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Alfonso Klauer
La guerra y la paz
La primera de las causas relevantes del éxito que presenta Montaner es la
paz. La segunda la estabilidad política, etc. Se entiende que como en el
caso de los mandamientos religiosos, para alcanzar el Cielo, esto es, el
éxito, o, si se prefiere, el bienestar y el desarrollo económico, los
pueblos deben cumplir con todos y cada uno de dichos mandamientos.
Pues bien, en relación con la primera de las causas que logró entrever, el
autor que comentamos sentencia su Primer Mandamiento: vivir en paz. Porque
dice él mismo acto seguido: se puede elegir la paz , e implícitamente
entonces porque no lo explicita, se puede elegir la guerra. Hay, pues,
según Montaner, pueblos que eligen la paz y cita como ejemplo a Costa Rica,
Suecia y Suiza: se cuentan entre los pueblos exitosos de la Tierra; y
pueblos que eligen la guerra. Cinco mil millones de habitantes de la Tierra
perteneceríamos, pues, a los estúpidos pueblos que preferimos la guerra como
forma permanente de nuestras vidas. ¿Se corresponden ambas afirmaciones con
la realidad, con la historia de la humanidad? No, ninguna de las dos.
Los costarricenses tienen un ingreso per cápita de 2 500 dólares por año;
los suecos 28 000 y los suizos 36 000. Once y catorce veces más pobres en
promedio que los suecos y los suizos, ¿puede considerarse a los
costarricenses como parte del conjunto de las naciones exitosas del planeta?
A lo sumo, Costa Rica puede considerarse uno de los pueblos menos
subdesarrollados de América. Y nada más. Su ingreso per cápita lo ubica,
objetivamente, como uno más de los pueblos fracasados del mundo.
Argentina, que sin duda pertenece también al conjunto de los pueblos
subdesarrollados, y, por consiguiente, forma parte del espectro de los
pueblos fracasados de la Tierra, con 7 500 dólares per cápita de ingreso
anual y la Guerra de Las Malvinas de por medio es, en aquellos términos,
tres veces más exitosa que Costa Rica. La selección de Montaner no pasa
pues de ser arbitraria y antojadiza.
Pero hay una debilidad aún más grave y notoria en el razonamiento del
intelectual cubano: no es cierto que la paz conduzca necesariamente al
éxito; y tampoco es cierto que la guerra conduzca necesariamente al fracaso.
Veámoslo.
Brasil, el país más grande de América Meridional y la más grande potencia
económica de esta parte del mundo, con 3 000 dólares anuales de ingreso per
cápita, pertenece también sin duda a la pléyade de pueblos fracasados del
planeta. No obstante, nadie puede sostener que la de Brasil es la historia
de un pueblo desangrado por las guerras e hipotecado por el armamentismo.
Hace más de cien años que Brasil no interviene en ninguna guerra. Y en los
últimos trescientos años Brasil sólo ha guerreado una vez. Costa Rica, por
su parte, es un país pacifista y en paz. Más aún, es el único pueblo de
América que carece de ejército. La paz, pues, a pesar de haber sido elegida
por ellos, no ha conducido al éxito ni a Brasil ni a Costa Rica.
En el otro extremo del mundo, Corea del Sur, uno de los hasta ayer nomás tan
publicitados Tigres del Asia, con 8 000 dólares de ingreso per cápita anual,
está económicamente, sin duda, más cerca de los éxitos del Norte que de los
fracasos del Sur. ¿Puede sin embargo sostenerse con el criterio de Montaner,
que Corea del Sur es uno de los pueblos que ha elegido la paz? Corea, como
bien se sabe, sufrió durante 195055 los gravísimos estragos de una de las
guerras más cruentas del siglo pasado, y desde allí lleva medio siglo
gastando anualmente en armas mucho más que Brasil o Argentina. E Israel, con
un per cápita de 15 000 dólares anuales, lleva medio siglo sumido en guerra
y con un gasto en armamento mayor que el que hace toda América Meridional
junta. Corea e Israel, sumidos en economías de guerra, pertenecen, no
obstante, al conjunto de países exitosos de la Tierra.
En síntesis, Brasil y Costa Rica, países que habrían elegido la paz, son,
sin embargo, subdesarrollados y, por consiguiente, fracasados. Y Corea e
Israel, que habrían elegido la guerra, son, no obstante, países
exitosos. Es decir, el absurdo llevado hasta el delirio. Las cosas, sin
embargo, son tanto más graves cuando se revisa la historia de los gigantes
del éxito: Estados Unidos, Europa Occidental y Japón. Sólo en este siglo,
contando la Primera y la Segunda Guerras Mundiales, la Guerra de Corea, la
Guerra de Vietnam, la Guerra Fría, la Guerra de las Galaxias, la Campaña del
Desierto contra Irak, la invasión a Afganistán y la agresión a Irak el 2003
, Estados Unidos ha gastado en conflagraciones bélicas y armamentismo más
que todo el resto de los pueblos de la Tierra juntos. Es, no obstante, la
superestrella de las naciones exitosas.
A su turno, la historia de Europa es la historia de las guerras. De las
grandes jornadas de la épica europea están llenas las páginas de los libros
de Historia. Ningún otro rincón de la Tierra, salvo Europa, tiene en su
haber, por ejemplo, crónicas de guerras tan cruentas y meticulosamente
relatadas como las que refiere Julio César en su Guerra de las Galias.
Ninguno de los pueblos fracasados de la Tierra ha conocido una guerra de
Cien Años, Europa sí, que también ha conocido guerras de 30 años. Ejércitos
de 100 mil, 200 mil y 300 mil hombres recorrieron Europa en los siglos
pasados en una y otra dirección.
¿No hemos acaso oído hablar de las decenas de guerras con que los ejércitos
de mercenarios de Carlos V sacudieron Europa? ¿No conocemos acaso que,
siglos después, Napoleón llevó un ejército de quinientos mil hombres, a
través de los Alpes, hasta los hielos de Rusia? ¿Desconocemos acaso que, en
este siglo, Hitler lanzó ejércitos de uno, dos y tres millones de hombres
para someter a toda Europa? ¿Y de la incalculable destrucción material que
se suscitó? ¿Y de los 40 millones de muertes que cobró esa demencial
arremetida bélica? No obstante, Inglaterra, Francia, Alemania, Holanda,
Italia, Austria, Finlandia, Bélgica, brutalmente destruidos en la Segunda
Guerra Mundial, se cuentan entre las naciones exitosas del planeta. Japón,
por su parte, la indiscutida segunda superestrella del éxito, gastó en la
Primera y Segunda Guerra Mundiales más que todos los países del África pobre
en todas las guerras de su historia.
En resumen, ni Corea e Israel, ni Estados Unidos, Europa Occidental y Japón,
podrían contarse entre los pueblos que habrían elegido la paz. Por el
contrario, si nos dejamos llevar sólo por lo dicho hasta aquí, hasta
podríamos decir que, más bien, han elegido la guerra. Son, no obstante, y
sin género de duda, naciones exitosas. De allí que hasta podría creerse que
hay una estrecha y directa relación entre las guerras y el éxito. Es decir,
y si engañosamente nos dejamos llevar por las apariencias, todo parecería
indicar que las cosas serían exactamente a la inversa de lo que sostiene y
pretende mostrar Montaner.
Por lo demás, ¿puede irresponsablemente sostenerse que las víctimas
escogen la guerra? ¿Puede sostenerse que las tribus nativas
norteamericanas escogieron ser virtualmente exterminadas por los
descendientes de los colonizadores ingleses? ¿Y que seis millones de judíos
escogieron los hornos crematorios y los campos nazis de concentración? ¿Que
Polonia escogió ser la primera brutal víctima del delirio nazi? ¿Puede
sostenerse que la Francia capitalista escogió ser la mayor víctima
eurooccidental de las furias de Hitler? ¿Y que la Rusia soviética escogió
ser la mayor víctima eurooriental del nazismo? ¿Pero a su turno que
millones de rusos escogieron ser las víctimas de las enfermizas y siniestras
furias se Stalin, y millones de camboyanos las de Pol Pot, y miles de kurdos
las de Hussein? ¿Puede sostenerse que Arabia Saudita escogió ser invadida
por Irak, y éste por Estados Unidos? ¿Que Perú y Bolivia escogieron ser
invadidos por Chile? ¿Que Paraguay escogió ser invadido simultáneamente por
Argentina, Uruguay y Brasil, para terminar enterrando en los campos de
batalla a la mitad de su población? ¿Y puede sostenerse que muchas de las
naciones de África han escogido vivir en medio de guerras tribales?
No, nadie puede sostener que esos pueblos escogieron la guerra, o escogieron
ser víctimas de la agresión. Esas guerras y esas agresiones se dieron al
margen y contra la voluntad de las víctimas. Naturalmente, la gente común
no quiere la guerra dijo de manera patética, pero con bastante conocimiento
de causa, el mariscal nazi Hermann Goering durante el Juicio de Nuremberg .
Para esos efectos, pues, un militar, cincuenta años antes, demostraba
conocer más y mejor a los pueblos que un intelectual como Montaner.
¿Alguno de los pueblos citados ha elegido democráticamente lanzarse a la
guerra?, puede todavía preguntarse. No, eso, como se sabe, sólo ocurría en
los pueblos primitivos, hace cientos y miles de años, cuando todos los
adultos del clan decidían si se lanzaban o no a una guerra. Siglos hace, en
cambio, que los pueblos se enteran que están en guerra sólo después que sus
líderes sorpresivamente la han declarado. ¿Con quién consultaron los
generales argentinos que se lanzaron a la Guerra de las Malvinas? ¿Eligieron
los franceses ir a morir en los hielos de Rusia? ¿Consultó Hirohito a los
pueblos de Hiroshima y Nagasaki, por ejemplo, el ataque a Pearl Harbor?
¿Quién pues escoge las guerras?
¿Acaso los pueblos generalmente pobres, o sus generalmente ricos y
ambiciosos líderes? ¿Son acaso éstos y aquéllos lo mismo? ¿Pueden con
simplismo ser incluidos en el mismo saco? ¿No es sensato hacer la distinción
entre líderes, generalmente privilegiados, que toman inconsultamente las
decisiones de la guerra, y las masas, generalmente desposeídas, que terminan
soportando las consecuencias, sea en las remotas islas del Atlántico Sur, o
congeladas en las estepas rusas, o abrazadas por las llamas en Hiroshima, o
en las desérticas arenas del Medio Oriente?
Sirvan en todo caso, una vez más, las siguientes expresiones del mariscal
Goering que para el caso resultan muy autorizadas, para dar respuesta
cabal a varias de las interrogantes precedentes. Él, en efecto, siempre
durante el juicio de Nuremberg, manifestó: ...son los dirigentes de un país
los que determinan la política y siempre es un asunto sencillo arrastrar al
pueblo. Ya sea que tenga voz o no, a éste siempre se le puede llevar a que
haga o que quieren sus gobernantes. Es fácil. Todo lo que se debe hacer es
decirles que están siendo atacados y denunciar a los pacifistas por su falta
de patriotismo y porque exponen al país al peligro .
¿Puede sostenerse entonces como lo han hecho algunos intelectuales, que
éstas y muchas otras interrogantes equivalentes, no son sino simples
tonterías o majaderías?
¿O que son un producto de la vulgata marxista ? O, también, ¿que
simplemente son el resultado de la influencia de Las venas abiertas de
América Latina, de Eduardo Galeano, una especie de texto sagrado, una
biblia en la que se recogen casi todas las tonterías que circulan en la
atmósfera cultural de (...) la izquierda festiva? .
El intelectual y novelista peruano Mario Vargas Llosa, en la Presentación
del Manual del perfecto idiota latinoamericano, afirma que todos y cada uno
de los que no piensan como él a estos respectos caen en: idiotez postiza,
pereza intelectual, modorra ética, oportunismo civil, idiotez sociológica,
aberraciones, equivocaciones, deformaciones, exageraciones delirantes,
subdesarrollo intelectual... . Vargas Llosa sostiene que, entre otras
muchas, las guerras y las de conquista en particular, y la concomitante y
multimillonaria transferencia de riquezas que de ellas se ha derivado, no
pasan de ser coartadas, y sus principales protagonistas, sólo son chivos
expiatorios .
Para Vargas Llosa, América Meridional, África y gran parte de Asia, son las
únicas responsables de su propio fracaso. Nadie de fuera es responsable de
nada. Ningún imperio extranjero tiene culpa de nada. El pasado, pues, no
cuenta para muchísimos de nuestros intelectuales. Pero, curiosa e
inconsistentemente, el pasado sí cuenta cuando se trata de la historia
individual de quienes incluidos muchos intelectuales acuden al diván de
los siquiatras. En ese caso sí cuenta el pasado, porque entre otras cosas
ayuda a superar traumas. Pero, en el caso de los pueblos, con la lógica de
Vargas Llosa y Montaner, el pasado no cuenta.
Mas, como en perspectiva científica, para entender el presente de los
pueblos sí cuenta su historia, su pasado, cuentan pues necesariamente las
guerras sufridas. Todas han sido costosas. Todas han sido cruentas. Todas
han sido dañinas. Pero las de conquista y colonización han sido las más
dañinas y nefastas de todas. Las más traumáticas, las más castrantes, las
más oprobiosas. Las guerras de invasión, conquista y colonización las de
ayer y las de hoy, y sus cuantiosas consecuencias económicas, y sus
execrables y trascendentes consecuencias sociales y culturales, resultan las
más importantes causas del subdesarrollo del Sur, aunque ciertamente no son
las únicas causas.
Y como para entender el presente de Europa Occidental, por ejemplo, también
cuenta su pasado, cuenta pues que hace más de mil años que no conoce forma
de imperialismo conquistador y colonizador. Como no la conoce Japón. Y como
no la ha conocido nunca Estados Unidos. Ésa, pues, es una de las razones
fundamentales por las cuales muestran hoy el enorme desarrollo material que
orgullosamente ostentan.
Sin embargo, las relaciones NorteSur distan muchísimo de ser estáticas. Y,
en todo caso, tal y como se dan hoy esas relaciones, no habrán de permanecer
inalterables por siempre jamás. Porque, como debe siempre tenerse presente,
cada acción genera, invariable y necesariamente, una reacción en sentido
contrario. Hay agresiones que generan una reacción inmediata. Un puñetazo
entre individuos, o la invasión de una frontera entre países, son quizá
buenos ejemplos. En la concreción de otras reacciones, en cambio, entre su
gestación y maduración, pueden transcurrir meses, años o siglos. Pero, al
final, inexorablemente, se ponen de manifiesto. Y, en tal caso, a los
primeros que cogen por sorpresa ha sido siempre a aquéllos que las
provocaron.
La larga historia de la humanidad muestra cómo, cuando el viejo y
sistemático agresor, sorprendido por la aparentemente tardía reacción del
agredido, quiere a su vez reaccionar, ya es tarde, irremediablemente tarde.
E, inexorablemente, debe atenerse a las consecuencias. En ese sentido
estamos avanzando los hombres y mujeres de hoy en día, qué duda cabe. Lenta
y quizá imperceptiblemente. Pero de manera segura.
Nunca se ha sabido con precisión cómo el colapso definitivo e irreversible
cogió por sorpresa a imperios que, en su tiempo, aparecían inconmovibles,
como el de los faraones, los césares romanos o el que forjó Carlos V. Hoy es
posible deducirlo por lo que acontece en nuestros días. Parece como hoy
que en la obnubilación y ciega embriaguez de los imperios y de los
conquistadores, han jugado un papel importantísimo los áulicos de siempre.
Esto es, aquéllos que ayer, como hoy ocurre con Montaner y otros, engañando
y adormeciendo con sus textos en el corto plazo a los agredidos, adormecen y
engañan en el largo plazo a los agresores.
Con ideas cargadas de incondicionalidad, como aquéllas que hoy nos hablan de
coartadas y chivos expiatorios; o de pueblos exitosos y pueblos
fracasados; o de pueblos trabajadores y pueblos ociosos, debieron llenarse
los oídos de faraones, césares y emperadores. Los dominadores siempre han
estado y están prestos a escuchar las cautivantes y engañosas palabras que
les dan la razón en todo, y que denigran a los pueblos dominados; les
resultan dulces y efectivas para prolongar el dominio sobre sus dominios; se
regodean creyendo que con ellas engañan y adormecen al agredido, cuando, en
verdad, engañan y adormecen también al agresor, que, así, resulta incapaz de
ver la lenta y casi imperceptible ola que se va levantando para, finalmente
y de modo inexorable, aplastarlos.
Quienes detentan el poder imperial gustan de rodearse de incondicionales.
Gustan tener cerca a aquellos que ven todo lo bueno en la sede imperial y
todo lo malo y despreciable en las colonias. Los imperios son generosos con
quienes los alaban. Los reconocen, difunden sus ideas, los sacralizan, los
premian. Sin embargo, en el momento de la verdad, aunque ya
irremediablemente tarde, cuando el daño resulta irreparable, los alejan del
poder, los desprecian y los olvidan. La ola de los que habían estado
sometidos, no obstante, barre y aplasta por igual al imperio y a sus mejores
exegetas. Ocurrió en Egipto. Ocurrió también en Roma. En la España imperial
y en la Francia de los Luises. Y, como sanción inevitable de la historia,
nadie se acuerda ni tiene porqué acordarse de los panegiristas de esos
imperios. Ése es el destino que tiene reservada la historia para los de hoy.
¿Habrán también escogido ese triste y nefasto rol, y ese triste y penoso
final?
Pues bien, a diferencia de las enormes olas que aplastaron a los imperios de
la antigüedad, la que terminará por liquidar el poder hegemónico actual, y
por cambiar las relaciones NorteSur que prevalecen, se viene gestando en
presencia de por lo menos una condición que no se dio a la caída del Imperio
Faraónico, para el colapso del imperio de los césares, o aquella en la que
sucumbió el Imperio Inka, o el Imperio Español. La Ola que culminará
cambiando radicalmente las relaciones NorteSur de hoy, se da en efecto en
un nuevo contexto, en el de lo que hoy venimos denominando globalización.