EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

Estratificación e invasión: correlación de fuerzas

En efecto, para los sectores esclavizados por los moches, que no podían estar identificados con sus dominadores, la conquista por los chankas quizá no significaba deterioro alguno: ya no podían estar peor. Hasta cabía la posibilidad de algún tipo de mejora. Esperanzados en ello –como ocurrió después ante la invasión española–, muy probablemente, no sólo no actuaron en defensa de sus dominadores, sino que quizá hasta se comportaron como aliados implícitos de los invasores.

Con los grupos regionales dominados por los nazcas, esto es, con el resto de la nación ica, se dio, quizá, una conducta parecida. Así, en revancha contra sus dominadores, los campesinos icas y chinchas pudieron haberse conducido, deliberadamente, de modo pasivo frente a la invasión chanka. Así, se habrían comportado, aunque de modo seguramente implícito, como aliados tácitos de los conquistadores.

Objetivamente, por lo menos en apariencia, chankas e icas poseían recursos equiparables: territorio, población, recursos naturales, desarrollo técnico, etc. Fue, entonces, un factor distinto a los mencionados el que inclinó de manera irreversible la correlación de fuerzas en favor de los primeros.

¿Acaso un ejército significativamente más poderoso? ¿Quizá una estrategia militar mejor elaborada?

¿El hecho de que los chankas “caían” arrollando desde la cordillera? ¿O la ya mencionada división social de la nación ica?

Con recursos equiparables a los de ésta, ¿cómo habrían podido montar los chankas un ejército bastante más poderoso? Por otro lado, estrategias mejor diseñadas y la privilegiada posición geográfica explicarían, sí, victorias pasajeras. Pero difícilmente dan cuenta de un proceso de dominación que a la postre duraría varios siglos.

Así, el fraccionamiento social interno, con las consecuencias de sensible debilitamiento que genera, es el factor que explica, con más consistencia, la derrota militar de la nación ica y la caída y virtual exterminio del grupo dominante nazca; así como la derrota de moches y mochicas y el también probable exterminio de sus élites ante el naciente y arrollador imperio.

Tanto en la nación ica como en la nación moche–mochica (chimú) habían estado actuando por lo menos cuatro grupos sociales, cuatro grandes estratos, cuatro fuerzas sociales significativas (como las que se ilustra en el Gráfico N° 40, en la página anterior).

La mayor (F1) –como pretendemos sólo sugerir en el gráfico, porque sería absurdo pretender insinuar algún tipo de cuantificación – correspondía al grupo hegemónico, al grupo social privilegiado. Y porque sus intereses estaban estrechamente ligados a los de éstos, incluía además a los especialistas.

Una segunda fuerza (F2) agrupaba a otros pobladores urbanos y a los pobladores rurales que pertenecían a la misma región que los grupos hegemónicos: nazcas y moches, respectivamente.

La tercera fuerza (F3) nucleaba a los grupos regionales sojuzgados: chinchas, icas y piscos, dominados por los nazcas; pescadores de Casma y Huarmey, y probablemente incluso mochicas lambayecanos, dominados por los moches; y a otros pequeños pueblos que esas naciones mantenían dominados.

Y la cuarta fuerza (F4) estaba compuesta por el conjunto esclavizado de mitimaes y yanaconas que los grupos hegemónicos habían colocado a su servicio.

Cada una de esas fuerzas aportaba una fracción de la fuerza social resultante (FR) de cada una de esas naciones. Fuerza resultante que, por lo demás, estaba orientada a alcanzar, principalmente, los objetivos del correspondiente grupo hegemónico. Es decir, esa resultante era la fuerza social que –en la práctica – estaba materializando el proyecto del grupo dominante.

Catalizado por la invasión chanka, dentro de cada una de las grandes naciones invadidas se operó un cambio muy importante. Por lo menos una de las fuerzas cambió, empezando a actuar en sentido contrario, en alianza tácita con los invasores. Ninguna más probable que la de los más descontentos: los trabajadores esclavizados. Eso fue suficiente para que, sin aparecer ni desaparecer fuerza alguna, es decir, manteniéndose el mismo espectro inicial de fuerzas, la resultante –la correlación final– cambiara.

En efecto, durante un determinado período (M1) el sector esclavizado (F4) –mitimaes y yanaconas–, había estado contribuyendo a hacer efectivo el esplendor material de los poblados de Nazca y Moche. Construían y, por consiguiente, actuaban en el mismo sentido de los objetivos que perseguían sus opresores.

Es presumible, sin embargo, que, incentivados por la inminente invasión chanka, a partir de allí (M2) pasaran de constructores a saboteadores. Su fuerza siguió siendo la misma, pero empezó a actuar en sentido contrario.

Así, el simple cambio de dirección de una de las fuerzas alteró la magnitud de la fuerza resultante: FR(M1) > FR(M2).

Los estrategas políticos y los estrategas militares de todos los pueblos entendieron la enorme importancia de este hecho. De allí que siempre dedicaron tiempo y recursos a incentivar y desarrollar, desde el exterior, actividades que minaran la fuerza resultante de las naciones enemigas. Se alentaba el sabotaje, la subversión, el terrorismo, el magnicidio, el descontento, la deserción, el desacatamiento a la leva, etc. ¿No lo hemos visto acaso en toda la historia de Occidente? Actuando en simultaneidad con sus “aliados” en el territorio invadido, la presencia chanka (F5) terminó a la postre (M5) por cambiar completamente el valor y la dirección de la fuerza resultante. Mas, como se vio en las primeras páginas, muy probablemente la naturaleza, a través del fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur, dio también su cuota en el proceso expansivo chanka al debilitar las fuerzas y economía de moche (chimú), pero quizá también de los nazcas.

Con la nueva correlación de fuerzas necesariamente entraba en vigor un nuevo proyecto.

Así, en los territorios conquistados, los proyectos de las élites dominantes en las naciones ica y moche (chimú) –o en su defecto los proyectos nacionales, como en el caso del pueblo cañete, por ejemplo–, quedaron sustituidos por el proyecto imperial Wari.

La expansión inicial del Imperio Wari fortaleció la economía y reforzó el poderío militar de los chankas. Los botines de guerra capturados permitieron gratificar a los combatientes y solventar la actuación de huestes cada vez más numerosas. A tal efecto, los pueblos sometidos engrosaron los ejércitos con reclutamiento forzoso.

Puestos luego en dirección sureste, los ejércitos chankas atravesaron los valles de Apurímac y Cusco, llegaron al Titicaca e incursionaron en Tiahuanaco. Todo parece indicar, no obstante, que los invasores finalmente decidieron no ocupar militarmente ni conquistar el Altiplano. ¿Qué los neutralizó o qué los disuadió? No se sabe.

Mas, en coherencia con la hipótesis de Kolata –que hemos presentado en el Tomo I–, puede presumirse que la gravísima sequía por la que atravesaba entonces el Altiplano ahuyentó forzosamente a los conquistadores.

En todo caso, después de destruir el centro urbano se retiraron –según refiere Lumbreras–. Pero previamente capturaron arquitectos, constructores y labradores de piedra que fueron llevados a Wari para erigir edificios.

El Imperio Wari alcanzó a extender sus dominios luego hasta Cajamarca y Lambayeque, por el norte, y hasta Arequipa, Cusco y Sicuani, por el sur.

Es decir, además de la nación ica hegemonizada desde Nazca; de los cañete y limas; en la costa central; sucumbieron los moches y mochicas, en la costa norte; los recuay, conchucos y cajamarcas, en la cordillera norte; así como los huancas, tarmas y yauyos en los Andes centrales; el pueblo inka, en los valles de Apurímac y Cusco; y las colonias kollas de Arequipa, Moquegua y Tacna.

Como está dicho, presumiblemente las élites más poderosas, nazcas, moches y mochicas, habrían perdido ya gran parte de su poder, inmediatamente antes del aluvión chanka, en el contexto de un grave y enorme evento climático.

En ese vasto territorio, de aproximadamente 600 000 Km2, quizá llegaron a ser sometidas cuatro millones de personas, sobre algo más de cinco millones y medio que poblaron los Andes durante el apogeo del segundo imperio andino.

La nación chanka difícilmente superaba el 10% de esta cifra. Es decir, hacia el año 1000 dC, su población habría sido del orden de 550 000 personas.

La rápida expansión militar se vio también facilitada por la extensa red de caminos que los pueblos y naciones habían construido en los Andes, para su propio uso y para facilitar el tránsito comercial.

Los dirigentes del Imperio Wari, sin embargo, prestaron singular importancia a mejorar la calidad de tales vías. Así, en el apogeo del imperio de los chankas, la populosa ciudad Wari estaba enlazada por anchos y bien trazados caminos con todas las áreas pobladas importantes de los Andes: Cusco, Puno, Nazca, Huancayo, Arequipa, Lunahuaná, Pachacámac, Huamachuco, Cajamarca, Trujillo, Lambayeque, etc.

En el esplendor del Imperio Wari, Chakipampa y Ñawinpuquio, los dos centros poblados ayacuchanos que en los siglos anteriores habían tenido importancia, fueron abandonados y desplazados por Wari. Quizá ello refleje que, en la disputa inter élites, la de Wari alcanzó finalmente a hegemonizar.

Wari –también llamada Viñaque, la ciudad chanka más importante–, asentada en las inmediaciones de la pampa de La Quinua, 22 Kms. al noreste de la ciudad de Ayacucho, llegó a albergar, en sus 2 000 hectáreas de extensión, hasta 50 000 personas, entre jerarcas, funcionarios, militares, sacerdotes y multitud de especialistas. Y ciertamente albergó también a prisioneros de guerra puestos al servicio de la élite chanka.

¿Cómo se ha calculado que la ciudad de Wari habría llegado a tener 50 000 habitantes como indica Del Busto? ¿Y cómo se ha estimado el tan distinto dato de “casi 100 000 habitantes” del que habla el catedrático ayacuchano Mario Benavides? ¿Cómo se explica que la historiografía dé cifras tan significativamente disímiles? No lo sabemos, pero parece más sensata la cifra que acoge el doctor Del Busto.

Obsérvese que en el Cuadro N° 4 –uno de los apriorísticamente descalificados por la crítica–, postulamos que en torno al año 1000 dC, el territorio andino habría tenido 5,5 millones de habitantes.

¿Parece razonable que la población de la capital del Imperio Wari –incluidos los extranjeros allí llevados compulsivamente– hubiera concentrado el equivalente a casi el 1% (uno por ciento) de la población total del territorio peruano de entonces? Sí, parece absolutamente razonable. Baste tener como referencia que, siete siglos más tarde, esto es, cuando la tendencia de urbanización necesariamente había arreciado, la capital del Virreinato (a 165 años de su fundación española) apenas concentraba el 3% de la población del territorio peruano.

Así, pues, si la relación porcentual –casi 1 %– resulta sensatamente verosímil, y la presunta población de la ciudad Wari inobjetable –50 000 habitantes –, aritméticamente no existe otra alternativa que reconocer que la también presunta población total de los Andes que se ha postulado 5 550 000 personas es igualmente sensata y verosímil. ¿Por qué, pues, prejuiciosa y gratuitamente fue descalificada?

¿Debe de este último cálculo colegirse que nuestra hipótesis demográfica está probada? Ni con mucho. Asoma cada vez más verosímil, pero no está probada. Siempre serán los especialistas los que tengan la última palabra (pero con razones y demostraciones, no apriorísticamente).

Esos prisioneros de guerra asumieron distintas funciones. Unos, como los alarifes y picapedreros llevados desde Tiahuanaco, quedaron convertidos en mitimaes urbanos, especialistas en obras de ingeniería. Otra modalidad de mitimaes urbanos la constituyeron los maestros de orfebrería, llevados desde el Callejón de Huaylas y Cajamarca, que bien pudieron haber conformado también unidades militares especiales –como sostiene Kauffmann–.

Es posible además que, entre los chankas, imitando lo que vieron de nazcas y mochesmochicas (chimú), algunos prisioneros de guerra quedaran destinados, en condición de yanaconas urbanos, al servicio personal de la élite dirigente en Wari.

Esa suerte pudo corresponder, entre otros, a aquellos que fueron obligados a cargar las andas o literas en que empezaron a movilizarse los miembros de la cúspide jerárquica chanka (copiando una tradición que –como se vio en el Tomo I– ya habían instaurado siglos atrás los moches).

La administración y control del territorio obligó a que parte de la población chanka dejara sus tradicionales ocupaciones agrícolas y ganaderas. Así, muchos campesinos chankas fueron llevados a la ciudad de Wari o a algunos de los lejanos territorios conquistados para asumir obligaciones administrativas, organizativas y militares.

En su reemplazo, las tierras de las inmediaciones de la sede imperial empezaron a ser trabajadas por extranjeros, trabajadores de los pueblos conquistados. Inicialmente, quizá por prisioneros de guerra. Más tarde, por los típicos mitimaes rurales, grupos completos de familias que, desarraigados de su tierra, fueron compulsivamente llevados a cultivar las tierras ayacuchanas.

Abandonar sus propios campos para repoblarlos con campesinos extranjeros, significaba para los chankas un riesgo enorme.

El estratégico abastecimiento alimenticio, puesto en manos de mitimaes extranjeros, significaba, de hecho, pasar a depender, ni más ni menos, que de los propios enemigos del Imperio Wari. Ya antes, el Imperio Chavín –como el Imperio Romano en el Viejo Mundo– habían incurrido en el mismo gravísimo error.

Estos mitimaes, por lo demás, fueron obligados a rendir elevada productividad.

Mas es presumible que en los reiterativos períodos secos de menor producción, debieron sacrificar buena parte de su propia alimentación para asegurar los grandes volúmenes de alimento que demandaba la numerosa población urbana de Wari.

Los chankas, para la administración y control de los territorios conquistados, destinaron ingentes recursos para la construcción y mantenimiento de múltiples centros urbanos y sus correspondientes destacamentos militares de ocupación. Pachacámac, al sur de Lima, mantuvo y hasta acrecentó su importancia.

Se erigió nuevas ciudades: Pikillacta, a 27 Kms. al sureste de la ciudad del Cusco; Cajamarquilla (o Jicamarca), en las proximidades de Lima; San Nicolás, en Supe, al norte de Lima; Pacatnamú, en el valle de Jequetepeque; Honcopampa y Wilkawaín, cerca de Huaraz; Warivilca, en Huancayo; Wiracochapampa, en Huamachuco; Otuzco, en Cajamarca; Sonay, en Camaná; y Cerro Baúl, en Moquegua 50 (ver las ubicaciones correspondientes en el Mapa N° 17).

Wiracochapampa, Pikillacta y Cerro Baúl, en los extremos del imperio, se erigieron “calcando” a Wari. En casi todas las ciudades, el diseño amurallado –indica Kauffmann–, dotado de un cauteloso sistema de protección militar, que a veces incluía una sola puerta de acceso y otra de salida –asegura Lumbreras–, es una buena prueba del ambiente belicista y violento que reinó durante la expansión y consolidación del Imperio Wari.

Y así como surgieron prósperos nuevos centros urbanos, vinieron a menos, en cambio –y no por simple casualidad–, Moche y Cahuachi, las sedes de residencia de las virtualmente liquidades élites moche (chimú) y nazca.

La estrategia de los chankas fue, probablemente –y según puede sospecharse de las evidencias observadas–, debilitar al máximo a nazcas, limas, moches–mochicas, las tres más importantes entre las sociedades conquistadas.

Para ello desarrollaron ciudades, centros alternativos de poder, en las que conjuntamente con los militares chankas destacados a someter, administrar y colonizar, residían grupos locales distintos –y eventualmente hasta opuestos– a los que habían estado hegemonizando en dichas sociedades antes de la conquista chanka.

Los hallazgos arqueológicos permiten concluir que el proyecto imperial implícito de la élite chanka privilegió pues el desarrollo urbano. Y, a fin de dar coherencia al proyecto, se puso énfasis en el mejoramiento y ampliación de la red vial, que resultaba indispensable para el control del territorio, el abastecimiento de los centros urbanos administrativos y militares, y la comunicación con la sede central.

Ese desarrollo infraestructural, vial y urbano, así como el abastecimiento de una enorme población militar y administrativa, y la satisfacción de sinnúmero de privilegios, sólo fue posible porque el grupo hegemónico pudo disponer sistemáticamente de grandes volúmenes de excedentes generados por los trabajadores de los pueblos sojuzgados.

Una parte, pues, permitió solventar el esfuerzo de trabajadores esclavizados y de mitayos que levantaron ciudades fortificadas y ampliaron y mejoraron la red vial. Otra fracción del excedente permitió alimentar, vestir y renovar el armamento de las huestes de ocupación. Y otra parte de ese excedente fue a parar, en las ciudades, y en particular en Wari, durante siglos, para financiar los privilegios de la élite imperial.

Tributos llevados desde lejanas comarcas estaban destinados –afirma Lumbreras– a satisfacer las apetencias de lujo de la élite chanka. De allí que, entre otras evidencias –y como avala Del Busto– “nace una industria suntuaria que gira en torno a las joyas”.

Privilegiando el desarrollo urbano y el consumo suntuario, también citadido, el Imperio Wari concretó la transferencia de grandes cantidades de riqueza, desde la periferia hacia el centro: Wari. O, si se prefiere, gran parte del excedente generado fluyó desde los pueblos sometidos a las manos del grupo hegemónico del pueblo chanka.

Los pueblos y naciones conquistadoras siempre tuvieron muchísimo cuidado en apropiarse, para luego potenciar en su propio beneficio, las mejores conquistas tecnológicas de los pueblos a los que sometieron. Como se ha visto, también lo hicieron los chankas llevando a la sede imperial los mejores arquitectos y picapedreros de Tiahuanaco, y los más calificados metalurgistas y orfebres moches y mochicas.

No lograron sin embargo arrebatar a los paracas ni a los nazcas los secretos de la incipiente escritura que éstos tomaron de aquéllos y que posiblemente en uno y otro pueblos se había seguido desarrollando. ¿No alcanzaron a entender el significado y potencialidad de esa conquista, que además habrían estado desarrollando también los moches? ¿Se habrían percatado de su gravísimo error cuando ya era tarde, cuando ya habían exterminado a los miembros de las élites que dominaban ese crucial conocimiento? Quizá nunca lo sabremos. Pero sí debe endosarse al imperialismo Wari la total frustración de ese importantísimo avance cultural que había estado incubándose en la costa peruana.

El proyecto imperial chanka estuvo en vigencia entre finales del siglo VI y los albores del siglo XI –según Lumbreras–. Del Busto en cambio postula que desde alrededor del siglo IX y los siglos XII o XIII. De cualquier forma, aunque no deja de sorprender la significativa diferencia entre una y otra versión, fue –como asegura Lumbreras–, tiempo suficiente para lograr una cierta homogenización de los patrones de vida en gran parte del territorio andino.

La declinación y caída del Imperio Wari fue el resultado de sus propias contradicciones –afirma Lumbreras –.

Algunas de ellas, quizá las más importantes –según creemos– fueron:

• entregar el abastecimiento alimenticio de Wari a sus enemigos;

• alentar el gasto en desarrollo urbano en desmedro de la inversión que asegurara e incrementara la producción alimenticia básica;

• alentar la formación de centros de poder que progresivamente habrían ido adquiriendo mayor autonomía relativa;

• sustentar la expansión física y material del imperio en la sobreexplotación de yanaconas, mitimaes y, en general, de los pueblos dominados;

• trasladar y concentrar en la capital, a expensas del empobrecimiento de inmensas áreas rurales, casi el íntegro de la riqueza producida en el territorio, e;

• implementar un modelo económico que, privilegiando el gasto, terminó degenerando en consumo ostentoso y ocio, en detrimento de la capacidad de inversión reproductiva, así como de la capacidad de creación, administración y control.

Una a una, en un proceso largo y pausado, que quizá durante mucho tiempo fue imperceptible para la élite chanka, las contradicciones fueron debilitando cada vez más al imperio. Quizá sólo a la postre, cuando el proceso era ya irreversible, fueron absolutamente evidentes. Mas ya era muy tarde.

La sobreexplotación de los pueblos dominados exacerbó la animadversión contra los chankas en el vasto territorio del imperio.

Ello podría haber sido aún más acusado, de confirmarse la hipótesis de una gravísima sequía planetaria en torno al siglo X –como ya se mencionó–.

La sobreexplotación habría facilitado y alentado que, al interior de las naciones ica y moche–mochica (chimú), y del resto de los pueblos sojuzgados, lograran reconstituirse grupos dirigentes independentistas, A éstos tocaría la responsabilidad de liderar el proceso de liberación del yugo chanka. En los centros urbanos periféricos, a su vez, arreciaron, probablemente también, los afanes autonomistas.

De otro lado, sólo era cuestión de tiempo para que la naturaleza contribuyera con lo suyo para que quedara en evidencia que haber dejado el abastecimiento alimenticio de la capital Wari a sus enemigos era un peligrosísimo bumerán.

La desertificación del territorio central de los chankas –que según Lumbreras siguió a la caída del Imperio Wari–, da pie para estimar que, efectivamente, una nueva, grave y prolongada sequía ocurrió en la zona. Sin embargo, la imprecisión de las fechas sobre la vigencia del Imperio Wari, hacen muy difícil concluir rotundamente si la grave y prolongada sequía se inició antes o después de la caída de Wari.

Aquí, ateniéndonos a la propuesta de Linares Málaga, que define la caída del Imperio Wari en torno a 1200 dC, estamos pues considerando esta fecha como el centro más probable del lapso dentro del cual habría ocurrido el suceso.

Pues bien, hoy se sabe –como se ha adelantado hablando del Fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur– que una “pequeña edad glacial” habría afectado todo el globo con sequías y procesos de desertificación.

El proceso, científicamente comprobado, se inició en 1240 dC con anomalías climáticas notorias y llegó a su clímax hacia 1270 dC.

Con evidencias de desertificación en Ayacucho, y “simultáneas” evidencias de sequías y desertificación en Europa, es pues muy probable que la “pequeña edad glacial” afectara íntegramente a todo el globo. Y muy probable también entonces que fuera ésta la circunstancia que desencadenó una gravísima crisis de producción alimentaria en los Andes.

En ese contexto, cualquier acción de sabotaje de los yanaconas esclavizados que residían en Wari, y de los mitimaes de los pueblos sojuzgados que en torno a la ciudad estaban encargados del abastecimiento alimenticio de la misma, tuvo, necesariamente, consecuencias catastróficas para el poder imperial.

Máxime cuando, como debió ocurrir ya en ese momento, los recompuestos ejércitos de las naciones ica y moche–mochica (chimú), además de los ejércitos huancas, inkas y de otros pueblos, tenían virtualmente cercados y desabastecidos a los chankas.

La desertificación de las tierras ayacuchanas probaría, también, que los mitimaes las abandonaron presurosos durante el cerco que los pueblos seguramente tendieron a Wari. Con ello pusieron de manifiesto que había estado allí descontentos, contra su voluntad.

Desertaron reincorporándose en masa al seno de sus pueblos.

Los ejércitos del Imperio Wari, que aglutinaban a muchos soldados de los pueblos dominados, se hicieron también, muy probablemente, eco de la rebelión que se generalizó contra el dominador. Tal como lo hicieron los yanaconas y mitimaes, también los soldados desertaron, debilitando al ejército imperial y, en cambio, fortaleciendo proporcionalmente a las huestes rebeldes.

Minimizado el ejército imperial, el ejército Wari, compuesto ahora sólo por chankas, fue incapaz de soportar la arremetida conjunta de todos sus enemigos. El Imperio Wari fue liquidado y los chankas cayeron finalmente derrotados.

De los pobladores urbanos de la capital Wari, es posible que la mayoría fuera exterminada y que sólo unos pocos sobrevivientes alcanzaran a huir apresuradamente refugiándose en lejanos parajes.

Quizá ese fue el contexto en el que un numeroso grupo de la élite chanka, por la única vía que les quedaba libre (la cara este de la cordillera oriental de los Andes), emprendió la fuga hacia el norte.

Esa sería la causa y origen del suceso que, rodeado de gran imprecisión cronológica y de matices mitológicos, la historiografía clásica –desde los cronistas–, conoce como la “retirada a Moyobamba”, que explicaría la ocupación y posterior desarrollo de ésta y de su vecina Chachapoyas (ver ubicación en el Gráfico N° 42, pág. 207), donde habrían sido los constructores, entre otras, de la gran y todavía semioculta fortaleza de Kuélap.

La metrópoli Wari, saqueada, se convirtió en un fantasma: caídas sus estatuas de piedra, sus muros enterrados, sin agua, sin vida –afirma Lumbreras–.

Necesariamente el deterioro, el colapso y la caída final del Imperio Wari fue un proceso.

Todos los antecedentes históricos –pero también el sentido común– permiten plantear esa hipótesis. Y permiten plantear también que fue un proceso en sí mismo coherente y explicable. Sin embargo, por ahora casi no hay forma de probar cuán largo y penoso fue.

¿Acaso de siglos, como podrían dejar entrever las imprecisiones en las que incurre el historiador Del Busto, que en un lado afirma que la ciudad Wari “conoció su fin hacia el año 1000 dC”, para luego (cuatro páginas después) afirmar que la capital “languidece y muchos de sus habitantes la abandonan (...) en el siglo XII o XIII dC”.

¿En base a qué indicios o a qué evidencias, pues no las explicita, Del Busto sostiene que Wari conoció su fin hacia el año 1000 dC, “en que pueblos invasores la redujeron a estado ruinoso”? ¿Y en base a qué, cuatro páginas después, resulta que cien o doscientos años más tarde “una nación serrana, acaso la de los Chancas (...) le da el golpe de gracia”? ¿Insinúa el período entre el primer golpe y el de gracia, efectivamente un tránsito largo y penoso como el que seguimos suponiendo? Claro que lo insinúa, mas no ofrece seguridad porque no sabemos si la diferencia de fechas no es más que un error historiográfico.

Por otro lado, ¿qué le permite a Del Busto, sin haber ofrecido el más mínimo antecedente, afirmar que “pueblos invasores” fueron los que redujeron la ciudad Wari?

¿Qué pueblos anónimos habrían sido aquellos? ¿Dónde habían estado durante el apogeo imperial? ¿Cómo adquirieron tanta fuerza como para atravesar buena parte del territorio imperial sin ser detenidos y llegar hasta la capital y saquearla?

¿Por qué luego abandoraron el territorio saqueado, cuando bien pudieron quedarse en esas tierras que durante siglos habían alimentado a cientos de miles de habitantes?

¿Y qué fue de esos poderosos pero anónimos invasores después de su destructiva acción? ¿Cómo se podría explicar que al cabo de tan protagónica tarea volvieran sin más al más absoluto anonimato? Por su parte, y si los primeros invasores no fueron los de esa “nación serrana de los chancas” –de la que habla Del Busto–, ¿dónde habría estado entonces ésta durante el apogeo Wari? ¿Y no deberíamos hacernos también para ésta las restantes preguntas precedentes? Como en el caso de Chavín, aquí también, pues, la casi unánimemente sacralizada hipótesis de los “pueblos invasores” no resiste el más mínimo análisis. Pero no obstante gratuita, insustancial y artificiosa, se ha recurrido a ella para llenar ni más ni menos que uno de los acontecimientos más importantes de la historia andina, esto es, en palabras del propio Del Busto: la “muerte del Horizonte Medio”.

Mas, ¿cómo llegó ésta, además de llegar, según la historiografía tradicional, de la mano de “invasores”? Pues dice textualmente Del Busto: “...era de esperarl[ a] –no en vano han transcurrido muchos años– surge la decadencia, empieza la desintegración”.

Es decir, la historiografía tradicional no tiene ningún reparo en afirmar –en la pluma de unos– y de aceptar –con el silencio de los más– que se habría tratado de un asunto pura y simplemente mecanicista: decadencia y desintegración inexorables a cargo del tiempo, y sólo de él.

Resulta obvio que con ese prosaico mecanicismo, con la gratuita invención de los “invasores anónimos”, y recurriendo además a términos tan anodinos como “Horizonte Medio”, se logra disimular y encubrir dos aspectos históricamente sustantivos e íntimamente relacionados:

a) la suma de desaciertos y crímenes de la élite y de buena parte de la nación imperial, y;

b) las luchas, acciones independentistas y guerras de liberación de los pueblos sojuzgados.

No deja de resultar curioso que, contradiciéndose con su implícita hipótesis mecanicista, Del Busto admita que, aunque sólo tras el golpe de gracia, “el presunto Imperio se desploma. Entonces las naciones sojuzgadas se emancipan... –afirma–.

Pues bien, admitiendo él sin ambages que hubo naciones sojuzgadas, qué otras condiciones –que no explicita– se habría requerido para hubiese dejado de hablar de un “presunto imperio” y lo admitiera categóricamente? ¿Por qué no se explicita esas razones? ¿Es que acaso la diferencia entre “imperio” y “presunto imperio” es anecdótica e irrelevante?

¿En qué sustenta la historiografía tradicional tamaña laxitud en sus premisas y vacíos? ¿Y tamaña orfandad e incongruencia en sus conclusiones? Cada vez es más evidente, pues, que hay varios y muy importantes capítulos de la historia andina que merecen ser íntegra y seriamente reformulados.

Pues bien, la caída del segundo imperio de los Andes, como había ocurrido después de la debacle del Imperio Chavín, significó el resurgimiento autónomo de pueblos y naciones en el espacio andino.

El grueso del propio pueblo ckanka, es decir, la numerosa y pobre población rural que no conoció los beneficios del imperio, inició también, dispersa y estigmatizada, una nueva etapa. En el nuevo contexto, cada pueblo ensayaría, una vez más, la aplicación de su propio proyecto nacional.

Algunos pueblos como los tallanes de Piura y Tumbes, protegidos por el vasto, hostil y tórrido desierto de Sechura; y pequeñas poblaciones norcordilleranas que luego serían denominadas como bracamoros, en Jaén, y chachapoyas, en Chachapoyas; así como los desperdigados antis en la amazonía, los huancavilcas, cañaris, y cayambis de Ecuador, no llegaron a ser incorporados al proyecto imperial Wari. Durante esos siglos fueron llevando a cabo su proyecto nacional.

No obstante esa privilegiada situación, aun cuando no vieron mermados sus recursos humanos, ni se vieron en la obligación de trasladar excedente a conquistador alguno, ninguno de ellos alcanzó a registrar gran desarrollo material ni cultural. Es pues también importante tratar de entender las razones de tan singular historia.

El desarrollo material es, sin duda, sólo una parte de la creación cultural de los pueblos.

Intuitivamente todos aspiran a él y los dirigentes siempre han sido concientes de ello. En ese contexto, lenta y progresivamente, los pueblos han ido resolviento sus problemas de alimentación, vestido y vivienda.

Poco a poco, para resolver esas necesidades, se fueron explotando más recursos: fauna terrestre, aves, bancos de peces, bosques, tierra agrícola, canteras, minas, etc., así como desarrollando las técnicas más adecuadas para su explotación.

Se daba, además, una estrecha relación entre el desarrollo de las técnicas necesarias para disponer de un recurso y la posesión del mismo. Los pueblos asentados a orillas de mares y lagos desarrollaron habilidad pesquera, que no ponían tener los que se hallaban en la cordillera. Quienes poseían canteras de piedra devinieron en flamantes constructores, fortuna a la que no podían aspirar aquellos que habitaban zonas arenosas. Los que poseían vetas y minas desarrollaron la minería y metalurgia, que estaban condenados a desconocer los pescadores.

Por otro lado, como no hubo posibilidad ni oportunidad de avistar primero todo el espacio andino para luego escoger una ubicación, la localización final de los pueblos fue un hecho fortuito, completamente azaroso.

En virtud de ello, no todos los habitantes de la costa, por ejemplo, tuvieron igual fortuna.

Para algunos, como los de las áreas central y sur de la costa, el mar resultó pródigo en peces y mariscos, mientras que a otros, los de la costa norte, les fue más aparente para la navegación. La fría temperatura del mar en el caso de aquellos, les proveyó de gran riqueza pesquera; y, por el contrario, la cálida temperatura de las aguas en el caso de éstos, se la negó.

En la cordillera, a flor de tierra, a unos se les ofreció grandes canteras de piedra aparente para la construcción mientras que a otros les fue negada esa fortuna. Disponer de amplios territorios y de grandes volúmenes de agua no significó necesariamente un gran resultado agrícola, como ocurrió a los antis de la Amazonía.

Y por el contrario, con sólo una fracción infinitesimal del territorio y del agua de la Amazonía, los valles de la costa resultaban, en proporción, agrícolamente mucho más ricos.

A su turno, un pequeño y homogéneo bosque maderero, como el de algarrobos en la costa norte, resultaba también mejor fortuna que un gigantesco, variadísino y tropical bosque de aguajales en la Amazonía.

Sin embargo, superada la fase de recolección y caza, la inmensa mayoría de pueblos ponderó, por sobre todos los demás recursos, el de la tierra, o, mejor, el de la tierra agrícola.

Los espacios generosos en frutos recolectables no eran siempre los mejores en términos agronómicos. Se abandonaron entonces aquéllos para establecerse definitivamente en éstos.

Ese limitadísimo derecho a escoger, entre pocas y físicamente cercanas opciones, lo pudieron ejercer quizá sólo algunos entre menos de los 100 000 habitantes de los remotos 5 000 aC. Difícilmente ello pudo ocurrir al cabo de varios milenios. Y menos aún, por ejemplo, cuando en el siglo X dC hegemonizaba el segundo imperio de los Andes.

Para esa fecha todos los valles naturales del territorio andino estaban centenariamente ocupados y la posesión de cada uno de ellos estaba claramente definida entre los pueblos.

En ese sentido puede afirmarse que virtualmente para todos y cada uno de los pueblos y naciones, la suerte estaba ya echada.

Unos –como puede apreciarse en el mapa– habían resultado asentados en valles pequeños, estrechos y poco fértiles como el del río Chotano (1) en la cordillera norte, o el del río Osmore o Ilo (2) en la costa sur, por ejemplo.

Otros, con mejor fortuna, estaban posesionados de valles más grandes y productivos, como es del Urubamba (3) en la cordillera y el del Chicama (4) en la costa.

Por último, con gran suerte, algunos pueblos resultaron trabajando ubérrimos y más extensos valles como el del Mantaro (5) en la cordillera y el de Cañete (6) en la costa, por ejemplo.

No todos los pueblos, pues, estaban en igualdad de condiciones respecto de la posesión del fundamental recurso agrícola.

Los valles del territorio peruano:

Tumbes, Chira, Piura, Huancabamba, Chotano, Jaén, Bagua, Mayo, Huayaga, Central, Huayabamba, Huayaga, La Leche, Reque, Zaña, Jequetepeque, Chicama, Moche, Santa, Virú, Nepeña, Pativilca, Casma, Culebras, Huarmey, Cañete, Mala, Rímac, Chillón, Lurín Cieneguilla, Omas, Chincha, Pisco, Supe, Huaura, Chancay, Ica, Nazca, Camaná, Sihuas, Ocoña, Acarí, Yauca, Chaparra, Atico, Tambo, Moquegua, Caplina, Locumba, Sama, Majes, Colca, Chili, Cajamarca, Condebamba, Huaylas, Mantaro, Huarpa, Pachachaca, La Convención, Lares, Urubamba, Cosñipata, Marcapata, Tambopata, Oxapampa, Chanchamayo, Satipo, Ene,  

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