Revista OIDLES - Vol 4, Nº 8 (junio 2010)

LA POLÍTICA SOCIAL ANTE EL DESARROLLO HUMANO SOSTENIBLE. PROPUESTAS DE RENOVACIÓN TEÓRICA

Por Sergio Fernández Riquelme

 

1. Introducción. Comunidad, desarrollo y política social.

Individuo y Estado han ido configurando, en su itinerario histórico, la teorización e institucionalización de la Política Social en Europa. Como dialéctica política e ideológica, las doctrinas sociales nacidas en el siglo XIX, convirtieron a estos dos “actores” en los sujetos del pensamiento, desarrollo y gestión del actual Estado del Bienestar. Pero la emergencia de los movimientos sociales transnacionales y la descentralización administrativa de los viejos Estados-nación europeos está contribuyendo, de manera decisiva, en la redefinición contemporánea de las bases teóricas e institucionales de la Administración social europea (D´Atena, 2007). Mundialización y regionalización son las dos caras de una transformación que sitúa a la “comunidad”, dentro de un más amplio fenómeno de análisis del papel de las “organizaciones”, en el centro del debate político-social (Arias Maldonado, 2008, p. 11-12).

El papel de la Unión europea y sus políticas supranacionales, las mentalidades sociales surgidas de la globalización y las nuevas tecnologías (en especial la llamada “sociedad dividida”), las nuevas formas de pobreza y exclusión social producto de persistentes desajustes del mercado, las amenazas medioambientales crecientes, o las tendencias individualistas marcadas por la publicidad y el consumo, muestran “fracturas sociales” de nuevo cuño o de persistente impacto. Además apuntan hacia el nuevo horizonte histórico al que se aboca el pensamiento político-social, hacia el desarrollo humano sostenible como la “cuestión social” del siglo XXI. Una cuestión que proyecta la Política social más allá de las fronteras estatales entre un Mercado globalizado y un Estado social descentralizado, y donde las comunidades naturales y democráticas parecen asumir nuevas funciones y nuevos derechos (Badía, 2009, p. 13-40).

Los orígenes de la Política social europea nos remiten a la combinación de factores económicos políticos y psicológicos propios del siglo XIX, resultantes de la industrialización, el progreso de la democracia en el seno de los Estados centralizados y la creciente conciencia sobre los derechos políticos y sociales. Patrick de Laubier definía a esta primigenia Política social como “el conjunto de medidas para elevar el nivel de vida de una nación, o cambiar las condiciones de vida materiales y culturales de la mayoría conforme a una conciencia progresiva de derechos sociales, teniendo en cuenta las posibilidades económicas y políticas de un país en un momento dado”. Esta definición cubría para De Laubier “un dominio que se sitúa entre lo económico y lo político como medio de conservación o reforzamiento del poder el Estado” (De Laubier, 1984, p. 8-9). Así nació la Política Social como una mediación, histórica y epistemológica, entre economía (el bien-estar) y la política (el bien-común), realizada siempre jurídicamente, y que en primer término se concretó bajo la llamada “cuestión social” obrera (Molina, 2004, p. 25-27).

Pero a inicios del siglo XXI, la “cuestión social” ha cambiado, significativamente, de rumbo. El modelo interpretativo situado en el “hecho industrial”, con trabajo y capital como protagonistas, parece insuficiente para determinar, como paradigma heurístico, los nuevos conflictos que la globalización de ideas y la revolución tecnológica conlleva en la transformación de las formas individuales y colectivas de existencia, de los “espacios vitales”. Asimismo, las manifestaciones de la “menesterosidad social” actual, persistentes o emergentes, impelen a nuevas formas de actuación político-social. Por ello, De Laubier mostraba como toda Política social, realizada en el pasado o proyectada en el futuro, “dependía y depende de una voluntad política y de una situación económica”; de ellas surgen sus creaciones, se determina su posibilidad, pero también surgen sus contradicciones. Voluntariamente aceptada o coactivamente impuesta, esta solidaridad fue determinada, en última instancia por un Estado que legitimaba la Política social (De Laubier, 1984); mientras, los sindicatos y colectivos profesionales aspiraban a influir decisivamente en el desarrollo de la Política social de manera corporativa (profesional), como elemento mediador entre el gobierno (elemento político) y la patronal (elemento económico).

Por ello, el nuevo horizonte realidad político-social supera, pues, las fronteras del Estado-nación del Viejo continente, ante el impacto de nuevas tendencias (unificación europea, revolución tecnológica, globalización, cambio climático), de situaciones conflictivas no superadas (Camps, 2000: 233) y de “problemas-necesidades” emergentes (inmigración, igualdad de oportunidades, cooperación y desarrollo, asociacionismo, salud y género, etc); fenómenos que muestran la necesidad de nuevos paradigmas e interpretaciones, e incluso de nuevos términos, para construir y enseñar la Política Social. Pero esta renovación, como señalan Giner y Sarasa, ponía en cuestión no sólo la funcionalidad del “Bienestar público”, sino la misma legitimidad del sistema político, especialmente en lo referente a la eticidad, eficiencia y representatividad de la "democracia de partidos" (Giner y Sarasa, 1997: 210), en parte debido al surgimiento de nuevos imaginarios colectivos en busca de su plasmación político-social (Mora, 2008: 66-67). Ante esta realidad, las ciencias sociales deben y pueden plantear nuevas plataformas de investigación y paradigmas teóricos con los que justificar la acción social comunitaria y los derechos sociales colectivos del siglo XXI (Salinas, 2008: 608), sobre sus tres principios político-sociales: asociación, representación y participación.

2. Nuevos horizontes y viejas teorías en la Política Social

La definición académica de la Política social parece ser un problema para las ciencias sociales. Abandonadas las viejas referencias a la Sozialpolitik germana, se suceden contenidos explicativos diversos, en función del campo propio objeto de estudio, de su origen intelectual, de sus usos ideológicos, de sus áreas de intervención. Así encontramos definiciones diversas: Política social, Políticas sociales, Política de la sociedad, Bienestar social; también dimensiones de actuación más o menos amplias (desde la educación hasta el sistema sanitario); o podemos atisbar conflictos genéricos en su génesis o gestión (derecho objetivo-derecho subjetivo, competencia del Estado-Papel de la sociedad, poder central-autonomía regional, nivel contributivo-nivel asistencial, etc.).No obstante, podemos apuntar una serie de elementos comunes a toda noción teórica de Política social, siguiendo la definición institucional de R. M. Titmuss: “intervención pública con unos instrumentos, hacia unos objetivos y en el marco de un determinado modelo de Estado, el Estado social” (Titmuss, 1981, p. 121-122).

La política social puede definirse, en primer lugar, como una mediación histórica y epistemológica, entre la economía (el bien-estar) y la política (el bien-común) ante las fracturas sociales emergentes que provoca su dialéctica conflictiva o “procura existencial” (Dasainvorsorge), que originalmente se concretaron en el llamado “problema obrero” (Molina, 2004), y que en siglo XXI se engloban bajo el “desarrollo humano integral”. Esta definición cubría para De Laubier “un dominio que se sitúa entre lo económico y lo político como medio de conservación o reforzamiento del poder el Estado” (De Laubier, 1984, p. 8-9). Un concepto que alude, en segundo lugar a la forma de organización política de las sociedades industrializadas (rectius Estado social). Una forma que concreta la mediación señalada (Molina, 2004), y se funda para superar dichas fracturas sociales a través del reconocimiento jurídico de un orden social concreto (Política social general), y de la satisfacción de las necesidades y oportunidades vitales de una población por medio de un conjunto de bienes y servicios (Política social específica). Y en tercer lugar, la Política social se concreta en un sistema jurídico e institucional de protección, previsión y asistencia de ciertas necesidades y oportunidades vitales determinadas por el orden social vigente, mediante dos grandes instrumentos:

1. Garantía de ciertos niveles y medios materiales de existencia (el Bienestar social o seguridad económica).

2. Fomento y apoyo a la realización personal del hombre (para alcanzar la Justicia social).

Así podemos subrayar como elementos generales de toda manifestación de la Política social los siguientes: generada en una época histórica concreta, determinada por una decisión política, realizada jurídicamente, con un estatuto científico concreto, e institucionalizada a través de dos niveles:

1. Como Política social general se configura, de forma general, en una “Política de la sociedad”, fundada en “formas de intervención públicas en la vida social para resolver determinados problemas o cuestiones sociales”. En esta dimensión, la Política social es entendida como “la forma política del Estado social” (aunque abierta a modelos paraestatales en su gestión) en sus dos finalidades y en sus dos medios (Molina, 2004, p 184-186):

a) En sentido material, el fin de Política social pretende alcanzar el Bienestar social, siendo su medio la reivindicación sobre la protección, formación, integración y seguridad social.

b) En sentido formal, el fin de la Política social es la realización de la Justicia social, y su medio el derecho social que trata de formalizar el contenido mínimo del Bienestar social, englobando las “tres justicias clásicas”: conmutativa, distributiva y legal.

2. Como Política social específica se desarrolla en una “política de servicios” orientada a satisfacer necesidades y derechos ciudadanos concretos. En esta dimensión se ciñe a las diferentes políticas que tienden a gestionar la intervención pública en la vida social, que desarrolla la sociedad política, mediante dos modelos:

a) Estado asistencial e interventor: suministro de servicios sociales que atiendan las necesidades materiales y las oportunidades vitales, reconocidas jurídicamente y establecidas administrativamente, en los seis sistemas de “protección social”: educación, vivienda, sanidad, mantenimiento de los ingresos de los trabajadores, formación para el empleo y servicios sociales generales.

b) Sociedad del Bienestar: conjunto de programas y servicios ofrecidos como “derechos sociales” por la administración pública, en colaboración activa de los movimientos sociales, la iniciativa social privada o el Tercer sector, en busca de la “integración” colectiva.

Asimismo, este estudio de los fundamentos teóricos de la Política social debe analizar los modelos pretéritos que han configurado el actual Estado de Bienestar. Al respecto, nos encontramos con seis grandes modelos en la historia de la Política social europea, que aportan algunas de las claves del moderno sistema de protección y asistencia social:

a) La Democracia social antiestatista o paraestatal (nacida en L. Blanc y H. de Saint-Simon), actualmente impulsada en las teorías comunitaristas y asociativas.

b) La “Sozialpolitik” germánica, centrada en la protección social del trabajo (nacida de la “crítica moralizante de la economía” por parte de G. Schmoller), y mantenida en las políticas sociales contributivas.

c) El “Welfare State” anglosajón (con el Infome de Lord Beveridge como paradigma), y sus derechos de ciudadanía sometidos a “criterios fiscales”.

d) El modelo de “ciudadanía social” de los países escandinavos, deudor de los dos sistemas anteriores.

e) La política social latina (Moix, 1998, p. 78-79), o vía mediterránea del Bienestar (Moreno, 2001, p 68), como espacio de protección social fundado en la familia tradicional y el Estado asistencializado.

f) La política social liberal, ejecutada como “privatización de servicios” y “co-responsabilidad asistencial”, o concebida como “soziale Marktwirstchaft” (Economía social de Mercado) impulsado por la Escuela de Friburgo (W.Eucken, W. Röpke, A. Müller-Armack).

Modelos historiográficos fundamentan las cuatro grandes propuestas teóricas de la Política social actual, en función de su realización jurídica:

1. como "política jurídico-laboral": concepción originaria de la Política social (Sozial Politik), concebida como una parte del "derecho social", y ligada en su génesis como respuesta a la Cuestión social obrera; en la actualidad responde a la protección directa del trabajo asalariado y la provisión de servicios en función del nivel contributivo.

2. como "corporativismo": teoría sobre un orden integral o funcional de la Sociedad, desarrollada sistemáticamente a partir de los años 20 del siglo XX, y fundado en el papel representativo del trabajo organizado, que a mediados del siglo pasado derivó en el fenómeno neo-corporativo (pactos socioeconómicos).

3. como "Sociología del Bienestar": a partir de las ideas de Gösta Esping-Andersen (1980) se desarrolló una concepción sociológica ligada a la idea británica del "Welfare", materializada en la “ciudadanía social” y los Servicios sociales universalizados.

4. como "análisis de políticas públicas": construcción teórica fundamentada en el análisis cuantitativo de las necesidades y demandas sociales, el estudio socio-estadísticos de los recursos y de la productividad, y la evaluación de la eficiencia y de la eficacia de los servicios públicos.

Pero el uso y abuso administrativo de estos paradigmas han revelado, para Donati, la relativa incapacidad de la Política social europea en superar la concreción normativa en su gestión, así como en producir innovaciones teóricas capaces que superen concepciones tradicionales de tipo asistencial (paternalista, institucional), o vinculadas a derechos de ciudadanía de tipo meramente individual. Frente al resto del mundo, y en particular a Norteamérica, las sociedades europeas han construido durante dos siglos un Estado social significativo y amplio, con diferencias a nivel territorial-cultural (modelo escandinavo, anglosajón, jacobino-francés, germánico, mediterráneo o soviético). Una tradición que ha asignado la Administración social en manos, casi en exclusiva, del poder estatal, limitando la intervención de la sociedad civil a sectores marginales del Tercer sector, a cauces representativos limitados en el aparato burocrático, y a medios de participación sometidos a la voluntad de los partidos políticos (Donati, 2004: 10-11). El Bienestar social ha sido, en esta “era de la Política social”, competencia casi exclusiva de un Estado considerado como expresión suprema y única de la voluntad popular.

Así, en este contexto de debate y reflexión, un hecho apunta directamente hacia la renovación de estas bases teóricas, o cuando menos su actualización. La crisis fiscal e ideológica del sistema del Estado de Bienestar de naturaleza keynesiano-beveridgiana (difundido desde segunda postguerra del siglo XX), ante trasformaciones internas (crisis de la sociedad industrial, mutación de la estructuración social) y externas (mundialización económica, sociedad del conocimiento), exige un replanteamiento de las pilares sobre los que se genera y difunde el pensamiento político-social (Gago, 2004, p. 14). Parece llegar la hora del tránsito del “Estado del Bienestar a la Sociedad del Bienestar”; la eclosión de las formas de “atención en la Comunidad (community care), la difusión de nuevas mentalidades sociales, el impacto de la globalización de problemas y necesidades, o la tendencia a la descentralización regional de los Servicios sociales o de los nuevos movimientos asociativos, parece atestiguarlo. Y sobre todo parece indicarnos la realidad de una nueva cuestión social en el siglo XXI, de signo y naturaleza comunitaria.

3. Comunidades y organizaciones en la renovación de la Política social.

El futuro de la Política social europea y del sostenimiento del “Bienestar social” puede pasar por ese retorno de una “sociedad civil” organizada en clave comunitaria, en torno a sus organizaciones fundamentales y los nuevos movimientos asociativos (Pérez Díaz, 2000, p. 747-748). Viejas y nuevas formas de solidaridad que llevan a repensar la intervención pública más allá de intereses neocorporativos y acciones tecnocráticas; y que explican al auge de la iniciativa social privada y de las organizaciones sociales en la producción y gestión de los “bienes sociales” (Fantova, 2001). La organización, y en este caso la comunidad como símbolo y realidad solidaria, participa del papel mediador de la Política social, ante las disfunciones del Mercado (lo económico) y la crisis de la Democracia de partidos (lo político). Una “mediación político-social” emergente que sitúa al desarrollo humano sostenible como cuestión social primordial, y que busca en la comunidad el fundamento para la racionalización y mejora de los seis grandes sistemas de protección social que conforman el estado del Bienestar (enseñanza, sanidad, vivienda social, fomento de la ocupación, garantía de ingresos mínimos y servicios sociales personales). Pero este proceso conlleva, como atisbó Marchioni, una reformulación teórica de las categorías de la actual Política social del Bienestar y del marco conceptual que la legitima (Marchioni, 1999), desde las categorías de la complementariedad, y que inciden en profundizar en la necesidad de un nuevo “sistema mixto” impulsado por tres claves:

- La comunidad: a través de una nueva filosofía de la acción social (incorporando nuevos y diferentes agentes sociales, en especial a los comunitarios).

- La participación: mediante métodos alternativos de distribución de responsabilidades en la producción de servicios, en la participación pública y en la representación político-social.

- El desarrollo: por medio del análisis pormenorizado y sistemático del sistema de protección social (en la triple esfera de oportunidades, amenazas, disfunciones).

Ahora bien, este comunitario sólo posee un significado dentro de un proceso más amplio de transformación de la estructura de protección social, integrando los avances del modelo “residual” y del “institucional” de las políticas sociales en nuevo sistema “mixto”. Así, del modelo residual se puede poner en valor el papel de la familia y del propio mercado en la generación de redes alternativas de protección social; del modelo institucional, mientras, se puede subrayar la responsabilidad principal del Estado en el reconocimiento como derecho objetivo de ciertas prestaciones y derechos sociales. Con ello se puede fundamentar un “modelo mixto”, en este caso una “tercera vía” comunitaria (más allá del proyecto consensualista de A. Giddens), que revalorice el legado a la Administración social nacida en el viejo Continente, y sus logros institucionales en el campo de la protección y previsión social (las políticas sociales generales, y los servicios sociales específicos y universales, para cubrir las necesidades de seguridad, salud, educación y vivienda). Un regreso que incide, en el nuevo siglo, en tres aspectos no siempre valorados desde una economía reducida al mero mercantilismo y una política sometida al poder de los partidos:

1. El desarrollo humano sostenible (no sólo material).

2. El papel central de la comunidad (no sólo del individuo)

3. La protección social fundada en las responsabilidades (no sólo en los derechos).

Estos pueden ser los elementos centrales de la Política Social del siglo XXI, que debe ser configurar como un “espacio de libertad” (Moix, 2009, p 35-38), donde se limita el Estado, se restringe el Mercado y se impulsa a la Comunidad; para ello se revalorizan públicamente las solidaridades sociales, la participación ciudadana y la responsabilidad social. Así se redefinen las posiciones teóricas de la Política social: paradigmas de partida, mecanismos institucionales, agentes sociales, sistemas de control y evaluación; y con ello se pretende lograr una interacción real:

a) entre el sector privado y el sector público en el desarrollo de “lo social”

b) entre las necesidades sociales y las posibilidades de gasto, al integrar en la financiación externa y en la producción interna de los “servicios sociales” a todos los miembros de la comunidad económica y política.

Movimiento sociales y Tercer sector (Jaraiz, 2009), iniciativa social privada y descentralización local, voluntariado y asociacionismo, cooperación y desarrollo, desarrollo local y trabajo comunitario, son fenómenos que nos advierten de una “nueva era de la comunidad”, fundada en la asociación solidaria, en la representación colectiva y en la participación democrática. Una época, sociológicamente definida por el “desarrollo humano sostenible”, que redefine los principios, fines, medios y teorías de la Política social contemporánea; “mediación” que debe llevar a cabo la transición del Estado del Bienestar propio de finales del siglo XX, a un nuevo Estado social cuyas estructuras y valores se adapten funcionalmente a los cambios económicos, demográficos y sociales, y que aborde moralmente los retos de la nueva mediación entre la economía y la política, haciendo compatibles el capitalismo y la democracia (que para Claus Offe “debilita los motivos y razones del conflicto social”), así como crecimiento económico y gasto social (un auténtico desarrollo humano para R. Mishra).

Por ello, en esta transición juegan un papel central los cuerpos sociales intermedios, al desempeñar, para De Laubier, un papel mediador clave para alcanzar la finalidad de la Política social: la “justice sociale” (De Laubier, 1984, p. 8-9). La tradicional mediación keynesiana entre lo político y lo económico, a través de la “institucionalización del sindicalismo” (Laski, 1951) y la acción fiscal pública, entraba en crisis ante un “contexto económico de escasez” (Rawls), ante el “mito de la economía abierta” (Mishra, 2004) y ante una redefinición de la política pública (Offe, 2000, p. 243-284). La nueva “mediación” comunitaria (global y regional, general y sectorial) responde a estos retos, buscando nuevos elementos de juicio para fundamentar, sostener y legitimar la acción social, en sus logros pasados y sus retos futuros. Con ello redefine los puntos de partida del mismo Estado social, buscando, en suma, la “fórmula mágica” que permitiera conectar el crecimiento económico y la acción redistributiva, en un escenario de “desarrollo humano sostenible”.

En este sentido se incluye la propuesta de Piero Paolo Donati, que documenta como las sociedades europeas siguen inspirando las políticas sociales en un código estatal de inclusión social (que denomina lib/lab, o mezcla de liberalismo y laborismo, que actualmente resulta cada vez más débil y obsoleto. La Política social tradicional, base del actual Estado del Bienestar, muestra límites estructurales en sus posibilidades de innovación porque están formuladas como simples compromisos entre Estado y Mercado en pro de derechos individualizados, utilizando al sector terciario o el fenómeno comunitarista como instrumento auxiliar de resolución de conflictos. Frente a esta realidad, Donati propone el debate sobre un nuevo modelo “societario” caracterizado “el hecho de que confían la inclusión social a una ciudadanía compleja (concebida como entrelazamiento de ciudadanía estatal y ciudadanía societaria), en la cual poseen un papel primordial los sujetos colectivos de la sociedad civil; segundo, porque definen el Bienestar, los servicios y los derechos sociales mediante un código simbólico de tipo relacional”. Un modelo capaz de institucionalizar el “cuarto modelo de Estado del Bienestar” o Estado social relacional destinado a superar, doctrinal y políticamente, los modelos paternalista, asistencial e intervencionista de la Política social (Donati, 2004, p. 10-11).

4. Las claves del desarrollo humano integral.

El desarrollo humano integral aparece como la nueva cuestión social del siglo XXI, trasunto de las “fracturas sociales” presentes en mundo globalizado, y que impele a redefinir la Política social como matriz. Una matriz necesitada de nuevas reflexiones y métodos que hagan eficaz la mediación entre lo político (una Gobernanza transnacional) y lo económico (un Mercado mundializado) a la hora de alcanzar sus objetivos; objetivos que convergen en el idea de “ciudad del hombre” (meta a alcanzar, más allá de intereses privados y de lógicas de poder, causas directas de los efectos los disgregadores sobre la sociedad presente).

En este momento cabe preguntarse sobre la misma noción de desarrollo, concepto polisémico, y hasta cierto punto complejo, en el seno de las ciencias sociales. Nos encontramos con su utilización en el campo de la cultura, de la economía, de la política, de la psicología o de la sociología como sinónimo de evolución y progreso, de transformación y cambio. Surgen dudas, además, sobre en qué consiste “desarrollar”: cuál es su contenido, su finalidad, su método, sus indicadores, sus instrumentos. También podemos atisbar divergencias en la configuración doctrinal de esta noción, en función de la ideología de partida o del contexto histórico. Pero ante todo, esta idea aparece, para la Política social, como el instrumento para analizar el tipo y nivel de ejecución, siempre en busca de un equilibrio imperfecto, de sus fines material (Bienestar) y formal (Justicia).

Al calor del impacto de la industrialización, y en el seno de las primeras doctrinas político-sociales, la idea de desarrollo de las naciones ocupó un lugar preeminente en el pensamiento social y económico contemporáneo. Alcanzar las finalidades citadas de la Política social (Bienestar y Justicia) precisaba de una fundamentación sobre sus condiciones y medios de desarrollo; pero su itinerario histórico nos muestra una pluralidad de interpretaciones sobre como “ejecutar” la Política social, acorde con la posición teórica respecto a tres grandes dialécticas:

a) Entre las esencias de lo político (bien-común) y lo económico (bien-estar).

b) Entre los fines material (crecimiento) y formal (orden).

c) Entre los principios de libertad e igualdad.

Desde la ciencia económica, el liberalismo vinculó el crecimiento económico, libre y competitivo, al desarrollo ético de una sociedad responsable; Adam Smith con La riqueza de las naciones, David Ricardo con Principios de Economía política y tributación (1817) o Thomas Malthus con Ensayo sobre los principios de la población (1798), se convirtieron en los grandes referentes. Mientras desde el socialismo, crecimiento y desarrollo iban unidos en la transformación política y social: la “democracia social” de Henri de Saint Simon o Louis Blanc vinculó el crecimiento con una nueva forma política y social de asociación colectiva; el “socialismo de Cátedra” de los economistas Gustav Schmoller o Adolph Wagner sostuvo el papel intervencionista del Estado en asegurar el crecimiento y controlar el desarrollo; y la dialéctica materialista de Karl Marx consagró el desarrollo como “evolución de la historia”. Incluso desde el modo técnico de pensar se planteó, bajo las tesis de Henri Fayol y Frederick Winslow Taylor, el ideal de la administración científica del trabajo, dando lugar a las prácticas tecnocráticas y fundamentando ciertos proyectos corporativistas.

Asimismo, dentro de la ciencia social encontramos propuestas de gran impacto en la definición de la esencia y contenido del desarrollo de las sociedades modernas. En el positivismo de Auguste Comte se contenía éste como el “ideal de progreso” humano, que, a nivel general, se refería a tres etapas de evolución intelectual (Ley de los tres estados): estado teológico o ficticio, estado metafísico o abstracto, y estado científico o positivo; en este último estado, una sociedad industrializada establecería, en función de los conocimientos objetivos alcanzados, leyes generales útiles para prever, controlar y dominar la naturaleza en provecho de la humanidad, que los científicos y sabios expertos utilizarían para asegurar el orden social. El funcionalismo de Emile Durkheim fundaba todo desarrollo en función de la necesaria “solidaridad orgánica” de una sociedad, a través de una moral común y una perfecta organización y división de las funciones. El “humanismo” sociológico de Max Weber situaba el desarrollo social como la capacidad de adaptación o cambio en la ordenación de la existencia humana de una comunidad, en relación a su sistema de creencias (culturales y religiosas) y a su sistema económico (oportunidades vitales).

Este ideal originario del desarrollo se concretó, durante el siglo XX en tres grandes teorías que lo trataron monográficamente: modernización, dependencia y sistemas mundiales:

a) La teoría de la modernización, que situaba el factor de “crecimiento económico” como la base para el mismo proceso de desarrollo social. El economista británico Arthur Lewis puso el fundamento de la “acumulación de capital” como elemento desencadenante del crecimiento, y el norteamericano Walt Whitman Rostow estableció las distintas fases de evolución: 1) la sociedad tradicional; (2) etapa de transición (“precondición para el despegue”); (3) el proceso de despegue; (4) el camino hacia la madurez; y (5) una sociedad de consumo masivo.

b) Desde el “estructuralismo latinoamericano” y bajo el influjo de las teorías neo-marxistas, el economista argentino Raúl Prebish, al amparo de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), puso las bases de la llamada teoría de la dependencia, basada en la existencia de una dualidad “centro-periferia” en el sistema de relaciones económicas internacionales que explicaba las situaciones de desarrollo-subdesarrollo.

c) El Centro de Estudios de economía, Sistemas Históricos y Civilización de la Universidad Estatal de Nueva York fue el centro académico de la teoría de los sistemas mundiales, esbozada originariamente desde la sociología, pero exportada a disciplinas como la antropología, la historia, las ciencias políticas o la planificación urbana. El núcleo de este paradigma, popularizado por I. Wallerstein, se situaba en la detección comparativa de la “condiciones sistémicas” de desarrollo que operaban a nivel mundial, y que se materializaban en el ámbito local, más allá del marco tradicional de Estado-nación europeo. Por ello las condiciones del desarrollo en países pequeños y subdesarrollados, incluso en comunidades y regiones concretas del “primer mundo”, partían de factores transnacionales generadores de nuevos sistemas, como el creciente sistema de comunicación mundial, los mecanismos emergentes de comercio mundial, el sistema financiero internacional, o la transferencia de conocimientos y vínculos militares.

Estas teorías han surgido como interpretaciones heurísticas sobre el modo de progreso de los países y sus sociedades en busca, esencialmente, de ese equilibrio entre el Bienestar material y la Justicia social. Para ello tomaron como paradigmas de referencia, en su explicación de la “culminación del desarrollo”, bien el superado modelo comunista de planificación social, bien el modelo liberal de crecimiento; y además tomaron como campo de estudio las naciones más pobres del mundo (países subdesarrollados o en “vías de desarrollo”).

Pero a inicios de un nuevo siglo, el ideal del “desarrollo” ha ido asumiendo, en su progresiva delimitación conceptual, criterios medioambientales, culturales y sobre derechos humanos acordes con los límites descritos y con los retos de la globalización. Ya no bastaba con crecer (acumulando y redistribuyendo) sino progresar en función de principios humanistas e imperativos de sostenibilidad. El desarrollo debía contener una dimensión moral capaz de hacerlo duradero, sostenible, justo y humano; permitiría, así, el libre desenvolvimiento social de los ciudadanos, la gestión autónoma y responsable de las necesidades y los recursos, la concienciación sobre los deberes que conllevan los derechos sociales, y la necesidad de las comunidades naturales como mediadoras entre el individuo y el Estado en el cumplimiento de los fines propios de la Política social. Desde finales del siglo XX, varias escuelas de pensamiento han ido configurando una teoría sobre la relación entre desarrollo y globalización, al calor de la difusión mundial del conocimiento, la comunicación y las transacciones económicas. Pero esta teorización presenta una pluralidad de posiciones respecto al contenido último del proceso de globalización: el efecto sobre el desarrollo de la interrelación global, bien como amenaza bien como oportunidad para la Política social (De la Dehesa, 2003). Dentro de la ciencia económica podemos distinguir, de un lado, la “economía del desarrollo”, centrada en la optimización de recursos, la liberalización del Mercado y la cooperación internacional. En este paradigma, denominado como “neoclásico”, encontramos a economistas como Paul N. Rosenstein-Rodan, Albert O. Hirschman, Ragnar Nurkse, Gunnar Myrdal, así como a colaboradores del FMI y del Banco Mundial como Peter Bauer, Jacob Viner, Anne Krueger, Ian Little o Bela Balassa, o al responsable del documento “Latin American Adjustment” (1990), John Williamson. En un lugar distinto, aparece “la teoría del desarrollo humano”, concebida por Amartya Sen, Paul Streeten o Martha Nussbaum, acogida en el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y marcada por el Índice de Desarrollo Humano (IDH). Además podemos señalar la doctrina sobre el desarrollo humano integral contenida en el más reciente Magisterio social católico, desde la Encinclica Populorum progressio (1967) de Pablo VI a la Encíclica Caritas in veritate (2009) de Benedicto XVI.

En este contexto, el desarrollo humano integral como Política social acoge y supera, a nuestro juicio, las teorizaciones tradicionales sobre el “desarrollo”, y nos ilustra sobre la oportunidad para nuestra generación de ser la protagonista en la reconstrucción de un equilibrio humano, verdaderamente moral, entre las necesidades de Bienestar y las exigencias de la Justicia social. Varias claves, que a continuación enumeramos, nos muestran el posible camino.

1. El desarrollo humano integral confirma el estatuto científico de la Política social, tanto en su fundamente epistemológico (mediación) y en su teoría constitutiva (ciencia normativa) como en su mismo origen histórico (socialpolitik). La crisis internacional abierta a principios del siglo XXI vuelve a situar, en primer plano, la “moralización de la economía” como presupuesto de actuación de los poderes político-sociales (en los mercados financieros, en las relaciones de producción, en las acciones de empleo, en la lucha contra la pobreza o en la sostenibilidad medioambiental).

2. La responsabilidad social, individual y colectiva, que funda esta moralización por parte de la Política social necesita de una nueva “fraternidad”, capaz de modificar los procesos económicos, políticos y sociales actuales hacia metas plenamente humanas. Desde el punto de vista económico significa la participación activa, y en condiciones de igualdad, de todos los hombres y comunidades en el proceso económico nacional e internacional; desde el punto de vista social supone la evolución hacia sociedades solidarias y con buen nivel de formación; desde el punto de vista político conlleva la consolidación de regímenes democráticos capaces de asegurar libertad y paz. Pese a los evidentes éxitos del modelo político-social actual (Welfare State), persisten viejas desigualdades materiales y vitales entre países desarrollados y subdesarrollados, y crecen graves injusticias en el seno de los mismos países avanzados. Por ello es necesaria una nueva síntesis humanista en el seno del pensamiento político-social, que redescubra los valores de fondo sobre los cuales construir un futuro mejor.

3. El cuadro del desarrollo se despliega en múltiples ámbitos, más allá de las ideologías y de la mera tecnificación, las cuales simplifican con frecuencia, y de manera artificiosa, la realidad. Un conjunto de ámbitos que subrayan la objetividad contenida en el estudio de la dimensión humana de los problemas, y evidencian que el simple “crecimiento” no basta. La riqueza mundial crece en términos absolutos, pero aumentan también las desigualdades. En los países ricos nuevas categorías sociales se empobrecen y nacen nuevas pobrezas; en las zonas más pobres algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora, corrupción e ilegalidad. Comportamientos amorales y relativistas, al calor de la fe en la riqueza o en la técnica, permiten formas crecientes de explotación humana (sexual, laboral), procesos de degradación personal (drogodependencias, violencia), pérdida de lazos de solidaridad social (familiar, empresarial, comunitaria, medioambiental), etc. Fenómenos que nos muestran que no sólo basta progresar desde el punto de vista económico y tecnológico; el desarrollo necesita ser ante todo humano, sostenible e integral.

4. La nueva cuestión social se ha hecho mundial, ya que las “fracturas sociales” de la interrelación entre la actividad económica y la función política surgen e impactan a nivel internacional. Los Mercados y la circulación financiera parecen no tener frenos territoriales, y los Estados se someten a presiones de ámbito global. El poder estatal se encuentra con el deber de afrontar las limitaciones que pone a su soberanía el nuevo contexto económico-comercial y financiero internacional, caracterizado también por una creciente movilidad de los capitales y los medios de producción, materiales e inmateriales.

5. La Política social, ante esta nueva cuestión, debe redefinir sus funciones y medios a nivel nacional y local, buscando la actuación responsable de las organizaciones de la sociedad civil, y la participación activa de los ciudadanos. Los sistemas de protección, previsión y asistencia social, para lograr sus objetivos de auténtico Bienestar y verdadera Justicia social, deben atender a un cuadro de fuerzas profundamente transformado. El Mercado global modifica los lugares y relaciones de producción, y la Política globalizada aumenta el impacto de los problemas sociales. La red de seguridad social debe reforzarse frente los peligros sobre los derechos de los trabajadores, como derechos fundamentales del hombre, e impulsar las formas comunitarias de solidaridad. Los sistemas de seguridad social pueden perder la capacidad de cumplir su tarea, tanto en los países pobres como en los emergentes, e incluso en los ya desarrollados desde hace tiempo. Los recortes al gasto social, con frecuencia promovidos también por las instituciones financieras internacionales, pueden dejar a los ciudadanos impotentes ante riesgos antiguos y nuevos.

6. El conjunto de los cambios sociales y económicos descritos obligan a una nueva formulación de la tarea de las organizaciones sindicales en la representación y protección de los intereses de los trabajadores. Nuevas formas de organización y de producción muestran la necesidad de sistemas renovados para la asociación socio-laboral, dónde las redes de solidaridad tradicionales y “las comunidades naturales” jueguen un papel destacado. La incertidumbre sobre las condiciones de trabajo a causa de la movilidad y la desregulación, la posibilidad del despido injustificado o el desempleo masivo, llevan a situaciones de deterioro humano y de restricción de la libertad. Ante ello, las organizaciones socio-laborales deben actuar promoviendo nuevas redes de asistencia y apoyo mutuo.

7. En el plano cultural y educativo se debe proceder a una universalización de los bienes culturales y de los sistemas de formación, para facilitar el acceso a los mismos a todos los ciudadanos en base a criterios de equidad y libertad. En ellos, la dignidad del ser humano debe ser el fin, y la formación para el desarrollo integral el medio, fomentando el mérito y la responsabilidad. Es necesario un mayor acceso a la educación, pero no limitada a la instrucción meramente técnica o a la formación para el trabajo, que son dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa de la persona.

8. Todo desarrollo social y cultural necesita de unos niveles mínimos de seguridad económica y de subsistencia material; pero la lucha contra el hambre o por los ingresos mínimos, para ser eficaz, necesita por un lado una paralela acción educativa integral (humanista y técnica) que capacite al ser humano para su autosuficiencia; y por otro una política económica activa y dinámica que genere puestos de trabajo suficientes y dignos, y aporte los recursos mínimos para financiar las prestaciones de la Seguridad social y los medios de los Servicios sociales.

9. Las grandes novedades que presenta hoy el cuadro del desarrollo de los pueblos plantean la exigencia de nuevas soluciones, que en el fondo, y como hemos señalado, remiten a la vieja “moralización de la economía” de la Sozialpolitik. La dignidad de la persona, el Bienestar social y las exigencias de la Justicia requieren que las opciones económicas no hagan aumentar de manera excesiva y moralmente inaceptable las desigualdades, y que se siga buscando como prioridad el objetivo del acceso al trabajo, y la protección de las situaciones de exclusión del mismo. Es decir, se hace imprescindible fomentar y regular la dimensión ética del proceso económico, desde una Política social basada en tres instancias en equilibrio e interrelación: el mercado, el Estado y la sociedad civil.

10. El Estado social, como actual forma política de la comunidad nacional, debe intervenir tanto en función de valoraciones morales, como de una auténtica “razón económica”. El aumento de las desigualdades entre grupos sociales dentro de un mismo país y entre las poblaciones de los diferentes países erosiona la cohesión social y conlleva un impacto negativo en el plano económico, por el progresivo desgaste del “capital humano” necesario en los sistemas productivos y de consumo. Las situaciones de inseguridad estructural dan lugar a actuaciones antiproductivas, al derroche de recursos humanos y a la ausencia de creatividad e innovación. Los costes humanos son siempre también costes económicos, y las disfunciones económicas comportan igualmente costes humanos. Se exige así, de nuevo, una nueva y profunda reflexión sobre el sentido de la economía y de sus fines.

11. En cuanto al orden económico, el Mercado es la institución que permite el encuentro entre las personas, como agentes económicos que utilizan el contrato como norma de sus relaciones, y que intercambian bienes y servicios de consumo para satisfacer sus necesidades y deseos. Si hay confianza y regulación, el mercado está sujeto a los principios de la llamada justicia conmutativa, que regula precisamente la relación entre dar y recibir entre iguales. Pero si existen una serie de fundamentos morales sólidos, el mismo Mercado se somete a los principios de la justicia distributiva y de la justicia social. Cuando la organización mercantil se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento; pero bajo formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado cumple plenamente su propia función económica en consonancia con las verdaderas necesidades sociales. Por esta razón la actividad económica debe estar ordenada a la consecución del bien común, que es responsabilidad sobre todo de la comunidad política; regulando justamente la economía, mostrará que no es una actividad antisocial, sino un instrumento al servicio del ser humano.

12. En el orden político, el Estado debe impulsar una intervención redistributiva de la riqueza en función de los criterios de Justicia social. La autoridad política debe participar decisivamente en la consecución de un nuevo orden económico-productivo, socialmente responsable y a medida del hombre. El mercado único y global no elimina el papel de los Estados, más bien obliga a los gobiernos a una colaboración recíproca más estrecha, recuperando muchas competencias; asimismo es imprescindible una articulación de la autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, entre la administración pública y otras instancias políticas.

13. La “solidaridad social” debe integrarse plenamente en el Mercado, a través de actividades económicas impulsadas por sujetos que optan libremente por ejercer su gestión, movidos por principios distintos al del mero beneficio, sin renunciar a producir valor económico; formas productivas y laborales insertas en el seno de propia sociedad civil: organizaciones cooperativas de producción y consumo, empresas de integración social, entidades sin ánimo de lucro, iniciativas de asociación comunitaria, etc.. La sociedad civil es el ámbito más apropiado para una economía de la solidaridad basada en la justicia y el bien común, en sus diversas instancias y agentes. Se dibuja, así, una forma concreta y profunda de democracia económica, como escenario dónde puedan operar libremente, con igualdad de oportunidades, empresas que persiguen fines institucionales diversos. Junto a la empresa privada, orientada al beneficio, y los diferentes tipos de empresa pública, deben poder establecerse y desenvolverse aquellas organizaciones productivas que persiguen fines mutualistas y cooperativos. Es necesario, pues, desarrollar las libertades y competencias de las “comunidades naturales”, ante la lógica del Mercado (dar para tener) y la lógica del Estado (dar por deber), en una auténtica civilización de la economía. Sólo así se podrá recuperar la solidaridad en las relaciones entre los ciudadanos y los sentimientos de identidad comunitaria, más allá de lo marcado por un contrato o por una ley.

14. En este contexto, las actuales dinámicas económicas internacionales, caracterizadas por graves distorsiones y disfunciones, conllevan cambios profundos en el modo de entender la empresa. Antiguas modalidades de la vida empresarial van desapareciendo, mientras otras más prometedoras se perfilan en el horizonte. La internacionalización del capital o la deslocalización de la actividad productiva desconectan la empresa de un territorio y una población concreta, provocando la falta de responsabilidad del empresario respecto a los interesados, como los trabajadores, los proveedores, los consumidores, así como al medio ambiente y a la comunidad que lo rodea. Por ello es oportuna una “responsabilidad social” más amplia de la actividad empresarial: sostenibilidad de la misma a largo plazo, vinculación con la comunidad, respeto a los derechos laborales, preocupación medioambiental, obras sociales comprometidas, y sobre todo, recuperación del significado humano de la actividad empresarial (creación de riqueza para la sociedad). La Política social debe atender, prioritariamente, a este tema de la relación entre empresa y ética, en primer lugar, desde la regulación equilibrada de los sistemas mercantiles y el fomento de las empresas sociales destinadas al beneficio (profit) y de las organizaciones sin ánimo de lucro (non profit) vinculadas a la Justicia y al Bien común; y en segundo lugar, mediante una economía de utilidad social, un “tercer sector” que implica al sector privado y público, y supone la potenciación de empresas que son capaces de concebir el beneficio como un instrumento para conseguir objetivos de humanización económica.

15. La globalización es una realidad humana, no el fruto de fuerzas anónimas e impersonales o de estructuras independientes de la voluntad individual y colectiva. Tampoco es un simple proceso socioeconómico, sino una realidad protagonizada por una humanidad cada vez más interrelacionada, que supera fronteras en el plano de la comunicación y la cultura, que hay que regular desde una orientación cultural personalista y comunitaria. El proceso de globalización, adecuadamente entendido y gestionado, ofrece la posibilidad de una gran redistribución de la riqueza a escala planetaria como nunca se ha visto antes, así como de nuevas formas de solidaridad nacional y local; pero si se gestiona mal, puede incrementar la pobreza y la desigualdad. Por ello, la “reacción” ante el reto del desarrollo humano integral debe ser responsabilidad consciente de los propios ciudadanos y sus organizaciones de referencia y pertenencia, y campo de intervención superior de la Política social.

16. La Política social, así como sus instrumentos de acción (desde la Seguridad social hasta los Servicios sociales y el trabajo social) deben atender a la importancia suprema de familia como factor de crecimiento demográfico, de socialización humana y como “célula social” básica al servicio de la comunidad.

17. En cuanto a la cooperación internacional al desarrollo, se necesitan políticas y personas que participen en este proceso desde la solidaridad, la formación y el respeto, haciendo a las naciones menos desarrolladas los protagonistas autónomos de su propio crecimiento. Por ello, las sociedades tecnológicamente avanzadas no deben confundir su propio progreso con una presunta superioridad cultural, y las sociedades en crecimiento deben permanecer fieles a lo que hay de verdaderamente humano en sus tradiciones, evitando que superpongan automáticamente las formas de la civilización tecnológica globalizada. La ayuda al desarrollo de los países pobres es, en realidad, un verdadero instrumento de creación de riqueza para todos (Bestard, 2003).

18. La relación del hombre con el ambiente natural es también objeto de esta nueva concepción de la Política social. El uso sostenible y compartido de los recursos representa una responsabilidad para con los pobres, nuestros hijos y toda la humanidad. El hombre puede y debe utilizar responsablemente el medio natural para satisfacer sus legítimas necesidades, materiales e inmateriales, pero siempre respetando el equilibrio legado por sus antepasados y las posibilidades de supervivencia de las generaciones futuras (en sus recursos y en su reparto).

19. Otro de los fenómenos que nos anuncian la necesidad del desarrollo humano integral, es el las migraciones. Un fenómeno de radical actualidad, ante sus grandes dimensiones geopolíticas, los problemas sociales, económicos, políticos y culturales de los que nace y que suscita, y por los dramáticos desafíos que plantea a las comunidades nacionales e internacionales. Y ante estos factores, las políticas activas de integración nacional y de cooperación internacional al desarrollo nos ofrecen dos plataformas desde la cuales dotar un “rostro humano” a la “abstracción sociológica” de la inmigración, donde los derechos fundamentales inalienables han de ser respetados por todos y en cualquier situación.

20. La violación de la dignidad del trabajo humano, vieja fractura social, sigue siendo uno de los ejes de atención de la Política social. La limitación efectiva del derecho al trabajo y sus posibilidades (desocupación, subocupación), o la devaluación de los derechos que fluyen del mismo, especialmente el derecho al justo salario, a la seguridad de la persona del trabajador y de su familia”, son algunos de los rasgos que deshumanizan la dimensión laboral de la existencia humana. Ante ellos, el trabajo debe volver a ser la expresión de la dignidad esencial de todo hombre: un trabajo libremente elegido, que asocie efectivamente a los trabajadores, hombres y mujeres, al desarrollo de su comunidad, que evite toda discriminación, que consienta a los trabajadores organizarse libremente, que deje espacio para reencontrarse adecuadamente con las propias raíces (en el ámbito personal, familiar y espiritual), y asegure una condición digna y una subsistencia suficiente a los trabajadores y a sus familias.

21. La nueva Política social debe atender igualmente a una dimensión humana en constante crecimiento: los consumidores y sus asociaciones. El consumidor tiene una responsabilidad social específica, ligada al respeto de principios morales en la producción de los bienes y en el consumo de los mismos, sin que disminuya la racionalidad económica intrínseca en el acto de comprar: respeto de la dignidad del trabajo, de las condiciones de fabricación, del medio ambiente.

22. El problema del desarrollo está estrechamente ligado, en la actualidad, al progreso tecnológico, el cual, sometido a imperativos éticos superiores, debe ser instrumento de crecimiento y comunicación, y no medio de ensanchamiento de las diferencias materiales y culturales entre pueblos y generaciones. Dicho progreso aparece como “instrumento humano” al servicio del respeto al medio ambiente y no de su agresión insostenible; de mejora de las condiciones sanitarias y perspectivas de vida de la población, y no de manipulación biológica injustificada y arbitraría; de perfeccionamiento de la producción y no de deshumanización del trabajo.

23. El desarrollo tecnológico está relacionado, asimismo, con la influencia cada vez mayor de los medios de comunicación social. Dada la importancia fundamental estos medios en determinar los cambios en el modo de percibir y de conocer la realidad y la persona humana misma, se hace necesaria el análisis sobre su influencia, especialmente sobre la dimensión ético-cultural de la globalización y el desarrollo solidario de los pueblos (Iglesias y Martínez, 2007).

24. El tema del desarrollo está unido, de manera esencial, al del desarrollo del hombre integral. Por ello, uno de los aspectos más destacados del desarrollo actual es la importancia del tema del respeto a la vida: la lucha contra la mortalidad infantil, la educación contra la violencia hacia la mujer o la limitación de las prácticas eugenésicas como medio de control demográfico. En la actualidad, la bioética es un campo prioritario y crucial en la lucha cultural entre el absolutismo de la técnica y la responsabilidad moral, y en el que está en juego la posibilidad de un desarrollo humano sostenible e integral. La cuestión social se ha convertido en una cuestión antropológica, al implicar no sólo el modo mismo de concebir, sino también de concebir la existencia y manipular la vida, cada día más expuesta ésta por la biotecnología a la intervención del hombre. En la fecundación in vitro, la investigación con embriones, la posibilidad de la clonación y de la hibridación humana., se van abriendo paso prácticas eugenésicas que suponen una, manifestación abusiva del dominio sobre la vida, y que en ciertas condiciones niegan la misma dignidad humana.

25. Estos son algunos de los grandes retos de una nueva Política social fundada en el ideal de un desarrollo humano integral, que debe abarcar tanto un progreso material, como uno antropológico. Un desarrollo, en suma, más allá de una economía reducida al mero mercantilismo y una política sometida al poder de los partidos, y que se puede articular sobre tres principios: 1) Un desarrollo humano sostenible (no sólo material); 2) El papel central de la comunidad (no sólo del individuo); 3) Una protección social fundada en las responsabilidades (no sólo en los derechos). Como señala Luis Vila, “averiguar la causa de los males de la sociedad trae consigo la referencia a actitudes éticas básicas de los ciudadanos y de los políticos” (Vila, 2009).

26. Estos aspectos deben configurar la Política Social del siglo XXI como un “espacio de libertad”, donde se limita el Estado, se restringe el Mercado y se impulsa a la Comunidad, al revalorizarse las solidaridades humanas, la participación ciudadana y la responsabilidad social. De esta manera se redefinen las posiciones teóricas de la Política social: paradigmas de partida, mecanismos institucionales, agentes sociales, sistemas de control y evaluación. Con ello se pretende lograr una interacción real en un doble sentido: entre el sector público y sector el privado, en la génesis y gestión de “lo social”; y entre las posibilidades de gasto y las necesidades sociales, al implicar en la financiación externa y en la producción interna de los “servicios sociales” a todos los miembros de la comunidad económica y política.

27. La Política social debe poder llevar a cabo la transición del Estado del Bienestar nacido en el siglo XX, a una nueva forma político-social cuyas estructuras y valores se adapten funcionalmente a los cambios acaecidos y a las exigencias humanas (Donati, 2004, p. 40-42.). Una transición abierta hace décadas, al amparo de un debate con posiciones diversas, y hasta cierto punto divergentes: una mediación que hiciera compatibles el capitalismo y la democracia (cuya conflicto, para Claus Offe, “debilita los motivos y razones del conflicto social” (Offe, 2000); que aunara crecimiento económico y gasto social (un auténtico desarrollo humano para R. Mishra); que hiciera frente a un “contexto económico de escasez” (Rawls); que potenciara el papel de la comunidad como núcleo de la acción social (A. Etzioni); que propusiese un nuevo “Estado relacional” (Donati). Pero en esta transición Patrick de Laubier señalaba el papel central que podían jugar los cuerpos sociales intermedios, al desempeñar una función mediadora clave para alcanzar la finalidad de la Política social: la “justice sociale” (De Laubier, 1984). Ante la revisión del tradicional vinculo keynesiano entre lo político y lo económico (a través de la “institucionalización del sindicalismo”), la Política social debía contener nuevos elementos de juicio a nivel comunitario para fundamentar, sostener y legitimar la acción social, en sus logros pasados y sus retos futuros.

28. Esta propuesta de renovación supone, como atisbó Marchioni, una reformulación teórica de las categorías de la actual Política social del Bienestar y del marco conceptual que la legitima (Marchioni, 1999), desde las categorías de la complementariedad, y que inciden en profundizar en la necesidad de un nuevo “sistema mixto” impulsado por tres claves: a) La comunidad: a través de una nueva filosofía de la acción social (incorporando nuevos y diferentes agentes sociales, en especial a los comunitarios); b) La participación: mediante métodos alternativos de distribución de responsabilidades en la producción de servicios, en la participación pública y en la representación político-social; c) El desarrollo: por medio del análisis pormenorizado y sistemático del sistema de protección social (en la triple esfera de oportunidades, amenazas, disfunciones).

29. En suma, es imprescindible una Política Social esencialmente liberadora, y por ende, capaz de impulsar un desarrollo sostenible e integral del ser humano.

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