RODOLFO WALSH Y FRANCISCO URONDO, EL OFICIO DE ESCRIBIR

Fabiana Grasselli

Las violencias del oficio de escribir

            Cuando a fines de 1956 se entera de la noticia acerca de los fusilamientos de José León Suárez, Rodolfo Walsh es un periodista de revistas masivas y un narrador de cuentos policiales que ha recorrido todas las etapas de formación del escritor profesional, en el marco de la industria cultural. Como se explicaba en el capítulo 5, realizó diversas tareas en el ejercicio del oficio de escritor. Ocupante de los márgenes del campo y escritor de “géneros menores”, había logrado hacia mediados de los años cincuenta, un cierto reconocimiento por parte de los intelectuales de Sur. Si en un breve lapso Walsh pudo haber aceptado el destino de heredero epigonal de Borges como escritor reconocido de cuentos policiales, un acontecimiento inesperado lo desviaría cuando esa historia difusa sobre fusilamientos clandestinos lo atrae, lo inquieta, lo impele a encontrarse y a entrevistar a Juan Carlos Livraga, “el fusilado que vive”.
            En un primer momento Walsh imagina que está frente a la “gran nota”, pero la experiencia de llevar adelante la investigación y la denuncia de la masacre de junio de 1956, rápidamente lo pone frente al silencio de los grandes medios de prensa, completamente subordinados a los intereses circunstanciales del gobierno y frente a la maquinaria represiva del régimen de la Revolución Libertadora, que oculta sus crímenes políticos borrándolos de la historia, buscando hacerlos “desaparecer” de la memoria colectiva. Contra esa “operación” escribe su texto Rodolfo Walsh, y lo hace recurriendo a las herramientas de su oficio. Cultor de la narrativa policial, Walsh recrea, en más de un detalle, sus cuentos policiales, en especial sus Variaciones en rojo (1953), pero invirtiendo su formulación narrativa. A la construcción mental de un acertijo (el crimen y sus indicios) sucede la búsqueda del autor de los rastros y evidencias reales que altos personajes del gobierno de la Revolución Libertadora intentan escamotear. Si en sus cuentos policiales los vestigios del asesinato señalaban a personajes ficcionales, los cuerpos esparcidos en el basural de José León Suarez acusan a un régimen: el culpable es ahora el Estado (Berg, 2008). Como periodista, Walsh apela a todas las prácticas que abarca el trabajo en la prensa: consulta fuentes documentales e identifica informantes para construir la argumentación de la investigación, utiliza la técnica del reportaje, pronuncia las “palabras-ganzúa” y obtiene testimonios, reconstruye los hechos para la crónica, pone en juego sus contactos en los círculos del periodismo independiente para conseguir la publicación de sus notas.
            A partir de esa experiencia que implica Operación Masacre, el proyecto intelectual ligado a la literatura de ficción y al periodismo cultural es redefinido y reorientado. El joven escritor toma una distancia emancipatoria de la zona cultural a la que luego denominaría “oficialismo literario”, bajo la cual podía alcanzar una carrera literaria reconocida, y desvincula de la órbita estética de Sur el capital simbólico que laboriosamente había acumulado. La razón del desplazamiento es la escritura de Operación Masacre, que da lugar a un modo de narrativa novedosa desde lo estético y lo político y a una práctica intelectual que se reterritorializa en la práctica política contrahegemónica y que cuestiona los presupuestos de la legitimación literaria. Se trata de un cuestionamiento que también lo alcanza a él mismo, en tanto escritor cuya promoción había comenzado por esa filiación borgeana, y que lo obliga a una revisión de las ideas identificadas con la lógica hegemónica del campo que desemboca en ese redireccionamiento de su trayectoria intelectual. Walsh transfiere ese capital simbólico a un espacio riesgoso (Fernández Vega, 1997: 160) que es el del intelectual contestatario, quien hace de la escritura una impugnación y genera con ella un triple efecto: el efecto político es el de la puesta en evidencia del carácter criminal de un Estado que violenta los derechos humanos y descarga su violencia sobre los sectores subalternos; el efecto en el ámbito de la cultura es el de develar a las instituciones periodísticas y literarias del campo intelectual como parte de las redes del poder del statu quo con intereses y lógicas similares; y el efecto estético –que una década después será una estrategia estético-política conciente- es el de desafiar las convenciones literarias haciendo estallar las fronteras entre los géneros y reasignando a la práctica literaria un valor de praxis política. Por ello coincido en el planteo realizado por Jorge Lafforgue en su trabajo “Walsh en y desde el género policial”:

Porque escribir dentro de un género supone no traspasar sus límites, acatar sus reglas y convenciones; ya que hasta la parodia más desaforada no las infringe, sino que las deja al desnudo, respeta el juego. Por eso, cuando la escritura desiste de recrearse, cuando sus referentes son los vendavales de la historia y los asume con la plenitud de sus medios, se produce una ruptura. Lo que de esa ruptura surge es nuevo, inédito, no fácil de digerir. Así ocurre en la escritura de Walsh. Sin embargo, al romper su pacto con el género [policial] (y pese a su actitud injustamente desdeñosa hacia el mismo) no arroja sus enseñanzas al cesto de los deshechos sino que las potencia, fusionándolas con nuevos aprendizajes, construyendo, con asombro, con exasperación, con lucidez, otro saber (Lafforgue, 2004: s/p).

            Así, Walsh da lugar a un formato escritural, el género testimonial, caracterizado por constituirse como una urdimbre de voces y fragmentos; retazos de novela, testimonio, historia, reportaje, relato policial, crónica periodística; jirones de la experiencia histórica de los sectores populares y sus narrativas. Es una escritura que actúa, que busca producir efectos sobre la realidad -desentrañar la verdad, conseguir que se castigue a los culpables y obtener reparación para las víctimas- y que también produce efectos sobre lo literario. Los saberes, los instrumentos de su oficio juegan un papel clave. Walsh recupera aquellas prácticas de narrador de policiales y de periodista que posibilitan articular ese relato “necesario”, las arranca de la enunciación convencional, de los modos discursivos pautados, canonizados y tolerados dentro de las instituciones de la cultura dominante y las pone a funcionar en un artefacto textual que se rebela frente al poder del Estado represor y que desafía las instituciones culturales que detentan el poder en el campo intelectual de la época.
            Una vez concluida la campaña periodística sobre los fusilamientos ilegales de José León Suárez y luego de publicar el libro Operación Masacre, Walsh acomete la investigación sobre el asesinato del prestigioso abogado Marcos Satanowsky, ultimado impunemente en manos de la SIDE a mediados del año 1957. Producirá así una serie de notas aparecidas en Mayoría, entre junio y diciembre de 1958, que recién en 1973 publicará en formato de libro, bajo el título Caso Satanowsky. Una década más tarde, en 1969, un momento clave de su trayectoria, Walsh publicará ¿Quién mato a Rosendo? un texto testimonial acerca del crimen del sindicalista Rosendo García, acontecido tres años antes en una confitería de Avellaneda, en medio de una contienda entre sectores del gremialismo nacional.
            Los tres grandes relatos testimoniales de Walsh comparten características que permiten visualizar la dinámica en la que se juegan las marcas de las circunstancias sociales y políticas que constituían su contexto histórico, las transformaciones en el campo intelectual y los saberes que las experiencias proporcionadas por el trabajo del escritor en el terreno del periodismo, la literatura y la militancia política fueron configurando a lo largo de su trayectoria. Una de esas características está dada por el hecho de que las tres investigaciones periodísticas precipitan, algún tiempo después de realizadas, en la edición bajo el formato acabado del libro, como relatos testimoniales o novelas de no ficción, es decir que “su continuidad deja de estar quebrada en sucesivas ediciones y rompe con la inmediatez que caracteriza a las noticias” (Amar Sánchez, 1992: 90). Así, en la introducción de 1972 de Operación Masacre, Walsh afirma: “Livraga me cuenta su historia increíble; la creo en el acto. Así nace aquella investigación, este libro” (Walsh, 2004 (1972): 19); también en la “Ubicación” que abre Caso Satanowsky, el autor explicita el pasaje a la forma del libro: “Caso Satanowsky es una actualización de las 28 notas que, con ese título, salieron en 1958 en la desaparecida revista Mayoría. Salvo un rejunte pirata impreso en aquella época por desconocidos, no se había publicado hasta ahora en forma de libro” (Walsh, 2007b (1973): 17). Lo mismo ocurre en la “Noticia preliminar” de ¿Quién mató a Rosendo?, donde Walsh anota: “Este libro fue inicialmente una serie de notas publicadas en el Semanario CGT a mediados de 1968” (Walsh, 2003 (1969): 7). La otra característica es el gesto que los tres relatos presentan de “perpetuo inacabamiento, de obras en constante reformulación” (Ferro, 2007: 11), en las que la reescritura de los hechos actualiza la narración en consonancia con el avance de las investigaciones. En el caso de Operación Masacre, ese mecanismo se intensifica a través de las sucesivas reediciones.
            Estas dos características señaladas evidencian la presencia de un doble movimiento en los textos testimoniales walshianos. Dicho movimiento da cuenta de una dialéctica entre las circunstancias históricas, políticas y sociales que constituyen su contexto de enunciación, y la escritura misma que se hace cargo de los acontecimientos silenciados en esa coyuntura histórica. En un sentido, esta escritura adquiere corporalidad definida y acabada cuando decanta en la forma del libro, cuando deja de ser una serie de notas y pierde la condición efímera y dispersa de los artículos periodísticos para transformarse en un texto que reclama el estatuto de lo literario buscando a la vez una transformación en las convenciones establecidas por la institución literaria. Sin embargo, en otro sentido, este libro en constante reelaboración, de escritura continuamente reactualizada, propone una forma-libro que no se adecua a las exigencias del canon literario, puesto que se instala en una dinámica de retroalimentación, por una parte, con la investigación periodística que nutre su materialidad con nuevos hallazgos, nuevos documentos, nuevas pruebas, nuevos testimonios; y por otra parte, con las reinterpretaciones ideológicas que su autor va elaborando en función del momento histórico. En mi entender, no sucede en estos relatos, como considera Ana María Amar Sánchez, que la narración -dentro del objeto material libro- se autonomice y “se encierre”, trazando sus límites con precisión y produciendo un efecto de aislamiento que, para Amar Sánchez, es el rasgo propio de lo literario (Amar Sánchez, 1992:90). Más bien, en lugar de autonomizarse y volverse sobre sí mismos para transformarse en literatura, estos relatos inauguran una forma-libro que no los limita y literaturiza de un modo esperable dentro de la tradición literaria dominante. Estos relatos proponen un formato de libro cuyos marcos, constituidos por elementos paratextuales (introducciones, prólogos, epílogos), no señalan una frontera precisa entre el mundo interno y externo de la obra, sino una zona de contacto configurada en la ambigüedad que proponen: en un sentido se organizan como libros (obras literarias), pero en otro, rompen con las convenciones y la estabilidad de esa forma-libro. Respecto de la desestabilización de la forma-libro, Daniel Link ha señalado que Walsh realiza una “operación fundamental: la disociación entre la forma novela y la forma libro. Así, uno puede leer varias “novelas serias”, sólo que fragmentadas y diseminadas en diferentes libros. Una de esas novelas es el denominado ciclo de los irlandeses, una novela de aprendizaje cuyo primer texto es “El 37” (no recopilado en libro) y que se integra sin violencia en la serie “Irlandeses detrás de un gato” (de Los oficios terrestres); “Los oficios terrestres” (de Un kilo de oro) y Un oscuro día de justicia. Por otro lado “Fotos” (de Los oficios terrestres) y “Cartas” (de Un kilo de oro) forman la novela del campo bonaerense. Varios de los anteriores, junto con “Corso” (de Los oficios terrestres), “La mujer prohibida” y “La máquina del bien y del mal” pueden leerse como la novela de las lenguas, esas “lenguas del oprobio” que salen “de cárceles, manicomios y leprosarios” para “arrasar la inicua ciudad” (Link, 1994: 57-58).
Prólogos y epílogos operan de manera ambigua en ese tránsito desde la investigación periodística al formato libro. Señala Amar Sánchez:

Los prólogos marcan la distancia y la diferencia con el periodismo, los epílogos reestablecen parte de esa relación; los primeros son la condición de posibilidad para que se conforme el relato (en Operación Masacre, el prólogo es en sí mismo un relato), y acentúan las conexiones intertextuales y autorreferenciales, mientras los cierres privilegian la referencia a lo real. Es decir, el marco no hace más que repetir el equilibrio inestable, la fusión y la divergencia entre los códigos que caracterizan al género (Amar Sánchez, 1992: 92).

 

            En síntesis, los tres relatos testimoniales, con sus particulares significaciones según el momento de la trayectoria del autor en que devienen libros, buscan salir de la inmediatez de lo periodístico para desplazarse hacia el territorio de lo literario. No obstante ese desplazamiento no es dócil sino que entraña un gesto de rebelión: la escritura está en estado de inacabamiento, va mutando en diálogo con el tiempo histórico, y sobre todo con las interpretaciones que de ese tiempo histórico hace el autor. El pasaje al formato libro y la reescritura de los relatos testimoniales constituyen operaciones a partir de las cuales Walsh parece ir proponiendo, de modo más o menos conciente y hasta hacerlo en forma programática, una literatura no monumentalizada, no cristalizada de una vez y para siempre en la idea burguesa de “la obra”. Se trata de una escritura literaria desobediente, que inscribe la experiencia estética en la experiencia histórica, a través de esa dialéctica irresuelta entre momento político, procesos sociales y discurso literario. Como señala Roberto Ferro, los textos de Walsh “exhiben desaforadamente el encuentro, el pasaje, la confrontación de dos formaciones discursivas diferentes: la literatura y la política, que se traman y entrelazan” (Ferro, 2007:11). Ahora bien, esta literatura y esta política entrelazadas, en Walsh, se van entramando en un escenario improntado por las condiciones históricas. Las instancias en que las notas periodísticas devienen libro y el libro es reescrito, emergen en particulares circunstancias históricas que se imbrican con momentos singulares de la trayectoria del escritor, y es en vínculo con ello que los textos adquieren nuevas significaciones.

1.1. Que alguien me desate la lengua

            En la primera edición de Operación Masacre, la narración de la investigación y de la reconstrucción de los hechos aparece enmarcada por un prólogo, una introducción, un “obligado apéndice” y un “provisorio epílogo”. Este conjunto paratextual es la zona del libro-corpus en el que se visibilizan las huellas de la constante inquietud y la imprecisión de los límites que caracteriza a los relatos testimoniales de Walsh, cuya inacabada reescritura introduce cambios, suprime y añade en las reediciones de 1964, 1969 y 1972, estableciendo un diálogo con el contexto histórico y social.
            Algunas de las afirmaciones de estos paratextos apuntan al núcleo de los contenidos ideológicos y los procedimientos escriturales que atraviesan toda la producción testimonial de Rodolfo Walsh, aun cuando han ido siendo resignificados en las sucesivas reescrituras de los textos. Así, en el “prólogo” se comienza a articular la isotopía de la narración de lo urgente, a propósito de las aclaraciones que el escritor-periodista ofrece en relación con su pensamiento político de izquierda y la filiación con la derecha nacionalista de las publicaciones periódicas desde las que se lleva a cabo la campaña periodística. El texto insiste en que lo “espantoso” de las torturas y los asesinatos denunciados, la injusticia y el atropello que entraña la violencia política demandan un relato urgente de los hechos, exigen una narración que posibilite darlos a conocer, develarlos, difundirlos y divulgarlos: “Mientras los ideólogos sueñan, gente más práctica tortura y mata. Y eso es concreto, eso es urgente, eso es de aquí y de ahora” (Walsh, 2004 (1972): 186). Los “hechos tremendos” que Walsh ha investigado, una vez ensamblados en un relato, se instalan en el lugar de la urgencia reclamada por lo que no ha podido ser dicho o narrado a causa del silenciamiento operado por el régimen político. Por ello, la narración urgente es aquella que necesariamente debe ser articulada. Es la urgencia de la palabra pronunciada para reestablecer un saber obturado y significativo para el colectivo social al que ese conocimiento le ha sido arrebatado. Un saber, que inscripto en el espacio de lo público, constituye una intervención sobre la realidad histórica.
           De este modo, eslabonada con la isotopía de la narración de lo urgente aparece en la introducción de la primera edición de Operación Masacre el concepto de lo incuestionable de los hechos acontecidos y denunciados. El relato de los hechos es urgente porque lo ocurrido es atroz e incuestionable. Sin embargo, estos hechos, que ya no pueden ser negados -por la materialidad de las cicatrices en el cuerpo de Livraga, por los testimonios que aportan los sobrevivientes, por la existencia de documentos judiciales que Walsh ha buscado arduamente y ha encontrado- habían sido ocultados y tergiversados. En virtud de ello, en la construcción textual de ese concepto de lo incuestionable, el escritor acumula pruebas y evidencias en su voluntad de contrarrestar las versiones oficiales falsas y también, varias veces lo reitera, en su deseo por exorcizar lo increíble de los acontecimientos. Así lo expresa de modo reiterado en la introducción:

La historia me pareció cinematográfica, apta para todos los ejercicios de la incredulidad. (La misma impresión causó a muchos, y eso fue una desgracia. Un oficial de las fuerzas armadas, por ejemplo, a quien relaté los hechos antes de publicarlos, los calificó con toda buena fe de “novela por entregas”) (Walsh, 2004 (1957): 187).

En cuanto al fusilado sobreviviente, conseguí esa noche el primer dato concreto: se llamaba Juan Carlos Livraga. (...) Más tarde pude comprobar que la relación de sucesos que allí se hacía era exacta en lo esencial, aunque con algunas serias omisiones e inexactitudes de detalle. Pero todavía era demasiado cinematográfica. Parecía arrancada directamente de una película. Y sin embargo, esa demanda ya era un hecho. Lo que allí se alegaba podía ser enteramente falso o no, pero era un hecho: un hombre que decía haber sido fusilado en forma irregular e ilegal se presentaba ante un juez del crimen para denunciar... (Walsh, 2004 (1957): 189).

 

Lo primero que me llamó la atención en Livraga fueron, naturalmente, las dos cicatrices de bala (orificios de entrada y salida) que tenía en el rostro. Esto también era hecho. Podían discutirse las circunstancias en que recibió esas heridas, pero no podía discutirse la evidencia de que las había recibido, aunque una versión oficial llegó a afirmar, absurdamente, que “no se le hicieron disparos de ninguna naturaleza” (Walsh, 2004 (1957): 190).

 

Por otra parte, ya lo he dicho, estaba en libertad. Esto también era un hecho. ¿Cómo admitir que un actor directo de los episodios de junio, un “revolucionario”, un fusilado, estuviera en libertad? Lo único que podía explicarlo era la hipótesis de su inocencia. Y ya estábamos cada vez más lejos de la “novela por entregas”, que a partir de entonces correría por cuenta exclusiva de las versiones oficiales (Walsh, 2004 (1957): 191).

            Walsh, entonces, que por esos años es un autor de cuentos policiales, reconocerá, en esa historia que resulta increíble en su horror, algunos elementos atribuibles a las narraciones ficcionales. Su preocupación será la narración de un hecho, que por ser ocultado, se sitúa en un régimen ambiguo, no creíble. Su escritura volverá una y otra vez sobre la materialidad de los hechos ocurridos para neutralizar lo inverosímil de lo real, y lo hará a fuerza de un obsesivo trabajo de documentación. Buscará un modo de construir el relato que coloque a los hechos en un régimen de verdad. Entonces, la ficción será vinculada a la mentira, a esa “novela por entregas” que construyen las versiones oficiales. Así, lo ficcional será una categoría excluida de la narración que se organiza en Operación Masacre. Es más, la verdad de los hechos está en la reconstrucción no-ficcional, no en las versiones manipuladas “negativamente” por un régimen que “hace ficción” (Cfr. Amar Sánchez, 1992: 79). Es un desplazamiento de la escritura de Walsh que demarca una ruptura con la producción previa de cuentos policiales, una inflexión, que como ya se ha señalado, no supone un abandono del policial, sino un uso de sus técnicas narrativas para asumir el relato de los hechos reales, los crímenes políticos, de la historia silenciada que se inscribe en un proyecto de combate por la justicia y la verdad. Como señala Alabarces, la ficción pura del policial de enigma debe dar paso a otra escritura, donde los límites de lo ficcional devienen lábiles (Alabarces, 2000: 33-34). Se trata de un libro que ensambla una versión de la historia en confrontación con las que emanan del Estado y el disciplinado alineamiento de los medios de comunicación, y al mismo tiempo, emerge como la obra de un escritor que encarna la posibilidad de la disolución de la lógica ficcional dominante en la institución literaria. Como señala Daniel Link, a partir de Walsh, lo ficcional y lo literario serán categorías no necesariamente convergentes (Link, 1994: 58).
            Asociada a esa isotopía, se encadena una “gestualidad dominante” (Ferro, 2007: 10) de los relatos testimoniales walshianos: comunicar aquello que ha permanecido obliterado, ocultado, tergiversado, ya sean hechos o discursos subalternos, alternativos y en disputa con la historia oficial. Se trata de una textualidad que se impone en la investigación de los acontecimientos borrados de la memoria colectiva, lo cual provoca un acto de resistencia frente a las voluntades de los poderosos que silencian, persiguen, trabajan para el olvido. En otras palabras, la urgencia de lo que se narra tiene que ver con la significación colectiva de aquello que ha sido silenciado en un contexto socio-político signado por el derrocamiento del gobierno de Perón, la posterior proscripción del peronismo y la emergencia de la resistencia peronista: “El torturador que a la menor provocación se convierte en fusilador es un problema actual, un claro objetivo para ser aniquilado por la conciencia civil. Ignorábamos hasta ahora que tuviésemos esa fiera agazapada entre nosotros” (Walsh, 2004 (1957): 186).
            En vinculación con ese gesto escritural, los textos testimoniales de Rodolfo Walsh presentan otro rasgo que también es explicitado en los paratextos de Operación Masacre. Dicho rasgo está constituido por el hecho de que estos relatos testimoniales son producidos como un acto de enunciación política, es decir, la escritura testimonial de Walsh persigue efectos, tiene consecuencias políticas.
            En relación con lo anterior, Walsh declara en el prólogo y la introducción de 1957: “Escribí este libro para que fuera publicado, para que actuara...” (Walsh, 2004 (1957): 185). “Pero sucede que creo, con toda ingenuidad y firmeza, en el derecho de cualquier ciudadano a divulgar la verdad que conoce, por peligrosa que sea. Y creo en este libro, en sus efectos” (Walsh, 2004 (1957): 195). Si bien el contenido y los alcances de lo que el autor denomina “efectos” de su escritura irán mutando al ritmo de sus recolocaciones políticas, de los procesos de agudización del conflicto social, así como de sus posicionamientos en un campo intelectual cada vez más politizado; la idea de que este tipo de escritura testimonial puede constituir una intervención política en la realidad se mantendrá siempre vigente.
            El Walsh que en 1957 y 1958 produce las investigaciones contenidas en Operación Masacre y en Caso Satanowsky considera que el hecho de hacer público un acontecimiento que ha sido ocultado provoca consecuencias sobre el conjunto de la sociedad, es decir, el acto de reponer a través de la narración testimonial un conocimiento socialmente significativo constituye un acto político. Por ello señala a los culpables, establece las complicidades dentro del Estado y en el ámbito del periodismo, e interpela a las instancias institucionales y a la sociedad civil para que se hagan cargo de ese conocimiento y reparen la situación de injusticia. Estos constituyen los alcances de lo que el autor se plantea, hacia fines de los cincuenta, como efectos de un libro en la sociedad, como acción política de la escritura. En este sentido, en el prólogo de la edición de 1957 de Operación Masacre, Walsh asevera: “Investigué y relaté estos hechos tremendos para darlos a conocer en forma más amplia, para que inspiren espanto, para que no puedan jamás volver a repetirse” (Walsh, 2004 (1957): 185). Y en el “Prólogo suave” publicado en Mayoría como parte de la campaña periodística en torno al crimen de Marcos Satanowsky declara:

 Uno de los fines de este trabajo es iluminar a pleno día esas responsabilidades incumplidas. Pero no es el único. Cuando en una comunidad básicamente sana, fallan determinadas instituciones otras las remplazan, o las remplazan simples particulares. Ése es un índice de salud y vigor (Walsh, 2007b (1973): 225).

 

            Las consecuencias que el escritor busca provocar en la sociedad tienen que ver con su confianza en que no es todo el aparato del Estado el que está comprometido con los crímenes, y que por tanto es necesario activar aquellos mecanismos del sistema jurídico que posibiliten reponer la justicia. Sus textos manifiestan que existen fallas en las dinámicas sociales y en el funcionamiento del aparato estatal que deben ser denunciadas para que sean corregidas. Esas denuncias son elevadas, en este momento de inicios de la Revolución Libertadora, desde una posición que no busca la impugnación total del modelo político vigente, sino sólo la intervención puntual de los mecanismos judiciales.
            Pero esta postura aparecerá resquebrajada en el epílogo de la edición de 1964 de Operación Masacre, texto en que Walsh presenta una suerte de balance en el que hace un recuento de los efectos que ha conseguido con la escritura del libro. Así considerará que ha sido una victoria llegar al esclarecimiento de las aberraciones denunciadas, pero identificará como fracaso que en los casos de los fusilamientos ilegales de junio de 1956 y del crimen de Marcos Satanowsky no se haya administrado justicia.

Cuando escribí esta historia, yo tenía treinta años. Hacía diez que estaba en el periodismo. De golpe me pareció comprender que todo lo que había hecho antes no tenía nada que ver con una cierta idea del periodismo que me había ido forjando en todo ese tiempo, y que esto sí –esa búsqueda a todo riesgo, ese testimonio de lo más escondido y doloroso-, tenía que ver, encajaba en esa idea. Amparado en semejante ocurrencia, investigué y escribí enseguida otra historia oculta, la del caso Satanowsky. Fue más ruidosa, pero el resultado fue el mismo: los muertos bien muertos; y los asesinos, probados, pero sueltos (Walsh, 2004 (1964): 222).

En este sentido, en1964, Rodolfo Walshcomenzará a considerar, a partir de constatar que ni el gobierno de Aramburu, ni el de Frondizi castigaron a los culpables o rehabilitaron a las víctimas, que existen contradicciones en el orden social que no pueden ser resueltas en el marco impuesto por ese mismo orden. Por ello pondrá en duda instituciones como la justicia y la democracia, así como determinadas prácticas culturales, tales como aquel periodismo que es posible desarrollar bajo las reglas de juego de un sistema que recurre al crimen y es incapaz de distribuir la más básica justicia que lo castigue: “Se comprenderá, de todas maneras, que haya perdido algunas ilusiones, la ilusión en la justicia, en la reparación, en la democracia, en todas esas palabras, y finalmente en lo que alguna vez fue mi oficio y ya no lo es” (Walsh, 2004 (1964): 222).
Por tanto, es casi inevitable leer en este epílogo de 1964 las huellas de las experiencias previas de un escritor que ha ido adquiriendo cierto prestigio en el campo literario pero, que como autor de Operación Masacre y Caso Satanowsky, se ha posicionado críticamente frente a los centros de legitimación cultural (periodísticos y literarios) identificados con la tradición liberal, a la vez que ha puesto su sólida formación profesional al servicio de la causa revolucionaria cubana. En ese marco es que Walsh escribe a su hija en 1964 que había en Argentina todo un sector de la cultura “oficial”, del periodismo “serio” que nunca iba a perdonarle que hubiera escrito Operación Masacre y Caso Satanowsky y que hubiera estado en Cuba (Walsh, 1988 (1965): 7-8). Justamente, aquello que resulta decisivo en este resquebrajamiento de su confianza en el orden institucional, se constituye en un cruce entre lo individual y lo colectivo en el que se modulan las siguientes experiencias: el desencanto político frente a los gobiernos pos-peronistas luego de comprobar su desidia respecto de los hechos denunciados en Operación Masacre y Caso Satanowsky, el trabajo en Cuba como periodista de Prensa Latina, y el hecho de transitar, junto con una fracción importante de la intelectualidad de izquierda, la revisión del fenómeno peronista, una redefinición substancial del significado de la política en función de la idea de revolución, y un proceso de profundo debate acerca del compromiso intelectual.
La dialéctica entre las mutaciones de los relatos testimoniales de Walsh y esta historia en tránsito, inscripta en un proceso social y político específico y configurada en la trayectoria del autor, queda exhibida en los paratextos donde el escritor imbrica su escritura con las significaciones subjetivas y colectivas que construye sobre su tiempo histórico. La singular conformación de su oficio de escritor o de su habitus se traduce en una praxis de escritura que pone en duda la eficacia de los discursos que pretendan resolver en el campo de la cultura, es decir, de modo aislado, contradicciones que constituyen la base del orden existente. La experiencia en Prensa Latina, en la cual Walsh se sumergió por completo, significó el ejercicio de un periodismo que se concebía y practicaba como parte de un proyecto revolucionario, como una herramienta de lucha política que asumía la construcción de una versión contrahegemónica de los acontecimientos en defensa de un orden socialista. En cambio, las campañas periodísticas de Operación Masacre y Caso Satanowsky, y la primera edición en libro de Operación Masacre constituyeron batallas que Walsh libró desde una posición que no se reconocía como parte de un proyecto político colectivo, ni siquiera como parte de una lucha colectiva. Walsh escribe desde la neutralidad del periodista que con sus denuncias hace las veces de “juez sustituto” (Fernández Vega, 1997: 153), lo cual lo ubica emparentado con los valores del periodismo republicano. De allí su actitud de desmarcarse respecto del peronismo, con el que se identificaban las víctimas, de la derecha nacionalista que publicaba sus notas y de la Revolución Libertadora: “Como periodista, no me interesa demasiado la política”; “Suspicacias que preveo me obligan a declarar que no soy peronista, no lo he sido, ni tengo intención de serlo”; “Tampoco soy partidario de la revolución que -como tantos- creí libertadora”; “Espero que el doctor Cerrutti no me culpe de ingratitud si digo que el hecho de que le llevara ese material no implica una preferencia o una simpatía por la línea política en que él está colocado” (Walsh, 2004 (1957): 192).
A medida que vivencia los resultados del sostenimiento de sus denuncias a lo largo de los años, y luego de atravesar la experiencia de Prensa Latina inscripta en el proyecto político de la Revolución Cubana, Walsh abandona esa neutralidad y esa concepción de la labor periodística sujeta al resguardo de los valores republicanos, para cuestionar la validez cultural y la legitimidad política de su modo de concebir la escritura y el oficio de escritor. Se trata de un momento de tensión para el cual no logra construir una respuesta positiva. Walsh ha encarnado en su praxis el compromiso intelectual, sin embargo, percibirá que asumirse como intelectual comprometido irá requiriendo mayores definiciones a medida que se agudice el proceso de radicalización política en amplios sectores de la sociedad, incluidas las formaciones intelectuales progresistas.
Eleonora Bertranou explica los términos de esa contradicción que atraviesa el autor de la siguiente manera: “Formado en un medio de aspiraciones burguesas, en situaciones de empobrecimiento progresivo y bajo un proyecto siempre individualista, se vio inmerso de pronto en una experiencia que demandaba asumir una concientización de la experiencia colectiva” (Bertranou, 2006: 99). El paso por Cuba, entonces, trajo aparejados para Walsh tensiones e interrogantes que pusieron en crisis su concepto de la práctica cultural, ya fuera periodística o literaria, entendida como una tarea desarrollada dentro de los límites de un proyecto individual (Cfr. Capítulo 5). Así, esa interrogación acerca del tipo de práctica literaria que debe ser llevada adelante en el marco de las luchas políticas, queda dramáticamente suspendida, en una tensión irresuelta. De esta manera lo expresa en el cierre del epílogo de la edición de 1964 de Operación Masacre:

Entonces me pregunté si valía la pena, si lo que yo perseguía no era una quimera, si la sociedad en que uno vive necesita realmente enterarse de cosas como éstas. Aún no tengo una respuesta. (...) Releo la historia que ustedes han leído. Hay frases enteras que me molestan, pienso con fastidio que ahora la escribiría mejor. ¿La escribiría? (Walsh, 2004 (1964): 222).

            No obstante, es en su propia escritura donde Walsh se hace cargo de estas contradicciones. El escritor transita sus perplejidades desde el ejercicio de la escritura: escribe sus dudas acerca de la validez social de sus relatos de denuncia, se cuestiona sobre la capacidad de sus historias para producir efectos políticos; se pregunta si esas narraciones podrían ser escritas de otro modo, o simplemente, si elegiría escribirlas. Toda su producción de esos años puede leerse como continuos ensayos de respuesta a la pregunta sobre si es posible producir una escritura que produzca efectos y que pueda configurarse como práctica política.
            Sus obras teatrales, sus cuentos y grandes notas periodísticas de esta época -más allá de ser descriptos por el propio Walsh como producto de un momento de caída en la “trampa cultural”, de despolitización en el que “comete el error” de intentar resolver exclusivamente en el campo de la cultura contradicciones estético-políticas para las que no había encontrado respuesta- construyen historias cotidianas e historias de vida profundamente improntadas por las relaciones sociales, por los escenarios sociales, y por el conflicto de clases (Cfr. Capítulo 5, p. 144). En el mismo sentido, el escritor transforma una investigación, que se basa en un reportaje, en el cuento “Esa mujer”. Recupera en los cuentos de Los oficios terrestres y Un kilo de oro la historia de la Década Infame y el primer peronismo por medio de las historias fragmentadas de personajes que sufren las injusticias del sistema. Escribe notas de periodismo antropológico recuperando historias invisibilizadas de grupos sociales excluidos (Cfr. Capítulo 5, p. 146).
            Desde 1957 Walsh ha buscado a tientas narrar lo urgente. Nada había claro de antemano, apenas un compromiso ético de relatar acontecimientos de una crueldad tal que parecían inversosímiles. Como un testigo empeñoso, Walsh buscaba escribir para dar fe de lo acontecido. Sin embargo los límites estaban marcados: el proyecto no rebasaba las buenas intenciones de un escritor individual que escribía el producto de una pesquisa policíaca. Walsh producía una primicia, denunciaba en los marcos de la neutralidad republicana, jugaba aún en el campo del orden establecido, creía en las instituciones, en las reglas de juego que ese orden le proponía.
            Entre 1964 y 1968 Walsh había experimentado otras formas de inscripción en el mundo de la política y la cultura. Había advertido los límites que imponen las reglas de la cultura hegemónica. En rebelión contra las reglas del campo, contra la fragmentación de discursos y géneros, Walsh explora los límites. Su escritura se politiza, su literatura ancla en lo real, sus textos de denuncia portan belleza, por así decir, literaria. Sin resolver las tensiones, la escritura de Walsh da cuenta del deseo y la necesidad de que sus textos se configuren como un modo de actuar, como una práctica política. Así, en sus recuerdos de Cuba, volcados en sus papeles personales a fines de 1962, se cuelan ese deseo, esa necesidad:

Me pregunto de golpe qué estoy haciendo aquí, iluminando pobres historias, restaurando con un poquito de témpera viejos retratos (...)
Que alguien me desate la lengua.
Que yo pueda hablar con la gente, entonces podré hablar de la gente.
Que alguien me cauterice esta costra de incomunicación y estupidez (Walsh, 2007a (1962): 63-64).
     

1.2. Arte y política: el provisorio significado de lo testimonial

En el prólogo que acompaña la edición de 1969 de Operación Masacre, Walsh nuevamente vuelve sobre los crímenes políticos que ha narrado, revisitado y resignificado desde 1957 y durante la década del sesenta, y otra vez los actualiza desde ese presente que se ubica en una coyuntura histórica, los años 1968/1969, a la que se ha caracterizado, en esta tesis, como un tiempo denso.
            Como se ha señalado en varias oportunidades a lo largo de este trabajo, los años 1968/1969 pueden considerarse como un punto de inflexión y máxima tensión entre un proceso de modernización y las contradicciones y ambigüedades del sistema político-social, que insidió en la politización de importantes sectores de la sociedad. Se produjo una creciente radicalización en un clima de violencia, en el cual la inestabilidad institucional provocada por los reiterados golpes de Estado y la represión hacia los sectores populares fueron los rasgos principales. Los años 1968/1969 constituyen el inicio de un ciclo de auge de masas que influyó en la configuración y experiencias que se produjeron en el campo intelectual de la época (Cfr. Primera parte de esta tesis).
            El sector más radicalizado del campo cultural reorientó la mirada hacia una articulación con el movimiento obrero y la protesta social. Muestra de ello son las experiencias y acontecimientos ocurridos en un marco de confluencia entre núcleos de intelectuales y sectores obreros que se ligaron a la CGT de los Argentinos; como Tucumán Arde, el grupo Cine Liberación, el encuentro Cultura 68, el propio Semanario CGT, la producción gráfica y muralística de Ricardo Carpani. En esta franja se posiciona Rodolfo Walsh.
            Desde una perspectiva continental, el año 1968 se evidencia como un hito para las formaciones intelectuales de izquierda latinoamericanas (Congreso Cultural de La Habana de 1968 y Caso Padilla), en el cual, como se ha dicho, Rodolfo Walsh, y también Francisco Urondo, tuvieron un activo involucramiento.
En el marco de ese proceso de radicalización muchos intelectuales estuvieron dispuestos a la participación militante en la vida revolucionaria. En la Argentina post-Cordobazo, con el fortalecimiento de la protesta social y el ejercicio de la lucha armada, artistas e intelectuales fueron mirados, y se miraron a sí mismos como militantes que podían intervenir en esa brecha abierta entre el resquebrajamiento de la hegemonía cultural burguesa y la construcción de una nueva cultura revolucionaria. En ese contexto es que la tarea de “hacer la revolución” y producir un arte revolucionario se convirtió en la práctica dadora de sentido de la producción y de los proyectos de vida de estos intelectuales, quienes aportaron su saber específico y su fuerza combatiente a un proyecto político colectivo.
Ahora bien, la concentración, interrelación y mutua imbricación de esas experiencias y acontecimientos, que configuran los procesos atravesados por las formaciones culturales hacia fines de la década del sesenta, es lo que permite conceptualizar esta coyuntura histórica como un tiempo denso, en el que los diversos planos del proceso social total se implican y condensan en un juego de límites y presiones. Es precisamente en ese horizonte histórico donde las trayectorias intelectuales de Walsh y Urondo1 transcurren y se entrelazan en un tránsito singular, a la vez situado, e improntado por los procesos colectivos. En la inflexión de los años 1968-1969 se evidencia una rearticulación de la relación entre política y escritura en la producción de Walsh. Sus textos se proponen explícitamente como la escritura propia de una coyuntura en la que las nociones de trabajo literario y acción revolucionaria se sobreimprimen en una búsqueda de disolución de sus fronteras. El escritor ha acumulado experiencias como militante en su paso por el MALENA y el Peronismo de Base; también como intelectual partidario de la Revolución Cubana que pronto se involucraría en la lucha armada, y como trabajador intelectual, orgánico a una central sindical combativa, la CGTA. Desde el punto de vista de la ideología y desde sus prácticas, Walsh ha adquirido mayores definiciones en lo relativo a las tensiones entre actividad simbólica y acción política. Su habitus se va rearticulando a partir de la adhesión a las resoluciones emanadas del Congreso Cultural de La Habana y de asunción de una perspectiva guevarista que lo compromete en la transformación y resignificación de su práctica intelectual como trabajo militante. Son necesarias nuevas formas de producir, comunicar y hacer circular las producciones artísticas e intelectuales para superar los canones de la ideología burguesa. Así queda formulado por Walsh en la entrevista que le realizara Piglia en 1970:

...yo quisiera invertir la cosa y decir que no concibo hoy el arte si no está relacionado directamente con la política, con la situación del momento que se vive en un país dado; si no está eso, para mí le falta algo para poder ser arte. No es una cosa caprichosa, no es una cosa que yo simplemente la siento, sino que corresponde al desarrollo general de la conciencia en este momento, que incluye por cierto la conciencia de algunos escritores e intelectuales y que realmente se va a ver muy clara a medida que avancen los procesos sociales y políticos, porque es imposible hoy en la Argentina hacer literatura desvinculada de la política o hacer arte desvinculado de la política. Es decir, si esta desvinculado de la política, por esa sola definición ya no va a ser arte ni va a ser política (Walsh, 1994 (1973): 70).

En ese marco, se replican en diferentes textos, entrevistas y papeles personales otras afirmaciones programáticas que abordan el vínculo entre literatura y política haciendo referencia a la legitimidad estética, política y social de los géneros testimoniales. En la entrevista antes citada, nuestro autor realiza la operación de conceptualizar a la escritura testimonial como producción literaria, otorgándole así el estatuto de categoría artística: “el testimonio y la denuncia son categorías artísticas por lo menos equivalentes y merecedoras de los mismos trabajos y esfuerzos que se le dedican a la ficción” (Walsh, 1994 (1973): 67-68). El género testimonio se presenta como una respuesta a la pregunta por la relación entre arte y política, no sólo para un escritor aislado sino que adquiere un lugar en los rituales institucionales tal como hemos podido ver con motivo de la intervención de Walsh como jurado del Primer Premio Anual al género testimonio de Casa de las Américas. El género daba muestras de indudable vitalidad. El 4 de febrero de 1969 en una reunión de jurados y organizadores del premio se discutió acerca de su legitimación, y en su intervención Hans Magnus Enzensberger dijo lo siguiente: “... creo que conviene plantear la cosa como premio de literatura. A mí me parece posible, que cabe dentro de la literatura, y evitar también el menosprecio tradicional con que se conciben el reportaje y todas esas cosas” (Casa de las Américas, Nº 200, 1995: 123). Un año antes, en 1969, Miguel Barnet había publicado “La novela-testimonio: socioliteratura”, texto en el cual, frente a lo que conceptualiza como una crisis profunda de la novela latinoamericana, propone un tipo de escritura, la novela-testimonio, a la vez documental y literaria, que puede contribuir a la reconstrucción de una memoria para el pueblo latinoamericano, al conocimiento de la realidad y de un lenguaje latinoamericanos, así como también a la revitalización de la literatura (Barnet, 1991 (1969)).
En mi entender, resulta evidente que la concurrencia de una serie de procesos históricos, culturales y específicos de la trayectoria de Walsh, decantan a fines de los sesentas, en una asunción de la escritura testimonial que impugna el carácter ficcional de los relatos para proponer una literatura en la que la narración de lo acontecido adquiere valor estético por el tratamiento poético que se realiza de los materiales con los que se construyen las narraciones. Por esto, si el trabajo de Walsh con los géneros testimoniales tiene lugar en distintos momentos de su recorrido, es a la luz de los acontecimientos que precipitan en los tempranos setentas que la opción por lo testimonial se resignifica, adquiere densidad, se vuelve programática y es visibilizada como respuesta provisoria a la pregunta por las relaciones entre arte y política, por el lugar de los intelectuales en la revolución, por la búsqueda de géneros capaces de proporcionar a los sectores populares una memoria propia de lo acontecido. Luego de ese momento crucial que constituyen los años 1968/1969, en el que la política lo impregnó todo, aparece en el escritor un interés estético, ideológico y político por lo testimonial, que responde a una búsqueda de formatos desde los cuales se pueda poner el arte al servicio de la revolución. En lo testimonial se ponen en contacto dos formaciones discursivas, literatura y política, en un equilibrio precario bajo esas condiciones en las cuales Walsh avisora la posibilidad de transformación de la sociedad, una transformación que traza nuevos nexos y habilita otras experiencias, no sólo para el narrador/escritor sino para los sectores populares. El arte se reintegraría a la vida cotidiana, se politizaría, el escritor podía ahora pasarse al campo de pueblo extinguidas las condiciones que en 1964 lo habían mantenido en los marcos de una salida puramente cultural.
Es en este momento de la trayectoria de Walsh, el año1969, en que es escrito el epílogo de la tercera edición de Operación Masacre. Una vez más el relato testimonial es reeditado, esta vez en un presente, un tiempo denso, desde el cual se reactualiza el pasado y el escritor, que fue asumiendo nuevos compromisos de militancia y abriendo otros horizontes políticos, señala:

Los militares de junio de 1956, a diferencia de otros que se sublevaron antes y después, fueron fusilados porque pretendieron hablar en nombre del pueblo: más específicamente, del peronismo y la clase trabajadora. (...) Era inútil en 1957 pedir justicia para las víctimas de la “Operación Masacre”, como resultó inútil en 1958 pedir que se castigara al general Cuaranta por el asesinato de Satanowsky, como es inútil en 1968 reclamar que se sancione a los asesinos de Blajaquis y Zalazar, amparados por el gobierno. Dentro del sistema, no hay justicia (Walsh, 2004 (1969): 223-224)

            Si en la edición de 1964, Walsh cuestiona la legitimidad de un sistema que tolera los crímenes políticos, en 1969 demostrará que ese mismo sistema político está hegemonizado por una oligarquía que se vale del crimen contra los sectores populares para sostener los mecanismos que reaseguran su dominación. El crimen político será expuesto en este epílogo como un instrumento de las clases dominantes contra los sectores populares y sus luchas, y como un modo de exhibir, tanto la desigualdad de las relaciones sociales capitalistas, como el desarrollo histórico del conflicto de clases. Así pues, su impugnación del orden social es, en esta coyuntura, absoluta.
            Por otra parte, si en 1964 se advierten tensiones en sus textos alrededor de la legitimidad de su producción testimonial, a partir de 1969 su propia escritura da cuenta de un compromiso militante que parece justificarla en tanto procura convertirse en un instrumento de lucha política. Hay una explicitación, ya no de la duda sobre el valor y la eficacia de una escritura de denuncia, sino de la convicción acerca de las posibilidades de una escritura testimonial que puede empuñarse como un arma en varios sentidos: como discurso develador del carácter histórico del conflicto entre la clase trabajadora y las clases dominantes; como una reconstrucción del pasado reciente, desde la perspectiva de los dominados, que confronta con las historias oficiales; como un modo discursivo que activa en sus lectores la comprensión política y la intervención sobre la realidad histórica, como escritura estético–política capaz de cuestionar los conceptos institucionalizados acerca de lo que es lo literario, subvirtiendo esa ideología inmovilizante acerca de la literatura como un compartimento estanco. En este sentido el autor abre la noticia preliminar de ¿Quién mató a Rosendo? (1969) y realiza una declaración programática crucial en la entrevista que le realizó Piglia (1970):

Este libro (...) desempeñó cierto papel, que no exagero, en la batalla entablada por la CGT rebelde contra el vandorismo. Su tema superficial es la muerte del simpático matón y capitalista de juego que se llamó Rosendo García, su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955, sus destinatarios naturales son los trabajadores de mi país (Walsh, 2003 (1969): 7).

En un futuro, tal vez, inclusive se inviertan los términos: que lo que realmente se aprecie en cuanto a arte sea la elaboración del testimonio o del documento, que, como todo el mundo sabe, admite cualquier grado de perfección (Walsh, 1994 (1973): 70).

            En virtud de lo anterior, se observa ostensiblemente que en el tiempo cercano a la inflexión señalada en los años 1968/1969, Walsh reabre su diálogo crítico con ese pasado que narran sus textos testimoniales y, desde ese asedio constante de su presente, elabora una respuesta positiva, aunque no definitiva, en relación al sentido social, estético y político de su oficio de escritor y de su escritura testimonial. Esta observación no va en la línea de negar la existencia de las tensiones que acompañaron a Walsh hasta sus últimos días en lo que concierne a la función social de su escritura y a sus preocupaciones estético-políticas. Sus escritos personales de 1968 y de los años inmediatos posteriores, dan cuenta del carácter provisorio de esas propuestas programáticas que van siendo elaboradas al ritmo vertiginoso de un tiempo histórico en el que parece abrirse una crisis revolucionaria:

Es fácil trazar el proyecto de un arte agitativo, virulento, sin concesiones. Pero es duro llevarlo a cabo. Exige una capacidad de trabajo que todavía no poseo (Walsh, 2007a (1968): 118).

Lo que no soporto en realidad son las contradicciones internas. Las normas de arte que he aceptado –un arte minoritario, refinado, etc.- son burguesas; tengo capacidad para pasar a un arte revolucionario, aunque no sea reconocido como tal por las revistas de moda. Debo hacerlo. La película de Getino-Solanas señala una ruta, que yo empecé a transitar hace diez años. (Walsh, 2007a (1968): 120)

 

Supongamos que los motivos por los que yo no terminé mi novela son los que yo mismo digo: que esa novela envejeció conmigo, que hoy sería vieja como de algún modo son viejos mis textos literarios, no los políticos. Es decir que en Rosendo y en Operación yo habría encontrado una vía de salida. Sin embargo es una vía que no me satisface: si así fuera, yo dejaría de buscar otra.
Repaso mis propios argumentos: el testimonio presenta los hechos, la ficción los representa. La ficción resulta encumbrada porque no tiene filo verdadero, no hiere a nadie, no acusa ni desenmascara. Que la novela, el cuento, son la expresión literaria característica de la burguesía y sobre todo de la pequeña burguesía, que se cuida de no ofender porque teme que la aplasten (Walsh, 2007a (1971): 215).

 

            En ese sentido, tampoco se pretende aquí presentar este momento de su biografía intelectual como una instancia de resolución de esas tensiones entre literatura y política, ni como corolario de un recorrido lineal. Como se ha analizado en los capítulos precedentes, la relación conflictiva entre literatura y política es fundante en el itinerario walshiano. Más bien de lo que se trata es de mostrar cómo esas tensiones, nunca resueltas del todo, fueron adquiriendo modulaciones durante la trayectoria de Walsh, apareciendo agudizadas en fuertes contradicciones en los tempranos sesentas, y suavizadas por la elaboración de provisorias propuestas programáticas hacia principios de los setentas. De hecho la relectura-reescritura que Walsh hace de Operación Masacre en 1969 da cuenta de una resignificación de su propia escritura testimonial a partir de la cual ha logrado descifrar el sentido de aquel encuentro con el “fusilado que vive”, y en la que se juegan las tranformaciones ideológicas, la posición en el campo intelectual y la perspectiva estético-política que configuran ese momento del recorrido del autor. Desde esta mirada cobran relevancia, declaraciones que el escritor realiza en una entrevista publicada en junio de ese mismo año. Allí se puede advertir el trazo de un hilo conductor entre su trabajo con Operación Masacre, la experiencia en Cuba y ese momento de provisorias propuestas programáticas, que coincide con la producción de ¿Quién mató a Rosendo?:

El primer suceso que me hace pronunciar políticamente es lo que sucede a partir de Operación Masacre [...] Es cierto que empieza como una curiosidad periodística, pero el comienzo mismo fue tan transformador que desde un principio me sentí haciendo otra cosa: cumpliendo una función política más o menos consciente. Por otra parte, en 1959 viajé a Cuba, donde estuve un año y pico. Allí vi por primera vez una revolución en acción, me interesé por la teoría revolucionaria, empecé a leer algo -no mucho- descubrí una línea que perdura hasta hoy (Walsh, 2007a (1969): 142).

 

En Operación Masacre yo libraba una batalla periodística “como si” existiera la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana. Renuncié al encuadre histórico al menos parcialmente. Eso no era únicamente una viveza; respondía en parte a mis ambigüedades políticas. ¿Quién mató a Rosendo?, en cambio, es una impugnación absoluta del sistema y corresponde a otra etapa de formación política (Walsh, 2007a (1969): 144).

 

            Ahora bien, las continuidades en las búsquedas de Walsh, que pueden ser identificadas con diversas modulaciones en los itinerarios de sus textos testimoniales, están constituidas por la voluntad de componer una escritura que actúe sobre el terreno de la historia, es decir, que produzca efectos políticos; a la vez que por la tendencia a articular una forma artística capaz de “romper el corset” de lo institucionalizado como literatura. No obstante, es en el momento del pasaje al formato libro de ¿Quién mató a Rosendo? (1969) y Caso Satanowsky (1973), así como de la tercera edición de Operación Masacre (1969) que estas búsquedas parecen articularse, ya de manera conciente o programática, a través de procedimientos de escritura que configuran una praxis en la que ocurre la politización del discurso literario.
            Dicha praxis se orienta, con mayor claridad, en dos sentidos. Por un lado, en la emergencia del gesto de construcción de una memoria social. Esto significa que junto a la recuperación de las historias que han sido silenciadas y arrojadas al olvido, y a la denuncia de los mecanismos represivos del régimen, ha surgido la necesidad de reunir los relatos fragmentarios de las luchas populares para que la experiencia colectiva no se pierda, las lecciones no se olviden y la historia, su conocimiento y (re)escritura, no sea propiedad “de los dueños de todas las cosas”. Esto da cuenta de la asunción, por parte del escritor, de un compromiso histórico y político, que emerge frente a la agudización del conflicto social y el recrudecimiento de la violencia represiva en Argentina y América Latina. Walsh, de la misma manera que Urondo, Benedetti, Galeano, Javier Heraud y tantos otros optan, a diferencia de los escritores del boom, por un grado de compromiso mayor. Su “clara dignidad” en palabras de Gelman, lo impulsa a recuperar la experiencia histórica de lucha revolucionaria desde la perspectiva de los sectores populares y a batallar por la puesta en circulación de una valoración contestataria del pasado. Por otro lado, esta praxis escritural supone una toma de posición frente a la literatura como institución, una suerte de declaración política y estética acerca de la literatura y sus límites. Walsh desafía la idea de que la literatura posea alguna propiedad esencial que la distinga, en favor de una concepción de lo artístico como una práctica sujeta a condiciones históricas, a los límites y presiones de las instituciones y la lucha de clases, a los avatares de la propia subjetividad y sus fragilidades. La tarea de politización del arte, de elaboración de un arte agitativo y sin concesiones es aún un trabajo que aguarda, vulnerable, en ese tiempo que corre incierto en dirección a la revolución, sujeto a sus avatares, a las victorias y las derrotas.


1 Las especificidades que tiene en la trayectoria de Urondo el momento de inflexión situado en 1968-1969 serán abordadas en el Capítulo 9 de esta tesis.

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