Revista OIDLES - Vol 1, Nº 1 (septiembre 2007)

Ética y Economía: entre lo Privado, lo Social y lo Común. Perspectivas de la Economía Social.

Por Luciano Nosetto§

  

INTRODUCCIÓN

La implementación del modelo neoliberal en Argentina y la región implicó una profunda resignificación de la intervención estatal, limitada al aseguramiento de las condiciones de funcionamiento del mercado en tanto óptimo asignador de bienes. De esta manera, la construcción de la ciudadanía se pretendió resolver en la “teoría del derrame” mediante la individualización y la mercantilización de los derechos sociales, asegurados por el Estado sólo indirectamente, en la preservación de la seguridad jurídica y, compensatoriamente, en la contención asistencial de los excluidos.

La crisis de mando sobre este proceso de modernización neoliberal encontró su estallido en los acontecimientos de diciembre de 2001, donde se evidenció el fracaso, tanto del mercado como del Estado, en dar respuesta a la creciente pauperización y deciudadanización de más de la mitad de la población argentina.

En este contexto, vastos sectores sociales se organizaron en torno a una serie de experiencias vinculadas a formas no capitalistas de relaciones económicas, como los trueques, las cooperativas de trabajo, las huertas comunitarias, las empresas recuperadas, las instituciones de microcréditos y las ferias sociales entre otras[1]. Estas experiencias fueron rápidamente comprendidas dentro del concepto de economía social, mediante el que se da cuenta de aquellas unidades económicas guiadas por ciertos principios que implican el rechazo a la supremacía de la reproducción del capital sobre la reproducción de la vida.

A efectos de una definición sumaria y provisional, podemos enlazar dos dimensiones que componen el concepto de economía social[2]: por un lado, ésta remite a un sector económico específico y, por otro lado, a una ética que la informa. Las conceptualizaciones más habituales sobre la economía social integran, así, una enumeración no taxativa del status jurídico de las unidades de este sector económico (comprendido nuclearmente por cooperativas, mutuales y asociaciones) y una explicitación de principios éticos resumibles en:

(a) la supremacía del trabajo sobre el capital,

(b) la finalidad de servicio más que de lucro,

(c) la autonomía de gestión respecto del Estado y

(d) los procesos de gestión democrática (Defourny, 1998)

De esta manera, el concepto de economía social interpela a una determinada ética vinculada a la reciprocidad, en el entendimiento de que la economía está inserta dentro de una sociedad no de agentes económicos ahistóricos sino de personas inscriptas en lazos sociales. La economía social implica experiencias de relaciones económicas que, más que reproducir el capital, lo que intentan es reproducir sociedad, priorizando los lazos sociales sobre la acumulación de capital.

Ahora bien, a cuatro años del estallido social de diciembre de 2001, la reactivación económica y la relativa normalización de los mercados así como la reconstitución de la autoridad y legitimidad política, coincidieron con un retraimiento de expectativas respecto de los alcances y la importancia de la economía social como alternativa viable frente a la economía pública y privada. En este sentido, esta reducción de expectativas pareciera validar la perspectiva de abordaje de estas asociaciones en los términos de un “tercer sector” que surgiría, friccional y provisoriamente, ante las imperfecciones coyunturales de los mercados y ante la imposibilidad del Estado de corregirlas. En esta línea, la economía social constituiría una experiencia temporal de subsistencia, activada por la crisis del mercado y del Estado, que tendería a desaparecer en el actual contexto posneoliberal ante la reconstitución de la economía pública y privada.

Contra esta perspectiva, consideramos que la vigencia de la economía social en el actual contexto se mantiene desde el momento en que sus rasgos característicos permiten identificarla en términos de un síntoma del sustrato social del trabajo humano. Si el trabajo humano constituye una actividad imposible de desarrollarse fuera de la sociedad, la economía social aparece no como una práctica marginal sino como un develamiento de este carácter eminentemente social del trabajo.

Este rol de síntoma estaría, a su vez, complejizado por el hecho que, en la fase actual, el capitalismo tiende a centrar su valorización en elementos cooperativos y comunicativos que son típicos de la economía social. La reciprocidad, los lazos cooperativos, la confianza y el afecto aparecen así en el centro de la producción capitalista.

En este contexto, la economía social deviene no sólo un síntoma del sustrato social del trabajo humano sino también un síntoma de la tendencia histórica a la subsunción de todo lo social en el capital.

La vigencia de la economía social se define entonces en un plano muy distinto al de las evidencias empíricas que pueden presentarse a favor o en contra. Nuestra hipótesis es que esta vigencia se define en lo ontológico, como esencia del trabajo humano, y en lo tendencial, como síntoma de un proceso histórico de puesta en valor del intelecto social general.

Para dar cuenta de esta hipótesis de trabajo, abordaremos el concepto de economía social a través de tres perspectivas posibles.

La primera perspectiva es aquella que inscribe a la economía social dentro del “tercer sector”. Para abordar esta perspectiva, daremos cuenta de su herencia en la doctrina liberal y neoclásica, identificando la naturalización del mercado y del homo oeconomicus operada por esta corriente.

Posteriormente, relevaremos una segunda perspectiva de abordaje de la economía social, centrada en el aporte crítico al liberalismo de varios autores (con eje en Karl Polanyi) que darán cuenta de la historicidad de la institución del mercado y de la posibilidad y deseabilidad de la convivencia de diversos principios económicos, donde la economía social pueda ocupar un rol junto al mercado y al sector público.

Por último, y ya en nuestro terreno, avanzaremos en la tercera perspectiva, postulando la inscripción de la economía social en la configuración relacional e inmaterial de la producción posfordista. Aquí es donde operará la posibilidad de identificar a estas prácticas como síntomas del sustrato eminentemente social del trabajo humano y de la tendencia a la puesta en valor del intelecto social general.

 

1. La perspectiva del tercer sector

Una primera perspectiva de abordaje de la economía social es la de un “tercer sector” que surge, friccional y provisoriamente, ante las imperfecciones coyunturales de los mercados y ante la imposibilidad del Estado de corregirlas. En esta línea, la economía social constituye un fenómeno asociativo inscripto en un sector de no Estado y no mercado. Estas experiencias temporales de subsistencia serían activadas por la crisis del mercado y del Estado y tenderían a desaparecer en el actual contexto ante la reconstitución de la economía pública y privada.

Daremos cuenta de esta perspectiva abordando, en primer lugar, las premisas teóricas en las que se asienta para, en segundo lugar, relevar el concepto en su dinámica propia y, por último, identificar su impacto en el pensamiento latinoamericano reciente.

 

1.1. Los pilares clásicos

Nos interesa comenzar abordando algunas de las premisas del liberalismo económico que habilitarán el abordaje de la economía social en términos de un “tercer sector”. Para ello, haremos en primer lugar un recorrido por dos aportes constitutivos del liberalismo: el individualismo posesivo en John Locke, como aporte constitutivo del abordaje liberal del momento de la producción; y la naturaleza mercantil de las relaciones económicas en Adam Smith, como aporte constitutivo del abordaje liberal del momento de la circulación[3].

John Locke constituirá uno de los pilares de la doctrina liberal. Su concepción de la naturaleza del hombre y de la génesis del orden social y político cimentarán las bases sobre las que autores posteriores de la corriente liberal construirán sus teorías.

En su primer tratado sobre el gobierno civil, John Locke desarrollará una visión crítica respecto de la teoría divina del derecho de los reyes. En este sentido, Locke rechazará la idea de que la autoridad política fue concedida por Dios a Adán y transmitida por sucesión a sus descendientes. Así, se abre paso al abordaje de una ontología humana exenta de toda sujeción.

Locke reconocerá tres estratos del mundo: Dios, el hombre y las cosas. Mientras que la relación entre los hombres estará definida en términos de igualdad natural, la relación entre los hombres y la creación estará definida en términos de propiedad. La libertad, en consecuencia, será aquella condición en la que “cada uno orden(a) sus acciones y dispon(e) sus posesiones y personas como juzg(a) oportuno” (Locke, 1990: p.36). La libertad opera, entonces, cuando la relación entre los hombres no obstaculiza la relación entre hombres y cosas, abriendo paso a su equiparación en términos del derecho a la propiedad.

La propiedad corresponde al propio metabolismo humano: el hombre, al procurarse las cosas necesarias para la subsistencia, opera sobre la naturaleza mediante su trabajo, transformando los bienes colectivos de la creación en bienes privados. Así, la misma naturaleza del hombre lleva inscripta su condición de propietario, constituyendo una ontología humana en términos de un “individualismo posesivo” (Macpherson, 1970) anterior tanto a la sociedad civil como al Estado. Es en este contexto donde Locke definirá el pasaje del Estado de Naturaleza a la Sociedad Civil.

Ya en el estado prepolítico regirá la ley natural, accesible racionalmente a “quien quiera consultarla” y consistente en que “ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad y posesiones” (Locke, 1990: p.38). Es en el constante temor a la infracción de esta ley donde los hombres encontrarán la necesidad de darse un orden político. “El fin del gobierno es la preservación de la propiedad y esta es la razón por la que los hombres entran en sociedad” (Locke, 1990: p.146).

Así, la naturaleza posesiva del hombre en términos ontológicos deriva en la observación empírica de la necesidad del momento de lo político. Se opera una escisión entre política y economía y una subordinación de aquella respecto de esta: “lo económico no se yuxtapone simplemente a lo político sino que le es jerárquicamente superior”. De la relación entre hombres y cosas definida de manera eterna y natural, Locke derivará la relación política como un añadido ontológicamente marginal, pasando de una concepción del “hombre como ser social” al “hombre como individuo abstracto” (Dumont, 1982: pp. 71 y ss.).

En suma, a partir de una naturalización de la propiedad, Locke planteará a la relación hombres-cosas como anterior y determinante de la relación entre los hombres. De esta manera, la sociedad civil será definida en términos de un agregado de individuos que operan en la naturaleza mediante sus trabajos individuales, produciendo riqueza y deviniendo así propietarios.

La persona humana queda entonces definida en términos de propiedad que, en su sentido amplio, incluye vida, libertad y hacienda. La ontología posesiva del hombre es así anterior a (y causante de) su carácter de ser moral y político. Un posterior ejercicio trascendental de acceso a la ley natural, dictará la conveniencia del contrato y dará lugar a la constitución de la sociedad y el Estado.

Retomando en parte el aporte de John Locke, Adam Smith se constituirá en el pilar de la economía clásica. Su originalidad consistirá en dar cuenta de un sistema económico coherente, integrado e independiente tanto de la política como de la moral. De manera implícita en su obra “La riqueza de las naciones” y explícita en “Teoría de los sentimientos morales”, Smith dará cuenta de la ontología humana a partir de un conjunto limitado de motivaciones que determinan las acciones de los hombres y condicionan la posibilidad del orden social.

Smith partirá del egoísmo como la primera motivación de los hombres. La conmiseración, el deseo de ser libre, el sentido de la propiedad, el hábito del trabajo y la tendencia a trocar, permutar y cambiar una cosa por otra cerrarán una enumeración taxativa de las fuentes de la acción humana. Es en la combinación de estas motivaciones que se genera un equilibrio natural que hace posible la convivencia en sociedad.

En principio, el egoísmo es la motivación más paradójica y determinante. Tomando el aporte de Bernard Mandeville –que, en su “Fábula de las abejas” planteará que los vicios privados devienen beneficios públicos– Smith reconocerá que en la búsqueda individual del interés propio se encuentra el motor del desarrollo de las sociedades. Al corroborar históricamente el desarrollo de la división del trabajo, Smith derivará de esta la propensión a trocar, permutar y cambiar una cosa por otra. Es en este intercambio mercantil que los hombres, procurando maximizar su beneficio, se empeñarán en la mejora de los bienes ofrecidos, promoviendo el bienestar del conjunto: “no esperamos nuestra comida de la benevolencia del carnicero, del cervecero y el panadero sino del cuidado con que atienden sus propios intereses” (Smith, 1958).

Es en esta dinámica que Smith, en su fe en un orden natural que equilibra las motivaciones, concebirá que cada individuo “es conducido por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal alguno para la sociedad, pues al perseguir su propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus designios” (Smith, 1958: p.402). Dado que cada hombre es el mejor juez de su propio interés, la concurrencia de voluntades informadas por el egoísmo habilitará un orden involuntario que promoverá el interés general.

En la motivación derivada del sentido de la propiedad puede observarse la herencia lockeana en términos de la naturalización de la propiedad. El planteo de Smith constituye así un avance, al incorporar en la naturaleza humana la tendencia al intercambio. En este sentido, a la naturalización lockeana de la propiedad seguirá la naturalización smithiana de la institución del mercado. Esta operación es posible ya que la “astucia de la naturaleza” hace coincidir las motivaciones egoístas de los hombres con el orden natural. Pasión (básicamente egoísta) y razón (ley natural) convergen en el intercambio mercantil.

En suma –y a partir de estas motivaciones– la teoría de Smith habilita a los hombres (autoconscientes de su interés) la posibilidad de perseguir sus fines egoístas, promoviendo simultáneamente el interés general. El mercado, que encuentra su origen una de las motivaciones de los hombres (la tendencia al intercambio), se constituye en un espacio natural, no derivable de la voluntad de los hombres de constituirlo.

Así, el aporte de estos dos autores se constituirá en el corpus primigenio del pensamiento económico clásico, donde se operan dos estilizaciones ontológicas centrales:

1.         En primer lugar, la definición (en John Locke) de la ontología de la persona humana en términos de la propiedad, determinada por el trabajo individual como fuente de riqueza.

2.         En segundo lugar, la definición (en Adam Smith) del mercado como forma natural de darse las relaciones económicas, que encuentra su fuente en la motivación natural de la acción humana al intercambio.

 

1.2. El surgimiento de un tercer sector

A partir de estas dos conceptualizaciones de la naturaleza humana, se concebirá a la sociedad civil como el espacio de la agregación de individuos poseedores y al Estado como una derivación marginal pero necesaria al momento de asegurar la integridad de las personas y de sus bienes.

En este contexto, surge la noción de “tercer sector” como un espacio definido en términos de no-mercado y de no-Estado. Se afirma que el tercer sector deriva de las fallas que se dan en estos dos sectores en la asignación de bienes y servicios. Para ello, nos será necesario avanzar en algunas consideraciones respecto de la economía neoclásica.

Surgida a principios del siglo XIX, la perspectiva neoclásica en el pensamiento económico (en el aporte de autores como Leon Walras) implicará un ejercicio de formalización y abstracción de la teoría económica.

El mercado será abordado en términos de un concepto abstracto, en el que interactúan individuos, reducidos a agentes económicos distinguibles en oferentes y demandantes. Asimismo, la motivación de la conducta de estos hombres será estandarizada en términos de la maximización de las ganancias individuales y, por último, todo esto permitirá alcanzar el equilibrio óptimo en la asignación de bienes y servicios mediante en la determinación de los precios en el libre juego de oferentes y demandantes.

Esta defensa del mercado en tanto óptimo asignador de bienes será, sin embargo, morigerada al plantear que las virtudes del mercado exigen, para su cumplimiento, de una serie de condiciones y supuestos. Entre ellos, se distinguen:

-           La homogeneidad de los productos,

-           La atomicidad de los oferentes y demandantes,

-           La transparencia del mercado,

-           La ausencia de situaciones de información imperfecta y

-           La libertad y movilidad de los agentes económicos.

En caso de ausencia de alguna de estas condiciones, el mercado no podría operar de manera óptima en la asignación de recursos. Tales contextos habilitan la intervención estatal para el aseguramiento de estas condiciones y, a su vez, estimulan la derivación de un tercer sector, que es capaz de proveer estos bienes y servicios con mayor eficacia (Laville, 2004: p.181).

Así, por ejemplo, la no atomización de oferentes y demandantes (situaciones monopólicas u oligopólicas) o la presencia de asimetrías de información entre los agentes económicos generan fallas en la dinámica mercantil, frente a las que surge este tercer sector como una alternativa eficaz. La ausencia de fin de lucro en este tercer sector implicaría una garantía que permitiría reducir el riesgo de oportunismo por parte de estos agentes. La confianza brindada por el carácter non profit de estas unidades económicas salvaría, de esta manera, las fallas que presenta el sector mercantil[4].

En suma, estas organizaciones del tercer sector consistirían en unidades económicas no lucrativas e independientes del Estado que permitirían generar una asignación compensatoria de recursos, ante situaciones de mercado imperfecto y ante el fracaso del Estado en la provisión de bienes y servicios.

En este sentido, varias son las críticas que pueden erigirse en torno a esta perspectiva. En primer lugar, las premisas sobre las que se asienta esta perspectiva parten de considerar a la propiedad y al mercado como instancias naturales, derivadas de la propia ontología del hombre. Como veremos más adelante, la evidencia antropológica e histórica indica que tanto la propiedad como el mercado son instituciones históricas y, por tanto, no naturales; instituciones que han sido desarrolladas, constituidas y defendidas constantemente por el poder político en su forma estatal.

Esta es la crítica que el neoclasicismo pretende eludir al plantear al mercado en los términos de un concepto abstracto, llevándolo al espacio lógico (o trascendental) de un “como si”. Y aquí es donde entran en juego los supuestos o condiciones que permitirían seguir pensando en los mercados como óptimos asignadotes de recursos. Debemos decir, contra esta perspectiva, que las condiciones que se le exige al mercado para funcionar de manera óptima se producen sólo excepcionalmente, de manera que la pertinencia lógica o analítica de defender la eficiencia estatal a rajatabla se desploma ante la evidencia empírica. A esto deberíamos agregar que no sólo es difícil encontrar en los mercados las condiciones requeridas sino que incluso, como remarca Martínez (2004), existe toda una disciplina orientada a corromper constantemente esta posibilidad: el marketing.

Por último, la derivación de las premisas económicas clásicas en una estandarización de comportamientos en función de la ganancia individual hace muy difícil imaginar cómo, en un contexto de agentes económicos motivados por el egoísmo, es posible que estos mismos generen unidades económicas no lucrativas. No queda claro de dónde surge el desinterés de estos actores en el marco de una teoría sustentada en el autointerés.

 

1.3. El tercer sector en América Latina.

Varios autores en la región han adoptado la perspectiva del tercer sector en sus esquemas teóricos. Entre ellos, Ines González Bombal, Andrés Thompson y Enrique Peruzzotti avanzan con diversas miradas en la identificación de organizaciones no lucrativas, desinteresadas e inscriptas en los intersticios y márgenes del mercado y el Estado.

Asimismo, la perspectiva de un tercer sector altruista, filantrópico y desinteresado ha sido central en el debate respecto de la reforma del Estado en el marco de las críticas tanto a la burocratización e ineficacia estatales como a la mercantilización y cosificación de la economía capitalista.

Así, la promoción de este tercer sector se ha constituido en una política dilecta de las reformas de segunda generación. En América Latina, los aportes de Luiz Carlos Bresser Pereira y Nuria Cunill Grau han sido, en este sentido, paradigmáticos. Estos autores identifican cuatro sectores o tipos de propiedad: el público estatal, el corporativo, el privado y el público no estatal. Respecto de este último, los autores afirman:

“Un asunto crucial que cabe acá relevar es que la existencia de una forma de propiedad no estatal encuentra un importante fundamento en ventajas que ella tendría tanto sobre la propiedad pública estatal por sobre la propiedad privada, ventajas tales que pueden redundar en la maximización de los derechos sociales, vía prestaciones de mayor diversidad y calidad. En tal sentido, es preciso destacar que la diferencia crítica que deslinda la propiedad pública no estatal respecto de la privada es que mientras ésta implica la acumulación de capital para ganancias privadas, aquella existe para servir un bien público. Por otra parte, compartiendo este mismo propósito con las entidades estatales, se distingue de ellas en que son ciudadanos privados, voluntarios y no políticos electos los responsables por crear estas agencias, adoptar sus políticas y seleccionar a su personal.” (Bresser Pereira y Cunill Grau, 1999: p.40).

De esta manera, la propiedad pública no estatal contaría con ventajas que permitirían una mayor eficacia, eficiencia y economía en la provisión de bienes y servicios. Las principales ventajas están vinculadas a la mayor eficiencia de estas unidades económicas en virtud de tres situaciones:

- mayor eficiencia ante situaciones de información imperfecta: “uno de los (aspectos) más clave que ha sido relevado es la confianza que asignaría una ventaja competitiva a las organizaciones sin fines de lucro sobre todo en aquellos casos en que los usuarios tienen una información incompleta en relación con la calidad del servicios. (De esta manera) cuando la oferta de servicios es muy heterogénea y la capacidad del usuario de obtener informaciones es limitada, las organizaciones públicas no estatales tienden a ser más eficientes (considerada la calidad) que la producción privada o la estatal” (Bresser Pereira y Cunill Grau, 1999: p.40-41).

- mayor eficiencia por menores costos: “Es probable que también la provisión de servicios a través de las entidades sin fines de lucro sea más eficiente, es decir, suministrada a costos más bajos, básicamente por la utilización de voluntarios y el uso de donaciones” (Bresser Pereira y Cunill Grau, 1999: p.42).

- mayor eficiencia por capacidad de respuesta a una demanda heterogénea: “La flexibilidad, la disposición de experiencia especializada y la habilidad para acceder a clientes difíciles de alcanzar son exhibidas como algunas de las mayores ventajas que el sector no lucrativo o público no estatal tendría respecto del sector público estatal” (Bresser Pereira y Cunill Grau, 1999: p.43).

Si bien no puede identificarse directamente a estos últimos autores con el paradigma neoliberal, sería incorrecto dejar de inscribir estos aportes en el marco de las transformaciones en la relación Estado-sociedad dictadas por el Consenso de Washington en tanto disciplinamiento fiscal  y condicionamiento político de los Estados latinoamericanos por parte de los organismos multilaterales.  En este sentido, corresponde a la retracción estatal en la provisión de bienes y servicios públicos la promoción de un “tercer sector” o una propiedad “pública no estatal” que actuaría con mayor eficiencia pero sólo en los casos en los que la mercantilización se mostrara ineficiente.

 

2. La perspectiva de la economía plural

Una segunda perspectiva estará constituida por el abordaje de la economía social como una economía que, a diferenc

a del ethos maximizador del interés individual y el ethos verticalista y centralizador del Estado, promevía un ethos centrado en el trabajo y las condiciones de reproducción de la vida.

Abordaremos esta perspectiva dando cuenta, en primer lugar, de sus bases teóricas en el planteo de Karl Polanyi; en segundo lugar, inscribiremos la lógica de la economía social en la perspectiva de la economía plural; y, por último, relevaremos en el debate latinoamericano las alternativas de abordaje y sus implicancias políticas.

 

2.1. La historicidad del mercado

En el contexto de la creciente pauperización y la alarmante cuestión social derivada de la crisis mundial de la década del `30, surgirá una fuerte reacción crítica hacia la no intervención en el mercado postulada por la perspectiva liberal. En un contexto histórico fértil para las propuestas keynesianas, el aporte teórico del antropólogo Karl Polanyi (1944) se constituirá en un elemento central de la crítica a las premisas del pensamiento económico clásico.

La evidencia del carácter institucional, histórico y, por tanto, no natural, del mercado y de la propiedad privada será el primer develamiento del que dará cuenta este autor. En este sentido, Polanyi contrapondrá al reduccionismo liberal del egoísmo, como explanans dilecto de las relaciones económicas, una serie de principios, rastreables en la antropología y la historia, que han guiado la relación hombres-cosas.

1.         Así, el primer principio será el del intercambio, cuya institución es el mercado y cuya lógica, la de la oferta y la demanda. Bajo este principio, el mercado, a través de la libre concurrencia de agentes que procuran su propio interés, genera una asignación de bienes a partir del equilibrio entre oferentes y demandantes.

2.         El segundo principio será el de la redistribución, donde una autoridad centraliza y redirecciona los bienes al resto de los miembros de la comunidad. Aquí, las relaciones económicas se articulan a partir de la existencia de una autoridad central que capta los recursos y los redistribuye mediante parámetros políticamente determinados.

3.         En tercer y último lugar, Polanyi dará cuenta del principio de la reciprocidad, que opera a través de los canales habilitados por los lazos sociales preexistentes y es indisociable de las relaciones humanas. Este principio surge de la idea del oikos griego como economía familiar donde la actividad económica se constituye en una actividad consciente de la existencia de lazos sociales entre las personas.

Ya no operan aquí agentes de una racionalidad única sino personas insertas en tramas, en relaciones sociales, con racionalidades y motivaciones varias y distintas a la mera maximización de los beneficios hacia la satisfacción del interés particular. Aquí, a diferencia del planteo lockeano, la relación hombres-cosas depende de y es posterior a la relación de los hombres entre sí.

Esta pluralidad de principios económicos permitirá a Polanyi observar la configuración hacia mediados del siglo XX de una “gran transformación” implicada en el pasaje de una organización económica basada primordialmente en la lógica mercantil (primer principio) a un nuevo paradigma de organización económica centrado en la redistribución (segundo principio). Así, devendrá central el paradigma del Estado keynesiano, desplazando a los liberalismos decimonónicos.

Así, este autor habilitará la posibilidad de pensar a la economía clásica en términos históricos, como una preeminencia del principio del intercambio mercantil por sobre los otros principios de las relaciones económicas. Allí donde Locke y Smith encuentren leyes naturales formales, Polanyi develará coyunturas históricas dependientes de decisiones políticas y de instituciones deliberadamente constituidas y resguardadas.

De esta manera, Polanyi, como varios otros autores, rechazará la separación entre economía, valores y política propia de la corriente principal y, por otro lado, “sensibilizado por la cuestión social y el tremendo coste humano de la revolución industrial y del triunfo del capitalismo como sistema económico, (acusará) a la ciencia económica de hacer abstracción de la dimensión social en su proceso intelectual” (Chaves, 1999: p.106).

 

2.2. La economía social como reciprocidad

De aquí surgirá una segunda perspectiva de abordaje de la economía social. Por cada principio, esta perspectiva distinguirá un sector económico específico: la economía privada responde al principio del intercambio; la economía pública, al principio de la centralización; y la economía social, al principio de la reciprocidad. Así, la economía social se identificará con aquellas relaciones económicas que operan a través de los canales habilitados por los lazos sociales preexistentes y son indisociables de las relaciones humanas. Esta denuncia al liberalismo económico operada en la teoría encontrará su correlato en una serie de fenómenos históricos vinculados a programas utópicos como los del cooperativismo.

El núcleo doctrinario del proyecto cooperativo encuentra sus primeras formulaciones en los principios esbozados por  un grupo de trabajadores de la ciudad inglesa de Rochdale que, ya en 1844, constituyeron la experiencia pionera de cooperativismo tal como hoy lo conocemos. Los principios rochdaleanos de libre adhesión, control democrático y distribución del excedente configurarán unidades económicas orientadas por el rechazo al modelo liberal contemporáneo y por la esperanza de configurar relaciones económicas donde el trabajo no se encuentre subordinado al capital.

De esta manera, y en términos de Polanyi, tanto la experiencia cooperativa de principios de siglo como las experiencias de la economía social de los años recientes encontrarían su eje en la puesta en práctica del principio de reciprocidad, donde las relaciones interpersonales, los lazos sociales y el sentido de comunidad devienen prioritarios frente a la motivación egoísta.

Ahora bien, desde este abordaje, la economía social se inscribe dentro del concepto y la propuesta de una economía plural: muy esquemáticamente, tanto el fracaso de socialización del principio mercantil (expresado en el liberalismo decimonónico) como el riesgo totalitario vinculado a la hegemonización del principio de redistribución llevan a esta perspectiva a reflexionar que, más que una universalización de la economía social, es preciso y deseable la coexistencia de los diversos principios económicos, que configurarían una economía plural.

Así, esta perspectiva, predominante en la literatura canadiense y española, aborda a la economía social en una economía plural donde conviven tanto la redistribución (a partir del sector público) como el intercambio mercantil (en la economía privada) y la reciprocidad (en la economía social).

 

2.3. El subsistema de la economía social en América Latina.

En la perspectiva de una economía plural pueden ser inscriptos varios de los aportes centrales al pensamiento de la economía social en nuestra región.

El autor pionero y de mayor influencia en la reflexión latinoamericana en torno a lo que hoy conocemos como economía social ha sido el chileno Luis Razeto. Este autor ha trabajado en la propuesta teórica de abordaje de estas experiencias en los términos de una economía popular de solidaridad. De esta manera, la definición de Razeto distingue dos dimensiones. La primera de ellas es la popular:

 “La economía popular surge como consecuencia de dos procesos estructurales que contradistinguen la evolución del capitalismo subdesarrollado de las últimas décadas. Por un lado, el sector moderno de la producción y el mercado en estos países, exigido por los cambios tecnológicos y por la reestructuración de los mercados internacionales, ha agotado sus capacidades de absorber fuerza de trabajo y de permitir el acceso a la satisfacción de las necesidades y aspiraciones de amplios sectores populares. Incluso, en vez de absorber e integrar, ha comenzado a excluir fuerzas de trabajo y demandantes de bienes y servicios esenciales. Por otro lado el Estado, que en décadas anteriores también evidenció extraordinarias capacidades de crecimiento y absorción, ha experimentado sucesivas crisis fiscales y administrativas, resultando crecientemente oneroso y viéndose obligado a reducir sus posibilidades de canalizar recursos y servicios a través de las tradicionales políticas sociales. Estos fenómenos han acentuado el tradicional dualismo estructural de nuestras economías. En el contexto de estos grandes procesos estructurales que surge la que denominamos economía popular” (Razeto, 1988: p.15).

Esta definición de la economía popular surge como un emergente de la incapacidad creciente del mercado y del Estado de responder a las demandas sociales. Así, la economía popular según Razeto incluiría una vasta y diversa serie de experiencias, que incluye desde microempresas, pequeños talleres, negocios familiares y organizaciones económicas populares hasta comercio ambulante, recolección de cartones, delincuencia, prostitución y mendecidad callejera (Razeto, 1988: p.15). Estas diversas experiencias se articulan en términos de tres estrategias posibles: la sobrevivencia (permitiendo la satisfacción de necesidades básicas en situaciones de emergencia), la subsistencia (que permite la satisfacción de necesidades con mayor estabilidad y duración pero sin haber una opción por la permanencia en esta situación) y la estrategia de vida (donde las personas valoran positivamente ciertos aspectos esenciales de la actividad que realizan).

La segunda dimensión del concepto en Razeto remite a su carácter solidario. En este sentido, reconocemos en el autor empatía con el planteo de una pluralidad de racionalidades económicas al afirmar que la economía de solidaridad refiere “a un modo especial de hacer economía, que presenta un conjunto de características propias que consideramos alternativas respecto a los modos económicos capitalista y estatista predominantes” (Razeto, 1988: p.16). Así, en sintonía con los principios económicos identificados por Polanyi, este autor reconocerá el componente central de reciprocidad en las experiencias de la economía solidaria:

“Muy sintéticamente, en la producción el elemento sustancial definitorio de esta racionalidad económica está dado por la presencia y activación, al interior de las unidades económicas de un factor económico especial que hemos identificado como factor C. En la economía convencional los distintos factores económicos son integrados y subsumidos bajo las categorías de Capital (factor K) y trabajo (factor L). Nuestro factor C –que así lo hemos denominado porque en nuestro idioma vario de los términos con que podemos nombrarlo comienzan con dicha letra, a saber, cooperación, comunidad, colaboración, coordinación, colectividad-, consiste en el hecho que un elemento comunitario, de acción y gestión conjunta, cooperativa y solidaria, presente al interior de estas unidades económicas, tiene efectos tangibles y concretos sobre el resultado de la operación económica”  (Razeto, 1988: p.17).

Estas dos dimensiones (la popular y la solidaria) completan el concepto propuesto por Razeto. En este sentido, la economía popular de solidaridad como aporte conceptual del autor se inscribe en la intersección de ambas dimensiones:

“Podemos comprender ahora la economía popular de solidaridad como el subconjunto de las actividades y organizaciones económicas que se encuentran en la intersección entre los dos conjuntos anteriormente mencionados.” (Razeto, 1988: p.18)

Por su parte, en el reciente aporte de Mercedes Basco y María del Pilar Foti, la dimensión popular de la economía social es relativizada en función de un mayor relieve del carácter solidario de reciprocidad, abordado bajo la concepción de capital social (Basco y Foti, 2003). Así es que, partiendo del concepto de capital social planteado por Pierre Bourdieu, las autoras distinguen una aplicación directa de este capital en la esfera económica:

“Llamamos capital social económico a la dimensión relacional, asociativa, conectiva, de aquellas unidades u organizaciones que actúan en la esfera de la producción, la distribución o el intercambio de bienes y servicios” (Basco y Foti, 2003: p.17).

Esto permite identificar una lógica económica basada en la reciprocidad. Al igual que en el planteo de Razeto, estas autoras no identifican a la reciprocidad como un elemento exclusivo de las unidades económicas de la economía social:

“Al interior del capital social económico se pueden distinguir dos tipos de organizaciones primarias: (a) las unidades económicas de la llamada economía social, solidaria o popular y (b) las unidades económicas de la economía empresarial” (Basco y Foti, 2003: p.18).

De esta manera, la reciprocidad en las relaciones de producción e intercambio (el “capital social económico”) se constituye en un elemento necesario pero no suficiente para la determinación de la economía social. Para distinguir a una unidad económica como perteneciente a la economía social, es necesario que el capital social económico tenga una presencia determinante y superior a la racionalidad lucrativa. Esto genera relaciones económicas muy específicas y distintas de las relaciones empresariales:

“La economía social se base en relaciones no salariales e igualitarias entre los trabajadores que son los propietarios del capital, y disponen de los beneficios que obtienen según el trabajo aportado. Esta concepción económica se complementa al interior de las unidades u organizaciones con un marco normativo –explícito o implícito- basado en mecanismos participativos para la toma de decisiones, y en relación con el contexto en un accionar (actual o potencial) que se proyecta positivamente en la comunidad” (Basco y Foti, 2003: p.19)

Daniel García Delgado, por su parte, distingue en la economía social dos expresiones: por un lado, la economía social fundacional (centrada en las experiencias cooperativistas y mutualistas del siglo XIX y primera mitad del siglo XX) y la nueva economía social (centrada en las experiencias recientes del trueque, fábricas recuperadas, cooperativas de trabajo y microempresas entre otros). Partiendo de esta diferenciación inicial, García Delgado reconoce, sin embargo, la posibilidad de incluir ambas experiencias dentro del concepto de la economía social, que estaría definido a partir de tres atributos (García Delgado, 2004):

“i) en primer lugar, tanto la fundacional como la nueva economía social no promueven el modelo de homo oeconomicus del neoliberalismo como sustrato de su actividad y reflexión,

ii) tienen una fuerte valoración del trabajo, de lo democrático en la toma de decisiones y de lo solidario en la constitución del lazo social y no sólo la perspectiva individual-competitiva: la valoración del don, de la reciprocidad, de formas de gestión donde se demuestra que la cooperación puede incluso superar la competencia; la dignidad de las personas vinculadas a trabajo y a una economía no basada exclusivamente en el lucro, etc.

iii) comparten intereses comunes con estrategias macroeconómicas productivistas y en favor de capital desconcentrado y de recuperar un rol activo del Estado, si bien una se instala principalmente en el campo formal y la otra en lo informal. Estas coincidencias potencialmente permitirían conformar un campo de articulaciones e intereses comunes dentro de un subsistema o sector que integre ambos segmentos de la ES: la fundacional y la emergente” (García Delgado, 2004: pp.2-3).

En esta caracterización, la economía social contaría con un elemento ético que, por un lado, se expresa como de reciprocidad y democracia organizativa al interior de la unidad económica. Pero, a su vez, este componente ético estaría proyectado no sólo a la comunidad micro en la que se inscribe sino también a un proyecto político, económico y social de priorización del trabajo sobre el capital. Es en esta línea que el autor promoverá una perspectiva de abordaje de la economía social que “no (sea) algo marginal como política de pobres para pobres o política social de contención sino que se preocup(e) por la generación de cadenas de valor, por la calidad y sustentabilidad de las empresas y la construcción de un nuevo sector o subsistema”. La posibilidad de configuración de una economía plural se constituye, así, en un modelo “alternativo al capitalismo financiero de exclusión y contención” (García Delgado, 2004).

Nos interesa, por último, trabajar en este punto el planteo de José Luis Coraggio en torno a la economía del trabajo. Este autor identificará en el pensamiento latinoamericano un desplazamiento conceptual en torno a la reflexión de lo que aquí llamamos economía social:

“A lo largo de ese período, y a medida que avanzábamos en la elaboración, se fue dando un movimiento conceptual que sigue esta línea: crítica al concepto empiricista de sector informal urbano (SIU)  economía popular urbana  variantes de economía social y solidaria  economía del trabajo.” (Coraggio, 2004: p.5)

En este contexto, Coraggio propondrá la pertinencia de pensar estas expresiones de la economía en los términos de una economía del trabajo, remarcando así el elemento ético vinculado a la priorización del trabajo sobre el capital:

“Al definirla como ‘Economía del Trabajo’, indicábamos que su lógica era contrapuesta a la lógica de la Economía del Capital, y afirmábamos la hipótesis de que su objetivo era tan fuerte e ilimitado como el del capital: la reproducción ampliada de la vida, concepto no reducible a la visión consumista y cosificadora de las necesidades y sus satisfactores. La solidaridad se presentaba como una condición objetiva de bienestar propio antes que como un valor a priori asumido subjetivamente mediante una conversión ideológica” (Coraggio, 2004: p. 7).

Al igual que en el planteo de García Delgado, esta economía se presenta con un fuerte contenido ético al interior de sus unidades productivas e instancias de distribución; contenido que, a su vez, intenta necesariamente transmitir al resto de los sectores sociales. De esta manera, la economía del trabajo se inscribe dentro del contexto de una economía plural, donde el mercado y (centralmente) el Estado son convocados a cumplir funciones de facilitación, regulación y promoción de estas instancias.

“Esto planteaba, en lo que se anticipaba como una larga transición, una lucha cultural por la democratización del Estado y la conformación de una economía mixta con tres sectores: empresarial capitalista, economía pública, economía popular en proceso de devenir economía del trabajo, redefiniendo los términos del intercambio entre ellos de modo que finalmente fuera hegemónico el proyecto centrado en el trabajo y la vida. No se trataba entonces de generar una economía de sobrevivencia en las catacumbas del imperio sino de construir otro sistema económico. Ello requería ir generando o resignificando nuevas instituciones económicas (como el caso de las monedas locales y las redes de intercambio solidario, más conocidas como redes de ‘trueque’) y recuperar tanto las instituciones de la economía social tradicional (redes de ayuda mutua, cooperativas, asociaciones libres, comunidades basadas en afinidades de identidad) como los espacios públicos de decisión y acción colectiva participativa, en particular los ámbitos locales, con o sin presencia del Estado” (Coraggio, 2004: pp.7-8).

Notamos aquí que el autor señala la necesidad de promover una economía mixta o plural que, sin embargo, tienda a una hegemonización del proyecto centrado en el trabajo y la reproducción de la vida antes que del capital.

En este sentido, el proyecto de una “economía del trabajo”, anclado en una lectura histórica del ocaso del capitalismo à la Wallerstein, se ubica en los márgenes de esta perspectiva de la economía plural, acercándose al planteo que abordaremos en el siguiente punto.

Consideramos que el planteo transicional de Coraggio, desde una economía popular a una economía del trabajo, implica dos momentos. Un primer momento, descriptivo, es efectuado en los términos de lo que aquí hemos abordado como economía plural. Un segundo momento, prescriptito, es concebido ya no en los términos de una convivencia de principios (à la economía mixta) sino en los términos de una altereconomía donde el principio mercantilista se diluiría en función de una primacía del trabajo y, en todo caso, el Estado mantendría un rol en la economía destinado al aseguramiento de una democracia plena.

En suma, hemos visto en este punto como el planteo de la economía social en los términos una economía ética basada en la reciprocidad y centrada en la reproducción del trabajo se inscribe en la perspectiva de una economía plural donde conviven lo público, lo privado y lo social.

En Razeto, el planteo de una economía popular de solidaridad surge en el marco de estrategias de supervivencia, sobrevivencia o de vida donde el componente solidario (“factor C”) es el principio regulador de las interacciones económicas.

Por su parte, Basco y Foti reelaborarán este concepto de reciprocidad en los términos de un capital social económico, que sería determinante (pero no exclusivo) de las unidades de la economía social.

García Delgado avanzará en la identificación de este componente ético de las interacciones económicas, proyectando la reciprocidad y la cooperación más allá de los elementos organizativos o comunitarios: en este sentido, la economía social adquirirá un verdadero carácter solidario en su involucramiento en un proyecto productivo, distributivo y desconcentrador que implique una ruptura respecto de la primacía del capital sobre el trabajo.

Por último, Coraggio centrará su análisis en el concepto de “economía del trabajo”, remarcando su centralidad y abordando la interacción plural de lo público, lo privado y lo social en los términos de una transición hacia una economía finalmente centrada en la reproducción de la vida.

 

3. La perspectiva de la economía social como sustrato

Por último, la tercera perspectiva estará dada por una concepción de la economía social crítica del concepto de tercer sector, que reduce estos fenómenos a una instancia marginal y friccional. Pero, a su vez, esta perspectiva también es crítica del planteo de la economía plural, donde la economía social constituye un subsistema de igual jerarquía y derecho que la economía privada y la pública.

En esta tercera perspectiva, la economía social constituirá un síntoma del sustrato mismo de la economía en tanto actividad que sólo puede darse socialmente.

Los socialistas utópicos constituyen, en esta línea, un antecedente central (Darling, 2004). Pensadores como Robert Owen, Francois Fourrier, Philippe Benjamin Buchez y Louis Blanc han debatido sobre la naturaleza cooperativa del hombre y la posibilidad de una transformación social atenta a estas características. Sin desconocer la riqueza de estos debates, nos interesa en este punto centrar nuestra mirada en ciertas lecturas actuales de la obra de Karl Marx, constituidas centralmente por dos corrientes de pensamiento bien diferenciables aunque, en este punto, convergentes. Estamos hablando de, por un lado, el aporte de los últimos textos de John Holloway y, por otro lado, de la corriente del autonomismo en la voz de Toni Negri entre otros.

Estos autores desarrollan una lectura de El Capital y de los Grundrisse, donde se remarca una de las premisas centrales del planteo marxiano: la del carácter innatamente social del trabajo humano.

Si, por un lado, podemos ver en Marx una continuidad respecto de la economía clásica en la concepción del trabajo como fuente de valor, debemos, por otro lado, reconocer que, en Marx, este trabajo generador de riqueza es siempre y, antes que nada, trabajo social (Negri y Hardt, 2003).

Así, la crítica marxiana al individualismo posesivo de John Locke y Adam Smith es explícita. Para Marx, el trabajo es siempre-ya trabajo social y, en este sentido, la idea de un trabajador individual constituye una figura histórica muy particular. Marx identifica así, en el aporte de estos autores liberales, el síntoma de un desarrollo tal de la sociedad burguesa (en la figura histórica de la “sociedad civil”) que permite incluso la ficción de individuos aislados:

“La época que genera este punto de vista, esta idea del individuo aislado, es aquella en la cual las relaciones sociales (…) han llegado al más alto grado de desarrollo alcanzado hasta el presente. El hombre es, en el sentido más literal, un zoon politikon, no solamente un animal social sino un animal que sólo puede individualizarse en la sociedad.” (Marx, 2001: p.4).

El trabajo humano es, de esta forma, tan social como lo es la producción del lenguaje. “El lenguaje siempre se produce en común y jamás es producto de un solo individuo, sino que siempre lo crea una comunidad lingüística en comunicación y colaboración” (Negri y Hardt, 2004: p.237). Es el propio Marx quien afirma que la posibilidad de imaginar “la producción por parte de un individuo aislado, fuera de la sociedad (…) no es menos absurda que la idea de un desarrollo del lenguaje sin individuos que vivan juntos y hablen entre sí” (Marx, 2001: p.4).

 

3.1. Síntoma del sustrato social del trabajo humano

En esta línea, John Holloway afirmará que “existe una comunidad del hacer, una colectividad de hacedores, un flujo del hacer a través del tiempo y del espacio. El hacer pasado (el nuestro propio y el de los otros) se convierte en el presente en los medios del hacer. Cualquier acto, sin importar cuán individual parezca, es parte de un coro de haceres en el que toda la humanidad es el coro (aunque anárquico y discordante). Nuestros haceres están tan entrelazados que es imposible decir dónde termina uno y comienza el otro” (Holloway, 2002: p.50).

Lo característico del capitalismo como sistema histórico es el hecho de articular la dominación ya no directamente sobre las personas (como en las relaciones serviles y esclavistas): la clave del capitalismo es la separación del hacer respecto de lo hecho, la negación de la socialidad del hacer y la dominación indirecta de los sujetos a través de los objetos.

Siguiendo a Holloway, el capitalismo constituye un sistema histórico que se configura a partir de diferentes formas de las relaciones sociales. La mercancía, el valor, el dinero e incluso el Estado constituyen las formas históricas de organizarse las relaciones entre los hombres que caracteriza al capitalismo; formas que, sin embargo, son experimentadas como naturales, ahistóricas y eternas.

El ocultamiento del carácter eminentemente social del trabajo y de la socialidad del hacer se opera en el capitalismo mediante el proceso de “fetichización” en la forma-mercancía, en la forma-valor, en la forma-dinero. En palabras de Marx, “es precisamente esa forma acabada del mundo de las mercancías –la forma de dinero– la que vela de hecho, en vez de revelar, el carácter social de los trabajos privados, y por tanto las relaciones sociales entre trabajadores individuales” (Marx, 2002a: pp.92-93).

Pero, si bien el capitalismo niega y oculta el carácter social del trabajo, esta socialidad no deja por ello de constituir la naturaleza, el presupuesto y el sustrato sobre el que se opera todo orden social. Holloway afirma, en este contexto, que “la definición de lo hecho como propiedad privada es la negación de la socialidad del hacer, pero esto también es una ilusión real, un proceso real en el que la propiedad privada nunca deja de depender de la socialidad del hacer. La ruptura del hacer no significa que el hacer deja de ser social sino simplemente que se convierte en indirectamente social” (Holloway, 2002: p.58).

En esta línea, la posibilidad de relaciones sociales que no reproduzcan las formas capitalistas implica la posibilidad de generar fisuras en el sistema capitalista; fisuras que develen y desnuden el carácter inevitablemente social del hacer. En este sentido, la economía social aparece en la perspectiva de Holloway como el conjunto de experiencias antisistémicas que se plantean como una posibilidad real, siempre-ya presente, de desmontar las formas de relaciones sociales capitalistas. Esta perspectiva se aleja tanto del pensamiento económico liberal como de aquella perspectiva de la economía plural que iguala lo privado, lo público y lo social (en función de los principios económicos).

En suma, partiendo del trabajo social como sustrato sobre el que opera la dominación capitalista, Holloway reconocerá en las experiencias de la economía social fisuras que, al no reproducir las formas capitalistas, habiliten la reconstitución progresiva de la socialidad del hacer.

 

3.2. Síntoma de la tendencia histórica

Por su parte, la perspectiva de Toni Negri centrará su análisis en el estudio de la función progresista del capital que, en su desarrollo histórico, habría encontrado su agotamiento en la actual fase posfordista.

Marx plantea que el capital, en su función progresista, va desarrollando y organizando en diferentes momentos históricos la cooperación humana para la producción. “La historia del capitalismo y su mérito histórico se caracterizan por un proceso de abstracciones sucesivas del trabajo” (Negri y Hardt, 2002: p.102) que van organizando el trabajo social en las fases de la acumulación primitiva, la manufactura y la gran industria.

Como hemos dicho, Marx parte del trabajo como fuente de valor. Inmediatamente, surge de la evolución histórica del capitalismo una pregunta: ¿Por qué el capitalismo, que depende del trabajo humano como única fuente de valor, se esmera constantemente en reducir el tiempo de trabajo de los hombres y, podríamos agregar, en excluir a masas cada vez mayores de la población del mercado de trabajo?

Marx encontrará la respuesta en el ingreso de la maquinaria en el proceso de producción: con esta innovación, el capital no sólo pone a valorizar el trabajo presente sino que también comienza a valorizarse con creciente centralidad el trabajo pasado, el conocimiento científico (en primer lugar, pero no sólo), encarnado en la maquinaria.

“El desarrollo del capital fixe[5] revela hasta qué punto el conocimiento o knowledge social general se ha convertido en fuerza productiva inmediata y, por lo tanto, hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect y remodeladas conforme al mismo. Hasta qué punto las fuerzas productivas sociales son producidas no sólo en la forma de conocimiento, sino como órganos inmediatos de la práctica social, del proceso vital real” (Marx, 2002b: p. 230).

Así, Marx advierte en la tendencia del desarrollo de la maquinaria la posibilidad de una organización tal de la cooperación humana en el trabajo que genere la puesta en valorización del intelecto general, de los conocimientos que socialmente se construyen y reproducen (nuevamente) como el lenguaje. El saber social general deviene así en fuerza productiva inmediata.

La puesta en valor de esta sociabilidad genérica implica el paroxismo de la organización de la cooperación humana: el capital ya “no se presenta en el papel de organización de la fuerza de trabajo sino, por el contrario, en el registro y la gestión de la autoorganización autónoma de la fuerza de trabajo. En este sentido, la función progresiva del capital ha terminado” (Negri y Hardt, 2003: p.103).

En esta clave, Negri lee el pasaje actual a una producción que, en el posfordismo, se articula con centro en el trabajo inmaterial. Este carácter inmaterial de la producción se manifiesta en las siguientes tendencias:

1.         En primer lugar, en la creciente participación de las actividades analíticas y simbólicas (desde el trabajo de programadores hasta el de periodistas, docentes, médicos y abogados);

2.         Segundo, en la posfordización de los sectores extractivos (donde la agricultura se define cada vez más como aplicación directa del saber social científico y tecnológico sobre la naturaleza);

3.         Tercero, en la posfordización de los sectores industriales (donde la cooperación y el lenguaje constituyen maquinarias centrales del proceso productivo); y

4.         Cuarto, y transversalmente, en la creciente inmaterialidad del trabajo en el modo corporal, que implica que la producción y manipulación de afectos (requeridos en el contacto humano) no sólo es central en el sector servicios, sino que actualmente en todos los ámbitos laborales la cooperación y la confianza constituyen herramientas centrales de la profesionalidad requerida (Virno, 2003a).

En este sentido, la fase actual del capitalismo pone a valorizar directamente la capacidad humana de cooperación, comunicación, afecto y lenguaje; capacidad que los hombres sólo desarrollan en sociedad. La puesta en producción de este intelecto general, de la sociabilidad genérica de los individuos, implica que la producción económica y la producción social (reproducción) se han vuelto indiscernibles. La reciprocidad, los lazos cooperativos, la confianza y el afecto aparecen así en el centro de la producción capitalista.

Reconocemos en este planteo una perspectiva distinta en torno a la economía social. Por un lado, y al igual que Holloway, Negri identifica en las experiencias de la economía social el sustrato cooperativo e irradicablemente social del trabajo humano. Pero, por otro lado, la economía social en Negri se constituye en un síntoma de la evolución actual del capitalismo que, en su progresiva organización de la cooperación humana en el trabajo, estimula y valoriza la organización autónoma de lo social.

En este contexto, la economía social, como aquellas experiencias centradas en la reproducción de la vida y en la primacía de los lazos sociales y la reciprocidad, coincidiría (como síntoma) con una tendencia histórica del capitalismo a la puesta en valor de estos mismos lazos sociales y esta reciprocidad.

 

3.3. Del trabajo al hacer

Surge, también en esta perspectiva, la pregunta por la inscripción política de estas prácticas de la economía social.

En el planteo de Holloway, una praxis revolucionaria esta vinculada a la generación de fisuras dentro del sistema mediante la constitución de relaciones sociales no mediadas por las formas capitalistas. Frente a la configuración histórica actual, el autor considera que la mejor estrategia consiste en darse formas de relaciones sociales alternativas que progresivamente fisuren y abran brechas en la dominación del capital.

En esta línea, la economía social constituiría una estrategia privilegiada de relaciones económicas donde el abandono de las formas capitalistas permitiría el avance en la generación de fisuras en el sistema.

Desde la otra línea de trabajo, la perspectiva de Toni Negri planteará una inscripción similar de la economía social. Pero, si la producción inmaterial (como inmediata puesta en trabajo del intelecto general) caracteriza la tendencia actual del capitalismo, la economía social constituye un síntoma de esta evolución y una posibilidad de siniestrar el rumbo de esta tendencia, poniéndola en función de la emancipación del trabajo. La economía social constituiría así no sólo el sustrato social del trabajo sino también una tendencia histórica hacia la valorización directa de lo social y, por tanto, una posibilidad para la emancipación del trabajo respecto del capital.

En este sentido, diversas prácticas sociales vinculadas a experiencias de la economía social se inscriben en la propuesta de promover nuevas formas de socialidad que impliquen instancias no negadoras de lo existente sino constituyentes de nuevos valores y saberes.

Es interesante observar, por ejemplo, la concepción del trabajo propuesta por uno de los miembros del Movimiento de Trabajadores Desocupados Allen (Río Negro):

“En realidad preferimos llamarnos Trabajadores Autónomos, porque tiene que ver con toda una concepción del trabajo, y específicamente con la ruptura de la idea de que el trabajo implica explotación. Hay un debate muy grande en nuestra región sureña, una discusión que estamos sosteniendo con dos experiencias muy ricas, con la fábrica Zanon y con un frigorífico. Ambos han sido ocupados por los obreros y se han puesto a producir por su propia cuenta. Con ellos tenemos un vínculo muy estrecho. A su vez, también tenemos relación con otras organizaciones de desocupados que no son autónomas pero con las que compartimos reuniones y debates. Con ellas, una de las cuestiones que más discutimos es lo que llaman “trabajo genuino”. Así le llaman a las posibilidades que se han abierto a partir de que el gobernador de la provincia ha hecho acuerdos con las petroleras para que incorporen algunos nuevos puestos. La propuesta de estos movimientos es la reconstrucción de los sindicatos, a apertura de nuevas fuentes de trabajo, la inversión en obras públicas. Nosotros lo que planteamos es que se trata de lograr tener ‘trabajo digno’ y esto es incompatible con la explotación, con el sometimiento del trabajo al patrón, con el robo que esto implica, con el control de los horarios. Es un debate muy rico que está abierto y que nos ha hecho a nosotros avanzar en la idea del ‘trabajo autónomo’”. (MTD-S y CS, 2002: p. 247).

Aquí se observa cómo la concepción de “trabajo autónomo” remite a la preexistencia del trabajo al capital y a la posibilidad de constituir alternativas de “dignidad” por fuera y más allá del mercado de trabajo y de las respuestas estatales.

Este planteo es el de la alternativa, considerando que la mejor forma de estar en contra es estando más allá, priorizando la generación de alternativas como tácticas dilectas. Son ilustrativas, en esta línea, las reflexiones del Colectivo Situaciones en torno a la experiencia del MTD de Solano:

“La potencia de experiencias como la del MTD-S no consiste entonces –como dice el discurso de la exclusión- en la proeza de haber organizado a los habitantes del desierto, cuanto en haber puesto en evidencia la posibilidad de construir prácticas y enunciados que logren destruir e ir más allá del par exlusión/inclusión” (MTD-S y CS, 2002: p.30).

En el planteo de esta perspectiva, la posibilidad de una praxis revolucionaria tendrá que ver con explorar nuevas prácticas que no sean puestas en servicio de la reproducción del capital, con explorar espacios alternativos de reproducción de la sociedad que generen valor por fuera y más allá del sistema capitalista.

“Los miembros del MTD-S producen una nueva perspectiva –capacidades y saberes- cuya eficacia consisten en potenciar diferentes proyectos –económicos, políticos, culturales, artísticos- entre los vecinos del barrio y las familias vinculadas al movimiento destinados, en principio, a resolver problemas tales como la desocupación, la alimentación y la capacitación, pero que a la vez –y este es un plus esencial-, logran producir cohesión social y multiplicar las dimensiones de la existencia (valores y sentidos)” (MTD-S y CS, 2002: pp. 28-129).

En este sentido, las experiencias de la economía social aparecerían como utopías actuales de emancipación, como pasajes posibles del trabajo al hacer.

 

4. La economía social más allá del testimonio

La puesta en crisis del modelo neoliberal ha habilitado la historización de una serie de instituciones y premisas de pretendida naturalidad en la doctrina del liberalismo. Estos develamientos inscriben el debate respecto de la economía social en una coyuntura crítica de las premisas liberales instauradas en las últimas tres décadas. En este sentido, es posible abordar las prácticas de la economía social como ejercicios de la crítica a lo existente.

Hemos visto, en primer lugar, la perspectiva liberal de abordaje de estas asociaciones en los términos de un tercer sector que surgiría, friccional y provisoriamente, ante las imperfecciones coyunturales de los mercados y ante la imposibilidad del Estado de corregirlas. Aquí, la potencia de la economía social se agotaría en una mera crítica a las fallas del mercado.

Frente a esta perspectiva, hemos trabajado el planteo de la economía plural, que postula la posibilidad de convivencia de diversos principios económicos, donde la economía social pueda ocupar un rol junto al mercado y al sector público. En este sentido, la economía social se constituye en una crítica no sólo a las fallas del mercado sino a la doctrina liberal de naturalización y priorización del homo oeconomicus por sobre las otras dimensiones y principios de los hombres.

Y, por último, hemos desarrollado el planteo de una crítica radical que inscribe a la economía social en tanto síntoma del sustrato eminentemente social del trabajo. En esta perspectiva, la crítica que la economía social permite articular es contra el sistema capitalista en sí, como conjunto de formas de relaciones sociales que sustraen, fetichizan y velan el carácter social del trabajo humano.

Hasta aquí, hemos recorrido desde la economía social el camino de una crítica progresivamente radical a lo existente, en una dimensión negativa y deconstructiva. 

Ahora bien, la potencia que nos ofrece la economía social como dimensión positiva y ético constructiva está dada por su carácter de síntoma de un proceso más amplio de transformaciones en la organización del trabajo. La reciprocidad, los lazos cooperativos, la confianza y el afecto aparecen en el centro de la producción capitalista. En este contexto, la economía social (centrada en la reciprocidad y la reproducción de la vida) deviene síntoma de un proceso histórico de reconfiguración del trabajo, donde la producción inmaterial devendría hegemónica. En este sentido, la economía social aparece en la tendencia como una práctica de resignificación del trabajo humano que, reconociendo su sustrato social, constituye alternativas actuales de emancipación.

Sin embargo, este posicionamiento de las prácticas de la economía social en tanto síntomas de la tendencia no implica que hoy las oportunidades para la emancipación sean mayores que antes. Tampoco implica que los trabajadores involucrados en prácticas de la economía social tengan una conciencia plena del proceso histórico en que se inscriben o sean portadores de una subjetividad emancipatoria universalizable.

Lo que sí está implicado en nuestra hipótesis es que la posibilidad de pensar una economía dedicada a la reproducción de la vida y no del capital exigirá nuevas herramientas y lecturas atentas a las tendencias de configuración de un trabajo crecientemente inmaterial. A partir de estas lecturas puede comenzar a pensarse la vigencia y la potencia de la economía social más allá de un mero ejemplo heroico o testimonio aislado. Y a partir de estas lecturas puede comenzar a articularse una crítica radical a lo existente con un camino ético y constructivo de otros mundos posibles.

 

 

 

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§ Licenciado en Ciencia Política por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Argentina. Docente e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la misma Universidad. Desempeñó tareas de coordinación y docencia en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), Sede Argentina. Autor de varios trabajos en la materia. Contacto: lnosetto@gmail.com

[1] No debe leerse este desarrollo como un fenómeno novedoso o fundacional, sino como la reactivación de prácticas económicas con vastos antecedentes históricos. Como afirma Oscar González, la crisis de diciembre de 2001 pareciera haber operado revitalizando toda una serie de estrategias y formas de organización y producción latentes en la experiencia histórica y en la memoria colectiva.

[2] Algunos autores hablan de economía social-solidaria, donde el carácter social estaría dado por la dimensión jurídica y el carácter solidario, por la dimensión ética.

[3] Tanto en este punto como a lo largo del texto, proponemos la lectura de estas perspectivas en términos de genealogías de pensamiento o corrientes que, sin desconocer las rupturas y divergencias internas, constituyen referencias en el debate académico y político.

[4] En el marco del Proyecto Internacional Comparativo de la Universidad John Hopkins, Helmut Anheier y Lester Salamon (1992) proponen una serie de características que constituyen los atributos de aquellas unidades económicas comprendidas dentro del tercer sector, a saber:

1.     Institucionales: deben contar con una mínima formalización institucional.

2.     Privadas: deben conservar su autonomía e independencia respecto del Estado.

3.     No distribución de beneficios: pueden acumular excedentes, pero éstos deben ser reinvertidos.

4.     Autogobernadas: deben darse su propia organización sin estar controladas por entidades externas.

5.     No comerciales: no deben estar orientadas centralmente a objetivos comerciales.

6.     Apartidarias: no deben estar comprometidas o vinculadas centralmente a actividades políticas partidarias.

7.     Voluntarias: deben contar con un grado significativo de participación de voluntariado (Thompson, 1994).

[5] Capital fijo o medios de trabajo.