EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

Chincha: el subjetivismo en la Historia

Los resultados de esa presunta menor especialización –que Del Busto supone que queda en evidencia en muchos testimonios arqueológicos de Chincha–, dan pie para que esa sociedad, comparada con la chimú, sea calificada por él y otros historiadores tradicionales como “organización inferior”.

A la luz de ese epidérmico, insustancial y estrecho criterio, aún “más inferior” que la chincha habrían sido entonces las sociedades de Cañete y Tupe, pobladas casi exclusivamente por rústicos soldados–agricultores.

La historia sin embargo atestigua, sin ápice de duda, que la relativamente “inferior” sociedad chincha no pudo conquistar nunca a la relativamente “más inferior” sociedad cañete.

Y atestigua también que mientras la “ultra superior” sociedad inka conquistó Chincha casi sólo con el aliento, y al “superior” y enorme Imperio Chimú en sólo unos meses, tardó en cambio largos tres años en conquistar al “más inferior” pueblo cañete.

 

Es decir, la teóricamente pobre conjetura termina “probando” exactamente lo contrario de lo que sus mentores imaginaban (y subjetiva y sesgadamente esperaban): mientras más “simple” socialmente es un pueblo –o, si se prefiere, mientras más homogéneo–, más intrínsecamente poderoso.

¿No lo demuestran hoy, por ejemplo, casi todos los pueblos de Europa pero también Japón, por igual “poco” jerarquizados socialmente; por igual homogéneos étnicamente; y en los que a los extremos socio –económicos sólo pertenecen núcleos poblacionales numéricamente marginales, perteneciendo las inmensas mayorías a una sólida “clase media”?

Pero aún cuando ello es abrumadoramente evidenciable hoy –y a lo largo de la historia–, igual se ha rendido –y sigue rindiendo– la historiografía tradicional ante la “magnificencia de los imperios” que, sin embargo, siempre muestran precisamente todo lo contrario: múltiples escalones en la jerarquía social; complejísimos archipiélagos étnicos; y extremos de riqueza inverosímiles, donde el 1 % de la población concentra el 90 % de la riqueza, y el 90 % de aquella el 1 % de ésta. De allí que todos, sin excepción, hayan siempre terminado derrumbándose con estrépito.

A despecho de las deleznables hipótesis implícitas de la historiografía tradicional, ningún pueblo ha admirado jamás a los “grandes imperios” que lo sojuzgaron.

Admiración y pleitesía ha habido, sí, pero de manos de las élites de las naciones sojuzgadas. Lo han hecho, siguen y seguirán haciéndolo, con alboroso, desbordante simpatía e inocultable identificación, pero no siempre por devoción, pero sí siempre por interés.

Ello convalida la hipótesis más general de este libro: cada individuo, cada grupo y cada nación defiende y tiene legítimo derecho a defender sus intereses: económicos, materiales, familiares, étnicos, simpatías, aficiones, valores ideológicos y estéticos, etc.

Nadie pues podrá negar nunca a las élites hegemónicas y a las élites dominadas el derecho a defender lo suyo, en este caso, sus intereses económicos, políticos, sociales y su espíritu imperial e imperialista, excluyente y segregacionista. A lo que no tienen ningún derecho es a mentir y a divulgar groseramente que el imperialismo es bueno para todos, cuando en verdad sólo lo es para ellos.

Bajo el mismo principio, nadie puede negar entonces tampoco a los pueblos el derecho a luchar por su libertad y autonomía, y a aborrecer a todos los nefastos imperialismos que los sojuzgan y les expropian la riqueza. Y, por añadidura, nadie puede tampoco negar a los pueblos el derecho a apreciar y estimar los más genuinos espíritus democráticos y libertarios.

Y, finalmente, a lo que tampoco tiene derecho la historiografía tradicional, escudándose en un presunto y hasta hoy nunca probado carácter científico y objetivo –, es a pretender y seguir machacando tozudamente que “su versión de la historia” –elitista y en consecuencia subjetiva e interesada– “es la verdadera”, la única, la que los pueblos deben aceptar a rajatabla y como válida.

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