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CAPÍTULO VII

LAS CONCLUSIONES.

 

          El TLC ha sido descrito de muy diversas formas. Una de las más frecuentes es aquella que lo describe como “uno de los tratados comerciales más avanzados del mundo pues: 1) reconoce la globalización creciente y la interdependencia económica; 2) vincula el comercio de bienes con el de servicios y los movimientos de capital, y 3) adopta los principios del multilateralismo establecidos en el GATT.”[1]

          En esta misma apologética descripción del instrumento, se apuntan los siete principios rectores que cobijaron las negociaciones: “1) la liberación del comercio en bienes, servicios y flujos de inversión se realizaría con estricto apego a lo establecido por la Constitución mexicana; 2) el Tratado sería compatible con el artículo XXIV del GATT con el fin de mantener y fomentar en el futuro el comercio con países fuera de América del Norte; 3) el calendario de desgravación debería reflejar la asimetría entre México y sus vecinos del norte, dando oportunidad a la industria nacional de ajustarse a la competencia internacional; 4) impedir que las normas y estándares técnicos se convirtieran en barreras no arancelarias para las exportaciones mexicanas; 5) establecer reglas de origen transparentes para asegurar los beneficios del Tratado a los productores de los tres países, evitando así problemas de triangulación donde algún país no socio recibiera estos beneficios, al mismo tiempo que garantiza su competitividad pues podrán incorporar insumos de países ajenos al TLC; 6) el establecimiento de reglas claras para evitar subsidios que distorsionen al comercio y afecten las condiciones de competencia, y 7) la creación de instancias administrativas que permitieran la aplicación sencilla y expedita a la solución de controversias, proporcionando diferentes vías para agilizar su solución.”[2]

          La visión general que elaboró Jaime Zabludovsky incluye las reservas que benefician al Estado mexicano, por lo que hace a la inversión: 1) la propiedad y operación de sistemas de satélites y estaciones terrenas; 2) los servicios de telegrafía y radiotelegrafía; 3) la operación, administración y control del sistema ferroviario mexicano; 4) la emisión de billetes y monedas, y 5) los servicios sociales (salud, educación pública, administración de justicia, etcétera.)  El Estado mexicano se reserva el carácter estratégico del sector energético y el derecho exclusivo de invertir en la industria petrolera, en las actividades que la componen y en el comercio de los bienes reservados al Estado. De otro lado, también se menciona aquello que queda reservado a los mexicanos: 1) los servicios de notarios, agentes aduanales y tripulación de ferrocarriles y embarcaciones de bandera mexicana (artículo 32 constitucional), y 2) se excluye a los extranjeros de la adquisición del dominio directo de tierras y aguas ubicadas en la frontera y en los litorales mexicanos (artículo 27 constitucional).[3]

          En la forma de presentar a este instrumento, como proveedor de grandes beneficios para cada una de las naciones involucradas, se fue confeccionando un problema significativo para la evaluación del propio TLC. En su Tercer Informe Presidencial, del 28 de enero de
1992, el expresidente George H. W. Bush, expresó: “En los últimos doce meses el mundo experimentó cambios de una proporción casi bíblica: el comunismo ha muerto y, por la gracia de Dios, América ganó la Guerra Fría. Nosotros los Estados Unidos, líderes del occidente, nos hemos convertido en líderes del mundo. Nuestro futuro económico depende de que continuemos siendo líderes y en nuestras manos está lograrlo. Para ello, debemos derribar las paredes que estorban el mercado mundial: abriendo mercados por doquier y negociando acuerdos que eliminen tarifas y subsidios lesivos a los trabajadores y agricultores estadunidenses. También procuraremos conseguir más empleos para nuestros trabajadores a través del Tratado de Libre Comercio y de la Iniciativa para las Américas.
[4]  Por su parte, William Clinton también percibió amplios beneficios para su país, a través de la operación del TLC, tal y como lo expresó en su Primer Informe presidencial (25 de enero de 1994): “Nuestro plan económico hizo posible mantener nuestra fortaleza y credibilidad en el mundo. Ahora reducimos nuestro déficit y regresamos a la competitividad mundial, haciéndonos eco del derrumbe de las barreras comerciales. En un año, con el NAFTA y con el Acuerdo General de Tarifas y Aranceles (GATT) y con nuestros esfuerzos en Asia, así como con la Estrategia Nacional de Exportación, establecimos mecanismos para abrir nuevos mercados mundiales a los productos estadunidenses, más que en lo registrado en las últimas dos generaciones.”

          “Esto significa más empleos y mejores niveles de vida para el pueblo norteamericano, bajos déficit, baja inflación, bajos intereses, bajos aranceles y mucha inversión. Estos son los cimientos de nuestra recuperación económica. Pero si deseamos tomar amplia ventaja de las oportunidades que existen ante la globalidad económica, debemos entender que todavía hay mucho que hacer.”

          “Este año tenemos que continuar nuestros esfuerzos para apoyar la democracia, los derechos humanos y el desarrollo sostenible en todo el mundo. Solicitaremos al congreso que ratifique el nuevo acuerdo del GATT.”

          “De la misma forma, debido a nuestro trabajo conjunto para implementar el NAFTA y apoyando la democracia en el exterior, hemos reafirmado el liderazgo y compromiso norteamericano, por lo que ahora el pueblo estadunidense se encuentra seguro y firme en sus convicciones.”[5]

          En la misma lógica, la del éxito casi asegurado, se inscriben las reflexiones sobre el préstamo para el salvamento de la economía mexicana, externadas en el Segundo Informe Presidencial (15 de febrero de 1995) de William Clinton: “La crisis financiera de México es un caso que hay que tratar. Reconozco que esta noche no es la ocasión para hacerlo, pero tenemos que actuar, no por el pueblo mexicano sino por consideración a los millones de estadunidenses cuyas expectativas están ligadas al bienestar de México. Si queremos asegurar el trabajo de los estadunidenses, preservar las exportaciones y salvaguardar nuestra frontera, entonces debemos aprobar su programa de estabilización y contribuir a que México recupere su estabilidad.”

          “Ahora permítanme reiterarles: no es un préstamo, no es una asistencia internacional, no es ayudarlos a salir del apuro. Estaremos dando una garantía como consignatarios de una nota con beneficios colaterales que cubrirán nuestro riesgo.”

          “Esta legislación actúa con derecho para América. Es por ello que los líderes de los dos partidos representados la han apoyado. Yo espero que el Congreso apruebe rápidamente esta asistencia. Está dentro de nuestro interés y se lo podemos explicar al pueblo estadunidense, porque lo vamos a hacer de manera correcta.”[6]

          Por lo que hace a la parte mexicana, no puede exagerarse el grado de optimismo oficial con el que se contempló el alumbramiento del TLC. Baste citar los últimos párrafos de la introducción firmada por el entonces presidente Carlos Salinas de Gortari: “El Tratado reconoce, en los plazos de desgravación, las diferencias que existen en los grados de desarrollo de las tres economías. A partir del 1º. De enero de 1994, Estados Unidos eliminará los impuestos con que grava el 80 % de nuestras exportaciones y eliminará las cuotas existentes para numerosos productos. Gracias a ello, México podrá exportar de inmediato, sin cuotas y sin impuestos, textiles, automóviles, estufas de gas, ganado, fresas y otros productos. A Canadá podemos exportar, también de inmediato, cerveza, equipo de cómputo, partes de televisores, entre otros bienes.”

          “México, a su vez, abrirá sus fronteras, de inmediato, a solamente el 40 % de los productos que importamos, la mayoría de los cuales no se producen en México, como son fotocopiadoras, videocaseteras, maquinaria, equipo electrónico e instrumentos de precisión.”

          “Esta diferencia en los plazos de desgravación constituye un reconocimiento, en los hechos, a la asimetría existente en las economías de los tres países y proporciona, a los empresarios mexicanos, un plazo adicional para adaptarse a las nuevas circunstancias del Tratado. Quisiera recordar, por una parte, que la apertura de la economía mexicana a la competencia internacional tuvo lugar con nuestro ingreso al GATT y que las empresas mexicanas han sabido enfrentar el reto. Por la otra, que todos los sectores productivos fueron consultados desde antes de iniciar las negociación sobre los plazos y modalidades que asumió la desgravación con Canadá y Estados Unidos y que la consulta se prosiguió a todo lo largo del proceso negociador. Gracias a ello, se alcanzó un buen Tratado para México.”

          “Este Tratado forma parte de otros que hemos suscrito con diversos países y regiones y de los que firmaremos, en un futuro próximo, con Centroamérica por una parte, y con Colombia y Venezuela, por otra. Todos integran la estrategia mexicana para ampliar y diversificar sus vínculos comerciales y económicos. Con ello perfeccionamos el proceso de apertura de la economía y preparamos el ingreso de México al siglo XXI sobre bases sólidas que nos permitirán un mejor crecimiento con justicia social.”[7]

          En una posición similar, sólo que especialmente alusiva a la política exterior, el entonces canciller, Fernando Solana, se permitió explicar la firma del TLC como consecuencia lógica y natural de la historia de las relaciones internacionales de México: “Frente a este cúmulo de cambios, la política exterior de México, sustentada en sus principios históricos, ha decidido partir de bases realistas, para la promoción del interés nacional. Se ha propuesto ser tan ágil como lo demandan los cambios y tan eficaz como lo exige una sociedad abierta al mundo.”

          “Seis puntos concretos explican  y fundamentan la política exterior de México:

          Primero. México reconoce la globalización y la inter-dependencia creciente de las naciones del mundo. Advierte, también, el reacomodo vertiginoso de las fuerzas políticas y económicas del planeta.

          Segundo. México resuelve abrirse a esta globalización para ser un actor activo e influyente, que con otras grandes naciones, pueda orientar los cambios.

          Tercero. México sabe que tiene en sus principios históricos de política exterior la sólida base que le permite abrirse y actuar sin temores. Estos principios son el fundamento y la guía de la acción internacional.

          Cuarto. Además de reafirmar sus principios, México hace explícitos sus objetivos de política exterior. El primero: fortalecer la soberanía nacional. Asumimos la globalización y el cambio, pero para fortalecernos como nación distinta, recia y soberana. La política exterior mexicana de hoy rechaza la falsa dicotomía entre principios e intereses. ¿Qué principios de política exterior de México serían legítimos si fuesen contra los intereses verdaderos, de largo plazo, de México?

          Quinto. Principios históricos, objetivos explícitos, y una doble estrategia central: participar y diversificar. Participar resueltamente a nivel internacional, y realizar el mayor esfuerzo posible por diversificar presencias, foros, alianzas. Diversificar para equilibrar.

          Sexto. La promoción y la defensa persistente, incansable, del Derecho Internacional.”[8]

Con antelación a esta comparecencia ante el Senado, realizada el 25 de noviembre de 1993, la política concreta había entrado en grave contradicción con la mayor parte de los objetivos contenidos en la media docena de puntos precitada: “”A lo largo de la historia mexicana, la política exterior había tenido una congruencia con el proceso de consolidación del Estado-nación. Es decir, entre más evolucionaba el Estado mexicano, su política exterior se hacía más compleja en su elaboración, más plural en términos ideológicos, más multidireccional en criterios regionales y más multitemática. Sin embargo, a partir del cambio estructural modernizador que se inició con Miguel de la Madrid y se intensificó con Salinas de Gortari, la política exterior ha sufrido un retroceso. En primer lugar, esta política tiene un sesgo económico muy marcado. En segundo, hay una concentración en la relación con los países del norte, léase Estados Unidos y miembros de la OCDE. En tercero, el gobierno mexicano ponderó los intereses a corto plazo, sacrificando los de largo alcance.”

          “Por ello, es posible advertir un cambio notable en la política exterior del gobierno de Salinas de Gortari respecto a la tradicional actitud internacional de México. Por un lado, la posición de México frente a Estados Unidos pasó de ser una política exterior progresista, de relativa independencia, y de conflicto, a una política exterior conservadora, dependiente y de plena colaboración. En efecto, México en el sexenio 1988-1994 disminuyó su activismo en Centroamérica para no enfrentarse con la posición de Estados Unidos. Frente al problema panameño, a la Guerra del Golfo [Pérsico], y al asunto haitiano, la actitud de México fue débil y más bien se alineó a la posición estadounidense, puesto que no rechazó enérgicamente estas intervenciones estadounidenses como lo había hecho en el pasado. Salinas de Gortari basó, y apostó, su política exterior en la firma del Tratado de Libre Comercio.”[9]

          La complicada idea de percibir un futuro de superávit comercial, de crecimiento sostenido de exportaciones y empleo y de cierta ventaja nacional, al no cumplirse, ocasiona serias dificultades para describir las verdaderas bondades del instrumento o, al menos, las que han percibido sus diseñadores estadunidenses más calificados.

          La nueva posposición de la votación para que el congreso de los Estados Unidos otorgue, o no, amplias facultades al presidente Clinton para negociar nuevos acuerdos de libre comercio, al menos se relaciona de dos maneras con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. De un lado, y según la calificada opinión de Julius Katz -negociador estadunidense de la primera versión del tratado-, “…el gobierno de Clinton ha pagado un precio por haber obligado a mexicanos y a canadienses a aceptar sus acuerdos paralelos. El precio ha sido la renuencia del congreso a renovar la autoridad de negociar por la vía rápida en una forma que permita en los nuevos acuerdos utilizar sanciones para aplicar las normas laborales y ambientales. Así, hasta hoy se ha visto frustrada la expectativa de que el TLC se extendiera para incluir a Chile y tal vez a otros países. Este fue un efecto lamentable e involuntario de los acuerdos paralelos de Clinton.”[10]

          De otro lado, y de igual o mayor importancia, está la forma en la que los políticos pretenden evaluar los actuales resultados del TLC, con arreglo a la balanza de pagos y a los efectos específicos de la balanza comercial sobre el empleo.

          Aunque las tradiciones de política económica de demócratas y republicanos invitan a suponer, en los primeros, una cierta tendencia proteccionista, mientras que, en el caso de los segundos, al menos el discurso más consistente es el librecambista, no deja de llamar la atención que los afanes clintonianos por disponer de esa capacidad de negociación para la ampliación territorial del tratado o la suscripción de nuevos instrumentos, enfrenta la tozuda oposición de sus compañeros de partido, con Richard Gepharth a la cabeza, quien fue uno de los principales oponentes al TLC, así como promotor de los cambios -por lo demás, violatorios de la vía rápida- que concluyeron en los acuerdos paralelos. En el litigio que nos ocupa, también, algo del proceso de designación del candidato demócrata a la presidencia se está ventilando.

          En este sorpresivo debate, tampoco deja de llamar la atención el apoyo que se ofrece al presidente Clinton desde la bancada republicana, con Newt Gingrich al frente, en el propósito de reanimar el curso del libre comercio planetario; el corazón de la globalización.

          En medio de este enrarecido ambiente, y como un nuevo punto de vista, se ha publicado el informe de Sidney Weintraub, Nafta at Three. A Progress Report, por el Centro de Estudios Estratégicos Internacionales, de Washington, (cuya versión en español, El TLC cumple tres años, acaba de publicarse por el Fondo de Cultura Económica), en el que se intenta poner de pie aquello que los políticos han tenido de cabeza. El tema central del Informe es cómo evaluar al TLC, y cómo reconocer algunas de sus más significativas aportaciones al proceso de integración económica regional y al crecimiento de ocupación, productividad y salarios.

          En lo que muchos analistas juzgan como la antesala de una nueva fase B (depresiva) de la economía estadunidense, explicable por lo prolongado del crecimiento y de la ocupación (80 meses consecutivos), las ilusiones de un acuerdo comercial capaz de proporcionar una permanente balanza comercial superavitaria, o la poco inteligente conversión de los 1 000 millones de dólares de exportación en alrededor de 20 mil empleos, carecen de la más elemental base técnica.

          En la opinión de Sidney Weintraub, muy escuchado think tank en el ambiente político estadunidense, resulta absolutamente indispensable sacudir las ideas del ultranacionalismo, para comenzar a analizar los resultados del tratado. Bajo esta perspectiva, considera inconveniente, al analizar los flujos comerciales, detenerse en los déficit o superávit de los intercambios, y propone analizar el incremento del comercio en general, por cuanto expresa -según la teoría- la satisfacción de quien vende, pero también la de quien compra.

          En un segundo análisis, recomienda restar importancia a la supuesta complementariedad productiva de los países asociados en el tratado, para abrir un espacio de análisis para el crecimiento del comercio intraindustrial y la especialización productiva que cobija. Recomienda observar el perfil que, por ejemplo, ha ido adquiriendo la industria automotriz, en los tres países involucrados, como un buen indicador de las posibilidades productivas, y comerciales, regionales, en la competencia mundial.

          Invita, de otro lado, a entender el proceso mediante el que los crecimientos constantes de la productividad habrán de resultar en incrementos de los salarios reales, por lo pronto en los Estados Unidos, sin que exista, según su opinión, ninguna otra vía sensata de elevación de salarios. De los dos últimos resultados en curso, propone obtener una justa medición del efecto que el TLC ha tenido en la posición competitiva de las principales industrias.

          Por último, y en atención a una parte significativa de la base social de opositores a la vía rápida, pero también al TLC, sugiere medir los efectos del tratado sobre el medio ambiente, con la complejidad que comporta su diferenciación de otro tipo de causas -eventualmente económicas- pero no derivadas necesariamente de la operación del instrumento.

          Con todo este panorama, concluye en la evaluación del TLC en tanto promotor de la formación de instituciones, no sólo económicas, que fundamentalmente fortalezcan la disposición a cooperar de los gobiernos y de las sociedades involucradas.

          De acuerdo con la revisión de sus más significativos efectos, es conveniente evaluar al TLC a partir de las siguientes conclusiones:

·       El tratado está cumpliendo con lo esperado. El comercio en ambos sentidos (México y los Estados Unidos) va en aumento. El tipo de especialización industrial que puede esperarse de tal acuerdo para aumentar la competitividad de las empresas en realidad está lográndose. Esto es evidente por el crecimiento del comercio intraindustria;

·       El temor a que el libre comercio con México produjera una enorme pérdida de empleo en los Estados Unidos ha resultado infundado. Desde 1994, la política monetaria estadunidense ha sido planeada para reducir el crecimiento económico y de empleos, con el objeto de contener la inflación; y el TLC ha sido una consideración secundaria, y, si se quiere, nula, en la formulación de esa política;

·       La economía mexicana está recuperándose de los desastres de 1994-1995, y también se están recuperando las importaciones que llegan a México de los Estados Unidos;

·       La actuación de las economías, y de las medidas macroeconómicas concretas, es mucho más importante que los niveles arancelarios, en la definición de las pautas comerciales;

·       La recuperación de la economía mexicana no restringe el comercio en dos sentidos con los Estados Unidos. Ello es así por el tipo de medidas empleadas para tal recuperación (monetarias, fiscales y de tipo de cambio);

·       Las relaciones entre estadunidenses y mexicanos se están desarrollando con intensidad y frecuencia sin precedente. El diálogo no necesariamente resuelve todos los problemas, pero la falta de éste permite que se enconen;

·       México, más que nunca, se ve bombardeado por valores estadunidenses. El consumismo acrecentado y los valores democráticos, se presumen incrementados a partir de la operación del tratado, al tiempo que el país considerado como enemigo se convirtió en el principal aliado económico;

·       El TLC une a los dos países en más relaciones políticas cooperativas que las que antes existían, y

·       Tres años es un plazo demasiado corto para evaluar todo el impacto del TLC.[11]

                Desde la perspectiva política y de las relaciones internacionales, se insiste en que deben evaluarse los efectos del tratado. Como otra conclusión debo declarar que los cambios en la política exterior mexicana y la firma del TLC no son eventos secuenciales. La segunda es, ha sido, la más clara evidencia de los primeros.

Una de las prendas de mayor valor en nuestra historia y en nuestras tradiciones diplomáticas, que la apertura económica parece haber evaporado, sin duda está representada por el carácter doctrinario de la política exterior de México. Esta disposición a dotarnos de doctrina y de normas específicas de relación con los extranjeros, que estuvo ligada a los esfuerzos del liberalismo y de las fuerzas revolucionarias del presente siglo, posiblemente es la razón profunda por la que, como en ningún otro país del mundo, nuestras leyes e instituciones han honrado a las vigorosas aportaciones del internacionalista argentino Carlos Calvo (1824-1906).

La poderosa doctrina de la no intervención, adoptada con ciertas dificultades por la Sociedad de Naciones -y muy mal empleada durante la Guerra Civil Española-, formó parte de la Organización de Estados Americanos desde la Conferencia de Bogotá (1948), con el antecedente de la histórica Conferencia de Consolidación de la Paz, en Buenos Aires, durante 1936, en la que se estableció el Protocolo de No Intervención, para tomar su sitio en el artículo 15 de la Carta de la OEA (posteriormente sería el 18). De ahí llega al orden mundial mediante la histórica Resolución 2131 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 21 de diciembre de 1965. El 24 de octubre de 1970, mediante la Resolución 2625, la propia Asamblea General otorga un carácter rotundo y radical a tan trascendente determinación.

Con serias y frecuentes dificultades, las proposiciones del jurista bonaerense se pudieron filtrar al foro mundial, especialmente por la capacidad mostrada por Calvo en la comprensión de las penurias de los países débiles frente a la prepotente actitud de los poderosos.

El célebre texto de Vatteel, que justifica la acción de los Estados para reclamar diplomáticamente, en defensa de sus nacionales, a otros Estados, apoyaba un supuesto derecho de los extranjeros a reclamar una protección más amplia que los nativos. La prolongada y dolorosa experiencia de los países de la América latina en su asimétrica relación con los Estados Unidos, captada con toda precisión por Calvo, es el antecedente histórico de la llamada Cláusula Calvo que consiste en el reconocimiento de que el inversionista extranjero debe conformarse con los recursos legales que el Estado que lo recibe pone a su alcance.

Desde los lejanos tiempos del triunfante liberalismo mexicano, tras la salida de Antonio López de Santa Anna del gobierno, el decreto de 1856, del Presidente Comonfort, estatuía que los extranjeros carecían de la facultad de alegar, respecto a los bienes que adquirieran a México, algún derecho como extranjeros, y que todas las cuestiones se ventilarían en los tribunales de la República y de conformidad con las leyes del país. La Constitución de 1857, en su artículo 33, disponía que los extranjeros estaban obligados a respetar las instituciones, leyes y autoridades del país, y quedarían sujetos a las sentencias de los tribunales, y no podrían buscar otros remedios que los que las leyes concedían a los mexicanos.

A partir de la década de los noventa del siglo XIX, el gobierno de Porfirio Díaz empezó a exigir invariablemente la inserción de la Cláusula Calvo en los contratos-concesión, o en los contratos públicos con extranjeros.

El 15 de agosto de 1916 el primer jefe del Ejército Constitucionalista, don Venustiano Carranza, expidió un decreto, que buscaba que los extranjeros tuvieran la misma condición jurídica de los mexicanos, sin que pudieran ejercitar recursos y formular quejas ante sus respectivos gobiernos, y exigía que para adquirir propiedad inmueble en México los inversionistas extranjeros se presentaran por escrito ante la Secretaría de Relaciones Exteriores, haciendo formal, expresa y terminante declaración de que para todos los efectos relativos a los bienes que adquiriesen se considerarían como mexicanos, renunciando a sus derechos de extranjeros y al acudir en demanda de protección o queja a sus respectivos gobiernos. Esto constituyó el más claro antecedente del debatido artículo 27, en su Fracción I, de la Constitución de 1917.

La expropiación petrolera y la vilipendiada Ley para Promover la Inversión Mexicana y Regular la Inversión Extranjera, del 26 de febrero de 1973, fueron momentos históricos en los que México se sirvió talentosamente de la Cláusula Calvo. Nada tiene entonces de singular el apoyo que tradicionalmente proporcionó México a la doctrina del gran internacionalista argentino. Nuestra historia y, especialmente, nuestras relaciones con el exterior inmediato, le han tenido como sólido referente.[12]

La célebre doctrina Estrada, la que el mismo don Genaro llamó Doctrina México, tiene una indiscutible vinculación con la Doctrina Calvo, al tiempo que precisa las características de la política exterior mexicana, en relación a los ofensivos reconocimientos de país capaz de gobernarse a sí mismo, que oprimían a las relaciones internacionales de la primera posguerra.

La justeza de esas propuestas, la prolongada historia de su adaptación y uso, la enorgullecedora política exterior mexicana, todo ello se encuentra en pleno crepúsculo, en un contradictorio orden internacional y, para México, en un claro conflicto constitucional, gracias a los imperativos de la globalización y al sometimiento e ignorancia de un Senado mexicano, el anterior, que en la aprobación del capítulo XI del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, asestó una ofensa mortal a la Cláusula Calvo y a nuestras mejores tradiciones.

            El capítulo mencionado, cuya redacción es la misma en las versiones del 12 de agosto de 1992 y del 8 de diciembre de 1993, aborda el asunto de la inversión y, en él, cobija la posibilidad de que el gobierno mexicano pueda ser demandado por particulares, bajo normas distintas a las leyes del país y en tribunales internacionales, con arreglo al Convenio sobre Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI, Washington, 18 de marzo de 1965) y/o a las Reglas de Arbitraje de la Comisión de Naciones Unidas sobre Derecho Mercantil Internacional (CNUDMI, ONU, 15 de diciembre de 1976), con un articulado específico que incluye los artículos del TLC desde el 1115 al 1138, agrupados bajo la Sección B del Capítulo XI; igualmente, en el artículo 1110 del mismo capítulo, relativo a expropiación e indemnización, si bien se reconoce que la expropiación estará justificada por causa de utilidad pública, se establece que el pago de la indemnización se hará sin demora (fracción 3) y que, en caso de que sea pagada en la moneda de un país miembro del Grupo de los Siete, incluirá intereses  a una tasa comercial razonable, a partir de la fecha de expropiación hasta la fecha de pago (fracción 4). El apremio para la indemnización y el establecimiento del pago de intereses, ambos, contravienen el espíritu y la letra de los párrafos 2 y 3 de la fracción VI del artículo 27 constitucional.[13]

Resulta evidente que, a partir de lo establecido en el artículo 133 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos que establece: Esta Constitución, las leyes del Congreso de la Unión que emanen de ella y todos los tratados que estén de acuerdo con la misma, celebrados y que se celebren por el Presidente de la República, con aprobación del Senado, serán Ley Suprema de toda la Unión. Los jueces de cada Estado se arreglarán a dicha Constitución, leyes y tratados, a pesar de las disposiciones en contrario que pueda haber en las Constituciones o leyes de los Estados[14], la aprobación del TLC, especialmente del Capítulo XI, significa el abandono de la Cláusula Calvo, elemento fundamental de defensa internacional de nuestro derecho como nación soberana, de forma que -además de provocar una nueva contradicción constitucional- de un sólo golpe hace que la firma de ese instrumento represente, automáticamente, una radical modificación de una larga trayectoria de política internacional, por obra y gracia de una decisión oficial despojada del más elemental patriotismo.


 


 

[1] Guémez, Guillermo y Zabludovsky, Jaime, Visión General del Tratado, en Entendiendo el TLC, FCE, México, 1994, p. 13.

[2] Idem., loc cit.

[3] Cfr. ibid. P. 14.

[4] Ampudia, Ricardo, México en los informes presidenciales de los Estados Unidos de América, FCE, México, 1996, pp. 237-238. Las cursivas son mías.

[5] Idem., pp. 239-240.

[6] Idem., p. 40.

[7] SECOFI, Tratado de libre Comercio de américa del Norte. Texto Oficial, Grupo Editorial Miguel Ángel Porrúa, México, 1994, pp. IX-XI.

[8] Solana, Fernando, Cinco Años de Política Exterior, Editorial Porrúa, S.A., México, 1994, pp. 432-433.

[9] Velázquez Flores, Rafael, Introducción al Estudio de la Política Exterior de México, Editorial Nuestro Tiempo, México, 1995, pp. 273-274.

[10] Katz, Julius L., Prólogo al libro de Sidney Weintraub Nafta at Three. A Progress Report, CSIS, Washington, D.C., 1997.

[11] Weintraub, Sidney, El TLC Cumple Tres Años, FCE, México, 1997, pp. 148-151. El uso de la agenda propuesta por Weintraub resulta especialmente recomendable, no sólo a la luz de las limitaciones de las evaluaciones del TLC que se han procesado de los Estados Unidos y desde México. El factor común de las primeras, reproduce el dislate de hacer referencia al resultado de la balanza comercial de corto plazo, con un efecto sumamente discutible sobre la ocupación; tal error está presente, tanto en los informes oficiales del Servicio de Investigación del Congreso y del Departamento de Comercio, cuanto en las investigaciones de destacados académicos, como Bernard L. Weinstein, de la University of North Texas, en Denton. Por lo que hace a la experiencia mexicana, destaca un importante trabajo coordinado por María Elena Cardero, Qué ganamos y qué perdimos con el TLC (Siglo XXI Editores-UNAM, México, 1996), cuya única limitación, para mi gusto, es que sólo está referido a letra del tratado, sin solución de continuidad hacia los efectos de su operación. Para una revisión de las propuestas de evaluación del TLC, consultar: Novelo U., Federico, La Evaluación del TLC. Una Propuesta Metodológica,  Departamento de Producción Económica, UAMX, México, 1999, en Memorias del XII Congreso Departamental de Investigación.

[12] Cfr. Guerra Malo, Braulio, Tres Internacionalistas Americanos, Gobierno del estado de Queretaro, México, 1997, 58 pp.

[13] SECOFI, Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Texto Oficial, op.cit., pp. 387-412.

[14] Instituto Federal Electoral, Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, México, 1996, p. 134.