EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

Mercaderes, conquistadores nativos y toponimia

Todo parece indicar que, luego de la caída del Imperio Wari, el chincha se convirtió en el más grande e importante de los pueblos eminentemente comerciales de los Andes. En rigor, el más grande de los pueblos comercial –itinerantes.

Porque, como se vio, los tallanes también eran grandes comerciantes. Mas casi no hay indicios de que transitaran por todo el territorio andino comerciando con lo que traían del extranjero, por ejemplo. Todo parece indicar que ese intercambio se hacía fundamentalmente en su propio territorio. No eran pues, dentro del territorio andino, comerciantes viajeros. Quizá podría tipificárseles como comerciantes–importadores.

A su turno, el rol comercial–itinerante de los moches y mochicas, primero, y de los chimú, después, fue importante, pero casi exclusivamente en el norte costeño y cordillerano.

Por lo demás, parece que nunca fue porcentualmente grande la cantidad de moches, mochicas y chimú que se dedicaron al comercio itinerante. En el conjunto de la economía de cada uno de esos pueblos, el comercio fue una actividad secundaria.

Habrían sido los chinchas, pues, el único pueblo en el que casi toda la estructura económico –productiva giraba en torno al comercio, que, incluso dentro de los Andes, era pues comercio internacional itinerante. Unos, como comerciantes marítimos en las rutas del norte y del sur. Otros, como comerciantes terrestres, seguidos de multitud de arrieros y sus tropillas de auquénidos cargados, recorriendo de cabo a rabo todo el territorio andino.

Y otros, por último, mayormente los pescadores, proveyendo a los comerciantes marítimos y terrestres.

En el comercio marítimo internacional compitieron con los chimú y tallanes, y seguramente también con los comerciantes huancavilcas y punás, así como con colombianos y centroamericanos. Nada permite deducir que los chinchas hubieran tenido hegemonía absoluta en ese medio.

En cambio, en el comercio terrestre internacional dentro de los Andes peruanos, lograron hegemonía absoluta e indiscutida.

Alcanzaron entonces aquí, durante los siglos XIII y XIV, lo que en la antigüedad de África, Medio Oriente y Europa lograron los fenicios, en la ribera sur del mar Mediterráneo, y lo que luego consiguieron los griegos en la costa norte del mismo.

Es decir, y entre otros resultados, terminaron fonéticamente transformando y en definitiva bautizando y rebautizando los nombres de los territorios extranjeros por donde sistemáticamente transitaban. De ese modo regaron en su idioma –de raíces centroamericanas –, un amplio espectro de topónimos en el territorio andino.

Como los moches, mochicas y chimú, pero también los lima, hicieron otro tanto en el norte –en el mismo idioma de raíces centroamericanas –, se explica, por ejemplo, que nombres tan extraordinariamente parecidos como Chacupe y Checacupe estén, aquél en el norte, en las inmediaciones de Lambayeque, y éste en el sureste, en las inmediaciones del Cusco –como puede verse en el gráfico del Anexo N° 4–. O Cajamarca, en la cordillera norte, y Cajamarquilla, cerca a Lima, a 500 Kms. de distancia una de la otra.

O Chuquitanta, en Lima, y Chuquibamba, en el valle de Majes, también a 500 Kms. de distancia entre sí. O, Chucuito, en Lima (Callao), y Chucuito, en el Altiplano, con más de 1 500 Kms. de separación. Chilcal, en Paita, y, a 1 200 kilómetros, Chilca, en Lima, .

Y, para terminar con nuestros ejemplos, el muy emblemático Chan Chan, en el valle de Moche, y Chen Chen, en el del río Tambo (Arequipa), a 1 200 Kms. de separación.

Probablemente muchas de esas reiteraciones tengan mucho que ver con los trasplantes poblacionales –mitimaes– que realizaron tanto el Imperio Wari como el Inka. No obstante, difícilmente lo explica en todos los casos. Mas una y otra posibilidad merecen ser seriamente más estudiadas.

En el siglo siguiente los conquistadores inkas, pronunciando a su manera los nombres originales de esos y muchos otros lugares, volvieron a transformarlos fonéticamente.

Así, en el siglo XVI los conquistadores y cronistas españoles se encontraron con sonidos y pronunciaciones distintas para cada nombre y a las que, necesariamente, les dieron entonces grafías distintas, quedando como dos, tres y hasta más voces, la que en principio teóricamente era sólo una.

Garcilaso, por ejemplo, refiriéndose a Nazca, la llamaba Nanasca; y Anello Oliva parece referirse a ella como Hascala.

A ese respecto, aunque para un ámbito tan reducido como el entorno del valle de Camaná, el cuadro siguiente resulta muy ilustrativo.

Quizá nunca sepamos los nombres originales que a cada uno de esos pequeños territorios les pusieron sus más remotos ocupantes, que quizá fueron sencillos y primitivos pescadores y recolectores–cazadores que remotamente llegaron probablemente desde la lejana Oceanía.

Pero muy presumiblemente fueron los comerciantes viajeros nazcas, cuando hegemonizaban en el sur del Perú, quienes rebautizaron a todos esos pobladores como changos (denominación que todavía se da hoy a los solitarios y trashumantes recolectores de conchas de las playas de Ocoña, Camaná y Quilca).

Y respecto de ésa –cuando menos extraña, pero harto sugerente denominación–, cómo no recordar aquí que chango es un sustantivo de inocultable procedencia mexicana: tanto “chango” como “chavo”, equivalen a “muchacho” –hoy mismo en México–.

Los hegemónicos comerciantes viajeros nazcas habrían cumplido pues, exitosa e inadvertidamente, una gran tarea toponímica en todo el sur del Perú: hacia el norte hasta Chincha; hacia el sur hasta Moquegua, pasando por Camaná; hacia el noreste hasta Ayacucho, la tierra de los chankas –gentilicio que a su vez es difícil dejar de asociar con changos–; y hacia el sureste hasta Tiahuanaco –que luego difundiría muchos de esos nombres en dirección al Cusco–.

A su turno, los viejos topónimos nazcas fueron recreados por los chinchas. Porque, aún cuando hablaban el mismo idioma, entre la hegemonía de unos y otros no habían pasado en balde tanto como 800 años. Necesariamente, pues, impusieron variantes.

De la misma manera que puede demostrarse notables diferencias entre el castellano de Cervantes y el de nuestros días. Así y todo nos resulta fácil entender que éste, diciendo “fermosa”, estaba diciendo “hermosa”.

Y es que, casi invariablemente, las raíces o los radicales sustantivos originales por lo general se conservan o resultan nítidamente identificables, ya por sí mismas o por su contexto. Así, por ejemplo, fuera de él, nos sería difícil desentrañar qué representaba o significa para los primeros cronistas, “cháraca”. Mas cuando Diego de Ortega Morejón y Fray Cristóval de Castro dicen “las chácaras que se labraban y regaban...”, toda incógnita queda ya despejada.

El contexto pues, más allá de la recreación o deformación del vocablo, ha ayudado entonces a “descubrir” su contenido. Pero en ausencia de fuentes escritas de su época, nada nos permite conocer cómo y cuáles habrían sido las recreaciones o deformaciones que, dentro del mismo idioma, introdujeron los chinchas a los topónimos creados o impuestos por sus predecesores nazcas. Pero de que los deformaron no debe cabernos la más mínima duda.

Con nazcas y chinchas, durante siglos, y en gran parte del territorio surandino, se cruzaron en el camino los comerciantes y arrieros kollas. Así, con el concurso del aymara, empezaron a aparecer versiones fonéticas distintas para un mismo nombre. Y en el siglo XV, la conquista inka, por intermedio del quechua, hizo aún más complejo el panorama toponímico. Poco fue sin embargo lo que lograron. Su hegemonía de sólo un siglo no fue suficiente para imponer todo lo que seguramente quisieron. No obstante, con su intervención se concretaron, en muchos casos, varias versiones para un mismo nombre –como se ha visto en el cuadro–.

Ese cuadro precedente ofrece los casos de las variantes idiomáticas conocidas de sólo siete poblaciones. Entre las primeras, aquellas que aparecen con un asterisco (*) corresponden a Garcilaso. Si bien numéricamente la muestra no parece pues muy representativa, cualitativamente, en cambio, sí sugiere serlo. Y permite ensayar una hipótesis.

¿Por qué en algunos casos, como en el de Camaná, hay hasta cinco versiones, en otros cuatro o tres y en otros sólo una? El número de variantes parece estar en razón directa de la importancia objetiva que, a lo largo del tiempo, han tenido los distintos grupos humanos y/o los territorios que ocupaban.

En medio del pobre desarrollo económico –cultural que en los siglos anteriores han tenido dichos siete espacios, es imposible dejar de reconocer que el valle de Camaná es más grande e importante que el de Ocoña, y ambos muchísimo más grandes que el puerto de Quilca. A su turno, las lomas de Atiquipa sólo florecen cuatro meses del año. Acarí es un valle insignificante. Y Atico una humilde caleta, hoy casi sin abastecimiento de agua dulce.

En tal virtud, las dimensiones poblacionales, debieron ser pues también directamente proporcionales. Así, Camaná habría sido por siglos un mercado y/o proveedor mucho más importante que Atico. Y, en consecuencia, Camaná mucho más visitada, nombrada y fonéticamente deformada que Atico, por nazcas, chinchas, kollas e inkas.

Con ello, resultaron más variantes fonéticas para aquél que para éste.

De la misma manera que hoy, Miami, sólo con “Maiami” y “Mayami”, tiene seguramente más variantes que Sebastopol. O que “peruano”, que con por lo menos el anglófono “perruano”, el nipófono “perguano” y el francófono “peguano”, seguramente tiene más variantes que “piurano”, por ejemplo.

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