EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

Las causas objetivas y silenciadas del colapso

La pérdida de fuerza de las grandes civilizaciones, que erróneamente la historiografía tradicional insinúa como un fenómeno de repentina aparición y vertiginoso, debió ser, más bien, un proceso muy prolongado –una larga “agonía”–.

Debió ser un proceso lento y progresivo. Debió resultar imperceptible durante mucho tiempo incluso a los ojos de la élite protagonista. E irreversible para cuando eventualmente se dieron cuenta del inexorable fin que se cernía sobre su protagonismo, la sede hegemómica, y sobre sus propias testas.

Pero, por sobre todo, nuestra hipótesis general es que el colapso final de los imperios andinos debió ser el resultado de la conjunción de algunos o muchos de los siguientes factores objetivos:

1) Expansión geográfica desmedida, con la consecuente dispersión y fraccionamiento de las fuerzas sociales y militares de la nación hegemónica.

2) Haber generado su propia vulnerabilidad al dejar en manos de los pueblos sojuzgados el íntegro del abastecimiento (alimenticio, maderero, minero, etc.) del poder hegemónico.

3) Haber poblado mayoritariamente la sede hegemónica con esclavos y servidores de los pueblos y naciones dominados;

4) Haber desatado desmedidas ambiciones (económicas y de poder), e incluso autonomistas, entre cientos y miles de funcionarios de la propia nación hegemónica y de los propios pueblos sometidos;

5) Haber predominado una altísima proclividad al gasto por sobre la inversión, destinando proporciones exageradas del excedente económico generado dentro del imperio a:

– consumo ostentoso y suntuario

– obras materiales de carácter no reproductivo,

– gastos militares de ocupación y sometimiento.

6) Haber concentrado casi el íntegro de los beneficios en manos de una élite privilegiada y excluyente muy reducida;

7) Haber concentrado casi el íntegro del consumo y de las obras no reproductivas, así como el íntegro de la escasa inversión, en la sede central del poder hegemónico; esto es, centralismo económico.

8) Haber impuesto métodos de sojuzgamiento y represión violentísimos, cometiendo innumerables crímenes y excesos y muy probablemente genocidio;

9) Haber realizado masivos y compulsivos traslados de las poblaciones dominadas dentro del territorio imperial;

10) Haber impuesto una gigantesca maquinaria de amedrentamiento, chantajes, delación y espionaje;

11) Haber impuesto, como compensación a los privilegios de la élite, un sistema generalizado de corrupción a cargo de todos los estamentos del aparato de administración imperial;

12) Haber sometido a los pueblos dominados a un exagerado sistema impositivo confiscatorio, condenándolos a la más extrema pobreza, con sus secuelas de miseria material, hambruna, enfermedades y muerte.

13) No haber tomado previsiones adecuadas para casos de masivo desabastecimiento alimenticio;

14) Haber sido objeto de graves agresiones externas;

15) Haber sido objeto de graves inclemencias climáticas y/o de otras formas lesivas de fenómenos naturales;

16) Haber la élite dominante ideologizado y mitificado las razones objetivas de la generación inicial de su fuerza, habiendo además creído que tales condiciones serían estables e inamovibles, autoasumiendo por último que su poder omnímodo sería eterno;

17) Haberse desatado al interior de la élite dominante feroces e implacables luchas por el poder, con grave merma del poder hegemónico;

18) Haber creído la élite dominante que los pueblos sojuzgados estaban dispuestos a aceptar, por eterna memoria, una situación tan degradante y perniciosa, y;

19) Haber creído la élite dominante que, cualesquiera que fueran las circunstancias, los pueblos dominados eran absolutamente incapaces de acometer la tarea de su propia liberación.

El análisis y contrastación de esas hipótesis, o aunque sólo fuera de algunas de ellas, habría ocupado a la historiografía tradicional un espacio (y esfuerzo) bastante más abultado y sustantivo que el que hasta ahora, que no pasa de ser lacónico y epidérmico, le ha dedicado a un tema tan trascendental. Y habría sido suficiente para que, con un mínimo de escrupulosidad, un capítulo estelar como la historia de Chavín hubiese dejado de cerrarse en términos tan poco científicos como: “Acaso todo sucedió en un tiempo impreciso, tiempo en el que las serpientes talladas se retiraron a invernar, los caimanes se confundieron con el lodo, las harpías plegaron sus alas, y el terrible felino se quedó dormido”.

No, el colapso y desaparición del Imperio Chavín –como el de todos los imperialismos que ha conocido la historia– no es un asunto de serpientes, caimanes, harpías y felinos. Es el resultado de infinidad de gravísimas fallas, errores, crímenes e injusticias. Y, en definitiva, la consecuencia inexorable de un ominoso modelo político–social que engendra y desata al interior de sí mismo los mecanismos de su propia destrucción.

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