EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

Muerte y exterminio en la historiografía

De la lectura de la mayoría de los textos de la historia andina queda la extraña sensación –nunca aclarada por los autores– de que muchos pueblos aparecieron y desaparecieron –del mapa y de la historia– como por encanto y sin explicación.

Como si en un determinado momento, la muerte, como un fortísimo y trágico huracán, hubiera arrasado y eliminado a todos sus habitantes. Así, las tierras ocupadas por éstos habrían quedado por algún tiempo baldías. Y, como por encanto, un nuevo pueblo, numeroso –y cuya procedencia casi siempre se deja en el misterio–, con una cultura distinta, pero coincidentemente siempre “superior” a la del pueblo que se esfumó, ocupa de pronto las tierras de éste.

Ni por un instante se suponga que estamos exagerando. Veámoslo pues rápidamente. Ningún historiador duda que la historia antigua del Perú se sustenta, fundamentalmente a su vez, en por lo menos la historia de los siguientes grandes pueblos: chavín, paracas, nazca, mochica, moche, inka y kolla.

Pues bien, salvo para casos excepcionales, la mayoría de los autores por lo general no explicita cómo y de dónde surgieron esos pueblos.

¿Fueron acaso “adanes” sin padre, y sin madre que los alumbrara? Y, salvo en el caso del pueblo inka, en el que la conquista española resulta inocultable e insoslayable, generalmente tampoco se explicita con claridad cómo y por qué aquellos otros dejaron de estar presentes en la historia.

¿Desaparecieron del mapa sin huella ni rastro? Si así hubiera ocurrido, ¿cómo y por qué desaparecieron? Del Busto, que probablemente es uno de los historiadores peruanos más publicados y leídos, no tiene reparos en afirmar, por ejemplo: “Así como murieron sus hombres murió también la Cultura Chavín (...) se ignora cómo murió...”; ni en concluir luego su capítulo sobre la Cultura Mochica con la expresión: “El Intermedio Temprano agoniza y se impone el Horizonte Medio”. Más adelante veremos que expresiones como “agoniza” y “se impone” resultan sólo elipses retóricas que encubren y retacean la verdad.

Tampoco es posible construir nuestra historia prescindiendo de Wari: nada menos que uno de los imperios que se impuso en una enorme proporción de los Andes. No obstante, los textos no explicitan claramente qué pueblo fue el protagonista del mismo. Menos pues pueden decirnos cómo y de dónde surgió.

Mas tampoco nos informan qué ocurrió finalmente con él a la caída del imperio.

Del Busto, por ejemplo, culmina el capítulo sobre la Cultura Huari (Wari) diciendo: “Empieza una nueva época. Es el Intermedio Tardío que nace por muerte del Horizonte Medio”.

La historiografía tradicional como también veremos más adelante, sin rubor ni escándalo, con dudosa escrupulosidad y aún más dudoso rigor científico, no sólo ha redactado las actas de defunción de dos de aquellos a los que llama “horizontes”. También ha hecho desaparecer, conjuntamente con sus culturas, civilizaciones e imperios, a prácticamente todos y cada uno de los grandes pueblos que hicieron la historia antigua del Perú.

¿Quiénes han sido entonces nuestros abuelos? ¿Se comprende entonces por qué en el Perú de hoy prácticamente nadie se identifica como moche–mochica o chimú? ¿Y que nadie se identifique como chavín? ¿Y que nadie se reconozcan a sí mismo como chanka (o wari)? Así, pues, por una nefasta omisión que no tiene atenuantes, la historiografía es corresponsable del gravísimo problema de identidad que existe hoy entre nosotros, los peruanos.

Sin duda, algunos poco numerosos pueblos pudieron haber experimentado la muerte súbita de todos sus habitantes, quizá a costa de una gravísima epidemia, de un maremoto o de una gran catástrofe telúrica. Otros pudieron haber sido exterminados por algún enemigo. Uno y otro caso, sin embargo, deben haber sido excepcionales, aislados, y que sin duda habrían afectado a pueblos númericamente muy pequeños.

Con la mayoría inmensa mayoría de los pueblos tiene que haber ocurrido algo distinto: las epidemias, catástrofes, guerras o conquistas militares, refriegas, revueltas o revoluciones, eliminaban a una parte –grande o pequeña, pero una parte al fin y al cabo– de la población. Y en los casos de las guerras y de las conquistas imperiales, presumiblemente fueron las élites derrotadas y los campesinos –soldados muertos o esclavizados, los sectores más afectados. Pero cualquiera que fuera la causa del descenso poblacional, el resto de la población afectada continuaba viviendo: transformándose autónomamente, o sometido a un pueblo dominante; alternando con otros pueblos, transfiriéndoles y recibiendo elementos culturales. En definitiva: sobrevivieron a las catástrofes.

Hoy se conoce bastante más sobre el fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur, y su ocasional terrible gravedad. En la época que revisamos, con centros poblados casi exclusivamente de adobe, los eventos más drásticos debieron tener consecuencias catastróficas. Así, es también presumible que, al ver completamente destruidos sus centros poblados y plantíos, muchos pueblos de la costa se hayan visto forzados a desplazarse, aunque dentro de sus mismos valles, reinstalándose en otro espacio. Allí, necesariamente, consumaban la construcción de un nuevo centro urbano.

No debería extrañar, entonces, que –como ocurre hoy después de cada catástrofe–, los nuevos centros urbanos tuvieran configuración distinta a los que fueron abandonados.

Ya no eran el resultado del crecimiento natural.

Ya no eran agregaciones poblacionales centenarias, informes y desordenadas. Sin que nadie se lo propusiera, se habían creado las condiciones para nuevos diseños urbanos planificados, y en consecuencia, más y bien ordenados.

Mal puede concluirse pues, que necesariamente todo nuevo centro urbano correspondió a un pueblo o grupo humano distinto al anterior. Y, en rigor, tampoco podría hablarse de una nueva cultura, aunque el planificado orden convoque el asombro y desconcierto de los arqueólogos.

Así, hasta con sorpresa, nos encontramos frente a la posibilidad de que el fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur, no sólo no habría contribuido al presunto exterminio de pueblos y naciones enteras. Sino que, paradójicamente, habría impulsado la aparición de desconcertantes nuevos centros poblados que, sin duda, dinamizaron y terminaron enriqueciendo culturalmente a las poblaciones que habían sido afectadas.

He ahí entonces la importancia de las hipótesis histórico–geográficas contextuales.

De lo contrario, seguiremos asistiendo a ver cómo el fenómeno natural afecta y desconcierta, no sólo la historia sino también a la Historia de nuestros pueblos.

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