Google

En toda la web
En eumed·net










  

 

 

TERRITORIO Y REDES DE COOPERACIÓN ENTRE PEQUEÑAS Y MEDIANAS EMPRESAS

 

 

Existen otro tipo de aproximaciones que, a la hora de estudiar la nueva dinámica productiva y el papel de los territorios en las mismas insisten, sobre todo, en el papel de las Pequeñas y Medianas Empresas. No obstante, dentro de este grupo es posible distinguir dos grandes escuelas:

 

·        La escuela de la especialización flexible, que cree que la nueva dinámica espacial es el resultado de un proceso de “diferenciación” de los principales procesos productivos.

 

·        La escuela californiana que, por el contrario, se centra en el desarrollo de nuevas actividades productivas (informática, telecomunicaciones, industria aeroespacial) con las oportunidades que este proceso abre para determinados territorios.

 

4.2.1.   La escuela de la especialización flexible

 

Desde mediados de los años 70, distintas aproximaciones han insistido en la importancia de procesos de desarrollo económico basados en la existencia de sistemas de PYMES interrelacionadas entre sí a través de redes. Este nuevo modelo de organización productiva implica una nueva geografía de la producción (la industrialización difusa) y la emergencia de una nueva categoría para analizar los sistemas productivos a escala microterritorial: el distrito industrial.[1]

 

La fuerza de estas ideas, se fundamentó originariamente en la obra de Piore y Sabel (1984) La Segunda ruptura industrial. En la misma se argumentaba que los mercados se encontraban, en esta etapa histórica de desarrollo de las fuerzas productivas, crecientemente saturados. Esto hacía que la competencia en los mismos fuera muy intensa. Frente a esta realidad, la estrategia basada en la “competencia en precios” era difícilmente sostenible en el tiempo. Era difícil, dadas las condiciones de los mercados, recuperar los volúmenes de capital invertidos por esta vía. Por ello, no quedaba más remedio que optar por una política de diferenciación de la producción, que aprovechara “nichos de mercado” previamente escasamente explotados.[2] Esto producía un acercamiento de la producción a las necesidades de los consumidores. A su vez, inducía la producción de series más cortas, para la que las PYMES tenían importantes ventajas competitivas. Adicionalmente, la necesidad de dar respuesta en poco tiempo a los requerimientos de los consumidores favorecía la aparición de sistemas de producción flexibles, en los que, de nuevo, las PYMES gozaban de ventajas competitivas.[3] Pero, para producir de este modo no sólo era necesario flexibilizar la producción, sino también el desarrollo de mecanismos de cooperación interempresarial. Es, por ejemplo, indispensable crear redes de subcontratación, de transmisión de la información, de comercialización etc. Pero estas iniciativas chocan habitualmente con un elemento inmaterial, “la confianza”, porque el desarrollo de estos mecanismos se encuentra sujeto a importantes niveles de incertidumbre[4]. De este modo, sólo mediante la existencia de unos fuertes mecanismos de cooperación y confianza entre los agentes es posible reducir y gestionar el riesgo asociado a cualquier proceso de producción.

 

La necesidad de competir produciendo “series cortas” de forma muy flexible, hacía inevitable la aparición de sistemas de cooperación empresarial. Dadas la naturaleza de la Pyme y las limitaciones en cuanto a movilidad de sus propietarios, estas formas de cooperación solían establecerse en marcos geográficos muy concretos. Aparecen así concentraciones territoriales de Pymes especializadas en una determinada actividad industrial, que colaboran entre ellas a la hora de realizar los distintos pedidos encargados por sus clientes. Por ello, estas formas de acuerdo son el resultado de mecanismos sociales de regulación especialmente presentes en determinados entornos locales[5] (Becattini y Rullani, 1995). Por tanto, existen determinadas realidades locales que, por sus especiales características sociológicas, son capaces de generar relaciones de confianza especialmente estrechas y, de este modo, aprovechar las nuevas oportunidades abiertas por la emergencia de una segunda ruptura industrial.[6]

 

Estas realidades locales actuarían como laboratorios de prueba de la incipiente organización futura del territorio. Los propios Piore y Sabel, ponen como ejemplos de la nueva organización del espacio los casos de la Tercera Italia, Silicon Valley, la carretera 128, Sofía Antipolis, los Parques Industriales Japoneses etc…Se habla, por tanto, de la existencia de Distritos industriales y Distritos Tecnológicos como si se tratara de dos modalidades de una misma realidad definida sobre la base de tratarse de sistemas de Pequeñas y Medianas empresas, concentradas territorialmente, que colaboran entre sí, hasta el punto de que la zona en la que se concentran los productores (el distrito) sirve como “marca” de la actividad.

 

En este sentido, la concentración de pequeños y medianos productores en áreas rurales concretas, en ocasiones, sin tradición industrial es un indicio de la aparición de estas nuevas formas de organización industrial.[7] La aparición de formas de cooperación, la generalización de la subcontratación, la existencia de normas sociales que regulen la actuación de las empresas más allá de las leyes de mercados son factores adicionales necesarios, en todo caso, para promover procesos de acumulación de capital a escala local.

 

Es necesario destacar que territorio es aquí algo más que un espacio físico, es el entorno en el que se producen una serie de interacciones susceptibles de valoración económica y el marco social en el que se sitúan los agentes económicos. Este marco social, hace que tengan interiorizadas determinadas pautas y normas de conducta compartida. Por ello, actúan no sólo como un límite físico, sino como una limitación cognitiva (Becattini y Rullani, 1995)[8]. Los agentes económicos pueden, en este sentido, coordinarse siguiendo formas mucho más elaboradas debido a que comparten algunos valores y actitudes que permiten la existencia de relaciones de confianza entre los mismos. Este elemento social, es susceptible de valoración económica. Las relaciones de confianza, la propensión a la cooperación y la cercanía favorecen el desarrollo de economía externas. El distrito se constituye, de este modo, en una agrupación intensiva de éstas. (Garofoli, 1994)

 

Es necesario, por último, afirmar que los distritos industriales efectivamente existen. No sólo en el caso italiano, donde se han identificado más de 100, sino también con menor importancia en Francia (Courlet y Pecqueur, 1994), en Inglaterra, en Alemania  o en España. Pese a que se trate de un modelo de organización de la producción con un cierto grado de difusión dista, de todos modos, de ser una forma de organización de las actividades productivas en los territorios generalmente presente.


 


[1] Realmente, desde estas aproximaciones se proponen diversos modelos de sistemas de pequeñas y medianas empresas que colaboran entre sí. De este modo, originariamente, era posible distinguir los distritos industriales propiamente dichos (Bagnasco, 1977; Becattini, 1994) formados sobre la base de actividades industriales tradicionales en áreas de desarrollo intermedio, de los denominados distritos tecnológicos, que agrupaban actividades de alta tecnología en espacios que tenían una mayor centralidad (Silicon Valley, la M4, Sofía Antípolis etc.). En esta misma línea, otros autores trabajan con un concepto hermano al de distrito que también fija su atención en el elemento tecnológico, el denominado “milieu innovateur”.

 

[2] Como puede observarse hasta aquí el paralelismo entre la tesis de la segunda ruptura industrial y la manejada por los teóricos del “arraigo” local de las organizaciones es muy similar. Esto se explica, en buena medida, porque ambas escuelas parten de unos fundamentos económicos comunes, de corte fundamentalmente, institucionalista. Aunque el lazo que une los fundamentos teóricos del institucionalismo y su proyección territorial es difuso, éste ha sido reclamado por una serie de autores (ver Amin, 1998). Debido a este substrato teórico común se coincide en que la nueva organización de la producción exige niveles crecientes de flexibilidad, lo que produce un cambio muy importante en las formas de competir. Con ello, se afirma, implícitamente, que los procesos de competencia son el producto de una construcción social que se crea y recrea con el paso del tiempo, sin que exista un único modo de competencia que pueda ser abstraído en el análisis.

 

[3] Aquí es donde se produce el punto de ruptura entre los teóricos del arraigo local y los de la segunda ruptura industrial. Para estos últimos, la exigencia de flexibilidad supone que las grandes empresas tienen tales dificultades para adaptarse que la existencia de redes de PYMES flexibles e innovadoras se convierte en el auténtico factor estratégico de desarrollo. Para los teóricos del arraigo, por el contrario, las grandes empresas son capaces de, a través de los cambios oportunos en sus sistemas de organización industrial de adaptarse al nuevo entorno competitivo, aprovechando en mayor medida, las oportunidades ofrecidas por el mismo.

 

[4] Se trata de uno de los elementos más ambivalentes de estos desarrollos. Por una parte, la importancia de las relaciones de confianza es un elemento reclamado por las versiones más conservadoras de la teoría del crecimiento y se liga directamente con la tradición neoclásica. Pero, en este caso, la utilización que se realiza de este concepto se utiliza para poner de manifiesto la imposibilidad de gestionar la incertidumbre inherente a cualquier proceso productivo sobre la base de única o fundamentalmente el cálculo racional de costes y beneficios. Esto supone un ataque directo a las concepciones neoclásicas, basándose, sin embargo, en uno de los conceptos fundamentales de su visión del mundo.

 

[5] Esto supone de facto, la consideración de la actividad económica como un proceso instituido en determinados entornos locales. Esto da una nueva dimensión al territorio, tal y como aparece en la nota 15 de este capítulo. Pero además lleva a considerar que el desarrollo económico no puede ser independiente de estas formas de “socialización” más amplias que rigen el funcionamiento de lo económico. Con lo cual la promoción del desarrollo económico debe basarse en la especificidad de las normas y relaciones sociales presentes en los territorios y, en su engarce, a su vez, con las nuevas formas de competencia imperantes a nivel mundial.

 

[6] De nuevo aquí existe una cierta convergencia con los teóricos del “arraigo local”.

 

[7] Este argumento ha tenido, posteriormente, otra lectura. Se ha considerado, de este modo, que el fomento de la empresariabilidad, como si este fuese un valor que pudiera inyectarse sin más en un entorno local, era la vía principal que tenían los espacios desfavorecidos para desarrollar actividades productivas en su seno.

[8] En este sentido, estos autores trabajan con un concepto muy desarrollado de territorio que asume plenamente todos los rasgos expresados en la nota 27 del presente capítulo.