Contribuciones a las Ciencias Sociales
Febrero 2011

UN SACERDOTE CATÓLICO Y UNA VISIÓN DE LIBERTAD INDIVIDUAL PARA CUBA

 

Yuri Fernández Viciedo (CV)
yuri@fch.suss.co.cu
yurifernandezviciedo@yahoo.com 



Resumen: A la altura de 1810 la sociedad existente en la colonia española de Cuba resultaba impermeable al individualismo que en la Europa revolucionaria y en las Trece Colonias permitió fundamentar la idea de las libertades y de los derechos naturales del hombre. El proceso de reforma filosófica que se había iniciado hacia fines del siglo XVIII se propuso, en el marco de la apertura a Cortes en España, construir desde la academia un discurso diferente. El más importante exponente de esta tendencia y quien daría al traste con el primer esbozo de un concepto de derechos y libertades con sentido individualista y carácter universal dentro de la Isla, sería el presbítero y profesor de filosofía del Real y Conciliar Seminario de San Carlos y San Ambrosio, Félix Varela.

Palabras clave: Libertad, Cuba, individuo, Félix Varela, virtud.
 



Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
Fernández Viciedo, Y.: Un sacerdote católico y una visión de libertad individual para Cuba, en Contribuciones a las Ciencias Sociales, febrero 2011, www.eumed.net/rev/cccss/11/

El discurso liberal criollo en sus orígenes a principios del decimonónico cubano, se había mostrado incapaz de romper con los cánones estamentarios que mantenían atomizada la sociedad de la Isla caribeña. Para este el individuo no existía como sujeto concreto y autónomo. La idea de derechos y libertades sí, pero no en el sentido universal e individualista en el que la proclamaba el pensamiento ilustrado del siglo XVIII, sino unida al estamento, al status del hombre dentro de un grupo determinado del entramado social.

Sirva, para ejemplificar lo anterior, la voz del propio José Agustín Caballero, que nos arriesgamos a insertar, a despecho de la extensión de la cita:

“Lo que hemos dicho hasta ahora está cedido a la clase de los señores; si pasamos a examinar la condición del siervo, podemos decir con verdad que el Código que las protege peca quizás por la extrema benignidad. En efecto, por un impulso que manifiesta más religión o humanidad que experiencia o meditación, abre acaso demasiadas puertas a la manumisión, atribuye a los libertos derechos y privilegios demasiado extremos, pues en todo se igualan a los del hombre que nació en la clase de los señores; mientras, por otro lado, ni las leyes generales que rigen estos dominios, ni las particulares de esta Isla, nada contienen que al caso venga para mejorar la condición o la felicidad de estos últimos, como aparecerá más extensamente en el curso del presente examen.” (1)

Nadie negaría –tras una lectura acuciosa- el carácter liberal que para las condiciones de la colonia cubana contenían las reformas propuestas en este Informe del padre Caballero presentado en noviembre de 1798 a la Sociedad Patriótica, en pro del desarrollo de la plantación esclavista, el cual equivalía sin dudas al de la sacarocracia habanero - matancera. Sus diferencias, empero, con la generalidad el pensamiento iusfilosófico del momento, partían del contenido y carácter dado a estas mismas demandas de libertades.

El pensamiento de Caballero -como el de muchos de los contemporáneos a quienes representaba-, resultaba impermeable al individualismo. Esta ideología, a su vez, constituyó el fundamento que le permitió al racionalismo ilustrado argumentar la idea burguesa del ius entendido como facultas inherente al individuo, tal y como pasó posteriormente a las declaraciones de derechos en las Trece Colonias y en la Francia revolucionaria. Su discurso expresaba, por demás, sólo un liberalismo del estamento y para el estamento. Los derechos y libertades reclamados por este, se encontraban –como el individuo- supeditados a las necesidades del sistema productivo que defendía para la plantocracia occidental.

Esta y no otra sería la visión de la libertad tal y como existirá en aquella Habana de veinte años después en la que un ex alumno suyo llamado Félix Varela y Morales enseñara, –por primera vez en Cuba- Derecho Constitucional.

Semejante recepción del liberalismo al interior de la isla caribeña no ha de extrañarnos en lo absoluto, sobre todo porque no constituyó un patrimonio del sector llamado posteriormente reformista o asimilista -como también se le ha calificado- . Los destellos independentistas contemporáneos a las ideas de Caballero, y en una década anteriores a Félix Varela, no se comportaron en modo diferente.

El Proyecto de Constitución redactado por Joaquín Infante no sólo se pronunciaba a favor del mantenimiento de las relaciones esclavistas de producción dentro de Cuba -que en esencia constituían una de las bases fundamentales para este fraccionamiento social que imposibilitaba la construcción de un discurso individualista a su interior- sino que también legitimaba en su normativa la división estamentaria existente. Así, los derechos y libertades reconocidos en el mismo, habían de corresponderse con el status civil del sujeto en cuestión. (2)

Quien asumiera una concepción diferente de la libertad en suelo cubano tendría, por múltiples razones, asegurado el aislamiento político y, en el peor de los casos, la persecución. (3)Ello estribaba en que el individualismo burgués y el carácter universal de los derechos naturales del hombre resultaban desde todo punto de vista incompatibles con los intereses de los grupos hegemónicos de la sociedad criolla. En esencia porque portaban en sí mismos el germen del abolicionismo, dado el contenido universalista conferido a una pretendida igualdad y libertad formales que el sistema colonial distaba mucho de garantizar, en lo objetivo y en lo subjetivo.

El profesor de la Cátedra de Constitución del Seminario de San Carlos –quien siempre habría sido meticuloso en decir sólo lo que era posible- enfrentaría ambos destinos en el empeño por construir una concepción teórica diferente que educara a la juventud habanera en el ejercicio de la libertad, y que sentara las bases para la destrucción del fraccionamiento social en la Isla.

Al igual que como ocurriera en el pensamiento moderno, el camino para llegar a la fundamentación de tales ideas el sacerdote cubano lo encontraría en la filosofía como estructura básica de sus ideas en torno al Derecho Público.

El sentido electivo de la libertad.

No obstante que para el pensador habanero el hombre fuese un ser perfectamente “libre en sus operaciones”, esta misma libertad no debía hacerse depender en su realización, ni de sus pasiones, ni en meros caprichos singulares. Por tanto, el eje regulador del ejercicio de la libertad humana en sociedad, su “principio directivo”, no podía ser otro que la razón adiestrada al efecto.

Sobre la base de estas ideas Félix Varela condicionaría –por una reformulación del escolasticismo- el libre albedrío del individuo al progresivo control de este sobre sus naturales impulsos, haciéndolo dueño de su voluntad por medio de la razón.

Tal vinculación entre racionalidad y condición humana lo llevaría a afirmar en sus Lecciones de Filosofía:

“… ¿quién no advierte que es imposible haber formado antes la idea de hombre sin la de racional? No formamos idea de hombre sino cuando tenemos ya conocidas las principales propiedades, tanto en la parte corporal, como en la intelectual; pero cuando nos vemos precisados a hacer que se observe la propiedad de pensar, llamamos la atención pronunciando la palabra hombre…”(4)

A la vez, razón y voluntad conformaban en su pensamiento el binomio básico para la composición de la esencia del alma humana; así:

“Considerando nuestra alma, advertimos en ella las facultades de pensar y querer, las cuales comprenden en sí todas las otras.”(5)

Para Varela, entendida en sí misma el alma del hombre constituía una sustancia simple e indivisible; de tal modo que sus componentes le eran en todo sentido inseparables. Al denominarlos bajo el calificativo de “facultades”, no sólo les reconocía su carácter singular, sino que también sujetaba el ejercicio de estos a la autonomía del ser individual. De modo que no le resultaría difícil encontrar en esta misma voluntad –vista como “querer” particular del sujeto- la expresión material de aquella libertad inherente a la persona humana que condicionaba la elección de sus acciones.(6)

Tales ideas explican en parte su vehemente defensa del electivismo –incluso fuera del ámbito académico- como la vía más segura para alcanzar la verdad.

Así, lo que comenzara como una reforma radical del pensamiento filosófico terminaría convirtiéndose en un método para la emancipación plena del individuo a partir de la autonomía de su intelecto. Para el sacerdote habanero ello no significaría una ruptura total en el espíritu de su obra, sólo una solución de continuidad. La verdadera liberación del hombre debía iniciarse en su conciencia.

Liberar las ataduras escolásticas de la reflexión filosófica –como actividad interpretativa del hombre y de sus condiciones sociales de vida- constituía el ineludible primer paso en el camino por esculpir al sujeto individual desde la roca que era la sociedad cubana de comienzos del decimonónico, donde la esclavitud –prófuga del barracón y de la casa señorial- había encontrado como su máxima expresión a la colonialidad. Era el primer intento serio por fracturar desde el discurso la tendencia al agrupamiento estamentario existente en la sociedad criolla, y no por ello estuvo exento de naturales limitaciones.

La utilización de argumentos religiosos y humanísticos en la construcción de una fundamentación al respecto lo dotaría –lejos de la opinión de aquellos que han pensado lo contrario- de una fuerza singular dentro de aquel ambiente tan unido ideológicamente al catolicismo.(7)

Tal empeño explicaba por sí mismo la necesidad a la apertura de una brecha hacia la independencia de las conciencias individuales en la Isla y para este fin el Maestro habanero había reservado un arma formidable: el electivismo.

En año tan polémico como 1812 había escrito:

“Muy equivocados están los que piensan que los filósofos eclécticos admiten teorías disconformes. Nunca podrá consistir en ese error la tan exaltada libertad de filosofar, sino en liberarnos de la servidumbre de cualquier maestro y en buscar exclusivamente la verdad dondequiera que se encuentre.”(8)

Cinco años después aún ofrecería una solución de continuidad a este criterio:

“El hombre será menos vicioso cuando sea menos ignorante. Se hará más rectamente apasionado cuando se haga más exacto pensador.” (9)

En la crítica electiva a las estructuras dominantes del pensamiento escolástico radicó el origen de la reflexión iusfilosófica liberal vareliana. De este modo, la utilización de un método como el electivo –de implicaciones originariamente académicas- como herramienta para la reforma de la enseñanza de la filosofía en Cuba, no podía dejar de tener unido al efecto liberador que de manera natural ejercía sobre las conciencias de aquellos a quienes iba dirigido, otras implicaciones no menos políticas como intelectuales tuviese al principio. La realidad colonial insular poseía, en puridad, el terreno fértil para ello.

Si el hombre era, a fin de cuentas, un individuo suficientemente libre como para elegir aquellos elementos que a su consideración fueran los más útiles en la construcción de la verdad al margen del escolástico principio de la autoridad, entonces: ¿todo ser humano llevaría dentro de sí a un pensador? ¿Tendría el hombre dominio y autonomía sobre su pensamiento, como espacio plenamente individual?

Reconocer en el sujeto humano a un ser pensante –y actuante- suponía el primer paso en el plan pedagógico vareliano de educar para la libertad, por lo menos así lo deslizaba en 1816:

“No pertenecen a la naturaleza de las ciencias los innumerables sistemas y suposiciones de que se han llenado los hombres, sujetando la naturaleza a sus ideas, y no las ideas a la naturaleza, y si se dejaran en su sencillez natural, todos los hombres serían capaces de todas las ciencias.” (10)

En el padre Varela, como acertadamente hubiera expuesto años después su discípulo Luz, lo primero era pensar. Pero no “pensar” como mera actividad mecanicista, sino “pensar bien”. Semejante praxis contribuía a elevar al ser humano sobre sus propias condiciones de vida, liberándolo. Libre, por tanto, sólo podía ser el hombre en su calidad de sujeto pensante.

Así, dentro del espíritu electivo que animaba sus escritos al respecto –en ninguno de los cuales se arriesgó nunca el Profesor del Seminario de San Carlos a aventurar definiciones taxativas- el sentido que albergaba la libertad podría describirse como aquella capacidad natural que, una vez entrenada, le permitía al hombre disponer de sí mismo y manifestar acertadamente su voluntad.

Ello, no obstante, sólo podría ser posible a partir del progresivo dominio del individuo sobre aquellas condiciones particulares que sostenían su existencia como ser social. Tales presupuestos venían a explicar, por si mismos, el empeño pedagógico presente en el Maestro de alcanzar a través de la reforma del pensamiento el necesario tránsito ideológico que, de súbditos a ciudadanos, creía debía tener lugar en la conciencia de aquella sociedad.

Junto al nacimiento del ciudadano -como expresión personal del vínculo político y jurídico del ser individual con su gobierno- de entre las entrañas del súbdito, la moderna idea de los derechos naturales como facultades universales del individuo podría expandirse, sin temores, por el espacio criollo.

Circunscribir, sin embargo, al sacerdote habanero dentro de esta cerrada concepción de la libertad en la cual el querer electivo se convierte en el detonador para las decisiones del sujeto, sería escorarlo hacía un voluntarismo que no merece ni cabría en su discurso.

No bastaba a la libertad ser expresión de la conformidad divina, de la ley natural, y constituir el presupuesto para el ejercicio de la elección dentro de un marco de posibilidades. Para el pensador cubano, al igual que para toda la tradición iusnaturalista precedente, la realización y conservación de la libertad humana dentro de la sociedad precisaba, ineludiblemente, de la ley positiva como respaldo protector y mecanismo de control.

El camino a la libertad pasa por la Ley.

El legicentrismo sería un espíritu consustancial a la visión moderna de la libertad, (11) fundamentalmente por su estrecha vinculación con importantes valores jurídicos presentes en los reclamos del discurso publicístico burgués y necesitados de fundamentación legal, como podía ser la seguridad.

La ficción contractualista, con su mito acerca del estado pre político y su pacto de sujeción, fundamentaban desde la razón la idea generalmente aceptada de que la libertad individual al interior de la sociedad dirigida por el Estado venía a ser –forzosamente- más amplia y verdadera que la del “salvaje” en la naturaleza.

Si para Thomas Hobbes (1588 – 1679), el Derecho suponía aquel instrumento civilizador por el cual llegaba a consolidarse la paz entre los hombres a través de la sujeción pactada de sus instintos egoístas a la dirección del Príncipe; será con Samuel Puffendorf (1632 – 1694) con quien se impondrá el criterio de que la misión principal del Derecho, en la sociedad política, no podía ser otra que la defensa de la libertad individual. (12)

En esta misma línea de pensamiento, John Locke (1632 – 1704) entendería que la Ley no debía ser sino un instrumento al servicio de la libertad del sujeto individual. Así lo afirmaría en su Ensayo sobre el Gobierno Civil:

“…la libertad de los hombres bajo gobierno consiste en tener una norma permanente que concierte sus vidas, común a todo miembro de tal sociedad, y formulada por el poder legislativo erigido en ella.”(13)

Con lo anterior, Locke terminaría por vincular al pretendido principio de legalidad, con aquellos presupuestos de validez y legitimidad que debían acompañar al proceso de formación de tales normas jurídicas, reguladoras de la dinámica social por encima del arbitrio del gobernante.

Argumentos semejantes subyacerían posteriormente en la base de las declaraciones de derechos dieciochescas, (14) con lo cual se hizo evidente el empeño por limitar la acción de los poderes constituidos, y garantizar la defensa de la libertad individual como espacio privado, en la forma que revestía el reconocimiento de los derechos naturales del hombre, así como la regulación positiva de los procesos de creación de la ley.

El modelo constitucional doceañista, aunque carente de una carta de derechos al estilo anglo – francés, estableció como uno de los fines supremos de la Nación la protección de la libertad civil. (15) Al menos así se había manifestado textualmente el liberalismo peninsular. En la colonia cubana, sin embargo, otras habrían de ser las condiciones que particularizarían las problemáticas derivadas de la redacción y espíritu del precepto. La más importante de ellas era la imposibilidad manifiesta de construir una visión individualista desde la norma que se proyectara hacia las particularidades presentes en el interior de aquella sociedad.

Si analizamos a profundidad la esencia e historia de los derechos subjetivos, no sería difícil percatarse de que su aparición estuvo precedida por el desarrollo de una visión individualista de la naturaleza interna de las relaciones sociales. No por gusto en la generalidad de los enfoques acerca del estado prepolítico elaborados por el contractualismo, había primado la idea de una humanidad salvaje, y también solitaria.

No obstante, en la isla de Cuba, el peculiar sistema de relaciones de producción existente -que en buena medida condicionaba la fragmentación estamentaria de la sociedad isleña- venía a entorpecer por su propia naturaleza, el desarrollo de una ideología semejante.

La reforma del pensamiento filosófico iniciada por el sacerdote habanero y su empeño por liberar las ataduras del pensamiento humano de la inmutabilidad escolástica y del voluntarismo de la política colonial en pro de un horizonte electivo, no tenían –vistas a largo plazo- otro objetivo que preparar las condiciones teóricas que dinamitaran esta realidad. (16)

La argumentación iusnaturalista usada por el Maestro, sin embargo, no se bastaba a sí misma para proteger por el influjo en las conciencias, la libertad social de los hombres. Si el racionalismo ilustrado había depositado su confianza en la seguridad dimanada de la fuerza vinculante de la Ley positiva, Félix Varela no sería una excepción en cuanto al uso de una fundamentación legicentrista en su reflexión. De este modo, la redacción de un manual para la explicación de la Constitución gaditana en 1820 le serviría de feliz pretexto para deslizar entre sus paisanos habaneros, estas mismas ideas:

“El hombre libre que vive en una sociedad justa, no obedece sino a la ley; mandarle invocando otro nombre, es valerse de uno de los muchos prestigios de la tiranía, que sólo producen su efecto en almas débiles. El hombre no manda a otro hombre; la ley los manda a todos.” (17)

Semejante afirmación expuesta en el ámbito colonial de 1820, si bien no le resultara a todos simpática, debió al menos merecer la atención de aquellos con capacidad suficiente como para escrutarla en su verdadera dimensión. Las últimas palabras no sólo arremetían contra la tradicional fórmula indiana del “se acata pero no se cumple”; sino que fundamentaban la necesidad de colocar un techo normativo a la acción de individuos e instituciones dentro de la sociedad, y el absolutismo del Monarca no parecía ser una excepción en este sentido. Ello colocaba –al menos en el plano discursivo- a los diferentes grupos estamentarios existentes en la colonia en un plano de relativa equiparación como para “pactar” el sometimiento a una norma de efectos comunes. Blasfemia, al fin y al cabo, a los ojos de comerciantes peninsulares, tratantes de esclavos, y hacendados esclavistas occidentales que, en todas partes, creían vislumbrar al espectro de la Revolución haitiana.

El contrapeso legal de toda dinámica social era – en la lógica del Maestro- más que necesario, urgente, como dique de contención a las ambiciones grupales disfrazadas por el interés común, y a la opresión de los tiranos. (18) En este sentido, la Constitución doceañista le proveía de una sólida sombrilla jurídica –visible desde su Título I- bajo la cual podía el Presbítero llevar a cabo su idea de decir sólo lo que era posible.

A partir de esta posición de autocensura suya, y a pesar de todo, el Profesor del Seminario de San Carlos diría mucho más. Una lectura más aguda de sus reflexiones al respecto permite diseccionar la profundidad real y oculta entre las líneas de sus comentarios constitucionales.

En este sentido, el análisis detallado de lo que podía significar en su contexto la frase citada: “El hombre libre que vive en una sociedad justa, no obedece sino a la ley”; destila dos visible interrogante: ¿cuándo puede considerarse libre al hombre en el prisma vareliano?, ¿y cómo distinguirlo de quien no lo es?

De un primer momento podría parecer que el texto alude –en el caso de la colonia cubana- al estamento de aquellos hombres suficientemente libres como para ostentar y hacer valer derechos políticos. Más adelante, sin embargo, Varela desliza una definición deliberadamente dogmática de lo que para él mismo podía representar la expresión material de un hombre libre:

“Una sociedad en que los derechos individuales son respetados es una sociedad de hombres libres…”(19)

Por supuesto, llevado a las calles habaneras de 1820 más que una inocente definición académica, el discurso vareliano entrañaba una aspiración profundamente crítica que, en su entorno, pretendía sentar precedente.

El liberalismo del cual el sacerdote habanero se hacía eco no distinguía en este plano, al menos inicialmente, en cuanto al color de la piel o al origen –criollo y peninsular- del destinatario de los derechos: estos eran facultades naturales del individuo a las que la codificación constitucional de la Francia revolucionaria les había conferido visos de universalidad y, en medida mucho menor, también el texto gaditano de 1812.

Este hecho, unido a su convicción de que sólo por la debilidad de los hombres podían los tiranos esclavizar los pueblos, (20) deslizaba entre los párrafos de sus Observaciones… el primer enfoque individualista y universal que de los derechos naturales se hiciera dentro de la isla de Cuba. Toda una antítesis teórica y crítica del orden existente a su interior.

De este modo, el desglose de un peculiar concepto de Constitución según el cual esta no era más que el “conjunto de normas sabias que presenten de un modo constante los deberes sociales, recordando siempre el pacto solemne que ha hecho la sociedad con su gobierno”,(21) venía a complementar su esquema dogmático, al fundamentar la necesidad de una norma jurídica superior con carácter general que hiciera las veces de techo y sostén del orden social.

Así, desde una tácita referencia al “pacto de sujeción”, el padre Varela hacía coincidir los ámbitos público y privado en lo que podría considerarse como una temprana visión de la esfera pública de la libertad expresada en la limitación normativa a la acción de los poderes constituidos.

El empeño moderno de contener la acción del Estado por medio de la Ley no había sido ajeno a la voluntad del constituyente gaditano. De hecho, uno de los objetivos fundamentales del liberalismo español no había sido otro que el de limitar –a favor de su incipiente burguesía- las facultades reales, con lo cual pretendía eliminar por decreto al absolutismo. También en la isla de Cuba, que había entrado al debate constitucional hispánico desde su apresurado movimiento “proyectista” durante la primera asonada liberal, resultó posible apreciar ideas semejantes.

Sin proponerse una ruptura directa con la colonialidad el “proyectismo” criollo comprendió desde un primer momento, las ventajas que para una clase como la de los esclavistas azucareros occidentales implicaba la limitación del poder por medio de la legalidad. En el intento por fundamentar para la Isla un modelo de descentralización gubernativa, el padre Caballero, en su Exposición a las Cortes Españolas alegaba en 1811:

“…persuadidos de que adhiriéndose las Cortes Nacionales a la magnánima teoría que desde sus primeras sesiones establecieron sobre la división de poderes, se ocupen, no como hemos visto que se ha tratado, en limitar la duración de sus servicios, que es una cuestión prematura e inoportuna, sino de declarar “cuáles sean los límites de su poder legislativo con respecto a los dominios ultramarinos, cuya importante doctrina aclarará, precisamente, la otra no menos luminosa, a saber: cuáles sean también los del poder legislativo que con respecto a la organización de su gobierno local y doméstico corresponden respectivamente a las Provincias Españolas de ambos hemisferios”. (22)

En una línea similar se habría pronunciado también Arango y Parreño, con sus propuestas de suprimir las potestades económicas y judiciales del Capitán General, conservándole sólo las funciones militares.(23)

El propio Joaquín Infante en quien el independentismo encontró su expresión jurídica más acabada durante el período, no estuvo tampoco ajeno a la idea de limitar el ejercicio del poder mediante la ley.

Por ello no ha de extrañarnos en modo alguno que poco más de una década después Félix Varela comentara la Constitución de Cádiz desde una perspectiva similar, aunque con objetivos ciertamente más abarcadores:

“Si el ejercicio de la soberanía del pueblo no conoce límites, sus representantes, que se consideran con toda ella, podrán erigirse en unos déspotas, y a veces el interés rastrero de un partido formarían la desgracia de la nación.” (24)

Los límites a la acción de estos mismos poderes constituidos la encontraba el Maestro en el sometimiento común a la ley positiva, que no sólo habría de actuar como techo normativo a la acción de personas e instituciones; sino también como la cortina protectora del individuo ante la arbitrariedad del poder, por la protección de sus derechos. Tales derechos naturales no eran otros que “las propiedades individuales, la libertad personal, los intereses domésticos, cuando no perturben el orden de la sociedad”. (25)

Con ello el pensador habanero no pretendía sino fundamentar –desde una perspectiva muy cercana a los criterios del individualismo lockiano- la defensa de aquel ámbito de existencia individual correspondiente a todo ser humano; valorado en principio no como contraposición al Estado, pero sí a salvo de su intromisión. Era, para un hombre de su tiempo y en sus circunstancias, el instrumento más viable para asegurar la libertad humana en sociedad; unida lógicamente a la protección de aquellas prerrogativas que el liberalismo de entonces consideraba vitales para la existencia social del individuo humano, a saber: propiedad, libertad personal, y seguridad.

En este sentido el Presbítero cubano, no obstante las limitaciones de las que nunca careció, sería capaz aún de adentrarse en trechos más espinosos al hacer corresponder los efectos del pacto de sujeción, no ya a un hecho fundante perdido en la noche de los tiempos y deducido por la razón empecinada, sino a la constante legitimación de la actividad del gobernante a partir del mantenimiento efectivo de los consensos. Se colocaba así a distancia de tiro para la argumentación del principio de supremacía jurídica de la Constitución pues “el pueblo jamás ha facultado al gobierno para que haga injusticias.” (26)

Ello era así porque para el Maestro cubano la actividad gubernativa por sí misma resultaba incompatible con el despotismo, pues este no entrañaba otra cosa que oprimir y tiranizar. El sentido de lo que podía entenderse por gobierno, como actividad conducente al “bien común”, se encontraba indisolublemente unido al principio de legalidad. Desde esta perspectiva, sus ideas lo acercaban ya en los umbrales mismos del siglo XIX, a una visión similar de lo que después sería identificado como Estado de Derecho.

Oscuro y solitario destino le aguardaría a tan grande iluminador de conciencias. No habría sitio para él en una Habana como la suya, y las paredes del Seminario nunca serían suficientemente anchas como para contenerlo. En el mismo año de 1820, cuando aún no terminaban siquiera de definirse los bandos de detractores y partidarios del constitucionalismo en lo que sería el breve Trienio Liberal, escribía:

“El gobierno ejerce funciones de soberanía; no las posee ni puede decirse dueño de ellas. El hombre libre que vive en una sociedad justa, no obedece sino a la ley; (…) El hombre no manda a otro hombre; la ley los manda a todos.”(27)

Tal afirmación se bastaba a sí misma. Con el mismo plumazo con el que arremetía contra los partidarios del absolutismo, hacía añicos la bicentenaria práctica indiana de acatar y no cumplir. Estar por encima de los hombres como techo de sus acciones era la función atribuida a la ley positiva, salvaguarda formal de las libertades colectivas e individuales. A la vez, argüía lo que hoy conocemos como distinción entre poder constituyente y poder constituido, al separar la noción de gobernante de la de titular del poder soberano, hasta entonces fundidas en el monarca absoluto.

Sería precisamente en la encrucijada de la legalidad donde entroncarían las dos vertientes del pensamiento vareliano acerca de la libertad en su sentido privado: como facultad inherente del individuo para la actuación y elección concientes; y como derecho natural reconocido por la ley. Sólo el hombre con pensamiento libre podía convertirse en sujeto de su propia libertad y de la del otro. No erró por ello al sostener que la ignorancia constituía uno de los mecanismos más efectivos usados por los tiranos para someter a los pueblos. Así, la tiranización de la sociedad por el Estado venía a ser un fenómeno contrario a la naturaleza, por cuanto negaba aquellos presupuestos que esta misma había depositado en la persona humana a fin de que expresase su libertad.

Años después de haber publicado sus Observaciones…, encontrándose en su exilio norteamericano, escribiría al respecto:

“Con oprobio de la naturaleza humana se empieza a predicar por todas partes la necesidad de oprimir a los pueblos, en vez de predicar la de no exasperarlos. No se omite sofisma de ninguna clase para alucinar a la multitud, cuya razón poco ejercitada cede a los impulsos de la imaginación, que le procura acalorar con las terríficas imágenes de tantos desastres…” (28)

Con lo anterior, el exiliado Varela se arriesgaba a esbozar los efectos derivados de la manipulación ideológica ejercida sobre las masas por parte de los representantes del poder mediante el uso del terror y la propaganda, con el fin de controlar las conciencias colectivas y crear consensos favorables.(29)

Por primera vez en la historia del pensamiento jurídico cubano se enfocaba la cuestión del control ideológico del Estado como vía para el logro y sostenimiento de la hegemonía en la sociedad, donde la propaganda ocupaba un papel de singular importancia –…no se omite sofisma de ninguna clase...-, como instrumento al servicio de la construcción del imaginario político que condicionase los consensos legitimadores.

Por supuesto, que en una sociedad adormecida con tales medios de manipulación el principio de legalidad vendría a ser como tinta soluble en papel mojado, en parte por la neutralización de una supuesta ciudadanía activa que coadyuvara en su defensa cotidiana. Finalmente sobrevendrían, como resultados directos, la ilegalización y total descomposición del entramado de relaciones sociales. Con tal proceso de degradación terminaría por completarse, para Varela, la “muerte” definitiva del ciudadano y con ello, de la libertad. Sus ideas en este sentido alcanzarían ribetes de un realismo particularmente apocalíptico:

“Infringidas las leyes por un gran número, llega el pueblo a habituarse a estas infracciones y poco a poco va preparándose el terreno para levantar otro monumento al crimen.”(30)

Este “monumento al crimen” no sería otro que la anarquía creada por la incapacidad de los mecanismos institucionales para hacer cumplir –y cumplir ellos mismos- la ley. La destrucción paulatina de los lazos que ligaban la comunidad, retrotraerían a los hombres a un estado de violencia y desconfianza primigenias que suponían, por sí, el consecuente detrimento de su condición humana.

De esta forma, en el desarrollo de su obra el Maestro cubano sistematizaría de modo coherente y singular, una particular fundamentación de la libertad, (31) fruto de su método electivo, por la interrelación lograda entre concepciones derivadas de distintas fuentes y autores. Su gran mérito, no obstante, estribaría en hacer de su reflexión –liberal y liberadora- un canal para la inserción de estas ideas en el tronco de su pueblo.

Félix Varela constituiría, finalmente, el más sólido vínculo de la isla de Cuba con el constitucionalismo ilustrado en la primera mitad del siglo XIX.

No pueden negarse, a pesar de ello, el peso que en su discurso adquirieron los escorados escolásticos –especialmente tomistas-. En su caso serían imposibles de evitar pues era el Profesor habanero hombre de profunda e inconmovible fe, con lo cual el imaginario católico no podía quedar al margen del núcleo duro de su pensamiento. Tales caracteres, a despecho de sus críticos, conformarían el conjunto de peculiaridades que darían el matiz autóctono a su reflexión dentro de la Cuba decimonónica del período y ello, por sí mismo, resultaba ya una gran hazaña intelectual.

Notas.

1) CABALLERO, José Agustín, “De la consideración sobre la esclavitud en este país”, en Obras, Editorial Imagen Contemporánea, La Habana, Cuba. 1999, p. 203.

2) Vid: INFANTE, Joaquín, “Proyecto de Constitución para la Isla de Cuba”, en Pichardo, Hortensia, Documentos para la Historia de Cuba, (tomo I), Editorial Ciencias Sociales, La Habana, Cuba. 1977, p. 258.

3) Sirva para ejemplificar lo anterior, las implicaciones políticas que llegaba a acarrear un acto aparentemente inocente como el realizado por Joaquín de Agüero y Agüero al libertar a ocho esclavos suyos sin más motivo que sus convicciones en 1843, en CENTO, Elda, El camino de la independencia. Joaquín de Agüero y Agüero y el alzamiento de San Francisco de Jucaral, Editorial Ácana. Camaguey. Cuba. 2003, p. 84 -86.

4) VARELA, Félix, Lecciones de Filosofía tomo I (5ta Edición), Editorial de la Universidad de La Habana. La Habana. Cuba. 1961, p. 37. 1961.

5) Idem. 139.

6) Vid: Idem. 150.

7) Vid: VARELA, Félix, “Elenco de 1816”, en Torres, Eduardo, Historia del pensamiento cubano, tomo I, Editorial Ciencias Sociales, La Habna, Cuba, 2004, p. 360.

8) Vid: VARELA, Félix, “Varias proposiciones para el ejercicio de los Bisoños (1812)”, Idem. p.345.

9) Vid: VARELa, Félix, “Demostración de la influencia de la ideología en la sociedad, y medios de rectificar este ramo”, Idem. p. 424.

10) Vid: VARELA, Félix, “Elenco de 1816”, Idem. p. 353.

11) La Constitución francesa de 1791 había reconocido en su artículo tercero que no existía autoridad superior a la Ley, con lo cual dejaba plasmado uno de los principios esenciales de lo que consideramos hoy como Estado de Derecho. De este modo los ciudadanos, que por el pacto de sujeción habían concertado la fundación del gobierno y el sometimiento a sus leyes, también acordaban la conformación, organización y subordinación del propio Estado a estas mismas normas: era la nota que daba sentido al hecho constitucional. Aquí radicó el núcleo duro de la visión legicentrista, según la cual la libertad del hombre en sociedad se realizaba por el cumplimiento y sometimiento general a la Ley común.

12) Vid: FUENTES LÓPEZ, Carlos, El racionalismo jurídico, Instituto de Investigaciones Jurídicas. Universidad Nacional Autónoma de México. México. 2003, pp. 176 – 177.

13) LOCKE, John, Dos Ensayos sobre el Gobierno Civil, Editorial Espasa Calpe. Madrid. España. 1991, p. 244.

14) Vid: “Declaración de los Derechos de Virginia”, Artículo 7; y “Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano”, Artículo 2.

15) Vid: “Constitución de la Monarquía Española de 1812”. Artículo 4.

16) Un ejemplo de ello resulta la Carta firmada por Félix Varela y Tomás Gener, sobre la trata y la esclavitud, escrita desde Nueva York, en septiembre de 1834 a Domingo del Monte. Vid: VARELA, Félix, Obras (volumen II), Editorial Imagen Contemporánea. La Habana. Cuba. 2001, pp. 326 – 330.

17) VARELA Félix, “Observaciones sobre la Constitución Política de la Monarquía española”, en Varela, Félix, Escritos Políticos, Editorial Ciencias Sociales. La Habana. Cuba. 1977, p. 90.

18) Vid: Idem. p. 38.

19) Idem. p. 41.

20) Idem. p. 40.

21) Idem. p. 43.

22) CABALLERO, José Agustín, “Exposición a las Cortes Españolas”, en Ob. Cit. p. 220.

23) Vid: CARRERAS, Julio, Historia del Estado y el Derecho en Cuba, Editorial Pueblo y Educación. La Habana. Cuba. 1989, pp. 152 – 153.

24) VARELA, Félix, Ob. Cit. p. 38.

25) Idem. p. 39.

26) Ibídem.

27) Idem. p. 40.

28) VARELA, Félix, Cartas a Elpidio, Editorial Ciencias Sociales. La Habana. Cuba. 1997, p. 21.

29) Un gran mérito del pensamiento iuspublicístico vareliano radicó en intuir los procesos de reproducción ideológica de los esquemas de dominación al interior de la subjetividad de los hombres. De allí su persistencia en la educación de estos para el ejercicio de los derechos y de la política, pues: “Una brillante esclavitud, una miseria disfrazada y una ignorancia ilustre son los medios más a propósito para alucinar a los incautos y producir esclavos míseros e ignorantes, propios súbditos del infernal despotismo.” Vid: VARELA, Félix, Cartas a Elpidio, ed. cit. p. 24.

30) Idem. p. 23.

31) No pocos han sido los estudiosos del pensamiento vareliano que, para una comprensión del mismo, lo han escindido en distintas etapas evolutivas que lo llevarían del autonomismo al independentismo tras un proceso de radicalización de su ideario. Respecto a su visión de la libertad, fundamentalmente en el ámbito privado, creemos que no existe una ruptura semejante dentro de sus concepciones, sí un proceso de maduración y de sistematización de ideas que, desde la redacción de su Elenco de 1816 y de sus Observaciones… ya manejaba de alguna forma. Para él, si respetamos la visión dual que de su pensamiento se ha presentado, la libertad individual asentada sobre los presupuestos de elección y legalidad, bien podía avenirse con un régimen autonómico o independentista. De cualquier modo no caben dudas que durante el Trienio Liberal optó por la solución de Cádiz en el ámbito público, como la más conveniente en su momento para las condiciones de su Isla. Sólo el desengaño de la restauración le haría mudar de parecer.

 


Editor:
Juan Carlos M. Coll (CV)
ISSN: 1988-7833
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