Tesis doctorales de Ciencias Sociales

CAPITAL ESPECULATIVO Y CRISIS BURSÁTIL EN AMÉRICA LATINA. CONTAGIO, CRECIMIENTO Y CONVERGENCIA. (1993 - 2005)

Samuel Immanuel Brugger Jakob





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Capítulo 1. Capital especulativo y su desarrollo en América Latina

Desde la aparición del uso del dinero se ha condenado la generación de un rendimiento y en particular de un rendimiento excesivo con su uso. Tanto las religiones como la filosofía han condenado a la usura por ser antinatural, por hacer dinero con sólo prestarlo. El capital especulativo, por lo tanto, ha recibido la misma crítica desde el establecimiento de las primeras bolsas de valores. Así pues, consideramos indispensable hacer un breve recuento en la sección 1.1. de la praxis histórica del capital especulativo. Posteriormente, en la sección 1.2. se hace un recuento de la arquitectura financiera que se constituyó durante la Segunda Guerra Mundial y cómo ésta ha ido transformándose al paso de las décadas, con especial hincapié en Bretton-Woods y en el Consenso de Washington, para analizar en específico en qué medida ha sido afectada la América Latina por estos cambios. En la sección 1.3. se hace un análisis de las políticas de liberalización y privatización que impuso el sistema financiero internacional (SFI), así como de la eficiencia que tuvieron. En la sección 1.4., finalmente, se hace un recuento más específico sobre el capital especulativo y de la manera en que éste afectó a la periferia y a América Latina en particular.

1.1. Capital especulativo y su praxis histórica: El capital productivo y el capital financiero

Antes de hacer un recuento histórico sobre el capital financiero es necesario definirlo y diferenciarlo del capital productivo. Varios autores han tratado el tema dándole diversas connotaciones –sobre todo al capital financiero–, algunos muy específicos y otros con definiciones más genéricas. En la presente tesis se toma una definición incluyente y genérica para abarcar globalmente el trato que se le ha dado al tema.

Se entiende por capital financiero-productivo aquel que los agentes invierten esperando obtener una rentabilidad derivada de la actividad o actividades principales de la empresa. Expresado de otra forma, el inversionista espera que su aportación de capital en el circuito financiero genere una actividad productiva en el circuito real de la empresa lo que generará, dependiendo del instrumento, un pago de interés o rendimiento.

Por otro lado se define el capital financiero-especulativo como toda inversión dentro del circuito financiero que se realiza únicamente para obtener un rendimiento sin considerar el circuito real de la empresa. Esto se puede dar tanto en el mercado de deuda como en el accionario. En el mercado se le considera usura, es decir, el cobro de un interés sin relación alguna con la actividad de la empresa. En el mercado accionario se trata de generar un rendimiento teniendo expectativas basadas en las expectativas de los demás agentes, o bien, esperando obtener un rendimiento al comprar o vender un producto financiero sólo porque se espera que los demás agentes reaccionen de alguna forma que influya en el precio del título financiero, es lo que Adam Smith denominó la “sobrenegociación”. De esta manera la rentabilidad generada por el capital financiero está desasociada del proceso productivo de la empresa.

De esta manera, depende principalmente del uso que le de el inversionista a su capital financiero. Tanto el préstamo bancario como el mercado de bonos y el accionario pueden ser usados para el capital financiero-productivo o capital financiero-especulativo. Desde el surgimiento del dinero se ha debatido esta cuestión, tratando de intervenir de distintas formas para que los inversionistas usen su capital como capital financiero-productivo. Por lo tanto, se consideró necesario hacer un recuento histórico en la presente investigación.

Ambas formas de capital financiero han sido generadoras de una amplia polémica desde los comienzos del uso del dinero. A través de la historia se ha entendido a la usura como la práctica de imponer al préstamo inicial un interés financiero. En tiempos recientes se le ha definido como la práctica de imponer un interés o rendimiento por encima de un índice legal o socialmente aceptable. Se ha considerado que si pasa del índice legal o socialmente aceptable se vuelve especulación, hecho que a lo largo de su existencia se le ha condenado, prohibido, despreciado o restringido reiteradamente en los ámbitos moral, ético, religioso o legal. En el transcurso de los tiempos se le ha considerado una práctica antinatural y su antiquísima condena se ha enfocado en su búsqueda de un beneficio que trasciende lo económico.

Una diferencia relevante entre la usura y el capital bursátil es el momento de la especulación. Mientras que en la primera se conoce la tasa ex-ante con la que el rentista especula obtener flujos de caja –excesivos o no– continuos durante el tiempo en que presta su capital, en el capital bursátil el rendimiento es una función de las expectativas futuras de la empresa, es decir, de la especulación. Ésta suele desarrollarse en dos etapas. En la primera, la etapa sensata de inversión, los agentes “[...] responden a un desplazamiento de forma limitada y racional; en la segunda, las ganancias de capital juegan un papel dominante. El gusto se dirige en primer lugar hacia el interés elevado, pero esto pronto pasa a ser secundario. Aparece entonces el segundo apetito por las cuantiosas ganancias obtenidas al vender el principal” (Kindleberger, 1991:51).

Las referencias más antiguas al capital financiero se encuentran en los manuscritos religiosos indios. La primera se encuentra en los textos védicos de la India antigua (2000-1400 a.C.), donde repetidamente se relaciona al “usurero” con cualquier prestamista a interés. Tanto en los textos hinduistas sutra (700-100 a.C.) como en los jatakas budistas (600-400 a.C.) abundan las referencias al pago de interés que, con detalle, manifiestan desprecio por la práctica usurera. Por ejemplo, Vasishtha – legislador de la época– elaboró una ley que prohibía a las castas superiores de brahmanes y kshatriyas ser usureros o prestamistas a interés. En el sutra budista del Rugido del León se obliga al rey a redistribuir su riqueza de tal forma que promueva la actividad económica, permita a los pobres sobreponerse a su pobreza y llevar una vida honesta. Se le prohíbe así usar su riqueza para generar más riqueza. El término “usura”, es definido en las Leyes de Manu: “un interés estipulado más allá de la tasa legal no puede ser cobrado: lo llaman una manera usuraria de préstamo" (Bühler, 1886, Libro 3).

El concepto budista de dana (“dar caridad”) pone énfasis especialmente en los beneficios espirituales y morales de quien da. El impacto es similar al zakat musulmán, ya que rectifica las desigualdades económicas e inculca un sentido de responsabilidad social. De hecho, es una manifestación práctica de la visión de mundo de la mayoría de las religiones tradicionales, que incluye la interdependencia entre todos los humanos, así como entre humanos y su entorno natural y espiritual. El filtro moral se aplica no solamente a la creación de la riqueza, sino a todas las actividades humanas, incluyendo el uso de la riqueza. En el Sutra Mangala Buda establece las reglas mediante las cuales los no creyentes deberían dirigir su vida económica. Entre otras reglas, está el uso de la riqueza. Aunque estas prescripciones reconocen los intereses individuales, enfatizan en la necesidad de extenderlos para incluir a la familia extendida, la comunidad y la nación.

En el judaísmo la crítica de la usura tiene sus raíces en varios pasajes de la Torá en los que tomar a interés es prohibido, desalentado o despreciado. La palabra hebrea para interés es neshekh – aunque en el Levítico también son usadas tarbit y marbit–, que literalmente significa “mordida” y se cree que se refiere a la extracción del interés desde el punto de vista del deudor. Esto no quiere decir que no existieran transacciones usurarias. Los antiguos judíos poseían una licencia que les permitía practicar la usura únicamente a pueblos no hebreos.

En el Medievo europeo los judíos realizaron sus actividades prestamistas desde los guetos de las grandes ciudades occidentales. Se les permitió esta práctica bajo un severo control, y eran tolerados por las autoridades siempre y cuando se considerara que prestaban un servicio útil. Sin embargo, aun dentro de una situación tan opresiva era posible para el prestamista acumular enormes ganancias mediante la práctica de la usura. En Inglaterra, durante el siglo XIII, casi la mitad de los impuestos del país eran recolectados de la comunidad judía, que representaba menos del 5% de la población.

En el Islam la usura es más bien un problema personal interno. En las sociedades capitalistas occidentales es responsabilidad del Estado y de la sociedad civil la corrección de las injusticias o desequilibrios del mercado, como la distribución no equitativa de la riqueza y la usura. Según el Islam, el motivo para una mayor desigualdad económica yace en el hecho de que los gobiernos y la sociedad civil se han enfocado exclusivamente en los cambios en el mundo externo y han ignorado la necesidad de cambio interior de las personas mismas. Por lo tanto, muchas prácticas islámicas se centran exclusivamente en la transformación individual. Algunos ejemplos son los zakat, la contribución obligatoria que efectúan los musulmanes de un décimo de su ingreso para el bienestar de los pobres, y el Ramadán, el ayuno ritual comunal que realizan anualmente. También cuentan con el concepto de Khalifa, que implica la función que deben cumplir los humanos como vicerregentes o representantes de Dios en la tierra para estimular esas riquezas y permitir a los menos privilegiados vivir una vida honorable (Ibrahim, 2005).

El Islam –al igual que el budismo– establece un marco moral en el cual estos esfuerzos se pueden llevar a cabo. Los conceptos de Haram (aquello que es prohibido) y Halal (aquello que es permitido) describen las actividades prohibidas y las que se pueden llevar a cabo. Tales conceptos proporcionan un filtro moral para el comportamiento individual. Entre los principales filtros morales del Islam está la prohibición del “elevado” interés en los préstamos. Esta prohibición se basa en el argumento de que el interés que se paga en capital acumulado tiende a mantener la riqueza en una minoría. La palabra original utilizada es riba, referida directamente a los intereses sobre préstamos y que literalmente significa “exceso o adicción”.

En los tiempos modernos, en el mundo islámico se han desarrollado instituciones financieras que no cargan interés ni rendimiento, como por ejemplo los bancos de Irán, Pakistán y Arabia Saudita, el Dar-al-Mal-al-Islami en Ginebra y los bancos islámicos en Estados Unidos.

El mundo occidental analiza el problema de la usura en la Grecia clásica. Aristóteles (1994), por ejemplo, rechaza la usura categóricamente. Decía que de todas las formas de comercio la usura es la más depravada y la más odiosa. Aristóteles escribió (citado en Deepak Lal, 2003): “La usura es detestada por encima de todo y por el mejor de los motivos. Crea lucro del dinero mismo, no debido al objeto natural del dinero... el dinero fue creado como medio de intercambio, no para incrementar interés”. La usura no sólo se propone un objetivo antinatural, sino que hace un uso erróneo del dinero como tal, pues el dinero fue creado para el intercambio, no para ser incrementado mediante la usura. Platón (1991) añadió, además de la crítica de Aristóteles, que la usura enfrentaba inevitablemente a una clase contra otra y era, por lo tanto, destructiva para el Estado. Consideraba el pago del interés como enemigo del bienestar social por crear una clase, la de los ricos prestamistas usureros, a costa de la de los pobres prestatarios.

Los romanos retomaron los conceptos económicos de la antigua Grecia, pero avanzaron en los conceptos del derecho. Pensadores como Séneca (1935, VII y X) y Cicerón (1913, II y XXV) condenaron a la usura de tal forma que la compararon con el asesinato. En las reformas legales (Lex Genucia) de la República Romana (340 a.C.) se prohibió toda actividad usurera. Sin embargo, en todo el periodo de la República la práctica de la usura fue común. Bajo el mandato de Julio César, en una época en la que el número de deudores era excesivamente alto, incluso se tuvo que imponer un tope de 12% de interés, y durante el gobierno de Justiniano la tasa fue reducida a una media de entre el 4 y el 8%. Esto muestra otra vez la teoría del péndulo y cómo se tuvo que actuar. En todos los momentos hubo excesos y en cada uno se intervino mediante alguna regulación, haya sido de índole legal como en el imperio romano o moral como en el judaísmo, el Islam, el hinduismo y el budismo.

La prohibición a la usura fue tomada como causa por la Iglesia Cristiana, en cuyo seno el debate prevaleció con intensidad durante más de mil años. En vez de seguir con el pensamiento legal romano, se resucitaron los decretos del Antiguo Testamento. La Iglesia Católica prohibió hacia el siglo IV la toma de interés al clero, regla que luego extendieron –en el siglo V– al laicado. La prohibición fue confirmada y aun reforzada por los primeros cristianos, como Gregorio Nysseno (PG 46) y Juan Chrisostomo (PG 53). San Agustín (PL 33), por ejemplo, definió como usura toda transacción en la que una persona esperara recibir más de lo que ha dado. En el siglo VIII, bajo Carlomagno, la usura fue declarada como delito, posición que Santo Tomás de Aquino (2-2:lxxviii) seguía manteniendo con claridad y vigor en el siglo XIV.

No obstante, fueron apareciendo tanto vacíos en la ley como contradicciones en los argumentos de la Iglesia, lo que originó una lenta revisión de las ideas a favor del cobro de intereses. Algunos intelectuales, dentro de la más pura ortodoxia y en el seno de la Iglesia Católica, defendieron la legitimidad del cobro de intereses. Muy comentada en su tiempo fue la obra De usuras y simonía (1569), en la que su autor, Martín de Azpilicueta, justifica los préstamos con interés.

Se observa que tanto en la tradición judeocristiana como en la grecorromana, que constituyen la principal fuente de la civilización occidental, las opiniones eran unánimes a este respecto. La práctica de la usura ha estado sometida a prohibición desde tiempos antiguos. Atribuir esto al primitivismo, ingenuidad y falta de comprensión de la realidad económica –algo que muchos detractores, como los neoliberales y los ordoliberales, han hecho y siguen haciendo– es tan sólo arrogancia y un modo de eludir las cuestiones intelectuales que subyacen en este problema. La base de la prohibición era ética y teológica, y por consiguiente tenía en cuenta cuestiones mucho más profundas que el simple pensamiento de la libertad económica, como argumentaba, por ejemplo, Friedrich August von Hayek (1944; 1960; 1969 y 1979) y Ludwig von Mises (1922; 1929 y 1949).

Mientras que anteriormente el asunto de la usura estaba sujeto a un cuerpo de doctrina consagrado por la tradición, Calvino intentó tratar la ética de los préstamos como un caso más entre los diversos problemas que enfrentaba la sociedad humana y que debían ser resueltos de acuerdo con las circunstancias. Calvino desechó todo pasaje del Antiguo Testamento relativo a la usura y también los precedentes judiciales del pasado, por considerarlos inaplicables a las circunstancias de su época. Calvino se encargó personalmente de la legalización de los préstamos de dinero con interés, dando así confirmación legal a una práctica que había sido considerada ilegal desde los tiempos más remotos. Para Calvino, la ley moral había cambiado y, por lo tanto, ya no era inmoral cobrar intereses. Sin embargo, generó una nueva polémica cuando sustituyó la pregunta sobre si debería permitirse el interés por la de cuál era la tasa admisible.

De esta forma comenzó a nacer el sistema financiero occidental que conocemos en la actualidad. Enrique VIII (1491-1547) cambió radicalmente el panorama al elevar a la clase mercantil que estaba asentada en las grandes ciudades. La animó a que se convirtiera en terrateniente, para así dividir los grandes latifundios de las familias aristocráticas. Al mismo tiempo, se alentó a los nobles para que salieran de sus haciendas y pasaran más tiempo en la Corte de Londres. Los altos costos de mantenimiento de los palacios tanto en Londres como en el campo, junto con la extravagancia y el gasto que traía consigo la vida en la Corte, llevaron a muchos aristócratas a experimentar serios problemas de liquidez. La clase mercantilista comenzó a especular prestándole -con elevados interesesa este estrato social cuando estaban en apuros de liquidez, que dejaban como garantía de la deuda los títulos de propiedad de sus fincas. De este modo, muchas propiedades empezaron a verse cargadas de deuda, y cuando el noble incumplía con el pago, la finca que garantizaba la hipoteca pasaba a manos del comerciante-prestamista.

El poder de la clase mercantilista se incrementó considerablemente. En el Parlamento británico la clase aristocrática fue sustituida por la clase burguesa y mercantilista. El sector financiero comenzó a dominar el sector político. Cromwell (1599-1658), por ejemplo, recurrió a los banqueros holandeses para financiar sus guerras, entre ellas la Guerra Civil, la expedición a Irlanda y la guerra contra Holanda. Esta última, también llamada “La Primera Guerra Holandesa”, fue el primer conflicto por razones puramente comerciales y financieras. Demostró también que el sector financiero, institucionalizado por la banca, se beneficia siempre con la guerra sin importar de qué lado está.

El control ejecutivo pasó a manos del Parlamento, que estaba –y sigue estando– en las manos de los intereses del sector financiero. El poder del nuevo grupo político fue tal que depusieron al rey James e invitaron a William III (1650-1702), príncipe de Orange– a viajar desde Holanda para hacerse cargo del trono. William trajo consigo a un banquero personal de Ámsterdam y detrás de él vinieron muchos otros financieros de esa ciudad, que en esa época era el centro financiero de Europa. Esto provocó que Ámsterdam entrara en decadencia y que Londres se volviera el nuevo centro de las finanzas mundiales. Se creó el Banco de Inglaterra, el cual tenía licencia del gobierno para descontar letras de cambio e imprimir el dinero que quisiera. Por último, se estableció la “Deuda Nacional”. El Estado encontró en el Banco de Inglaterra una enorme fuente de poder adquisitivo, a cambio de la promesa de pagar un interés a largo plazo.

El sistema financiero, que estaba constituido en aquella época por el sistema bancario, tenía una gran limitante, ya que sólo podía prestar los flujos de capital que poseía. Así, la regla de oro bancaria únicamente permitía prestar un monto igual al que se podía emitir como una obligación y sólo se podía ganar por la diferencia de la tasa activa y pasiva. Por tal motivo, comenzó una segunda forma de inversión: las bolsas de valores.

Aunque había algunos indicios de instituciones parecidas a las bolsas en el Imperio romano, éstas no se remontan hasta la antigüedad. Se considera que la primera bolsa de valores –y que también tenía este nombre– fue fundada en 1409. La familia patricia Van der Beurse puso una pensión para comerciantes en Brujas, la cual se convirtió en el punto central del intercambio de la región. Los tres monederos en el escudo de la pensión se volvieron tan famosos que se le empezó a conocer como “bolsa”, nombre con el que hasta el día de hoy se le conoce. Este ejemplo fue copiado en otros lugares del continente y en Gran Bretaña, entre los que destacan Augsburgo, Colonia, Hamburgo, Londres, Lyon, Nüremberg y Venecia. El sistema de la bolsa se desarrolló hasta volverse una bolsa de derivados, donde los comerciantes pagaban ex-ante la mercancía que iba a ser transportada desde las colonias, lo que aseguraba tanto al vendedor vender su carga sin grandes problemas como al comprador tener la mercancía que necesitaba; es decir, los forwards se estaban transformando en lo que hoy conocemos como “futuros”.

La primera bolsa institucionalizada que comenzó a negociar activos financieros fue la Bolsa de Ámsterdam, que inició operaciones en 1602. Sus principales títulos eran acciones de la Dutch East India Company. Posteriormente se negociaron los primeros títulos de deuda estatales; se crearon instrumentos modernos como opciones y las operaciones de cobertura con cámara de compensación (futuros), y se hicieron los primeros intentos para crear índices bursátiles. Estas innovaciones favorecieron a la Bolsa de Ámsterdam, que se convirtió en la bolsa más importante de Europa. Esto provocó un gran incremento en la especulación de títulos financieros, lo que en 1619 desencadenó la primera crisis bursátil: la crisis de Lübeck, de la que desafortunadamente existe escasa información para poderla documentar. Este hito fue una evolución de la especulación. La especulación con tasas de interés pasó a segundo término dando lugar a la “sobrenegociación”, el tipo de especulación que es el objeto de la presente investigación.

Al periodo transcurrido entre 1634 y 1637 se le conoció como la “Euforia de los Tulipanes” y terminó abruptamente. En esa sucedió un fenómeno, después muy conocido, al que se puede considerar como la primera burbuja especulativa del capital bursátil documentada. Los precios de los tulipanes se incrementaron constantemente, hasta que la salida de algunos inversionistas en títulos de esta cebolla exótica generó el estallido de la burbuja.

En los años siguientes el mercado accionario fue dominado por las grandes empresas del comercio. El nuevo invento fue justificar los incrementos del precio de las acciones con promesas de altos rendimientos futuros. Al salir a la luz pública algún escándalo u otro tipo de información que no favorecía las expectativas, se generaba una crisis que podía provocar el fin de tales empresas, como sucedió en 1688 con la Compagnie d’Occident, en 1711 con la Burbuja de la South Sea y en 1720 con el escándalo de Mississippi. Las expectativas eran irracionales y el manejo de varias de las empresas fraudulentas fue del conocimiento público, como lo expresa la siguiente cita de un banquero llamado Martín: “Cuando el resto del mundo enloquece, debemos imitarlo en cierta medida” (Carswell, 1960:161), o esta cita de Adam Smith acerca de la Burbuja de la South Sea: “Contaban con un vasto dividendo de capital entre un nutrido grupo de propietarios. Por lo tanto, era de esperar que la locura, la negligencia y la prodigalidad reinaran en toda la gestión de sus asuntos. La bellaquería y el derroche de las operaciones de sus intermediarios de Bolsa son suficientemente conocidas como negligencia, despilfarro y malversación de los empleados de la compañía” (Smith, 1776:703-4).

A diferencia de la usura generada por el préstamo de dinero, la usura en forma de capital ficticio

o especulativo tenía como principal contraste que el rendimiento depende en gran medida de la especulación de los demás agentes del mercado –lo que Adam Smith llamó “sobrenegociación”–, y ello provoca la volatilidad del precio de los títulos. De esta manera la especulación se basa en la diferencia entre el precio de compra y de venta. Esto ha generado problemas muy severos. Se ha observado que en épocas de auge el precio del activo se incrementa excesivamente y con el tiempo el sistema experimenta un agotamiento, lo que tiende a desatar una crisis financiera por las ventas de pánico (Kindleberger, 1991, capítulo2). Por tal motivo, el capital especulativo es mucho más riesgoso y, en comparación con la usura bancaria, es mucho más difícil de regular.

En teoría, las bolsas deberían ser un instrumento muy eficiente en la optimización de la alocación o distribución de recursos, y hasta cierto punto en la distribución de las rentas; sin embargo, esto no significa que sea un instrumento perfecto y que no necesite regulación. A través de la historia han sucedido una gran cantidad de casos de especulación –con o sin intenciones fraudulentas– que han generado crisis en el ámbito financiero. Toda fase de especulación comienza con expectativas de incremento de las utilidades. Posteriormente, los mismos accionistas, en su euforia por hacerse ricos, incrementan el precio de las títulos. Como diría Kindleberger (1991:36), “No hay nada tan molesto para el bienestar y el buen juicio de una persona como ver a un amigo hacerse rico”. Esta conducta lleva a incrementar el número de personas y compañías que desean convertirse en accionistas. La esperanza de obtener un beneficio se separa de la conducta normal y racional –uno de los supuestos básicos de la teoría neoclásica–, y deriva en las que se han denominado “manías” o “burbujas”. El incremento en las expectativas se vuelve cada vez más seductor, lo que incita la participación de un sinfín de nuevos accionistas que no conocen ni el sistema ni a la empresa en la que están invirtiendo: su único interés es enriquecerse. Al pasar el tiempo –a veces años–, sale a la luz que las expectativas eran ilusorias, o inclusive verdaderas estafas, y como una manada irracional los accionistas tratan de deshacerse de sus títulos, lo cual puede llevar a una depresión financiera.

A partir del siglo XIX la bolsa comenzó a ser el principal medio de financiamiento; por ella pasaba la venta de acciones de los grandes proyectos industriales, en especial del ferrocarril. Para atraer más inversionistas se crearon, por un lado, las agencias calificadoras que deberían evaluar a las empresas y dar así seguridad a los inversionistas, y por otro, se comenzaron a crear nuevas teorías del capitalismo industrial. De esta manera, Alvin Hansen (1927), por ejemplo, sostenía que las teorías basadas en la incertidumbre del mercado, en la especulación de bienes, en la sobrenegociación, en los excesos del crédito bancario, en la psicología de los operadores y comerciantes, encajaban efectivamente en la primera fase “mercantilista” o comercial del capitalismo moderno. Pero, a medida que avanzaba el siglo XIX, los capitalistas de la industria “[...] se convirtieron en los principales canalizadores de fondos, buscando un pingüe beneficio a través de los ahorros e inversiones” (Kindleberger, 1991:41). Sin embargo, no se puso en práctica ninguna medida para restringir a la especulación.

Aunque dicha esta época las instituciones eran más sólidas –al ser supervisadas por las agencias calificadoras– y con un sistema de contabilidad más regulado, con lo que se protegía a los inversionistas de fraudes tan inocentes y banales como los de la South Sea Company y de Mississippi, y debido a la necesidad de las empresas de obtener grandes cantidades de capital para la producción, el mercado secundario seguía siendo un escenario dominado por la especulación (Ferguson, 2008). Entre 1869 y 1929 se incrementaron los estallidos de burbujas financieras a causa de los fraudes. Sin embargo, estos hechos no generaron una disminución de accionistas ni de la especulación.

A comienzos del siglo XX apareció un nuevo agente en los mercados financieros: los fondos de inversión, los que comenzaron a manejar cada vez más volúmenes y a obtener un incremento significativo de poder en la toma de decisiones de las empresas. Lo novedoso de estos agentes financieros fue que su poder de influencia sobre la gerencia de la empresa ya no dependía de la cantidad de acciones comunes, y por consiguiente de los votos que poseían –los fondos de inversión estaban más interesados en el rendimiento que en la empresa misma, por lo que sus portafolios contenían principalmente acciones preferentes–, sino de los volúmenes que manejaban, por los que influían directamente en el precio de las acciones y, en consecuencia, en las ganancias de capital, la parte más importante del rendimiento sobre el capital.28 Esto creó una nueva relación entre accionistas y gerencia. En los fraudes, hasta ese momento, era la gerencia la que se enriquecía a costa de los accionistas; ahora, sin embargo, se trataba de un grupo de accionistas que obligaba –voluntaria o involuntariamente– a la gerencia a estafar a otro grupo de accionistas. Este hecho cambió bruscamente el paisaje bursátil; las viejas instituciones estaban obsoletas y rebasadas. Y como suele pasar, el Estado tardó en legislar al respecto.

La primera nación en legislar instancias públicas para evitar, o mejor dicho reducir, la especulación fue Prusia. En 1896 el gobierno del “Canciller de Hierro”, Otto von Bismarck, legisló la primera ley bursátil y creó una comisión de supervisores bursátiles. En los demás países, aunque hubo leves intentos, como en el caso de Inglaterra, instituciones de esta envergadura apenas se crearon tras el Viernes Negro de 1929. El Estado en sí, con la excepción prusiana, jamás intentó regular al mercado bursátil. Únicamente en situaciones de crisis, cuando la situación lo requería, hubo intervención reguladora. Por otro lado, desde la primera crisis bursátil de Lübeck el Estado jugó un papel fundamental en la creación de expectativas (Brugger, 2009a). Estas negligencias de las autoridades supervisoras siguen prevalenciendo. En el reporte de otoño de 2007 el Fondo Monetario Internacional argumentó que uno de los dos puntos fundamentales de la crisis hipotecaria era la falsificación de calificaciones de las deudas por parte de las dos principales calificadoras (FMI, 2007), además de que fracasaron los sistemas de cómputo.

El punto central de la especulación en los mercados de valores ha sido y seguirá siendo la generación de expectativas. Para fomentar las expectativas se han utilizado a los formadores de opinión

o periodistas y a las instancias gubernamentales. Las crisis financieras están íntimamente ligadas con las transacciones que sobrepasan los confines de la ley y la moralidad. La estafa y la especulación se relacionan muy estrechamente desde el momento en que lo legal ya no justifica las expectativas de los inversionistas. Así, por ejemplo en la burbuja de las tecnologías de información y comunicación (TIC) de finales del siglo XX, durante la cual se sabe hoy en día que las empresas pagaban a banqueros y reporteros para seguir propagando la euforia de sus empresas, aun cuando la gran mayoría de ellas tenía un Value Growth Duration de varias décadas o inclusive varios cientos de años. En 1999, incluso se comenzó con una campaña de difamación contra el banco UBS, cuyos analistas tomaron la decisión de reducir en sus fondos de inversión el porcentaje de empresas relacionadas a las TIC, ya que consideraron excesivo los incrementos en los precios de las acciones de estas empresas y estaban seguro que la burbuja iba a estallar en cualquier momento. Al mismo tiempo, en otros ámbitos las instancias gubernamentales se hacían de la vista gorda, como hizo la US Securities and Exchange Commission (SEC) en los casos de falsificación de balances de Worldcom, VA Linux y Enron, entre otros (Hens, 2001).


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