EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

La agricultura en los Andes

La más antigua agricultura se dio en los Andes, con carácter precursor, y por entonces como hecho aislado y extraordinario, hacia el año 7 500 aC, en torno a la cueva de Guitarrero, en el bellísimo Callejón de Huaylas.

El frijol y el ají allí encontrados “son hasta el momento los más antiguos restos de plantas cultivadas” en el planeta –insiste a este respecto el historiador Earle Smith.

En otros espacios del territorio andino, hacia el año 5 000 aC, se había alcanzado la domesticación de la quinua y muy probablemente también de la papa. Algo más tarde se llegó a domesticar el zapallo, el pallar, la calabaza y quizá también el algodón, la lúcuma y el algarrobo. Y los primeros animales en ser objeto de domesticación fueron el cuy y la llama.

Sin embargo, las primeras versiones de agricultura y ganadería no representaron aún un cambio en la conducta nómade o trashumante del hombre andino, que siguió desplazándose de cueva en cueva. Pero allí donde encontró agua dulce en cantidad suficiente y tierras fértiles para sus primeras siembras, aunque hiciera falta una cueva aparente, ya estaba el grupo en condiciones de construir artificialmente, en las inmediaciones del terreno por trabajar, sus primeras viviendas: chozas cónicas de troncos y juncos, o de piedra allí donde ésta se encontró en abundancia.

Se trataba, pues, de construcciones muy simples, fáciles de reproducir en cualquier otro lugar a donde el grupo se desplazara.

Los espacios inhabitados eran todavía, al fin y al cabo, abundantes.

La ganadería, la pesca con anzuelo y la agricultura, aunque incipientes, proporcionaron más y mejor alimento.

Pero también mejor vestido, que, con las nuevas viviendas que se fue construyendo, brindaron mayor protección contra las inclemencias del clima. Es decir, las condiciones para el crecimiento poblacional se iban dando progresiva e inexorablemente.

El incremento de la población fue, inadvertidamente, el más notable estímulo para la explotación y el aprovechamiento de las tierras y para el progreso de la agricultura.

Pero sólo cientos de años después de iniciar las primeras actividades agrícolas, los grupos de convirtieron en sedentarios, estableciéndose, invariablemente en los valles, en las inmediaciones de fuentes permanentes de agua dulce. E, invariablemente también, esas primeras ubicaciones coincidían además con tierras bajas, las más ricas y productivas de los valles, como la propia naturaleza, con el mayor verdor de esas áreas, se lo había estado demostrando por centurias.

Paulatinamente, conforme las poblaciones crecieron en número, y a medida que los frutos que proporcionaba la agricultura resultaban escasos, los grupos humanos se fueron subdividiendo y ocupando nuevos espacios en el territorio de los Andes, en áreas cada vez más alejadas del núcleo inicial de asentamiento.

En la costa, cada vez en las partes más estrechas y altas de los valles, o en las zonas más próximas a los desiertos. Así debió ocurrir, por ejemplo, en el caso de Paiján. En la cordillera, en zonas cada vez más altas y cada vez más abruptas, como debió ocurrir en Lauricocha y Pacaicasa.

Es decir, en uno y otro caso, a cada subdivisión correspondían tierras cada vez menos fértiles, o, si se prefiere, cada vez agrícolamente más pobres y con menor disponibilidad de agua.

En tanto nómades, los grupos humanos se identificaban fundamentalmente consigo mismos. Convertidos en sedentarios, en cambio, empezaron a identificarse también con el territorio en el que se habían asentado. Para el nómade sólo era importante el grupo humano dentro del que había nacido, y con el que se desplazaba de un lugar a otro. Por el contrario, para el individuo sedentario, tan importante como el grupo al que pertenecía era la tierra donde había nacido.

Con el sedentarismo aparecen el más remoto y primigenio significado de “patria” y el más remoto y primigenio sentimiento de “nacionalidad”: afecto por el territorio donde se nació y en donde nacieron, vivieron y murieron padres, abuelos y otros antepasados; territorio que, para la inmensa mayoría de los miembros del grupo, era el lugar donde previsiblemente habría de transcurrir toda la vida.

Una vez establecido el grupo en un valle, ese punto quedó pues convertido en el centro de expansión e irradiación de los subgrupos en que se fue dividiendo la población conforma crecía numéricamente.

Con la ocupación de nuevos espacios, a través de los subgrupos que se desprendían del grupo original –y con el cual existían relaciones de parentesco–, los individuos se fueron sintiendo partícipes e identificándose con grupos cada vez más numerosos y con áreas cada vez más grandes.

Pero el sedenterismo no sólo dio origen al sentimiento de nacionalidad y a la ocupación generalmente radial del territorio. La vida sedentaria gestó, además, la aparición de nuevas actividades, de nuevos quehaceres.

En efecto, el uso sistemático de los tiempos libres en la vida sedentaria coadyuvó al desarrollo de otras beneficiosas actividades: tejido, arquitectura y confección de utensilios.

No es una simple casualidad, por eso, que en la cueva de Guitarrerro, junto con las evidencias de la primera domesticación de plantas se haya encontrado las pruebas del primer esfuerzo del hombre andino por confeccionar bolsas y cestos tejidos, también los más antiguos hasta hoy conocidos en América.

Las fibras de junco, primero, y el algodón y las lanas de camélidos sudamericanos, después, proporcionaron no sólo mejor abrigo sino también un avance notable para la pesca.

A partir del año 4 000 aC, en efecto, las redes tejidas multiplicaron por mil la captura de peces.

Ello permitió que fuera en la pesca, muy probablemente, donde por primera vez se dio una producción mayor a la de los requerimientos inmediatos de la población. Ese excedente de producción fue la condición inicial para el intercambio de bienes con otros grupos.

Y como resulta obvio suponer, ese exceso de producción también se dio después en la agricultura y en la ganadería, quizá al principio más que por acción del hombre por acción de la propia naturaleza que, en favorables y fortuitas combinaciones de suelo y clima, permitió cosechas y ganado abundantes.

Más tarde se generaron nuevos excedentes, pero ya por acción conciente del hombre, como resultado del incesante crecimiento de sus conocimientos y de la aplicación de éstos en el mejoramiento de las técnicas agrícolas y ganadería y en la creación de más y mejores herramientas de trabajo.

En ese contexto de progreso continuo y creciente, las viviendas fueron diseñadas cada vez de mayor calidad. Aparecieron también las primeras construcciones para uso de toda la comunidad: centros cívico–religiosos que cumplían también la función de observatorios astro–meteorológicos.

Y se iniciaron seguramente los primeros ensayos que, a la postre, permitieron a la comunidad resolver un sinnúmero de problemas de almacenamiento, de cocción de alimentos y de transporte de líquidos, poniéndose además de manifiesto las que quizá serías las primeras expresiones artístico–religiosas.

Es decir, si los primeros 15 000 años de vida del hombre andino habían transcurrido –por lo menos en apariencia– dentro de la sencillez y simplicidad de la recoleccióncaza, en el nuevo período que se había iniciado, habrían de operarse cambios muy significativos, modificándose e incrementándose drásticamente el conjunto de sus intereses y objetivos.

Ciertamente, el territorio, el hato de ganado domesticado y los pastos que lo alimentaban, la tierra de cultivo y el agua que la fertilizaba, las semillas y la cosecha que se obtendrían de la tierra, los bosques, las viviendas construidas, los centros comunitarios, los productos excedentes que serían objeto de trueque –o de almacenamiento para los períodos de escasez–, los tejidos, la cerámica, los instrumentos necesarios para todas y cada una de sus actividades, todo ello, pasó pues a formar parte del conjunto, ya grande, de intereses que defendía cada uno de los grupos andinos.

Y, por cierto, en ese momento de la historia eran también muy diversos los conocimientos de todo orden que se había acumulado: técnicas agrícolas y pecuarias, técnicas de construcción y de elaboración de cerámica y de tejidos, astronomía, comercio, etc, todo lo cual formaba también parte del patrimonio de cada grupo. Los intereses de cada grupo, pues, no estaban compuestos únicamente por bienes y objetos materiales, sino, además, por conocimientos. Y las creencias religiosas –cada vez más elaboradas– y el idioma completaban el conjunto de intereses que cada grupo andino tenía y defendía.

intereses, lo hacía también con sus objetivos, esta identidad adquirió mayor consistencia durante la fase de desarrollo de la agricultura y la ganadería.

En efecto, en tanto objetivos inmediatos, la cosecha, en el caso de la agricultura. y la saca, en el caso de la ganadería, afianzaron significativamente la importancia –y familiaridad – que para el hombre andino fue teniendo el futuro –aquello que estaba próximo a ocurrir–, y del que formaban parte, lógicamente, todos los objetivos del grupo.

Desde muy antiguo, el hombre andino, de la misma manera que defendió el mantenimiento de sus intereses, venía pugnando por la consecución de sus objetivos. Y así como huía de todo aquello que afectaba sus intereses, rechazaba todo aquello que le impedía alcanzar sus objetivos.

En otros términos, e independientemente de que se tuviera o no conciencia de ello, de muy antigua data fueron los proyectos que, en beneficio de sí mismo, había diseñado y fue implementando cada grupo andino. O, si se prefiere, en cada rincón de los Andes cada grupo tenía implícitamente diseñado su propio proyecto y lo iba llevando a la práctica.

Todos y cada uno de los proyectos en ejecución suponían, pues, la presencia de un grupo humano –sujeto protagónico y fuerza social–, con intereses por defender y, a partir de la movilización de los recursos disponibles, con objetivos por alcanzar.

Los intereses de dos grupos distintos, aunque podían ser equivalentes, no eran los mismos. Así, cada grupo tenía un hato de ganado, pero no el mismo hato. Cada grupo iba a defender un pedazo de tierra, pero no la misma tierra. Cada grupo defendía su fuente de agua dulce.

Así, el hombre andino fue, paulatinamente, identificándose con todos y cada uno de esos elementos.

El individuo, el grupo al que pertenecía y el conjunto diverso y amplio de los intereses del grupo, constituían una identidad. Cualquier sustracción o frraccionamiento de ese cojunto atentaba contra los intereses del grupo.

Mas no sólo eso. Si desde el período anterior el grupo, además de identificarse con sus misma lengua que el vecino, ni las mismas creencias religiosas ni los mismos conocimientos.

Tampoco se poseía los mismos utensilios, ni los mismos artefactos. Distintas eran también las costumbres culinarias, de vestido, de música y recreativas.

Así, los hombres de Huaca Prieta, en el valle de Chicama, tenían y defendían su singular conjunto de intereses, que puede resumirse o representarse como IHP. Otro tanto ocurría con los hombres de El Paraíso (o Chuquitanta) en el valle del Chillón, cuyo también singular conjunto de intereses puede representarse entonces como IEP. Y otro tanto para cada uno de cuantos grupos habitaban los Andes en aquel período.

En estrecha relación con sus intereses, IHP, los hombres de Huaca Prieta tenían diseñados sus propios objetivos: OHP. Así también acaeció con los hombres de El Paraíso y con el resto de los grupos que ocupaban los Andes.

Y como en algún momento del período inicial de ocupación de los Andes algunos grupos se dieron el nombre de ayllu, cada ayllu tenía entonces, aunque de manera implícita, su propio proyecto.

Esos ayllus originales sólo estaban constituidos por conjuntos de familias emparentadas. Sin embargo, con el sedentarismo, producido el establecimiento del ayllu en un territorio, el ayllu quedó convertido en un grupo en el que, si bien las familias mantenían entre sí relaciones de parentesco, lo predominante pasó a ser la identificación de las distintas familias con el territorio sobre el que se asentaban. Así la comunidad, el ayllu, ligado originalmente por vínculos de sangre, devino en entidad territorial económica.

En el proyecto de cada ayllu la propiedad sobre la tierra y el trabajo necesario para hacerla producir eran colectivos. Así como era común también el usufructo de los pastos, aguas y bosques que había en ese territorio.

En el proyecto de los ayllus quedó bautizada como ayni la actividad comunitaria que ejercitaba el grupo en beneficio de sí mismo: sea para cultivar la tierra o extraerle sus frutos, o para construir todo cuanto beneficiara al grupo: viviendas, centros comunales, etc.

La aparición de la agricultura, que no ocurrió al mismo tiempo en todo el espacio andino, representó una gigantesca transformación.

No podía darse la circunstancia de que dos o más grupos compartiesen íntegramente el mismo conjunto de intereses. Aunque sí podían tener uno o más intereses en común: idioma, conocimientos y/o religión, por ejemplo.

Dicha comunidad de intereses no era necesariamente conflictiva. Pero podía serlo se podía mantener, en un área similar, 25 veces más personas con la agricultura” 142 que mediante la recolección caza. La agricultura supuso el desplazamiento de la actividad de recolección caza; la aparición de las primeras especializaciones; el desarrollo de subgrupos y consiguientemente de subproyectos en cada ayllu, etc.

La concurrencia en el tiempo de tantos y tan bruscos cambios desarrolló dos tipos de contradicciones: dentro de cada grupo y entre los distintos grupos.

Supuso, efectivamente, un incremento muy significativo en los volúmenes disponibles de alimentos para el hombre. Pero también una mejoría en la calidad de su dieta alimenticia.

Por añadidura, mejoró también el abastecimiento y la calidad de la dieta alimenticia del ganado, con lo que las poblaciones animales se incrementaron, redundan do en una mayor y mejor disponibilidad de comestibles para el hombre. Al mejorar la calidad de la dieta, mejoraron los estándares de salud disminuyendo la mortalidad: la tasa de aumento poblacional acaso se multiplicó varias veces.

Permítasenos aquí una nueva dilucidación aclaratoria. Virtualmente nunca antes se ha dado cifras en torno a la población andina del período precolombino. Ello ha constituido, sin duda, una de las más significativas omisiones de la historiografía tradicional: impedía tener una idea, aunque fuera en órdenes de magnitud, de la cuantía y fuerza demográfica de los pueblos que interactuaban construyendo el mundo andino.

Así, con el propósito de llevar ese vacío, asumimos, como punto de partida, una verosímil población inicial de 40 000 habitantes para el 20 000 aC (que eventualmente puede incluso ser excesiva para el área del territorio peruano), y trabajado con la forma de la curva (o tendencia y tasas periódicas) de crecimiento de la población mundial en sus estadios iniciales, y, como dato final, el también verosímil y generalmente aceptado dato de una población de diez millones de habitantes hacia el siglo XV dC.

En todo caso, nada ni nadie ha sugerido ni mostrado nunca que la población andina tuviera en su fase inicial características diferentes al resto de la población mundial, como para que en ese período tuviera otras tasas de crecimiento y menos aún sustancialmente distintas a las del promedio del mundo.

Los datos que se obtiene –mostrados en este y otros cuadros más adelante–, son absolutamente referenciales. A lo sumo importa el orden de magnitud que insinúan para cada momento histórico. Y asumiendo, gruesamente, que su distribución en el territorio era porcentualmente semejante a la de hoy, permitirá acercarnos cuantitativamente a las muy probables dimensiones de cada uno de los más importantes pueblos de entonces.

Mas adelante volveremos sin embargo sobre este aspecto tan importante.

De otro lado, se produjo una notable alteración en la composición social. Poco a poco, al interior de los grupos humanos, habían ido apareciendo cada vez más individuos que se dedicaban a la agricultura.

Estos eran los elementos social y tecnológicamente de vanguardia.

No obstante, al inicio del proceso, necesariamente eran más numerosos y tenían todavía preeminencia dentro del conjunto los recolectores–cazadores. Paulatinamente, sin embargo, y a medida que la actividad agrícola mostraba sus excelencias, fueron siendo cada vez más numerosos los agricultores.

Llegó así un momento en el que ambos grupos eran igualmente numerosos.

Aun cuando el proceso debió ser muy prolongado –quizá hasta de siglos–, la definitiva preeminencia político–social de los agricultores probablemente sólo fue conquistada con violencia, que adquirió quizá caracteres más graves y drásticos en unos grupos que en otros. Entre los recolectores–cazadores continuó, inexorablemente, el proceso de disminución numérica hasta que finalmente no quedó nadie que se dedicara a esa actividad.

La tarea agrícola dio paso a la aparición de las actividades productivas especializadas.

En el período anterior, cuando las diferencias dentro de cada grupo sólo se justificaban en razón del sexo y edad de los individuos, todos los productores habían sido recolectores–cazadores. Con la aparición de la agricultura, en cambio, dentro del conjunto de los agricultores fueron surgiendo las personas que poco a poco dejaron el trabajo directo de la tierra hasta asumir, a tiempo completo, la tarea de desarrollar los conocimientos indispensables para potenciar esa actividad.

Habría sido imposible materializar el desarrollo y uso generalizado de la agricultura sin dominar el conocimiento del manejo del recurso complementario indispensable: el agua de riego e incluso el agua de las lluvias.

Con los agricultores empezaron a alternar entonces los primeros e importantísimos especialistas: astro–hidro–meteorólogos.

Paulatinamente, a medida que sus conocimientos eran más precisos, y, por ello, sus predicciones –astronómicas, hidrológicas y meteorológicas– más certeras, fueron alcanzando un justificado mayor prestigio.

Quizá más drásticamente de lo que ocurría en otras latitudes del planeta, en el territorio andino, tanto en los valles de la costa como en los de la cordillera, las alteraciones de los flujos de agua responden a múltiples variables: la posición de los astros –Sol, Tierra y Luna, fundamentalmente–; la presencia dominante y recurrente de las dos variantes del fenómeno océano–atmosférico del Pacífico Sur que generan, respectivamente, mayor abundancia de lluvias o su escasez; la temperatura, que provoca mayor o menor evaporación; el tipo y la altura de las masas de nubes originadas en el Atlántico, que cuando, ocasionalmente, remontan por encima de la cordillera generan grandes precipitaciones en los Andes; el congelamiento de los cultivos –”helada”–; la propia altura de la cordillera; la calidad de los suelos y su capacidad de retención de líquido; la presencia o no de corrientes acuíferas subterráneas; etc.

La concurrencia y combinación de varios o muchos de esos factores explica la existencia de ciclos con períodos de abundancia de agua para la agricultura que se alternaban con períodos de escasez. Ciclos cuyos mínimos y máximos no son siempre iguales. Ciclos con pequeñas fluctuaciones. Ciclos con grandes fluctuaciones cuyos mínimos de agua generan sequías exterminadoras y ciclos con excesos de agua que producen catastróficas inundaciones.

Por todas esas razones, acceder al conocimiento cabal de ese recurso tan importante y tan cambiante, era, sin ninguna duda, un logro muy alto. Dentro de cada grupo sólo pudieron alcanzarlo aquellos individuos que se dedicaron largas horas y temporadas en contemplación y observación de la naturaleza.

Al iniciarse la trascendental fase de agricultura en los Andes, la única especialidad fue, quizá pues, la de los nombrados astro –hidro–meteorólogos. Los agricultores se dedicaban a otras actividades sólo complementariamente: textilería, alfarería, construcción, etc.

Cada una de éstas, sin embargo, incubaba una nueva especialización que, a la larga, por fin se fue dando. Cada vez más personas dentro del ayllu dejaron de tener la agricultura o ganadería como actividad principal. Poco a poco se fueron especializando los constructores, ceramistas, tejedores. Así, la población dedicada a ocupaciones no agrícolas y gana deras fue creciendo. Y en esos sectores de la población fue concentrándose el mayor prestigio y, con él, el poder de decisión dentro del ayllu.

En el período anterior, de recolección y caza, la jerarquización establecía una diferencia episódica y transitoria entre los integrantes de los ayllus. Porque, muy posiblemente, los puestos jerárquicos fueron rotativos.

Con la aparición de la agricultura, sin embargo, es posible que los puestos jerárquicos, en tanto se fueron también especializando, adquirieron la condición de estables.

Y, muy probablemente también, y desde el principio, la máxima jerarquía recayó sobre los prestigiados astro–hidro–meteorólogos.

No obstante, durante esta fase de agricultura incipiente, la desigualdad social entre subalternos y jefes –kurakas– no era todavía muy acusada 143. Puede así sostenerse que entre unos y otros había una perfecta comunidad de intereses y objetivos.

Sin embargo, cuanto más complejo se volvió el trabajo administrativo, tanto más se desligó el kuraka de las tareas inmediatas de la producción, ocupándose el resto del ayllu del trabajo agrícola y ganadero que correspondía a aquél. Entre el kuraka y la gente común se fue dando un intercambio de distintas formas de actividad: el kuraka entregaba trabajo administrativo y, a cambio, recibía los frutos del trabajo productivo de la comunidad.

Al principio esas relaciones de intercambio fueron simétricas. El agricultor proporcionaba alimentos y abrigo a cambio de dirección e información hidro–meteorológica útil, en proporciones tales que ambos obtenían beneficios materiales equivalentes.

Con el tiempo, sin embargo, el intercambio fue haciéndose asimétrico. El kuraka –jefe jerárquico, pero también especialista astro–hidro–meteorólogo– alcanzó a ser beneficiario del ayni para la construcción de su vivienda y para la parte del trabajo agrícola y ganadero que le correspondía, pero sin participar, recíprocamente, en la construcción de las viviendas ni en la parte del trabajo productivo en beneficio de los otros.

Cuanto más numeroso se fue haciendo el ayllu tanto más beneficios fue adquiriendo el kuraka: en alimentos, vestidos, vivienda, utensilios.

Y, para cuando aparecieron los primeros privilegios, al kuraka correspondió el de tener varias mujeres, ataviarse con joyas y disponer de servidores personales, entre otros.

Es decir, si al comienzo todos en el ayllu tenían los mismos intereses y objetivos, con el tiempo habían aparecido dos conjuntos distintos de intereses: el que tenía y defendía el kuraka –y con él otros especialistas–, y el que tenía y defendía el hombre común.

El conjunto de intereses que tenía y defendía el kuraka era mayor que el de los restantes componentes de la población. Y si los intereses ya no eran iguales, tampoco lo eran pues los objetivos. Pero, más aún, se habían gestado las condiciones para que la brecha de intereses fuera cada vez más acusada.

En la práctica, pues, al interior de cada ayllu se fueron incubando dos proyectos distintos: el del grupo dirigente y el del resto de la población. Mas aún no eran proyectos contradictorios.

En cada ayllu, frente a la posibilidad de elegir entre dos subproyectos alternativos, el sector dirigente, sin duda, optó por el propio.

Una evidencia de ello es el hecho de que, en el contexto de aparición de la agricultura, el territorio de los Andes se pobló, de manera repentina y brusca, de desproporcionados y costosísimos “centros ceremoniales – observatorios astro–meteorológicos” que demandaron los especialistas.

Mas los distintos proyectos no eran todavía contradictorios porque de la inversión realizada en tiempo y esfuerzo para erigir tales monumentales obras usufructuaba tanto el grupo dirigente como el resto de la población, que obtenía así valiosa información.

Por último, conjuntamente con la aparición de la agricultura se acrecentaron los conflictos entre distintos grupos que ocupaban el territorio andino.

La mayor disponibilidad de productos alimenticios había generado aumento de la población. Esto, a su vez, había causado una mayor demanda de alimentos que obligó a trabajar nuevas tierras.

Así fueron creciendo los territorios trabajados hasta que los confines de un pueblo se toparon con los del vecino. De allí en adelante, una misma porción de tierra formaba parte de los conjuntos de intereses o, eventualmente, de los conjuntos de objetivos de dos –o incluso más– grupos o pueblos. Así, sea como disputa de intereses, o como disputa de objetivos, toda expansión territorial tenía que ser conquistada por la fuerza, con la guerra.

Y no solamente hubo violencia y demostraciones de fuerza. En muchas ocasiones, el enemigo derrotado no sólo perdió una parte o la totalidad de sus tierras. Sino que, durante un largo período, los prisioneros de los pueblos derrotados fueron canibalizados y exterminados, tal y como parece haber ocurrido, por ejemplo, en Curayacu (Lima), El Aspero (Supe), Guitarrero (Callejón de Huaylas) y Huaca Negra (Virú).

Probablemente no sea una simple coincidencia que todos estos territorios fueran parte del espacio costeño que, como más de un indicio sugiere, habrían disputado los sechín con los chavín, y que definitivamente caería más tarde dominado por éstos últimos.

Eventualmente, pues, las prácticas de canibalismo se hayan dado en el contexto de la disputa sechín–chavín. No obstante –aun cuando se desconoce a ciencia cierta si las prácticas de la costa son o no más antiguas–, en la cordillera también se ha encontrado evidencias de canibalismo: Huacaloma (Cajamarca), Pachamachay (Junín), Pukara (Puno).

Es decir, en prácticamente todas las grandes áreas del territorio andino se ha encontrado evidencias de canibalismo: porcentajes significativos de restos de huesos humanos entre los restos de comida 148. Aun cuando no hay datos precisos sobre cuán antigua fue esta práctica en el territorio peruano, su mayor incidencia en la costa y como veremos más tarde, el probable origen centroamericano–africano de los sechín, permiten conjeturar que ella podría haber sido introducida por éstos.

A través de la guerra, del exterminio y el canibalismo, los distintos grupos en los Andes iniciaron un largo camino en el que otros hombres, o mejor, otros pueblos, iban a ser el más importante obstáculo para la concreción del proyecto implícito que cada uno de ellos llevada adelante. La naturaleza, pues, había dejado de ser el único reto a enfrentar y vencer.

Todo parece indicar que este período de desarrollo inicial de la agricultura corresponde, en la tradición de las Cuatro Edades que recogió Huamán Poma de Ayala, a la que denominó Segunda Edad: Wari Runa –”Hombres Fundadores”.

Dos gigantescos pasos había dado pues el hombre andino en los primeros 18 000 años de su historia: había ocupado prácticamente íntegro el territorio, y sentado las bases de un explosivo desarrollo técnico en muy variadas facetas de actividad. Pero, por encima de todo, había logrado poner en producción un territorio muy poco dotado e incluso inoperante para la agricultura.

El salto de la cultura de agricultura incipiente a la cultura de agricultura desarrollada, pudo ocurrir de distintas modalidades. En algunos casos pudo gestarse en el seno del mismo pueblo. De manera autónoma –aunque probablemente traumática–, pasaron pues de una a otra. Otros pueblos pudieron experimentar el tránsito a la sombra de la dominación que ejerció un vecino conquistador.

Con muchos otros pudo ocurrir que accedieron a la agricultura desarrollada y a las grandes culturas andinas a través del intercambio pacífico, de la influencia directa de los vecinos inmediatos –de espacio y/o tiempo –, o de la influencia indirecta de más poderosos vecinos mediatos.

Los ayllus, cada uno más numeroso que otro, albergaban ahora a varias generaciones y numerosas familias, entre las que había relaciones de parentesco, aunque cada vez más débiles y lejanas. Así, transformados en ayllus territoriales, terminaron constituyendo organizaciones mayores: tribus, primero, grandes pueblos, después, y finalmente naciones poblacionalmente grandes.

Debe sin embargo además destacarse que, más claramente que en el período precedente de agricultura incipiente, ahora los pueblos, conciente y deliberadamente, decidían más y mejor la ubicación de sus centros poblados, que cada vez serían más grandes.

Seguramente que, como en el caso del tránsito de la recolección–caza a la agricultura incipiente, la consolidación de la agricultura desarrollada fue traumática, pudiendo haber estado cargada de violencia. Ello probablemente ocurrió en los pueblos donde los nuevos especialistas agrarios –portadores de novísimas soluciones técnicas–, no pertenecían al grupo dirigente.

La habilidad de los innovadores y la puesta en práctica de sus ideas invariablemente reportaba prestigio, y éste, a su vez, más temprano o más tarde, reportaba un sustancial incremento de poder. Pero los pequeños grupos dirigentes, seguramente, no deseaban ni estaban dispuestos a perder una parte y menos aún todo el poder, ni a cederlo gratuitamente a nadie, habida cuenta de los aún pequeños pero significativos privilegios que implicaba.

El conflicto, el enfrentamiento interno, debió ser en esas circunstancias insoslayable.

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