EL MUNDO PRE-INKA: Sobre el “estado de la cuestión” en Historia  

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Alfonso Klauer

No un extra, sino protagonista de la historia

Sin duda, el fenómeno océano atmosférico del Pacífico Sur, en sus dos versiones, ha sido un gravísimo lastre para el desarrollo de los pueblos del Perú. Ese fenómeno natural ha sido, sin ápice de duda, uno de los grandes “protagonistas” de la historia peruana: un día determinó grandes cosechas y enriquecimiento, y en el siguiente sequías, hambruna y pobreza; aquí impulsó el crecimiento y expansión de un pueblo, allá la caída y el colapso de una civilización. Mal puede por ello seguir dejándoselo de lado.

Por obvio que pueda parecer, debe explicitarse que en el remoto pasado que habremos de revisar, la vida y la obra humana fue muchísimo más vulnerable frente a cualesquiera de las versiones de ese fenómeno natural que en nuestros días.

Y por obvio que también pueda resultar, es igualmente pertinente poner de manifiesto que en el pasado –como incluso en el presente – absolutamente ningún fenómeno, ni natural ni humano, ha tenido tanto impacto y trascendencia como esos fenómenos climatológicos.

Ha sido –y es– suficiente una gravísima alteración climática durante un “corto” período de tres años continuos, por ejemplo, para destruir, íntegras y sin remedio, costosísimas realizaciones logradas en tres “largos” siglos.

Nada que haya salido hasta ahora de la mano del hombre ha tenido resultados tan nefastos y devastadores.

Permítasenos aquí una primera digresión. Las grandes catástrofes climáticas y de órdenes equivalentes, y su devastador impacto en la vida de los pueblos, no son por cierto fenómenos privativos del territorio andino. Han sacudido también la historia antigua del hombre de Oriente y Occidente. Las “plagas de Egipto” y otras pestes son magníficos ejemplos. Pero si no se considera a ésos como los mejores ejemplos, tienen la palabra los científicos de la Universidad de Yale, que llevan años investigando y tratando de probar la muy probable relación entre el colapso de alguno de los imperios de Mesopotamia y la coincidente ocurrencia de una grave conmoción climatológica en dicha área.

La Historia es, sin duda, una de las áreas de conocimiento más antiguas de la humanidad. ¿Cómo entender, sin embargo, que la ciencia recién en este siglo se haya planteado como hipótesis que la naturaleza (el clima en este caso) habría jugado roles fundamentales en la historia de las civilizaciones? ¿Es que nunca hubo pistas que lo sugirieran? Pues claro que las hubo.

Y la historiografía de Occidente es la única responsable de haber cerrado los ojos –¡durante cientos de años¡– despreciando valiosísima información de ese género.

El historiador norteamericano Robert López, por ejemplo –y hace nada menos que 34 años–, ha llamado seriamente la atención sobre “cuán ridículas” han venido han sido –y siguen siendo– estimadas por la inmensa mayoría de los historiadores las palabras de San Cipriano, obispo de Cartago contemporáneo de la debacle del Imperio Romano, cuando dijo: “el invierno ya no tiene bastante lluvia”.

¿Puede acaso ponerse en duda hoy que la “sequía de San Cipriano” como bien podría ser denominada, jugó un papel decisivo en la caída del Imperio Romano? ¿Cuáles son, sin embargo, los textos de Historia que dan cuenta de un hecho tan significativo y relevante como ése? ¿No deberían acaso decirlo todos los textos, sin excepción, dedicándole como correspondería muchísima más importancia que la que se dedica a los intrascendentes devaneos melódicos de un innombrable emperador romano, por ejemplo?

¿Pero fue acaso la de San Cipriano la primera advertencia escrita de la que se pudiera derivar una estrecha relación entre el clima y las grandes crisis políticas y sociales de la historia? No.

El propio Herodoto –el “padre de la Historia”–, hace dos mil quinientos años, en su relato sobre la asombrosa pirámide de Khefrén, dio pistas equivalentes a las que siglos más tarde daría pues San Cipriano.

Pues bien, parecen haber sido también alteraciones de origen climático las principales gestoras del fenómeno exactamente inverso, esto es, de períodos de bonanza y enriquecimiento en los que el hombre, sin haber jugado papel activo alguno en su gestación, habría sí usufructuado grandes beneficios.

Si –como seriamente sospechamos–, esa relación entre climas particularmente benéficos y la concretización de grandes realizaciones humanas en los Andes es correcta, también a este respecto puede igualmente decirse, entonces, que ninguna acción del género humano, ni individual ni colectiva, ha sido hasta ahora, ni cualitativa ni cuantitativamente, tan benéfica, impactante y trascendental como una grande y generosa alteración climática, que de un golpe puede multiplicar varias o muchas veces la producción agrícola y ganadera de un pueblo, dotándolo de la noche a la mañana de una riqueza inestimable de amplio y generalizado beneficio.

Acéptesenos aquí entonces otra digresión.

Porque, en efecto, ni la invención del carro de ruedas o la escritura, hace más de dos mil años; ni la electricidad, el automóvil o la informática, en nuestro tiempo, han tenido ni tienen impacto tan grande y amplio.

Más allá de la voluntad del hombre, y en perspectiva planetaria, todas y cada una de ellas no han dejado todavía de ser más o menos elitistas, o, si se prefiere, de alcance y beneficio poco amplio y, en definitiva, poco democrático.

Basta reconocer, por ejemplo, que cuatro quintas partes de la humanidad de hoy no disfrutan todavía de ninguno de los grandes inventos modernos, algunos de los cuales han cumplido ya un siglo de vida.

Por lo demás, los “golpes climáticos favorables”, y su trascendental impacto en la vida de los pueblos, no habrían sido tampoco fenómenos privativos del territorio andino. En todo caso, la ciencia tiene aún enormes retos por desentrañar a este respecto. Nuestra hipótesis es que en el surgimiento de la inmensa mayoría de las grandes civilizaciones de la humanidad –incluida por cierto la paradigmática civilización romana, pero también la carolingia, y las del Renacimiento y los grandes imperios de la Europa del siglo XV y siguientes– benéficos golpes climáticos habrían constituido un factor preponderante, muy significativo.

Y, complementariamente, pero derivada de ella, surge también la hipótesis que el papel “decisivo y protagónico” que hasta ahora la historiografía viene otorgando a los supuestos sujetos centrales de esas “hazañas”, pero en particular a los “líderes providenciales” –grandes, magnos, únicos, insuperables o como quiera que se les ha calificado–, no habría sido tal, sino, a lo sumo, casi completamente accesorio.

En todo caso, más difícil que probar o rechazar científicamente estas dos hipótesis –porque con el concurso de las más modernas técnicas y tecnologías ello ya no es un obstáculo muy serio–, será que los “historiadores tradicionales” acepten siquiera someterlas a estudio y confrontación con la realidad.

Porque el sólo hecho de tomar la determinación de asumir esas hipótesis para intentar confrontarlas con datos empíricos, supondría –en el menos mezquino y más objetivo de los casos– asumir implícitamente –aunque sólo fuera de manera transitoria– que cientos de los mitos que se ha construido sobre los “hombres providenciales” no habrían sido sino “gravísimos errores”, o “burdas falacias –por no decir “gruesas mentiras”–.

Y porque en tanto demore el trance de la comprobación –o del rechazo de esas hipótesis–, estará, pendiendo como una espada de Damocles, la eventualidad de que, confirmadas, haya que reescribir casi íntegramente toda la historia de la humanidad (o cuando menos la de Occidente –confesamos conocer muy poco o nada la del Lejano Oriente–) .

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