas incluso. Pero también aquí tenemos obligación de precisar las razones, y hacer distingos sin los cuales es imposible entender la historia. ¿Cuándo no ha habido resistencia? ¿En qué casos los “pueblos se entregaron” sin resistir? Los mismos textos lo demuestran: cada vez que líderes venales –en su propio y directo beneficio–, negociaron el mantenimiento de sus privilegios, a expensas de la riqueza y de la esclavización de su pueblo. No fueron pues los pueblos los que se entregaron y aceptaron entregar gratuitamente la riqueza de sus territorios: fueron traicionados. Es decir, y a la postre, fueron sucesivamente traicionados y derrotados. Mas, en las versiones más difundidas de la Historia, la traición de las élites gobernantes ha sido siempre muy bien disimulada o encubierta. Y, congruentemente y a su turno, las gestas de los conquistadores han sido presentadas como alardes de heroísmo y valentía.

Pues bien, a diferencia del rápido resurgimiento económico y material observado incluso tras las más cruentas guerras convencionales –incluida ciertamente la Segunda Guerra Mundial–, ninguno de los pueblos sometidos a conquista y colonización logra surgir en un período de tiempo similar y ni siquiera en períodos mucho más largos. Es decir, las únicas a las que la mayor parte de los historiadores se niega a reconocer como guerras, resultan a fin de cuentas las más graves y nefastas de todas.

Así, mientras a la moderna Europa le costó menos de un siglo resarcirse de la gigantesca destrucción resultante de la Segunda Guerra Mundial, a la Europa antigua que habían sojuzgado y saqueado los romanos le costó más de mil años, sí, más de diez siglos, en volver a presentar naciones y estados fuertes y ricos.

Pero, paradójicamente, y casi en simultáneo con el logro de tan caro objetivo, ambicionaron y lograron lanzarse con éxito a conquistar tierras remotas, para reeditar de ese modo las oprobiosas formas de imperialismo que, quince siglos atrás, habían practicado los romanos contra ellos.

Porque en efecto, si por su conducta los conquistadores romanos “fueron odiados por los españoles” , y cada romano era identificado como “un feroz cobrador de impuestos” ; llegado su momento, fray Bartolomé de las Casas denunció sin ambages…

la perniciosa, ciega y obstinada volundad de cumplir con su insaciable codicia de dineros de aquellos avarísimos tiranos...,

refiriéndose por cierto al comportamiento en América de sus propios compatriotas españoles . Siglos más tarde, respecto de esos mismos episodios, Simón Bolívar tuvo clara conciencia de que el común denominador de la conducta española en América fue “fiereza, ambición (...) y codicia” . Pero ésa, cierta aunque lamentablemente, no es la imagen que dejan las idílicas versiones oficiales del Descubrimiento, la Conquista y la Colonia.

Pues bien, tras la caída del Imperio Romano, los pueblos de Europa Occidental llevan acumulados mil quinientos años sin ser objeto de formas de colonización compulsiva como las que practicaron los romanos. Y, tras la caída del Imperio Español, los pueblos de América Meridional, llevan casi doscientos años sin conocer una modalidad de colonialismo similar. Al cabo, Europa luce un extraordinario desarrollo económico, mientras que América Meridional exhibe, en promedio, un clamoroso subdesarrollo. ¿Cómo explicar pues tan clamorosa diferencia? ¿Es sólo cuestión de tiempo? ¿Es que América Meridional debe esperar pues todavía otros mil trescientos años para alcanzar el desarrollo? ¿O hay otra explicación?

Parece haber por lo menos una explicación válida: después de la conquista romana, los grandes pueblos de Europa –a excepción del sur de España, dominado durante siglos por los musulmanes–, no han vuelto a ser objeto de conquista y colonización ni de forma alguna de dominación prolongada por parte de ningún imperio. América Meridional, en cambio, sí.
 

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