Contribuciones a las Ciencias Sociales
Abril 2009

 

SOBRE LA PROPIEDAD
 


Oscar Pazos Rodríguez
oscar_pazos@hotmail.com  

 



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El más memorable de los sentidos, aquél que nos identifica en lo que somos, aquél por tanto que se identifica a sí mismo, que se trata a sí mismo y que, precisamente por ello, brota en lo que no es.

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Creo que resulta de lo más conveniente que descubra cuanto antes el íntimo origen de la propiedad, pues sólo desvelando ahora este principio, su fuente, podré evitarme en el futuro tener que justificar a cada paso toda la diversidad de fuerzas, esencias, límites, voluntades, identidades, trabajos, objetos y naturalezas que surgen del ejercicio y refinamiento del sentido de la propiedad. Sólo a partir de este conocimiento confiado podréis reconocer la propiedad en la creciente confusión de los sentidos, de las creaciones humanas.

Y puesto que la propiedad es un sentido nuestro, para alcanzar tal entendimiento genuino de la propiedad no necesitamos aventurarnos a una exploración entre lo desconocido -lo que supone a menudo el riesgo de perderse- sino que nos basta un ejercicio de introspección, esto es, hacer memoria.

Y si bien plenamente humana, no puede haber duda de que la propiedad es anterior a la especie. Es un sentido que, en un modo similar, reconocemos que pertenece también a los animales más próximos a nosotros y a través del cual nos identificamos con ellos, nos vemos reflejados en ellos. Pero aún reconociendo que los demás animales y el propio mundo ejercitan su sentido de propiedad de múltiples formas mucho antes de existir nosotros, tampoco podríamos advertir esto sin admitir a su vez que la génesis de la propiedad ha sido también en la especie humana como en las demás, como es una y otra vez en cada individuo. Pues, mirando cada uno a su alrededor, advertimos lo que nos es cercano y lejano por la cantidad de nosotros mismos que tenemos puesto en ello, la medida en que participamos de lo que no somos, y así, mirando ya no alrededor sino a nosotros mismos, nos vemos de esta manera extendiéndonos, y encogiéndonos y penetrando en nosotros el mundo, tanteando el acuoso medio como amebas, incorporando, abandonando, reconociendo, usando.
 



Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:
Pazos Rodríguez, O.: Sobre la propiedad, en Contribuciones a las Ciencias Sociales, abril 2009, www.eumed.net/rev/cccss/04/opr.htm



 Poniendo entonces toda nuestra atención en nuestro sentido de la propiedad, y abstrayéndolo de todo deseo que en él halla, y de toda sabiduría que lo guíe –esto en la medida que a cada cual le sea posible-, podremos, acaso, reconocer el modo profundamente táctil cómo este sentido se desenvuelve. Y quien no pueda acceder a esta experiencia directa, podrá, al menos, conocer la circunstancia repetida de que las relaciones de propiedad son establecidas al contacto, siendo, de todas ellas, la huella la más clara.

Firmes a esta expresión táctil de la propiedad, y haciendo memoria –y en este caso hacer memoria resulta en prescindir de ella-, podemos notar que el tacto a sí mismo se reconoce primero, y ya más tarde aquello que se le opone, que le muestra resistencia.

Así en primer lugar se descubre la propiedad a sí misma, tal como el propio tacto, y sólo cuando este sentido de sí misma es suficiente comienza a percibir sutilezas que permiten la conversación con el mundo, un mundo cambiante al tacto inconstante, un mundo que se acerca y que se aleja y, por tanto, un mundo rebelde, antagonista, opuesto: tú para mí.

De esta manera, tentando la propiedad en torno, adquiriere este sentido la destreza de que proximidad y lejanía son variaciones en la resistencia a ser asido, y de tal modo el entendimiento comprende la facilidad y la dificultad, lo favorable y lo contrario, lo interno y lo externo.

Y sin embargo, en este trato con el mundo la propiedad sigue hablándose a sí misma, aunque no se entienda, como unas piernas todavía torpes o un estar adormilado. En esta conversación la propiedad pregunta y ella misma se responde, aún cuando es contrariada.

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El descubrimiento trascendente para el entendimiento es el descubrimiento del otro, el tercero en discordia, el ser amenazador que se nos presenta sordo y mudo, invisible y ciego, creando un vacío en el mundo: este otro son las cosas; los diez mil enseres. Las cosas, o mejor, la cosa, es ajena, indiferente a nosotros y ferozmente hostil por ello. A diferencia del tú que nos devuelve, la cosa nada nos dice pues nuestra propiedad no la alcanza, nos ignora y el sentido de tal ignorancia nos anula.

Es este descubrimiento de la cosa es un suceso traumático que no se produce hasta el fin de la niñez, o más bien, es el descubrimiento que le pone fin. Cuando adquirimos pleno conocimiento de las cosas es cuando adquirimos uso-de-razón. Entender la cosa y su poder anulador es descubrir la muerte pues, así lo sentimos entonces, no es el mundo el que nos mata, si no las cosas, …ellas.

La cosa es siempre aquello que existe fuera de nosotros y del mundo, de modo que al presentarse interrumpe nuestra conversación e impone un silencio que nos aísla. Su misterio nos anonada. De ahí nuestra pugna por adueñarnos de la cosa, hacerla nuestra, hacerla del mundo, hablarle, sentirla. Cuando la cosa deja de ser cosa para pertenecernos y ser propiedad, o para oponernos y ser mundo, deja de ser abismo, deja de ser muerte y pasa a ser paisaje, atavío, objeto, sujeto, significado. Así acumulamos en la memoria -como trofeos y reliquias- las cosas capturadas: sombras, formas, gestos, vacíos arropados, camino, cultura, adorno, oscuridades revestidas, voluntades, y divinidades, todo lo cual es la abundancia y la diversidad.

Alarmado el sentido de la propiedad por la presencia ausente de la cosa, inclusa de sí misma, ajena a nosotros y al mundo, apremia al entendimiento desactivar su amenaza cubriéndola con los signos de la propiedad, interesa resolver su misterio cuanto antes, poseyéndola de atributos, caracterizándola, enredándola en lo cotidiano. Creamos así nuevos mundos, familiares, localizables, habituales, favorables o contrarios, benignos o malignos, amigos o enemigos, pero siempre reconocidos, identificados.

Así, las cosas, transformadas ya en objetos, en identidades, en sujetos, son la abundancia del mundo, y en apropiarnos de ellos sentimos nuestra grandeza.

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Pero alcanzado este punto debemos detenernos un momento y reconocer que existe en la especie humana -y es cosa que le viene de antiguo- dos modos de ser, dos identidades, dos formas de sentir la cosa: femenina y masculino

La forma masculina es puro artificio, aparejo, objeto. El modo femenino es materia, cultura, sujeto. Lo masculino afronta la cosa mediante la actividad, el movimiento: la agresión y la huída. Todo ello es la violencia explícita. La disposición femenina es pasiva: aceptación y ofrecimiento, violencia implícita. Todo ello es el sacrificio. Hay violencia en el sacrificio y hay sacrificio en la violencia, no debe dudarse.

La violencia masculina impone límites a la cosa, crea para ella una envoltura externa, le marca –a fuego, a golpes- una señal, que será su nombre, esto es, la palabra de su dueño. Mediante la violencia el modo masculino esconde la cosa. El modo masculino de propiedad constituye el patrimonio.

El sacrifico femenino se ofrece a la cosa proponiéndose sí misma como significado, otorgándole de esta manera un lugar por el que acceder al mundo, esto es, establece un pacto con la cosa de la que ella misma es garantía. Mediante el sacrifico la cosa se manifiesta de un modo femenino. La forma femenina de propiedad constituye el matrimonio.

Para lo femenino, el objeto violento es apariencia, espectro, envoltura, pues la violencia no altera la cosa, la arrincona, la aleja incluso, la tabúa, pero no la desactiva, la reviste, pero no la transforma. Lo femenino advierte la cosa latente bajo el velo masculino del objeto. La propiedad masculina, en cambio, se inquieta ante la cosa sagrada, aún misteriosa, difuminada en sujeto, pero no del todo oculta. El sacrificio distrae la cosa, pero no la elimina, al contrario, introduce el mundo en ella y así la ve lo masculino, como una herida abierta, amenazando siempre con una nueva ruptura del mundo.

Lo masculino trata de encubrir la abundancia femenina y para ello la viste, la disfraza, la objetiviza. La aptitud femenina se deja rodear por el ser masculino para así modificarlo, hacerlo a sí misma, subjetivarlo a su propia feminidad.

La propiedad de la cosa como objeto es siempre tabú y sacrificio constituidos en matrimonio y patrimonio, en los cuales la especie acumula -o más bien crea- la abundancia del mundo. En esta objetivación o subjetivación, -y por supuesto en ningún objeto ni sujeto-, reside la apropiación. Toda riqueza, familiaridad, abundancia, producción, recurso, excedente o capital será objetivizable o subjetivizable a partir de un determinado sacrificio o un tabú, sin los cuales, todo objeto es cosa extraña, inútil, vacía y, más aún, amenaza.

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Bastaría lo dicho para entendimientos propicios a la duda de sí mismos, -y no hablo de entendimientos con identidades vacilantes, sino de aquellos que ejercitan y deliberadamente entrenan su sentido de la propiedad-. Bastaría lo dicho, pues, para sensibilidades y entendimientos advertidos en la metamorfosis, la propia, del mundo y de las cosas. Pero seguramente lo dicho sea cosa –extraña y poca- para la mayoría, que, siendo, no experimenta el ejercicio de la propiedad sino la propiedad misma. Más adelante veremos qué son esta experiencia directa y este uso crítico del ser, pero ahora seguimos con unos ejemplos, casos concretos, casuística, primeros objetos de cambio, sujetos apropiados: trofeos e iconos.

Vemos la fruta en el árbol y ya hacemos violencia sobre él, que de un simple vistazo lo mutilamos; así hacemos del árbol alimento. Vemos las ramas en el árbol y hacemos violencia sobre él, que de un pensamiento lo podamos; así hacemos leña del árbol. Vemos el árbol en el bosque y ya lo desarraigamos, haciendo de él mástil. Y vemos el árbol, y cómo hace fruta, y cómo hace leña, y cómo hace bosque, y nos entregamos a él, adoramos el árbol, lo servimos; así nos hacemos jardineros.

La tierra misma se objetiviza en metal a ojos del herrero con violencia y fuego. Pero la metalización está regida por el tabú sobre el herrero, que no debe ser visto, y sobre los no iniciados, que no pueden ver, pero sobre todo, la metalización esta tabuada sobre la mujer, portadora de la cosa, ella misma engendrable como la tierra. Si la mujer entrase a la herrería, a ella también daría el herrero violencia y fuego.

Sacrifica el chamán y es poseído, la cosa ocupa su cuerpo, lo usa y con él se manifiesta; se convulsiona, exuda, sufre el cuerpo del chamán por acoger la cosa ingobernable. También salmodia, reza, mantiene la estabilidad del universo mediante su rito diario el sacerdote, su rutina sostiene el cosmos.

El sacrificante se entrega y su sometimiento sustancia la cosa, la realiza, la consagra. A cambio, el sujeto existe y es abundancia para él, enriquece el mundo. Pero el interés del oficio sagrado no es el beneficio ni el maleficio que la cosa así apropiada reporta, sino su misma perpetuidad. Sin el sacrificio la cosa volvería a mostrarse, o mejor, a desaparecer, ajena, anuladora, mortal. Del mismo modo la violencia no se hace para obtener un despojo sino para manejar la cosa inasible y contener su ausencia en el objeto, apresarla en la forma.

Así pues, no adelanto acontecimientos si digo ya que el origen de la abundancia, la riqueza y el crédito no es la división del trabajo sino la división y el trabajo, la violencia y el sacrificio, el uno y el otro, y viceversa.

Pero, ¿será necesario insistir en que sacrifico y tabú no son estrategias? Ni uno ni otro persiguen ganancias, simplemente son (propiedad). Cuando el ladrón planea su robo persigue la quincallería del mundo, cuando el rico busca seguridad quiere seguir sujeto a la misma quincalla. Trofeos y rituales son el despojo y el aspaviento de la apropiación, pero el auténtico sentido de la propiedad es la restitución del mundo, le regreso del sentido tras la aparición de la cosa.

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La cosa es la incitación del sentido de la propiedad, su estímulo tal y como el ruído es estímulo al oído, y la apropiación de la cosa es la disipación del estímulo en el entendimiento, el ejercicio del sentido, escuchar. Ahora veamos.

¿Quién indaga la cosa? Unos dicen: la élite, ellos indagan. Otros piensan ‘el pueblo, ellos indagan’.

La jefatura maneja la espada y a ella se dirigen los sujetos, pero ¿indaga la jefatura la cosa?

La servidumbre sufre la violencia y ella misma se sacrifica, pero ¿indaga la servidumbre la cosa?

De dos maneras se cuenta que surgió el mundo del caos informe y acuoso (y esto antes de haber jefatura y servidumbre). Una, mediante el rayo de la voluntad, la luz terrible que dividió las tinieblas y formó en medio la Tierra. Otra, por el despedazamiento divino, la explosión germinal del universo.

Las dos maneras con que los dioses crearon el universo son división, de sí mismos (sacrificio) o de la cosa (violencia), y mediante la violencia la especie humana fue creada dividida, ya especializada. Femenino y masculino son mundos distintos, pero el mundo es masculino y femenino al tiempo. La propiedad es privada porque es tabú, violencia, límite y al tiempo es sagrada porque es ajena, extraña, inviolable. Hombres y mujeres poseen y son sujetos, y la extensión de las relaciones de propiedad es la amplitud del mundo.

Ni la jefatura ni la servidumbre indagan la cosa pues ellas mismas son objeto y sujeto, lo que indaga la cosa son lo femenino y lo masculino de la especie.

Pero para aclarar esto lo mejor es volver al yo y al tú.

Mi cualidad más evidente es mi invisibilidad, mi intangibilidad. Yo no me veo siendo, no me oigo siendo, no me noto siendo, pues para verme necesito reflejarme en otro, así, yo me reconozco en el otro y me oigo en el otro, y cómo logro esto un ejercicio cuya naturaleza todavía no viene al caso tratar. Sí viene al caso que este reconocerme a mí es siempre un extrañamiento de mí ¿soy yo éste?, ¿es esta mi voz?, ¿soy yo quien esto hace? Sólo puedo verme a mí como cosa, extraña, turbadora, ajena.

Tu cualidad más evidente es que eres invisible e intangible y todavía más que yo, pues tú eres yo mismo, y cuando te veo a ti es a mí a quién veo. Y para explicar esto sólo puedo invitarte a decir: ¡te veo y no te reconozco!, y tras decirlo pensar qué quieres decir.

Porque tu y yo podemos, -y es cosa que tampoco vamos a explicar ahora por qué podemos-, extrañémonos el uno del otro, o mejor yo de tí. Así: ¡te veo y no te reconozco! ¿Y qué quiero decir con esto si no que no entiendo lo que veo?, te veo y no te reconozco, ¿y no es esto que lo que yo veo no es lo que yo sé de ti?, ahora ya no eres mi paisaje habitual, ya no eres invisible, destacas en el mundo conocido, lo agujereas, ¿y qué pasa si de nuevo me hago a tí?, pues que dejo de verte para reconocerte, dejas de extrañarme para ser de nuevo lo que ya sé de ti, lo que ya está en mí., ahora te reconozco porque ya no te veo.

Y ahora, sí, ya podemos tratar la cuestión: ¿cómo yo te extraño si te conozco y además no te veo?, ¿cómo yo me reconozco en el otro si a mí no me veo y el otro me es extraño? Pues ya estaba dicho: porque femenino y masculino son mundos distintos, pero el mundo es masculino y femenino. Extraña femenino lo que sabe masculino y ve masculino lo que reconoce femenino.

Y así entendemos dos cosas

Una: que la costumbre es ley -garantía y cadena- para la propiedad,.

Dos: la naturaleza hermafrodita de la divinidad.

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Y llegamos a la memoria, donde se atesora, salvaguarda de patrimonio y matrimonio.

Lo que la memoria hace sobre las cosas es evidente, o más bien es evidenciarlas, volverlas costumbre, hacerlas invisibles. Y esto lo hace la memoria no porque recuerda, sino porque olvida... la cosa, oculta tras objeto o desvaída en sujeto. La propiedad vieja se vuelve natural, que es lo que siempre ha sido así, lo que es …de toda la vida, es decir, lo que no tiene causa. Olvidada pues la violencia que ocultó la cosa, la propiedad se maneja sin cuidado, y olvidado el sacrificio que aplacó la cosa, el sujeto es aceptado sin esfuerzo; así se hace la propiedad natural, decimos que forma parte de la vida.

Para sentir la cadena que es la propiedad hace falta un malestar, una revisión de la cosa. Para ver la cadena hace falta volver a los orígenes. Ya vista, está rota.

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Y de la condición hermafrodita de la divinidad, tan evidente, nada diré salvo dejar constancia.

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Fácilmente se guardan los trofeos en las vitrinas, y con más violencia aún se roban, y no desluce al trofeo tales quebrantos sino que lo vuelve más precioso. Y hacer más y más violencia es añadir memoria al patrimonio y enormizarlo en el mundo, aumentar su valor. -Pero seguro que alguno pregunta, ¿y no se ha de romper el trofeo con tanto peligro? Pues sí, eso ocurre, el trofeo se parte, se divide, pero eso tampoco disminuye el patrimonio, sino que lo multiplica en el mundo en mucha mayor medida que la violencia que se le hace, hasta que pueda volverse tan sutil, tan nimio, y tan presente que sea como el agua para el pez o el suelo para el hombre, que en todo momento le sostiene, cosa tan evidente y obvia que resulta del todo inapreciada.

-Y es posible que alguien diga ahora, ¿es necesario este permanente alegato en favor de la violencia? Pues sí, porque entre nosotros civilizados, la violencia se oculta tras las mil cosas, formas establecidas de lejos, y no queremos saber del legado de violencia que recibimos y menos aún de cómo ejercemos y aumentamos a golpes ese patrimonio, cosa que, no lo olvidemos, es tabú.

Pero de vuelta al discurso ¿y cómo se atesora el sacrificio? ¿cómo añaden sus resignados trajines propiedad a la memoria? La respuesta ya no puede ser el tabú, sino el misterio. De los despojos del oficio, sebo, entrañas y cuartos quemados para el grato olor, sólo quedan cenizas, y la mímica sagrada del sacerdote se esfuma en el mismo instante, así, ¿dónde va la abundancia del sacrificio? ¿qué queda para la dote? Misterio es, de nuevo, lo evidente: el sacerdote es él mismo la abundancia, él atesora la memoria del sacrificio pues él es la fianza, él es la dote. Y cuánto más sacrificio, más sacerdote y más abundancia. Y esto es algo tan claro que puede ser difícil de ver.

Y así, violencia sobre violencia y sacrificio sobre sacrificio el mundo se agiganta y afianza la propiedad, y cuando tabú y sacrificio se complementan uno sobre otro es cuando el mundo es más sólido y la propiedad más respetada, pues mediante el sacrificio expía el hombre el tabú de su violencia y con la amenaza del tabú protege la mujer el pacto sagrado.

En cristiano: La sangre de los mártires fue -tras todas las victorias-, el mejor y más legítimo fundamento del poder de Roma y -ya con la cruz sangrante en los estandartes-, pudo Roma emprender nuevas conquistas.

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La propiedad no es indestructible, y esta sabiduría nos amenaza desde la primera crisis del mundo, cuando tabú y violencia no se complementan sino que se contraponen.

El mundo es destruido cuando la cosa emerge de objetos y sujetos. Entonces volvemos a los orígenes y el miedo es libre.

Así como un tabú se añade a otro pero de ninguna manera lo elimina, nunca podrá la violencia liberar la cosa que ella misma atrapó y de la misma manera que un nuevo pacto refuerza el precedente y nunca lo rompe, tampoco podremos deshacer un vínculo sagrado con un nuevo sacrificio. De esto existen infinitos ejemplos.

Jamás ha cesado la guerra con más violencia, y mucho menos ha podido ser esto cuando el resultado de la violencia ha sido la victoria. En la batalla, el ejército dominante no sólo arrastrará al contrario en su movimiento sino que se verá él mismo arrastrado por su propio impulso, tanto más cuanto mayor sea la violencia con que arremete. Cada éxito no sólo no acaba con la guerra, sino que la lleva siempre más lejos, hacia una nueva victoria. Incluso cuando una guerra termina con la aniquilación de un enemigo, el resultado no será sino una búsqueda de un nuevo enemigo. De esta manera se ensanchan los imperios más allá de toda medida si no hay un freno que sujete las riendas y continúa la violencia hasta su simple disipación, como una onda en el espacio infinito. Esto es lo que ha ocurrido con los imperios fugaces de los bárbaros, nómadas sueltos a su propio impulso destructor.

El freno para esta violencia guerrera es por supuesto un sacrificio, un pacto que lastra la cosa limitando el tabú, restringiendo la violencia a la edificación de una frontera.

Tampoco el trabajo terminó jamás con el trabajo, sino que en todo momento y lugar lo hizo aún más abundante y común, pues como está dicho aquí los restos del sacrificio son ceniza y aspavientos, y el pacto con la cosa que es el sacrificio necesita ser renovado en cada ocasión. Liberar al trabajador de su trabajo es romper el sacrificio, extraer la cosa encarnada en el sacerdote, y esta es la mayor de las violencias que pueda hacerse al trabajador y al sacerdote, pues para ellos no sólo mengua el mundo, sino disminuye en lo que ellos son. Esta forma de violencia es de lo más corriente, y el rencor de este desarraigo es la simiente de los bagaudas, de ayer y de hoy.

Y no debemos pensar que la violencia destructora deba ser dirigida directamente contra el trabajador o contra el sacerdote, que también pudiera ser, sino que se hace directamente sobre la cosa, encerrándola en objeto y destruyendo así el valor de esa misma cosa como sujeto. Sobre esta violencia volveremos a tratar.

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Existe una gran confusión entre trabajo, labor, actividad, tarea, dedicación, opción, obligación, producción y consumo, y creo necesario aclarar (recordar) algunas cosas antes de continuar.

Tabú y sacrificio son actividades, ejercicios del sentido de la propiedad con los que construimos el mundo y ambos son por tanto propiedad en sí mismos. Pero la propiedad no es nuestra única actividad, la propiedad construye el mundo pero no lo constituye, que también están el amor y la armonía y el ejercicio de ambos no será propiedad sino ...otra cosa, y como tal, estas actividades no serán nunca apropiadas para ser tratadas aquí, a menos que, como cosa, estas actividades puedan ser constituidas en objetos y sujetos, y ya como objetos y sujetos sí serán apropiadas. Y cuando esos mismos -u otros- objetos y sujetos sean desapropiados y activados como deseo o armonía, entonces serán consumidos, serán gastados. No son estas transformaciones una creación o destrucción del mundo, sino que por el contrario, son la única experiencia posible del valor.

Así queda claro por fin qué pertenece a la propiedad y qué no, qué será tarea y labor y qué será descanso, qué será producir mundo y qué será gastarlo, qué ocio y qué negocio.

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Existe también un orden explícito en las relaciones de violencia que llamamos rango o jerarquía y una participación implícita en las relaciones de sacrificio que podríamos llamar sustantividad o cardinalidad o, quizás, simplemente, implicación. Puesto que el tabú domina la jerarquía, ésta se anuncia siempre de forma casi escandalosa, y el objeto de este escándalo es focalizar la atención para, precisamente, impedir mirar hacia otro lado. Y puesto que el sacrifico es el que implica la participación, ésta sucede de modo reservado, agazapado, siempre escondido, pero suficiente para que cada propiedad quede firmemente sujeta a las demás. Estas dos relaciones son las se materializan en la jefatura y el sacerdocio, ambas personalizaciones masculina y femenina de la propiedad o, si preferís, de la grandeza, y que a menudo se confunden con las personalizaciones de la política y la religión. Cardinalidad y jerarquía son como la trama y la urdimbre, oculta una y aparente la otra, pero las dos entrelazadas para formar el tejido, y muy distintas por tanto de lo que son religión y la política, más parecidas a un suelo y su vegetación.

La personificación más notable de la unión de jerarquía y cardinalidad es la realeza sagrada, existencia paradójica que hace del monarca divino referente de la identidad común, señor del universo y centro de toda la atención y que, precisamente por eso, carece de personalidad, no tiene libertad pues su actividad compromete al mundo y debe permanecer oculto, invisible, pues él es (de nuevo) evidente.

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Más allá de la propia realidad de las relaciones explícitas que la jerarquía impone sobre las propiedades y de las participaciones implícitas con que una propiedad individual se somete a otra, nada es apropiado. Quiero decir con esto que el sentido de la propiedad sólo entiende matrimonios y patrimonios, y ni le concierne ni mucho menos entiende de los individuos, clases, estamentos, ciudadanías o sociedades más que el haberlos, y por tanto nada entiende tampoco de tácticas, estrategias, economías ni ecologías, entendimientos todos ellos que resultan del ejercicio de la armonía y su querencia generalizadora, su economía de medios. Pero, sobre todo, la propiedad desconoce todo lo que pueda tener que ver con el discurso, y ni el progreso, ni la estabilidad, ni la decadencia, ni el ritmo son, ni por asomo, entendimientos del sentido de la propiedad, sino de la armonía.

Y tal como el sentido de la propiedad, siendo, advierte, y de ese modo crea y destruye propiedad, igualmente el sentido de la armonía siendo, crea y destruye pautas, ritmos, cadencias, decadencias, estabilidades y progresos, pues es este sentido quien los advierte, y no la propiedad.

Queda por tanto dicho.

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La humanidad experimenta tres entendimientos de la propiedad que podemos llamar, de forma quizás poco apropiada pero conveniente ‘Economía’ y que podemos distinguir, de forma poco conveniente pero muy apropiada como Primera, Segunda y Tercera. La conveniencia del nombre de Economía está en su general aceptación como saber de la propiedad y la impropiedad está en su obsesiva limitación por la propiedad dineraria, (pues que siendo en origen saber crítico, consecuente es que su objeto sea la propiedad segunda). Por su parte, la inconveniencia de distinguir las economías como Primera, Segunda y Tercera está en la equivocada propensión de considerarlas peldaños, conjuntos enteros y perfectos, mientras que la propiedad está en que no sólo indican un orden de sucesos, sino que muestran la naturaleza de las relaciones entre ellas, una jerarquía: la Primera está implícita en la Segunda y esta a su vez en la Tercera.

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La Primera Economía es un sentido de la propiedad directo, instantáneo y evidente. Todo propietario es un chamán, un guerrero o, más a menudo, ambos, de modo que objetos y sujetos son seres con quienes aquél establece una relación personal, esto es, una relación que lleva de la propiedad a la armonía y al deseo y de esta forma la humaniza, la completa de sentido. Las cosas poseídas se pronominalizan, se convierten en seres impregnados por la cualidad del sacerdote, marcados por el zarpazo del gigante, avalados por la cólera divina. En la Economía Primera el valor de un amuleto lo marca la potencia del mago o la violencia del éxtasis del hombre santo, el poder de la reliquia está en la medida de su relación con el agente divino y el trofeo adquiere su prestigio por las hazañas, el valor y la fuerza del héroe.

Más difícil de reconocer que la proximidad entre agente y producto es la proximidad entre producción y gasto de la Primera Economía, pues nos ocurre como con el rayo, del que sentimos cómo ilumina el cielo y deslumbra nuestro ánimo pero apenas podemos ver de dónde parte y adonde va. La inmediatez de la Primera Economía une producción y gasto de tal modo que en el momento de crearse la propiedad se define su valor. Esta proximidad entre generación y consumo nos recuerda y nos explica la necesidad del sacrifico renovado y sobre todo de la incesante violencia que -según la común opinión de la economía segunda- aletarga y destruye las sociedades de economías primeras pero que en realidad no son sino el agente y el resultado de su vitalidad. Y aún incluso entre los resquicios de nuestro entendimiento económico segundo podemos advertir que existe un cierto poder -desnudo de legitimidad y falto de crédito pero más real que cualquier otro- que se ejerce y se agota en el mando. Así por ejemplo el agricultor, que hasta hace no mucho mantuvo los oficios y distintivos de su viejo sacerdocio y que apenas se distingue ya de cualquier otro trabajador, recupera el pleno sentido de su genuino ser cuando se libera de la necesidad residual de la cosecha, cuando se vuelve jardinero y siente de nuevo su dominio sobre el campo, la fuerza vital de las plantas sometida a su entendimiento y pendiente de su servicio. El jardinero gasta al tiempo que produce y su riqueza es el propio jardín, sin el que nada valen los frutos, efímeros, inútiles, puro residuo, faltos de todo valor. Del mismo modo considera el ganadero primero que su riqueza no es la leche o la carne, ni tan siquiera las reses, sino el rebaño con sus pastos y sus cañadas, la tierra que le es propia.

El resultado de estas proximidades es la evidencia distintiva y abrumadora de sí misma que ofrece la economía primera, una evidencia de sí misma de carácter marcadamente privado y significativo en cada acto económico, una evidencia de sí misma que resulta en un entendimiento particular y experimental, difícilmente transponible por tanto, o si preferís no abstraible.

Pero sería un error, es decir, sería algo distinto de lo que ahora pretendo (y que no es sino mostrar, hasta donde pueda, el sentido de la economía primera) dejar las cosas aquí y al lector abandonado a su suerte en el ensayo y error de aquel sentido, olvidando o simulando que olvido que lo humano ni es, ni está, ni ha, ni tiene, en soledad, sino en comunidad, y que por tanto el sentido de la propiedad primera es personal y comunitario. Y esto es sin duda una gran ventaja, pues si para la entender la experiencia personal cada cual cuenta sólo consigo mismo, para entender la experiencia común todos contamos con la tradición.

Y una de las más antiguas crónicas sobre el origen del hombre de la que nos queda noticia cuenta que los dioses crearon la especie humana para descargar en ella sus labores. Y puesto que esta crónica sólo habla de trabajo y descanso y no del capricho o la armonía del mundo, del amor a los dioses o el ser por ellos amados, ésta es una lección económica del mundo, y puesto que no conocemos otra más antigua, podemos llamarla Primera Lección Económica. Más o menos, dice así:

Los dioses estaban ya cansados de sus tareas, y para dar vida a una especie de siervos se sacrificó un dios, y con su sangre sobre la arcilla modeló otro siete parejas, siete del mundo masculino y siete del mundo femenino. Al fin, los dioses pudieron descansar, pero al cabo, la actividad de la especie humana fue tan frenética -quizá por haber sido creados a imagen y semejanza de los dioses, o por haber echado demasiada sangre en la arcilla-, que su labor se hizo inmoderada, desbordando su propio fin, y sirviéndose también a sí misma la humanidad se hizo demasiado grande:

Con punzones y espadas construyeron los altares,

construyeron los márgenes del gran canal.

Para alimento de los pueblos, para sustento de los dioses.

y esto siguió hasta que los dioses se hartaron de tanto construir y tanto tumulto, y enviaron plagas y hambre, y viendo que no disminuía la especie sino que por el contrario aumentaba, los dioses se juramentaron y mandaron el Diluvio sobre la Tierra.

De esta experiencia surge de modo espontáneo una suprema evidencia, imposible de ignorar: el mundo creado en y del acuoso caos es el universo de las cosas primeramente ordenadas, y el Diluvio sobre la tierra es la vuelta a la nada horrorosa, la destrucción que regresa el universo a su pre-estado primero, a su preexistencia. Un mortal retorno.

Tal es la Experiencia Económica Primera: el ciclo.

Sin necesidad de perdernos en averiguaciones sobre las cualidades del orden primero, podemos entender que la Economía Primera es el mantenimiento del orden primigenio, y que su fracaso es su Experiencia Primera, su Lección Primera.

La Experiencia Primera de la Economía es su fracaso, lección fea que los economistas pretenden muy a menudo ocultar o suavizar, pero que antes o después aflora como un cadáver inflado. Yo quiero mostrar aquí el cadáver del ciclo, pero de ninguna manera quiero ir más allá de este reconocimiento, y en realidad aún quiero venir más acá y hacer ver que el ciclo sin tiempo no es ritmo, y que ciñendo el ciclo sobre sí mismo tenemos el círculo virtuoso/vicioso: creación y destrucción, principio y fin, nacimiento y muerte. Así, quiero mantener -con cuanta violencia sea preciso- la idea del ciclo circunscrita a sí misma y exenta de toda secuencia; sólo generación y degradación.

La Experiencia Económica Primera, la muerte del mundo por la actividad desmedida del hombre es hoy una sabiduría común, incluso popular -al menos para lo natural-, y es natural que así sea. De cualquier modo, es preferible que no atendamos demasiado a éste y otros ecologismos y nos centremos en la experiencia singular -personal y privada-, de esta sabiduría: Entre la creación que destruye, entre la abundancia que se vuelve escasez, el individuo sólo advierte confusión, y también esto es natural, pues lo que el individuo advierte no es sino el caos que vuelve, la cosa libre; tras la violencia sobre el sacerdote y la sacralización de la espada que son el fin del mundo, ante el individuo sólo queda el sinsentido, de modo que lo hace suyo y a él se entrega; es el caos.

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Como no podía ser de otro modo, la experiencia privada de la destrucción, el desorden y el caos del ciclo, es el horror, el infierno.

Y para cruzarlo está el héroe divino.

Sabemos por sus relatos que el descenso al infierno del héroe divino le permite salvar el ciclo y convertirse en dios, esto es, en el nuevo creador, el eslabón con la muerte siguiente. No hará falta, creo, insistir en la cualidad del héroe divino como simiente de estirpes regias, en que su triunfo individual sobre la muerte le hace señor del mundo renovado. Y así, resulta patente la perspectiva épica del mundo en las colonias, en los nuevos mundos; su culto a los padres fundadores y su empeño -su necesidad- de seguir produciendo héroes, capitanes de empresa, patriarcas, pioneros, iniciativa, individualismo, intrepidez, más expansión, todo lo que asegure el próximo comienzo. Faltando el héroe divino, la experiencia del ciclo se consumirá con el ciclo mismo, se consumará la extinción y nada será salvado.

La épica es la economía de los héroes y de las colonias, pero los estudiosos del ciclo saben que existe otra respuesta al reto del ciclo, y así debe ser pues hemos trascendido –y ya más de una vez- la Experiencia Económica Primera: esta otra es la economía metropolitana, la economía trágica, y mediante ella se accede a la Economía Segunda.

El héroe trágico, a diferencia del divino, no se aviene a su destino. Desconfiado de su éxito y temiendo su muerte, evita el descenso al infierno, y no pudiendo él mismo convertirse en divino, empeña su esperanza en burlar a los dioses, posponer el fin, estirar su vida: pretende dilatar el ciclo. De ahí el drama, pues no estando en las manos del hombre evitar el ciclo, cualquier retraso será siempre un éxito parcial, limitado, concreto, y al final e irremediablemente, su fracaso será completo. El héroe trágico rechaza los valores del héroe divino, su agresividad, su vehemencia, su egoísmo, y procura mediante la astucia, la reflexión, la prudencia. Faltando el héroe trágico, la experiencia del ciclo será repetida eternamente, y todo lo demás será perdido.

La Economía Segunda es una superación de la primera, a la que incluye y de la que surge, pero este surgir no es en sí mismo un suceso épico ni dramático sino una dilatada sucesión de tragedias y hazañas: un drama. Los héroes divinos aceptan su suerte, se entregan al torbellino y sobreviven, de modo que mantienen la memoria del ciclo y hacen posible la sabiduría de la Experiencia Económica Primera: el caos es el antecedente del orden, y su única alternativa; el héroe trágico, en cambio, trata de evitar la -ésta sí, épica y dramática- metamorfosis de un ciclo en el siguiente, pues aborrece sobre todo la fase de caos y muerte que es la crisálida, y se empeña en apuntalar el presente para evitar el fin.

Dicho esto, y antes incluso de conocer los detalles de la Economía Segunda, es posible vislumbrar la paradoja que supone la transformación de una economía que es, precisamente, por y para su propia preservación.

Pero vayamos con los detalles (que es lo que importa).

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Disectemos:

Atendiendo a su propio nombre, la economía épica debe ser la que va más allá, y si además, tal y como los estudiosos han advertido es propia del colono, podemos deducir -de modo muy conveniente- que es la del que cultiva más allá, esto es, la del que cultiva una nueva tierra, un campo virgen. Como la fertilidad de las tierras nuevas es –todavía, creo yo- un conocimiento público y notorio, apenas debo forzar la imaginación para encontrar una frase rebuscada y efectiva: en el trillado campo de la historia la economía épica es el barbecho del granjero.

Por su parte –y siguiendo con las disquisiciones etimológicas que tanta inspiración y justicia ofrecen-, podemos reconocer en la economía del drama aquella que se ejecuta de acuerdo a un guión. Además, siendo la economía del drama propia de la metrópoli, será aquella que se ejecuta al dictado del guión principal o –hilando más fino-, según el guión que se elabora tras medir lo múltiple. Y para entender plenamente la verdad que encierra esta oscura etimología lo mejor será volver a las viejas crónicas:

Además, que haya una tercera categoría entre las gentes,

que haya entre los pueblos mujeres que engendren y mujeres que no engendren,

que exista entre las gentes el demonio Pashittu

para arrancar el bebé del regazo de aquella que lo dio a luz.

Establece mujeres ugbabtu, mujeres entu y mujeres iistu,

Y decláralas prohibidas y así frena el nacimiento de niños.

Estas medidas fueron dictadas a los hombres tras el diluvio, y su objeto es claro: evitar que los dioses desencadenen un nuevo diluvio, evitar que la muchedumbre moleste a los dioses, evitar que el mundo se llene de gente.

Las precauciones contra el nacimiento de niños son, efectivamente, expresiones de trágica prudencia, de anticipación, de sabiduría económica segunda, porque cualquier medida es, siempre, una práctica de la sabiduría económica segunda. A diferencia de la economía primera, sentida, vivida, pleno ejercicio del sentido de la propiedad, la segunda es una economía indagada, pensada, abstraída, una tasación del propio sentido.

El héroe dramático indaga para saber si el mundo está ya lleno, y para evitar la desgracia máxima se sacrifica él mismo y violenta el mundo, aunque eso sí, con mesura: purga el mundo y se previene. Surge así de la Economía Primera una Segunda como un nuevo drama de la vieja tragedia, una comedida reversión de la violencia y el sacrificio genuinos.

Pero no dejéis que vuestra lástima por la suerte del héroe dramático (y quizás una cierta simpatía, aunque soterrada y vergonzosa, autocompasiva) pueda favorecer una impresión injusta de los méritos de la hazaña económica épica en favor de la dramática, pues si ésta ultima la economía Primera en Segunda, aquella es siempre anterior y precedente, y así como una evita que muera del todo, la otra permite que viva.

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Establece mujeres ugbabtu, mujeres entu y mujeres iistu,

Y decláralas prohibidas y así frena el nacimiento de niños.

La violencia contra la mujer ugbabtu, la mujer entu y la mujer iistu, el tabú que las prohíbe, el sacrifico que se les exige, la amputación de su sexo, todo ello es la economía del drama. Mujeres ugbabtu, mujeres entu, mujeres iistu: mujeres estériles, mujeres indignas, mujeres desechas; pero, ¿son estas mujeres-no-mujeres abundancia o escasez para el mundo?

He aquí la paradoja económica segunda, la antítesis trascendente, la antinomia generadora; el secreto que a sí mismo se oculta.

En la esterilidad de las no-mujeres ugbatu advertimos la profunda traición que para su propio ser supone negar su fertilidad, y en esto mismo podemos reconocer también el carácter perverso de la Economía Segunda, pues a esta forma de ser/no ser es a lo que llamamos antinaturalizada, artificial. Frente al sacrificio implícito que significa ser mujer, -y que podría ser, en primer lugar, no ser hombre, pero también y de la misma manera, no ser cebra, no ser mineral- el sacrificio explícito de ser mujer ugbatu reporta una condición disminuida, castrada del ser, pues el sujeto de este sacrificio no es -simplemente-, sino que es para; la no-mujer ugbabtu es para que el diluvio no vuelva, y es por tanto, un sujeto mediatizado, utilizado, estratégicamente condicionado. A este ser instrumentalizado es a lo que hoy solemos llamar trabajador, y reconocemos sin dificultad –pues estamos más que advertidos-, la diferencia sustancial que existe entre el doloroso trabajo y placentera la afición, lo que llamamos obligación y devoción. Es justo cuando Adán ara la tierra para conseguir su alimento, para evitar su hambre, cuando su labor como jardinero de Yahvé se vuelve trabajo y castigo. Y es este dolor que acompaña al trabajo el que maldice las artesanías de Caín: las mercancías, la pompa del mundo; lo que debiera ser sagrado, aquello que nace del sacrificio, es por el contrario despreciado.

No quiero adelantarme, pero solo advertir que es por este reconocimiento de lo dolorosamente adquirido, aprendido con esfuerzo, por lo que resulta tentador al filósofo, en su cima, la ilusión de regresar al mundo natural, auténtico, espontáneo. Este engaño de la memoria es una apreciada fuente de error económico, y esto es lo que quiero notar ahora. La añoranza de la sencillez, el anhelo de una relación directa con el mundo, vivida y no abstraída, sentida y no pensada, es la ensoñación que reflejada en un determinado objeto o sujeto del pasado se presenta ante el filósofo como el falso oasis, la candidez del humano y, peor aún, su ideal y su meta. El cultivo de la tierra no es el destino original del hombre, ni la vida del nómada o del cazador-recolector. A pesar de lo que suela decirse, la memoria ama lo agradable y desatiende lo desagradable, y aunque una sala de máquinas sea siempre una sala de los horrores, la naturaleza es implacable en su sinceridad, para lo placentero y para lo terrible. Más aún, -y aunque este entendimiento no corresponda al sentido de la propiedad- creo conveniente recordar que lo natural no puede ser bueno ni malo, pues estos son ya conceptos políticos, lo natural es simplemente provechoso y perjudicial.

Esa manera mutilada, o más bien diferida, del ser, es lo que introduce lo artificial en el mundo, pero además, el alejamiento, la abstracción del objeto/sujeto, otorga a los artefactos una indeterminación, una impersonalidad que les vuelve numerables, cuantificables. Así, vemos que el estudioso desconoce qué cosa es una mujer ugbabtu porque la suya es una forma de no ser, y en este sentido, una mujer ugbabtu le resulta indiferenciable de una entu o una iistu, que son, como aquella, no mujeres, o mejor, mujeres no-mujeres. Así la economía del drama crea una mujer falsa –personaje- y que por eso mismo resulta intercambiable, comercializable. Una mujer ugbabtu es indiferente de cualquier otra mujer ugbabtu, e incluso puede ser intercambiada -medida- por mujeres iitsu o mujeres entu, pues han adquirido su ser no-ser de una suma-resta: la de niños no nacidos.

Dejando aparte las dificultades tácticas que ofrece contar una población, que si son evidentes hoy cuando somos millones no debieron ser menores en cualquier otro momento, la historia –la pasada y la presente- nos documenta mucho mejor sobre la oportunidad y la necesidad de realizar cosa semejante. Y esto en sí mismo ya es revelador, pues el principal problema de los censos nunca fue el hecho de contar, sino el de su conveniencia. El censo, el peso del número frente al valor de la cualidad, es la forma de ser de la Economía Segunda y por tanto su mejor argumento. Las mujeres ugbabtu, para mostrar su valer, dañado por su condición de seudo-mujeres, sólo pueden alegar su número, pues cuantas más sean mayor será el número de no nacidos, menor el número de gentes. De igual modo los burgueses impusieron su peso a nobleza y religión como argumento último a su toma de poder efectiva. De igual modo los caballeros aspiraban al plebiscito de la plebe frente al Senado, que se consideraba a sí mismo el único y verdadero pueblo de Roma, herederos de los héroes. Y de igual modo la lucha del proletariado europeo por un censo universal fue paralela a su incorporación a la economía segunda transmutado en clase media. Y sólo esta guerra del número frente a la cualidad explica el pecado de David por su censo de Israel, censo que amenazaba la herencia de las tribus de Israel, herencia paritaria de Israel a sus doce hijos, legitimada en su pacto con Yahvé y renovada por Moisés y finalmente ejecutada por su elegido sucesor Josué. Reducir patriarcas, padres, héroes, tribus, dioses y profetas al número es someter la religión a la política, la economía primera a la segunda: blasfemia. La Economía Segunda quiere ser contada; la Economía Primera quiere ser reconocida.

No significa esto que la Economía Segunda favorezca un generoso ánimo libertario o una conciencia democrática e igualitaria de las gentes -aunque tampoco lo contrario-, y si bien le es propia la lógica del número mayor; no es cosa que importe a la propiedad más que ser ella misma, su propia existencia. Así, cuando en la Biblia las mujeres son contadas es sólo entre el ganado, como parte del botín y nunca como israelitas, es porque son la abundancia de la casa del varón y existen sólo a través del padre como hijo de Israel. Por eso dice la Ley de Moisés que las hijas sin hermanos heredarán para perpetuar el nombre de su padre, pero deberán casarse dentro de su tribu, para que no se pierda la heredad entre otra estirpe de Israel. La heredad es inajenable pues es santa, así como santa es la unión con la mujer (aunque no la mujer). Y así dice también la Ley que

Cuando saliendo a la guerra entre tus enemigos, Yahvé, tu Dios, los entregare en tu mano y tomares de ellos cautivos, si ves entre los cautivos una mujer hermosa y enamorado de ella quieres tomarla por esposa, la introducirás en tu casa y ella se raerá la cabeza y se cortará las uñas. Luego se quitará el vestido de su cautividad, y quedándose en tu casa llorará a su padre y a su madre durante un mes; y después de esto podrás llegarte a ella, y serás su marido y ella será tu mujer. Más si después ella no te agrada más, la dejarás ir según su propia voluntad. No la venderás por dinero, ni la tratarás mal, pues la tuviste por mujer.

Resulta claro el propósito de la Ley de Moisés: primero deja a la mujer sin estirpe propia, la desarraiga, la obliga al luto y a llorar a sus padres para que como huérfana pueda ser incorporada a la casa de un hijo de Israel. Pero una vez hecha parte de Israel no podrá ser vendida ni maltratada, pues ha sido una entre la herencia de Jacob, y ya no es intercambiable.

Las cualidades anuméricas de la Economía Primera no pretendían ni favorecían de modo alguno que los hijos de Israel se convirtiesen en activistas de la igualdad de sexos ni, por el contrario, les convertían en lo que una cierta literatura conoce como ...los elementos menos dinámicos de la sociedad que habrían de oponerse al ascenso de... una Economía Segunda. La Economía Primera es la que crea la Segunda, y precisamente para seguir siendo. Así pues, creo haber dicho suficiente ya para afirmar que, al menos en cuanto que propiedad, mujer y ugbabtu, esposa y cautiva, esclavo y ciudadano no son incompatibles para la propiedad, y su contradicción –si es que de verdad tal cosa llega a existir- será siempre debida a una particular coincidencia. Y esto lo volveremos a notar una y otra vez.

En cuanto a la cualidad anumérica de la economía primera, no será difícil encontrar, -incluso en un abarrotado mercado- quien asegure que dos madres no son mejor que una, ni que el valor de la familia aumenta con el número de miembros, ni la monarquía por el número de reyes. Ciertamente, aunque podamos considerar que una madre es más que suficiente, nada hay en el número –uno, dos o tres- que pueda asegurar una maternidad dichosa o desgraciada. Igual pasa con los dioses, ¿es preferible tener un dios o tener muchos? ¿una patria o cinco? ¿uno o varios amos? E incluso entre las mercancías del tendero podremos encontrar resquicios de esta Economía Primera. Y ahí tenemos el comercio de arte, antigüedades y fetiches: viejos tesoros que guardan la sabiduría del chamán, la fuerza del genio y que los mercachifles pregonan de valor incomputable. Así, he llegado a ver –en más de una ocasión- el caso esquizofrénico de un catálogo de obras de arte con un valor de mercado y un precio artístico. Y como la supuesta objetividad artística intenta ser la medida del contenido creador vertido en la obra por su autor, suele ocurrir que demasiada producción acaba por menguar el precio de la obra en su conjunto, prefiriendo este mercado las obras escasas – para las que la lógica contable supone un mayor porcentaje de genio- que las obras dilatadas, que por su misma extensión necesariamente serán menos valiosas.

Y con este sesudo análisis he descuartizado la sustancia y la forma de las mujeres ugbabtu, su carácter numérico y el dolor de su no-ser, su cualidad artificial y mercantil, todo menos contestar a la pregunta decisiva, ¿aumenta o mengua la abundancia del mundo con las mujeres ugbabtu? Respuesta: Como ellas no pueden ser -ciertamente- abundancia para el mundo, diremos entonces que son riqueza.

18

Las mujeres ugbabtu abren una nueva brecha en el mundo, añaden violencia y sacrificio, pero estos no crean un nuevo ser, sino un ser-no ser, no cubren ni encarnan la cosa, tan solo la alejan, la distancian, la detienen; decimos que son riqueza para el mundo, no abundancia. Las ugbabtu son mujeres prohibidas y estériles, por lo que no tienen en sí mismas valor alguno, y así decimos que son utillaje, útiles para mantener el mundo, inútiles por sí mismas, necesarias para que la abundancia prosiga, que el ciclo no se cierre, y superfluas en su propio ser, indeseables e imperfectas. Pero la mujer-artefacto ugbabtu puede ser intercambiada, sumada y acumulada, multiplicada, y su número –que no puede ser valor- sí es una medida del mundo, y como tal, las ugbabtu acusan la proporcionalidad: cuantas más mujeres ugbabtu, menor el interés de una nueva ugbabtu. Está claro ya, las mujeres ugbabtu son moneda, valor de cambio, y su precio total representa el valor del mundo.

Como medida del mundo, las ugbabtu provocan una inversión del sentido de la propiedad; el precio de su ser no-ser es el de lo nimio, que en su propio exceso se torna insignificante, y su cuantía acaba por desvalorizar la totalidad. Así irrumpe la paradoja, se fundamenta la antinomia: lo útil se vuelve inútil, la abundancia se desprecia y el propio precio aumenta de interés; los servidores de las ugbabtu le llaman a esto inflación. Pero lo mejor será ir poco a poco, detalladamente.

Con toda esta historia de las mujeres ugbabtu no pretendo decir que alguien capaz de contar ugbabtu no pueda –y de hecho lo haga- contar mujeres, pero podremos estar seguros de que se trata de un impío. Pocos padres aceptarían cambiar un hijo por otro, -aunque sin duda tengan sus más o menos confesadas preferencias-, ni entregarían uno de sus hijos para salvar a otro, ¿pero y si fuera uno a cambio de dos, o de tres? A esto le llamamos un dilema moral, y su –inmoral- solución es el tipo de cuestión que consideramos pública, es decir, que no dejaríamos que el vecino decidiese respecto de sus hijos porque sentimos que su decisión afectaría también a nuestros hijos, de hecho, a todos los hijos. El vecino haría de sus hijos hijos-ugbabtu. Así, nos negamos a hacer cuentas con nuestros hijos porque ya conocemos los que tenemos, y eso nos basta y aún nos sobra. Simplemente, los hijos no se cuentan.

Ni es mi objeto aquí ni acabaría jamás de pormenorizar los conflictos posibles o reales entre las economías contable e incontables, segunda y primera, así que bastará con un buen ejemplo. La resolución –que no la solución- de los conflictos de interés y utilidad a menudo llega sólo con un planteamiento inteligente del problema, esto es, adecuado, aceptable para las partes. Las sutilezas de la política –la ciencia del pacto entre lo primero y lo segundo- se guardan en los anaqueles de las bibliotecas, y en una de las mejores encontramos el astuto argumento planteado ante Josué al reparto de Canaán.

Los hijos de José hablaron entonces a Josué, ¿por qué me has dado en herencia una sola suerte y una sola porción, siendo así que soy un pueblo grande, pues Yahvé me ha bendecido hasta ahora?

La petición –realizada de hecho en base a la cantidad de hijos de José en comparación con las otras tribus- no es justificada en base al número, sino por la especial bendición de Yahvé, origen de toda legitimidad y de la cual el número es sólo una evidencia. Y aunque esta petición debería ser suficiente para entender cómo se armoniza lo contable y lo incontable, no será del todo inútil contar también la respuesta de Josué.

Si eres un pueblo grande, sube al bosque, y haz desmontes para ti allá en la tierra de los fereceos y de los refaitas, ya que la montaña de Efraim es para ti estrecha. Los hijos de José le respondieron: La montaña no nos basta, y todos los cananeos que habitan en los valles tienen carros de hierro, tanto los de Betseán y sus aldeas como los de Jesreel. Respondió Josué a la casa de José, a Efraím y a Manasés, y dijo: Eres un pueblo poderoso y tienes un gran poder. No has de tener una sola suerte; porque tuya será la montaña. Es bosque, pero tú la desmontarás, y serán tuyos sus términos, porque expulsarás a los cananeos, aunque tengan carros de hierro y sean fuertes.

Así, podemos empezar a comprender cómo, tras ordenar que hubiera mujeres ugbabtu, entu e igistu, los humanos pudieron saber cuántas de ellas serían necesarias. En realidad aquellos humanos sólo deberían mostrar su piedad y, en justicia, devolver a los dioses el exceso con que éstos les bendecían. Si eres un pueblo abundante, numeroso ha de ser tu sacrifico, numeroso el exceso dedicado al sacerdocio ugbabtu, y tan numeroso será como grande sea la bendición de los dioses sobre tu pueblo.

La riqueza ugbabtu se obtiene de las mujeres prohibidas, mujeres cuya fertilidad es ignorada. Y de igual modo, la riqueza del trigo se obtiene de sus frutos desaprovechados, de aquello que ya no será comido, ni tan siquiera hemos de guardar. La riqueza del río es el agua que no cesa, tras beber, tras regar la tierra. La riqueza del ganado es la leche de la vaca tras saciar al ternero, y a su dueño, la lana de la oveja al renovarse la estación, el estiércol del caballo. Estos restos son el exceso, la medida de la abundancia de la mujer, del árbol, del río y del ganado. El pacto por el que otorgamos esos excesos es el ugbabtu que transforma la mujer en virgen, el trigo en oblea, el río en canal, el ganado en cabezas.

Una casa con abundancia de hijos y ninguna ugbabtu sería un peligro, no sólo para sí misma, sino para todo el pueblo, igual que quien hoy tiene hijos y no los justifica con riqueza no sólo se hace culpable ante si mismo y sus hijos, sino ante toda la comunidad. Siempre en la pobreza anidó el delito. En la economía segunda, toda abundancia, en tanto que bendición, debe proveer un exceso, un sobrante para los dioses, una riqueza que ya no será abundancia sino un impuesto que asegure a la comunidad de la desgracia. Y una vez realizada la ofrenda, el trabajo hecho, la ugbabtu sacrificada, el impuesto cumplido y separada la parte del Señor, queda sólo a la comunidad contar y deshacerse de tanta riqueza inútil, la quincalla del mundo: entonces es la feria, el mercado.

Al mercado acudimos con lo inútil, lo sobrante, y celebramos la Experiencia Económica Primera, celebramos que cumplimos el pacto con los dioses, que nuestra abundancia no atraerá la desgracia a la comunidad. En el mercado mostramos la inútil riqueza y legitimamos nuestra abundancia; el sacrificio de las ugbabtu adquiere sentido en el mercado a la vista del mundo que ellas salvan. La riqueza ugbabtu es nuestra donación y el reconocimiento que nos merece hace justicia de nuestra abundancia y es nuestro beneficio. Y es por eso que el mercado necesita de la concurrencia, de la máxima atención pública. Pues si nuestra riqueza ugbabtu es en relación con nuestra abundancia, el beneficio es en función del público. Ofrecidas al público o a los dioses ante las gentes, las riquezas son la señal, la representación de la abundancia y del cumplimiento de la Experiencia Económica Primera, y para eso circulan las mercancías, para dejar constancia del compromiso, para publicitar la abundancia compartida, repartida, reunida.

Ugbabtu es riqueza, es impuesto y es nuestro crédito ante la comunidad. A la entrega de esta riqueza el mercado legitima la abundancia dotándola de una cierta numerabilidad: mide la riqueza, que reúne, y reparte beneficios.

19

Y surge tras el contrato el problema –no menor- de qué hacer con la riqueza del mercado, pues cuanta más embajada más aparato, cuanto más comercio más apariencia, cuanto más mercado más desperdicios. Este es un problema de Salud Pública que se resuelve en el Potlatch, la fiesta del consumo, la grasa que se quema para el grato olor, el moai, los fastos romanos. Sea todos para uno o uno para todos, la diversidad de contratos en el mercado nos son ahora indiferentes, pues lo que tratamos es el mercado mismo y sus riquezas.

El mercado, la celebración de la Lección Económica Primera, es para el economista primerizo un derroche, una ostentación sin sentido, pero el hartazgo de feria no será más grave que una indigestión, si la riqueza está más allá de las propias fuerzas, de la propia abundancia. El sentido del mercado es el pacto y la desaparición de la riqueza excesiva, excedente.

La riqueza es resto sin valor ya que no se puede gastar, y tampoco es posible restituirla a la abundancia que la engendró. Y esto lo sabe cualquiera que tenga conocimiento: no es posible que el agua vuelva río arriba, ni la lana a la oveja o la bosta al buey. La absoluta inutilidad de la riqueza es algo que conocen todos los economistas desde los tiempos del rey Midas, así como la suciedad del dinero. La similitud entre las heces y la riqueza no es un prejuicio, es algo que sabe cualquiera con conocimiento. Despreciamos a quien agota su propia fortuna como quien come de sus propias heces y preferimos el dinero viejo, purificado por la tierra o por el fuego, al nuevo, todavía execrable.

Y de aquí la naturaleza siempre sórdida y lúgubre de la riqueza cruda. Todavía hoy seguimos adorando el oro, que mantiene la luz del horno, y nos resistimos a sacar los caudales de sus criptas. De hecho, enterramos las riquezas como el perro sus excrementos porque no nos son necesarias, nos basta con su grato olor, que marca el territorio de nuestra hacienda, nos basta saber que existen, basta incluso creer que existen, tal es su ser-no ser.

Pienso –y no dudo- que fue una cierta justicia poética la que reunió en la urna lo crematístico y lo crematorio, el pecunio con las cenizas, la bosta reseca, la podredumbre calcinada y el mineral acrisolado. Del pan de este horno sólo podrían alimentarse los más indignos, coprófagos, necrófagos, carroñeros (oportunistas). He aquí la suciedad máxima, el pecado mayor: la avaricia, la plusvalía, la usura. El usurero pervierte el orden por el cual la abundancia genera riqueza y se hace con la abundancia del mundo multiplicando de modo fraudulento su propia riqueza, trabajando –especulando- para alterar el precio de su dinero en su propio favor. Contar las astucias y las artes del ladrón es materia del libro de las argucias, no de éste, pero de cualquier modo lo volveremos a tratar aquí. Sólo advertir que con la Economía Segunda surge el delito pues ahora es posible, ya hay una Experiencia Primera, una tradición que violar, una Ley que aplicar. El robo y la usurpación, que eran conquista o sacrilegio, son ahora una apropiación de las primicias –el ugbabtu- y el dominio mediante la ostentación de las sobras ajenas. Al fin, del trabajo robado resulta la inversión de todos los valores.

No existe desgracia más dura en todo destino de hombre que cuando los poderosos de la tierra no son también los primeros hombres... entonces la plebe sube y sube de precio, y al final la virtud de la plebe llega a decir: ‘mirad, virtud soy yo únicamente’.

De la mano de la riqueza viene pues la pobreza, que es un no haber, un modo debilitado del ser no-ser que es la riqueza, una vergüenza sobre la propia identidad. No existe minusvaloración en ser pequeño - súbdito o hijo-, pues ellos son sencillamente las expresiones de sus propias débiles fuerzas y como tales participan de naturaleza del mundo junto con el más digno. Y tampoco desmerece a los demás el rey a pesar de su preeminencia, pues él es, de forma natural, el primero de todos por su poder y su belleza, estando en sus manos lo que él mismo apetece y su fuerza le permite. En la Economía Primera existe una correspondencia natural –pues es inmediata y evidente- entre la identidad y su valor en armonía y deseo, y es propio del mejor ser más grande; cada objeto/sujeto es la expresión de su necesidad y su importancia, nada sobra ni escasea de sentido. En el reparto de la riqueza, sin embargo, la medida del precio se realiza en función del porcentaje de los demás, y así la opulencia de unos es siempre a costa de la miseria de otros. Ser pobre es entonces una afrenta, pues se es no por los propios méritos, sino por el demérito de otros. Así no hay duda de que los pobres estarán siempre con vosotros.

Echando una breve mirada atrás vemos cómo la Economía Primera femenina o masculina objetiviza y subjetiviza la cosa, (y ya no quiero insistir más en lo que hay de uno y de otra en cada objeto y cada sujeto, en cada héroe, en cada épica y en cada tragedia). La labor Económica Primera ejercita el sacrifico y la violencia, lucha con la cosa y procura la abundancia del mundo y su propia grandeza. Y este entendimiento primero de la propiedad es siempre una experiencia personal, evidente pues, y difícilmente transferible salvo a lo que sea -si no todo al menos en parte- uno mismo: la familia, el clan; es por tanto esta experiencia personal inasequible al extraño y ajena al comercio, a todo intercambio. Pero en cuanto que experiencia económica común, la memoria colectiva de la Economía Primera pone ante el género humano una nueva cosa: el ciclo y la muerte del mundo, experimentable como individuo y como humanidad; ésta es una sabiduría colectiva, fácilmente transmitible: es la incitación y la exigencia de héroes, que salvan el mundo sobreviviendo al ciclo o postergándolo, y que con sus trabajos obtienen logros eternos unos, transitorios los otros, pero ninguno desdeñable. Con ellos se abarrota el mundo de riqueza y de pobreza, de interés y mercado, de robo, inmundicia, dinero, precio, tributos, inflación y porcentaje. Y echando una breve mirada atrás vemos asombrados un mundo lleno de trabajos y artificios, un mundo heróico; y tal es su actividad y su ajetreo ¡que aturde los sentidos!, y son tantos sus productos ¡que embota la memoria! Y vemos que, al fin, el mundo ha cambiado y un nuevo clamor aturde a dioses y hombres; tememos entonces el regreso del ciclo, rememoramos el dolor, la destrucción y el caos. Crisis.

20

Tras la destrucción, de nuevo la cosa anda suelta: ¿qué ha sucedido? ¿qué se ha perdido? Ya no sólo preocupa la reconstrucción, pues nuestra experiencia es demasiado dilatada, es hora de la valoración. ¿Acaso no era bastante riqueza para tanta abundancia? ¿o acaso fue el exceso de riqueza la que destruyó la abundancia? Es la hora de la reflexión y solo una falta nos es revelada en la crisis, sólo esto es seguro: nuestra injusticia; tan sólo, pues, debemos recuperar la virtud.

Alabad al príncipe que gobierna con prudencia,

pues la luz de su virtud penetra por todas partes;

trata con justicia tanto a los magistrados como al pueblo;

sus bienes y su poder proceden del Cielo;

mantiene la paz, el orden y el bienestar

distribuyendo con equidad las riquezas que posee,

y el Cielo se las restituye con largueza.

Esta debe ser la economía y la política del príncipe: la equidad. Su prudencia ha de mantener la distancia adecuada, la bella proporción, el precio justo. Entonces el valor de la Economía Primera se equilibra con el precio de la Economía Segunda y el fiel de la balanza marca cero.

Tal es el Mandamiento Económico Segundo: el equilibrio.

El equilibrio es un ejercicio del sentido de la armonía, no de la propiedad, pero áun el sentido de la propiedad como parte del entendimiento es cosa forzada, como el fruto del árbol. Sentir el ser de las cosas no es entenderlas, como no es quererlas o aborrecerlas, pero armonías y deseos sólo son manejables como cosas en sí, y de este modo, cosificadas, y en la medida que interese a la propiedad, son aquí tratadas. –Y esta es la penúltima vez que lo anoto-.

Ya sea demasiada la riqueza o insuficiente, el desequilibrio entre las economías Primera y Segunda es la causa del castigo, pero a diferencia del ciclo primero –universal-, el ciclo segundo salva al justo y castiga al injusto, y así limita sus efectos destructores. Y es que como le corresponde a su carácter medido, prudente, el ciclo segundo -tal y como lo solemos expresar de modo corriente-, es crítico y no revolucionario. El ciclo de la Económica Segunda es crisis y no revolución pues destruye la maldad económica, depura al especulador, al usurero, al improductivo, al derrochador, al ineficiente, mientras salva al prudente, al ortodoxo, al productivo, al saneado, al eficiente. De este modo la crisis acaba con los desequilibrios.

...purgarán la podredumbre del sistema. Los elevados costes de la vida y el alto nivel de vida descenderán. La gente trabajará con mayor ardor, vivirá una vida más moral. Los valores se ajustarán y los empresarios recogerán los restos de los menos competentes...

La nueva crisis es un gasto purificador, un acto justicia divina cuando la justicia humana falla, es la mano divina que devuelve la Economía Segunda al equilibrio y la virtud. Si el príncipe es virtuoso, el Cielo le restituirá con largueza. Si el humano se empeña en la injusticia, será su propio empeño el que se vuelva contra él. Sentado ante la balanza, el sabio –el príncipe prudente-, debe demostrar su sabiduría, debe decidir si quita o pone, y estas son sus políticas, sus economías. Conforme a su primacía será la importancia de su elección.

Un economista que quitó fue Licurgo, de Esparta. Conociendo la avidez de sus compatriotas –griegos al fin y al cabo-, prohibió el lujo y las riquezas, cosa que ordenó tras obtener la bendición del Oráculo divino -Bendición Primera-. Licurgo impuso un pesado dinero de hierro para lastrar el comercio, y aún lo redujo al mínimo de modo que el precio de cada espartiata fue máximo, y al hacer de Esparta la más austera de las ciudades el resto de los griegos le otorgó el máximo valor.

Un economista que puso fue Confucio. Amante del equilibrio, llamó a la compasión de los chinos para que se dedicasen a las buenas obras. Procurando sobrados beneficios para el pueblo lo mantuvo contento y ajeno de rebeliones, y así lo convirtió en el más numeroso y a China en la más rica de las naciones.

Puesto que la política económica se balancea entre quitar y poner, resulta tentador hacer de Licurgo y Confucio fundadores de las dos escuelas económicas posibles, la del gasto y la del ahorro, la de la expansión y la del rigor, y de esta manera presentar la política económica como una conflicto de virtudes y maldades, austeridad contra riqueza, molicie contra pobreza. Sin embargo, nada interesa este diálogo a la propiedad –pues de nuevo se trata de un entendimiento para la armonía-, aunque para poder seguir adelante con tranquilidad y que a nadie atormente la duda diré que Licurgo no desconfiaba de las riquezas, sino de los griegos en la riqueza, como nada temía Confucio de la pobreza, sino de los chinos en la pobreza. Licurgo quiere salvar a los espartiatas de sí mismos, de que ya ricos se entregasen a los placeres, de que su voluptuosidad los volviese cobardes, faltos de valor. Confucio teme de las murmuraciones de su pueblo hambriento, y sabe que bien alimentado se vuelve agradecido y manso como un buey. Así, Confucio y Licurgo son el anverso y el reverso de una misma moneda: el negocio de uno es nada que perder, el del otro todo que ganar.

Un economista que quitó y puso fue José, hijo de Jacob. Habiéndole mostrado Dios sus sentidos ocultos, en el sueño del faraón pudo conocer la naturaleza del desequilibrio y con su sabiduría evitó la crisis, restituyó el fiel al cero. José impuso un beneficio de un quinto de la cosecha para el faraón, y este beneficio lo atesoró durante siete años de bonanza, de forma que, cuando los años malos llegaron, empleó su beneficio en alimentar al pueblo adquiriendo pastos para los suyos y gran imperio para el faraón. El ejemplo de José reúne las políticas económicas del gasto y del ahorro y pone en evidencia la parcialidad de las escuelas, y frente a ellas representa a una más antigua tradición: el eclecticismo –oportunismo- del economista político.

Es evidente que la sabiduría del príncipe en nada se diferencia de la astucia del ladrón, salvo que no está escrita en el libro de las argucias sino en el de los reyes y los profetas, y aunque –repito- no es la sabiduría lo que quiero tratar aquí, tampoco quisiera dar la impresión de que favorezco una política económica moderada, de poner un poco sin quitar mucho, o cualquier otra semisolución de aparente equidad. Ni mucho menos, una tal política moderada puede ser igualmente nefasta o benéfica, y siempre será tan parcial como cualquier otra. No hay sabiduría en la propiedad primera y segunda más que el ciclo y la crisis, y si Confucio y Licurgo parecen aplicar sólo media sabiduría, pues o bien sólo quitan o bien solo dan, es porque ellos equilibran la balanza económica como Salomón resolvió su juicio, con una astuta parcialidad. Cualquier economista debería saber que no es lo mismo dividir un hijo que repartir un pollo.

Entretenido en sabidurías, he pasado de puntillas el lucro de José: los pastos para Israel. Durante los años de vacas flacas el hambre se sintió también en Asia, de modo que José mandó a sus hermanos venir a la tierra de Gosen en Egipto, donde podrían pastar sus rebaños, y donde permanecieron hasta que Moisés los devolvió a Canaán. Gracias a las reservas de grano de los años de vacas gordas también el faraón obtuvo su lucro en la forma de un mayor imperio, pues Egipto era más abundante con los muchos asiáticos que se le sometieron. Sucede pues, que tras la aventura de José y su buen hacer económico el mundo cambió. Conviene tratar en detalle este buen negocio. La abundancia de Israel era su pacto con Yahvé, el de Egipto era el Nilo. La riqueza de Israel era su clarividencia, la de Egipto su grano y sus pastos. Con su trato, Egipto e Israel compartieron los dones de Yahvé y del Nilo, y como testigo del trató entregó José la providencia del ciclo y a cambio cedió el faraón los pastos de Gosen. Así, lo que sobraba, el grano inútil que era la riqueza de Egipto se hizo impuesto, y al ser devuelto al pueblo se hizo renta, y el remanente del faraón se convirtió en dinero y aún salario de aquellos que entonces se pusieron a su servicio. Del mismo modo el don profético de José se hizo beneficio, dinero, renta y salario. La sabiduría dice de esta política que es progreso, pues con la abundancia viene la felicidad y el apetito, pero la propiedad nada sabe de esto, pues sólo entiende uniones y divisiones, pactos y violencias, y todo lo que la propiedad advierte es que la unión de abundancias que posibilita la Economía Segunda es el origen –en el reparto de riquezas que le es propia- de una diferenciación de esas riquezas, de su diversificación, de su matización. Esto es lo que por su sola multiplicación convierte lo que era a la vez y de un modo simple: dinero y beneficio y renta y salario, en: dinero, y beneficio, y renta, y salario. Y así podemos percibir que la naturaleza, el modo de ser no-ser de los artefactos de la Economía Segunda es sumamente frágil y prolífico, un logro impresionante: la idea.

21

Pensamos en una mujer y ella es para nosotros en lo que nos es propio o contrario, ella es aquello que nos es y lo que nos opone, ella es identificable e inconfundible y a ella otorgamos un íntimo valor, aunque no la podamos definir ni cuantificar, pues su definición y su valor son ella misma. Pensamos en una mujer ugbabtu y ya viene adjetivada por su falta, por su mutilación; su nombre no es expresión ni evocación sino la marca que la define y la tasa, y puesto que es su falta la que sustenta su ser-no ser ella es indeterminada y sustituible, es una idea de no-mujer; no es ni mi mujer, ni tu mujer, ni se es propia a sí misma. Ugbabtu no es un entendimiento del ser sino un conocimiento de desatributos, de la violencia sobre su ser, de su infertilidad obligada. Muchos, en la confusión más estrecha, dirán que este conocimiento es la objetiva realidad frente al subjetivo entendimiento, pero esto es como creer que se camina sobre la hierba olvidándose del suelo. El entendimiento de ugbabtu resulta forzado, artificial, negador, violento, pero una vez aceptado, una vez comprendida su inutilidad resulta sorprendentemente flexible y productiva, pues los objetos y sujetos más diversos marcados con ugbabtu se vuelven todos igualmente reconocibles: una mujer ugbabtu, un hombre ugbabtu, un perro ugbabtu, un dios ugbabtu, una casa ugbabtu o una tierra ugbabtu. La desatribución ugbabtu es un asa con la que se maneja el mundo, una herramienta, un ingenio, un ideal. Es el asa lo que inutiliza un objeto/sujeto a instrumento y lo obliga a un fin, y es la falta de asidera la que hace de la pelota objeto privilegiado para el juego. Una vez que se enlaza la presa, una vez se establece la trayectoria del proyectil y se fija la rueda a un eje se pone fin al pasatiempo y se inicia el trabajo. Todo artefacto tiene un asa y toda idea una abrazadera que constriñe la utilidad y que la mantiene no sólo atada sino manejable y productiva. La idealización es el asa del entendimiento para el mundo, es la ciencia para la inteligencia.

La ideología, la teoría, como artefacto de la inteligencia es entendimiento sacrificado y violentado, pero extrae para nosotros una ingente riqueza de la abundancia, una riqueza finita e ilimitada de una abundancia incontable. Ni palo ni filo son herramientas, pero tomamos el filo y sólo empuñándole el palo ya tenemos lanza, hacha, alabarda, cuchillo y espada, todas latentes en el hoja y su asa. De igual modo, ilimitadas ideologías están agazapadas en una inteligencia y como filo de espada cada una servirá al puño que la sostenga. Y como el artífice decora la empuñadura para mostrar que ella inutiliza el filo y lo vuelve manejable, donde se enmaraña la inteligencia allí se reconoce el asa de la ideología y donde permanece inasequible allí está el filo de la sabiduría.

Producto, artefacto, precio, beneficio y hasta el propio mercado son ideas todas ellas que radican, enriquecen, ramifican y finalmente derivan una misma Economía Segunda, y todas ellas sostienen y manejan las abundancias del mundo, las instrumentalizan. Y si esto es para un procedimiento o una teoría, no lo será menos para la más tangible de las riquezas.

Resumiendo, en cuanto que riqueza, la idea es un sobrecapacidad de la inteligencia inútil a la sabiduría que la engendra, y si llega a suceder que la idea comienza a razonar la propia tradición cualquiera puede ver que ha llegado la crisis, la lucha de los hijos contra los padres, el desencuentro entre la abundancia y la riqueza. Por ello el príncipe virtuoso ha de congraciar las nuevas ideas con la vieja tradición, ha de esconderlas entre el paisaje, ha de fundir la nueva ideología con la sabiduría ancestral, y si el gusto por destacar alimenta la desvergüenza y la rebeldía en los jóvenes, a nadie extrañará que se castigue el pernicioso deseo de novedades, la perversión de las costumbres y la impiedad a los dioses.

22

Mantener del orden -o lo que es lo mismo-, mantener el equilibrio, es la virtud del príncipe. A él corresponde vigilar que las nuevas ideologías y las nuevas riquezas no se conviertan en disidencia de las viejas costumbres y abundancias, y para ello debe ponerlas al servicio de la grandeza Primera, lo que es lo mismo que encontrarles utilidad. Una política económica virtuosa mantendrá en orden la riqueza y la abundancia, y sobre todo vigilará la nueva riqueza, aquella que es señal de una creciente abundancia, una nueva amenaza de crisis y ciclo. Esta riqueza reciente es la que más apesta, aquella tras cuyo rastro anda siempre –ayer como hoy- el inspector de hacienda. Si el príncipe ansiase las riquezas, si premiase su alocada multiplicación, no sólo cometería una gran injusticia contra la abundancia a la que debe su jefatura sino que mostraría una gran imprudencia; sólo un príncipe desesperado admitiría tal riesgo. Es cierto que ser el más rico es propio del príncipe, pero esto sólo en la medida de su natural preeminencia, no al revés. La riqueza del príncipe debe notarse por su desprendimiento, por su generosidad, por su lujo, pero nunca por su cantidad; cuando cantidad y lujo se confunden, la primacía se mide con las riquezas, y entonces entendemos ya que estamos en la crisis. La riqueza del príncipe virtuoso se advierte en su falta de interés, de ahí que sus tierras se mantengan vírgenes entre los campos de sus súbditos, que él mismo se entregue a la caza mientras sus vasallos cuidan rebaños, que se divierta cuando sus súbditos trabajan, que se ocupe de aquello que no reporta ganancia. Cuando las riquezas del príncipe se convierten en los lujos de la plebe entonces la jefatura tiene precio, y por saber eso, al príncipe virtuoso sólo le interesa la jefatura, no las riquezas; de él se dice que le es propio ser cabeza de ratón antes que cola de león.

Para hacer de la riqueza paisaje es para lo que los príncipes levantan montañas, abren caminos y cavan canales. Este grandioso desperdicio de riquezas no es sólo la exaltación de la genealogía heroica y divina de los linajes reales sino que constituye un ejercicio de prudencia económica. Las obras públicas son las buenas obras del príncipe virtuoso.

El rey Piyadasi amado por los dioses dice así:

En los caminos han sido hechas plantar por mí higueras de Bengala; darán sombra a los animales y hombres. Y han sido hechos plantar bosquecillos de mangos. Cada medio kos unos pozos han sido hechos excavar por mí y unas mansiones de reposo han sido construidas. Y cisternas de agua numerosas han sido construidas por mí allí y allá para el disfrute de los animales y los hombres.

Pero es poca cosa ese disfrute ciertamente.

Pues bien, con diversos beneficios el mundo ha sido beneficiado por obra de reyes anteriores y de mí mismo. Pero para que muestren reverencia a la Ley Sagrada, con este fin esto ha sido hecho.

Muchos podrían aplaudir la beneficencia de las obras del rey Piyadasi, pero él bien sabía y mandó escribir que

incluso si hay una gran liberalidad, pero no hay autodominio, pureza, gratitud y fidelidad, esto es algo muy pequeño.

Quienes hoy se ocupan en extraer del paisaje las obras de los antiguos príncipes, a menudo sienten –como el rey Piyadasi- la inutilidad de tales obras, pero sin su sabiduría admiran la grandeza del dispendio al tiempo que se lamentan por el mismo derroche, y aún se preguntan por qué no se le otorgó más precio a tanto esfuerzo. Es comprensible que quienes se aplican con esmero a desenterrar los artefactos y la basura de los muertos acaben por atribuirles un valor que no les corresponde, pero no conviene empatizar demasiado con sus penas; el materialista es como el sordo en el país de los ciegos: lo ve todo pero no entiende nada y sufre de soledad. Sabemos ya que los jefes favorecen y entorpecen el crecimiento económico para mantener el orden, para perpetuar el equilibrio, y si el historiador sufre porque:

… en su cumbre el faraón, con Egipto en sus manos y a su disposición, construyó las Pirámides para su propia inmortalidad y no para elevar a sus súbditos al nivel de bienestar que habían alcanzado el rey mismo y un puñado de sus pares,…

sea este prejuicio para él y lección de virtud económica Segunda para nosotros: la riqueza de tres generaciones invertida en la memoria de tres milenios ¿o es que acaso es éste un precio demasiado alto? Si el historiador se dejó llevar por su aprehensión a la muerte –lo que no es extraño en alguien tan preocupado por el final de su propio mundo- para condenar sin remedio semejante logro económico es que hizo suya la tradición decadentista, que ve en el paisaje monumental la obra de demonios.

En la riqueza enterrada en una montaña-pirámide o en una gran muralla advertimos el trabajo, la sufrida violencia y el penoso sacrificio que encierran; en los monumentos se petrifican y acrisolan riquezas y trabajos; pero afirmar los unos para negar las otras es pesimismo, y viceversa todo lo contrario.

Si la mole fúnebre de la pirámide favorece la interpretación más desfavorable de la obra pública, a la que el pesimista no duda en calificar de ejercicio ruinoso, también existen monumentos de una tradición progresista en los que la riqueza brilla ocultando los trabajos. Entonces, el mismo impuesto detraído en beneficio del equilibrio se interpreta favorable al comercio y a la prosperidad Económica Segunda. El Coloso, el Faro y sus correlatos actuales la Estatua de la Libertad y el Rascacielos son los antípodas simbólicos de la pirámide. De ellos dice el historiador optimista que son el símbolo y acicate de las virtudes mercantiles, del comercio, del beneficio, del progreso; pero yo no dejo de ver en el Coloso las monedas fundidas, el Tesoro robado al comercio, el dinero más caro, la misma obra pública. La Pirámide y el Coloso son ideologías para una misma política: el equilibrio.

Coloso contra Pirámide, progreso contra decadencia, economistas que suman contra economistas que restan, nuevo contra viejo, natural contra artificial, no son más que reformas del desequilibrio entre la Economía Primera y la Economía Segunda, teorías con las que se parcializa un misma tensión. Y del mismo modo que el martillo y la maza guerrera son artefactos igualmente superfluos sin un objeto al cual aplicarse pero es como maza cuando la inutilidad del martillo se manifiesta mejor, la inutilidad de las teorías reluce en la confrontación, cuando no instrumentalizan las armonías sino que las destruyen. Incluso la propia idea del equilibrio contra el caos, el orden contra el desorden, llega a perder su sentido entre tanto enfrentamiento. Todo esto no es extraño, pues cuando la tensión se convierte en guerra y batalla y cada parte desea llevar el caos al contrario -lo que no es otra cosa que la destrucción del enemigo y quizás... la victoria-, sólo la confusión es creciente; entonces los amigos son puestos a prueba y hasta las propias armas pueden volverse en contra, pues aunque los teóricos amen la dureza de sus doctrinas, (aquella fina disquisición mediante la cual separan la verdad de la mentira con rigor), manejadas por otros criterios lo que muestran en realidad es su blandura, su adaptabilidad, su maleabilidad a los fines diversos. Y esto no debería ser una sorpresa para nadie, pues –se olvida con facilidad- las ideas son herramientas, inútiles y serviciales.

De todas, la confrontación más propagada de la Economía Segunda ha sido la del príncipe contra la plebe. Por qué esto es así no depende de ninguna propiedad de la Economía Segunda sino de la mayor fortaleza de la jefatura, y es, por tanto, una preferencia del deseo sobre la que no viene al caso cavilar; basta con admitir que hacia la jefatura apuntan todas las miradas y la misma fuerza que le otorga la autoridad la pone en cabeza tanto de lo bueno como de lo malo, del equilibrio como del desequilibrio. La guerra y la batalla sobrevienen cuando se pretende –y así ocurre a menudo- equilibrar las riquezas sin atender a las abundancias o las abundancias sin las riquezas; actuando de este modo en vez de equilibrio se tendrá un mayor exceso, tiranía y artificio, y a ellos no será ajeno la jefatura ni la plebe, por unos u otros motivos. No importa lo más mínimo que haya más o menos jerarquía, cada mundo tiene su equilibrio y si se pierde igualmente llegará el ciclo y la crisis. Y si deslumbrados por la jefatura creemos que el desequilibrio está en la jerarquía, actuando sólo en las riquezas sucederá que unos querrán someter unas doctrinas a otras, creyendo que la realidad seguirá al ideal, mientras que otros querrán someter unas abundancias a otras sin atenerse a razones, lo que será tenido por robo e injusticia. Al fin, todo se confunde y tomando las riquezas por abundancias el mundo es destruido.

No sabe aquél que nada sabe

que a muchos estropea el dinero;

es un hombre rico, otro, es pobre,

a nada hay que culpar.

La crisis es siempre un desequilibrio entre abundancia y riqueza: puede que la abundancia de unos ofenda la pobreza de muchos, que la riqueza de pocos amenace la abundancia de otros, o que sea de otra manera; no hay mejor modo de advertir esto que con recurso a los casos ejemplares, para los que hay escritos mil y un relatos que son el entretenimiento del príncipe y el magisterio de la política.

La confusión del príncipe con la plebe es la batalla de toda aristocracia; un problema de buen gusto que se puede plantear más o menos así: si el príncipe es el primero entre sus pares, el burgués es ecléctico y la aristocracia vanguardista, ¿dónde está el progreso? ¿es vulgo Rockefeller, o es élite?

Ejemplificando:

Cuando la nobleza medieval impone a sus siervos el gran molino mecánico y prohíbe la muela de mano neolítica, ¿es que acaso no ambiciona la economía de medios? Y cuando los obreros arrojan al mar los nuevos telares, ¿es que no desean la proletarización del mundo? Y cuando Gandhi gira la rueca, ¿es que no pretende la servidumbre?

No.

La liberación del hombre por el mecanismo es la superchería del motor inmóvil y del movimiento perpetuo; una idea que ni siquiera es entendimiento de la propiedad, sino del deseo. Muchos creen la mecánica hija del molino, otros de la rueda y algunos incluso del círculo, pero la mecánica es hija del autómata –que aparece siempre como previo a la mecánica y que es su genuina ambición-, hija por tanto del fraude, de las estatuas parlantes, de los ídolos huecos y los sacerdotes ingeniosos. La mecánica es hija de la magia, es una impostura del deseo:

el día que trabajen solas las lanzaderas no serán necesarios los esclavos

El trabajador es -como la mujer ugbabtu: mujer de hijos sacrificados; como el esclavo: humano de vida enajenada- un artificio, un ser no-ser, una voluntad alienada, comprada y vendida, pero no al servicio del telar, sino de otra voluntad; el trabajador no paga la abundancia de vestidos, sino la de humanos. El gran molino, por tanto, es como el asa que hace del filo hacha y lanza, cuchillo y espada; por el molino el principal maneja a sus clientes y los hace dependientes, siervos, vasallos y súbditos; y por eso mismo Gandhi gira la rueca, para frenar el gran molino del príncipe ajeno, para sustituirlo por mil millones de ruecas a su propio servicio. Los creyentes del ídolo mecánico adoran al gran molino y lo divinizan como progreso contra la decadencia de la rueca, pero no hay en todo esto la exaltación ni la condenación de la jefatura, tan sólo una reverencia extrema, un exceso de deseo.

Cuando el fiel se inclina el juicio advierte el desequilibrio, pero elegir la tara de la balanza es cosa del gusto. O lo que es lo mismo: el problema pertenece al sentido de la armonía pero acertar con la solución es prerrogativa del deseo. Aunque acomodar esclavitud y democracia o cristianismo y tiranía pueda repugnar un estómago delicado jamás ha importunado a raciocinio o teología alguna -que a lo sumo encuentran en ello una contradicción menor-; lo que separa la élite del vulgo no es la jefatura o la servidumbre sino su gusto por la solución mejor frente a la menos mala. El aristócrata no desea menos el equilibrio que el villano, sólo quiere un equilibrio más alto

Aceptaron este mundo con toda seriedad. Tomáronle gusto a la vida y cifraron su confianza en la fuerza. Su ideal era el ideal del guerrero. A fuerza de voluntad y de actos de sacrificio habían de conquistar la haurvatat –prosperidad en este mundo- y la ameratat –la inmortalidad en el otro- .

Nada se parece este ideal del guerrero al consejo de Piyadasi, guerrero renegado:

La moderación en el gasto y la moderación en el ahorro es meritoria.

pues, según él mismo cuenta, a Piyadasi se le encogió el estómago

Antes en la cocina del rey Piyadasi, amado por

los dioses, todos los días muchos cientos de miles de

vivientes eran sacrificados para la salsa de la carne.

Pero ahora cuando este edicto de la Ley Sagrada

ha sido grabado, tres viventes tan sólo son sacrificados:

dos pavos reales, una gacela.

Y estos tres vivientes en adelante no serán

sacrificados.

y

Y lo que se afana el rey Piyadasi amado por los

dioses, todo ello es con vistas al otro mundo, para que

cada hombre corra el mínimo peligro.

Para el villano, el afán del aristócrata guerrero resulta un mundo insoportable de violencia y sacrificio, una imperiosa tiranía. Para el aristócrata la parquedad del villano es incapaz, indecisa, imperfecta, torpe y vulgar, una aprisionante igualdad.

Realmente el país no será el mejor con semejantes instituciones, pero la democracia se mantendrá mejor. En efecto, el pueblo no quiere ser esclavo, aunque el país sea bien gobernado, sino ser libre y mandar, y poco le importa el mal gobierno, pues de aquello por lo que tú piensas que no está bien gobernado, el propio pueblo saca fuerza de ello y es libre.

Decidir si el humano es aristócrata o villano es tanto como decidir si es bueno por naturaleza o una bestia para el hombre, es enjuiciar su estómago, tasar su voracidad. Puede que hacer esto no sea un gran logro teórico pero será siempre de un gran interés económico, pues es determinar los límites de la demanda, esto es, la elasticidad de su estómago –o si lo preferís, de su corazón-. Confucio y Licurgo conocían esta medida en sus paisanos y de ahí sus grandes éxitos económicos; ellos decidieron con acierto que el chino era un estómago templado en el exceso y el lacedemonio era templado en el defecto. Cuando el estómago está templado se dice que el mundo es propicio, las propiedades tienen su valor natural y los artefactos su justo precio, pero esto son sólo efectos, lo que importa es templar el deseo, que es la propia fuerza.

Esto es muy conveniente aclararlo porque los economistas consideran el efecto de la demanda sobre los precios y no la fuerza en sí, y para relacionar ambos inventan el espejismo de la oferta, que es el reflejo de la demanda en el entendimiento apropiado y contable de las riquezas y los números. En la algarabía del mercado, donde el festejo se comparte y se reparten las riquezas, los economistas todo lo mezclan. No hay otra impostura tan arraigada. Pero no es el valor el que impone el precio, ni mucho menos la usabilidad, sino que resulta de la propia cantidad.

Así, tenemos el mineral, producto de la abundancia minera de la tierra, que extraído siempre en un número limitado, posee un valor infinito. Y esto, que resulta evidente cada día, se revelaría de inmediato al más obtuso en el caso de que cesasen todas minas de la tierra de expulsar riquezas, pues veríamos cómo el precio de esa abundancia –ya irremediablemente delimitada- se dispararía hacia cantidades desconocidas, -eso sí- irremediablemente finitas. Y sólo en el caso de que esas riquezas, memoria última de una antigua abundancia minera fuesen declaradas santas y prohibida su comercialización se reconocería, al fin, ese valor incalculable. Y si, por el contrario, el mineral brotase él mismo de la tierra y por todas partes, veríamos cómo su precio descendería y su mercado se agigantaría y dividiría y se ramificaría al máximo para ser desaprovechado –en todas partes- como lo son el aire y el agua.

Haremos la luz eléctrica tan barata que sólo los ricos podrán comprar velas.

Los economistas saben que el precio es sólo un espejismo del valor, pero pero abrasados por su incapacidad para numerar el valor inventan un nuevo juego de espejos para sus ingeniosos equilibrios: llaman al valor oferta y a su reflejo demanda, y simulando unos arbitrarios costos justifican así el precio de la demanda. Pero la demanda no entiende de propiedades -aunque sea el brillante metal-, sino de deseos, y por tanto no atiende a los precios ni a las haciendas –y mucho menos a fantásticas ofertas-, sino únicamente al gasto y al beneficio. Cuando los economistas advierten esto de nuevo, su orgullo les obliga a farfullar disculpas apenas comprensibles, agregando a la demanda triquiñuelas contables que no son otra cosa que los beneficios disimulados. Al mercado no se va ni se viene a vender ni a comprar, si no a obtener un beneficio.

John Bull puede aguantar muchas cosas, pero no puede aguantar un dos por ciento.

La oferta no sólo es completamente inútil sino que es una demanda mutilada, pues siendo una demanda de demanda es un deseo interrumpido (a la expectativa), y por tanto es la más feliz expresión mercantil de la idea, del artefacto de la Economía Segunda. Y así entenderemos su modo de ser-no ser, la naturaleza imaginaria de la oferta, que siendo inútil para explicar el mercado sea en él. Una oferta es una idea –una razón-, y como tal es mercancía, pero como tal es también inútil, esto es, inservible razón de mercado. Se puede esperar un gran beneficio del mercado vendiendo unas buenas razones –gran oferta- pero no se vende con razones.

En el mercado se convence con gestos. Las razones, en cambio, vuelven desconfiada a la plebe.

Al fin, puesto que el mundo entiende por entero y de forma obvia la evidencia que el teórico analiza e interpreta por lo menudo, el público restituye a la oferta el sentido que se le demanda: la oferta se hace ganga, una oportunidad, un beneficio: duros a cuatro pesetas; dinero.

23

En los registros de sus artefactos disparatados los ofertantes hacen patente su irreal racionalidad. Sólo la historia de éxitos y fracasos de tales proyectos es tan arbitraria como las previsiones ridículas y los cálculos cuidadosos de los ingeniosos ensoñando sus demandas. La variedad de inventos para recoger cacas de perro o implosionar una bomba nos resultan tan absurdas en su seriedad como entretenidas en su inutilidad.

Los postulantes de la oferta pretenden remediar con su promesa infundada una petición desconocida, y en el espejismo de la oferta y su propio reflejo como demanda confunden una y otra con el número de la riqueza y su inverso el precio. A menudo suelen decir que a mayor riqueza mayor oferta y demanda, cuando no saben lo que quieren.

Tengo en palacio vacas con cuernos de oro,

bueyes endrinos, recreo de los trols;

multitud de tesoros, multitud de collares,

más Freyja tan sólo es lo que deseo.

Siendo imposible contabilizar la abundancia de deseo resulta inútil enumerar la riqueza de la oferta, pero nada sería tan conveniente como igualar una a la otra, equilibrar oferta a la demanda, pues entonces el gasto adquiere su máximo sentido, la propiedad obtiene la plenitud de su valor. Muchos dicen que éste es un equilibrio trivial y sin el menor pudor igualan la oferta a la demanda, pero no os costará ver cómo ésos mismos ponen guardas en sus puertas y aún los veréis rondando vuestras casas. Y yo digo ¿si su demanda y la nuestra está satisfecha por qué velan sus armas?

La oferta que iguala a la demanda satisface al mundo por completo, lo llena.

Un mundo lleno es el máximo nivel del equilibrio económico, el progreso último, aquél en el cual la oferta abastece la demanda y ninguna riqueza sobra ni falta, un mundo el que no hay, por tanto, lujo ni pobreza, y la propiedad adquiere la máxima eficiencia. Este paraíso, para quien todavía no lo sepa, se alcanza dividiendo las cosas a su mínima expresión y reuniéndolas en su máxima unidad: maximizando los productos y minimizando los mercados.

Consideremos –como es costumbre- la fabricación de alfileres. Los procedimientos a seguir son: estirar el alambre, enderezarlo, cortarlo, afilar un extremo, limar el otro, hacer la cabeza, colocarla y, por fin, esmaltar el precioso alfiler. Parece una verdad de la experiencia que dividir el trabajo en las tareas que he dicho ahorra un gran trabajo al fabricante y le aporta un considerable beneficio. Y sin embargo, ningún fabricante parece dispuesto a dividir todavía más esas tareas, estirando primero la mitad del alambre y luego la otra mitad, enderezando una mitad del alambre y luego la otra mitad, cortando una mitad del alambre y luego la otra mitad, afilando medio extremo y a continuación el otro medio, limando el medio extremo opuesto y luego el otro, haciendo media cabeza y luego otra media cabeza, y por fin, esmaltando medio alfiler y luego el otro medio. En realidad ningún fabricante hace esto porque ello le supondría una enorme pérdida, sería un derroche, un lujo idiota. Es algo tan evidente que ni se plantea.

Nada espanta tanto como descubrir lo evidente, aquello que permanecía ante sus ojos y no era visto pese a ser mirado. Tanto asombro y tanto revuelo y tanto escándalo causa gritar la desnudez del rey que no ha de extrañar que por cada uno que lo desvista lo vistan ciento, y es por lo que –creo- que habiendo visto el economista la riqueza desnuda en la división la haya vuelto a vestir con el ropaje del trabajo. Esta reflexión, ajena por completo al interés de este discurso es sólo excusa de este excurso, pero sea.

Todo lo que quiero notar es que dividir en partes el trabajo no puede ser –de ninguna manera- un ahorro de trabajo. Del mismo modo que cualquiera puede ver que no hay ningún ahorro en fabricar medias bandejas y luego unirlas, nadie podrá negar que dividir la fabricación de alfileres supone un mayor trabajo, y de hecho pocos fabricantes estarán dispuestos a dividir su fábrica sin un buen motivo. Y puesto que el beneficio experimentado al dividir la fabricación de alfileres no está en la fabricación, es obligado concluir –y es evidente- que está en la división de los propios alfileres.

Si repasáis ¡otra vez! las labores de una industria de alfileres, cualquiera -y sin necesidad de ser un gran experto- podrá concederme que no es imprescindible que la propia fábrica haga el alambre y que bien podría la alfiletería abastecerse de él en el mercado. Y admitido esto, enseguida habrá quién crea que es mejor comprar el alambre ya extrudido a uno u otro grosor, aunque quizá otros pensarán que lo más conveniente sería tener una extrusora en la propia fábrica para no depender del mercado. En principio parecería lógico pensar que al menos cortar el alambre es una labor que sí debería hacerse en la fábrica, aunque por otro lado si se compra el alambre en rollos sería una gran complicación desenrollarlo para cortarlo, y si se compra en largas varillas su manejo sería difícil, y si se compra en varillas cortas sería un desperdicio. Podría por tanto ser más conveniente cortar el alambre a la medida deseada inmediatamente al salir de la extrusora, de modo que una y otra operación deberían ir unidas. Llegados a este punto parece indiscutible que el afilado y limado de uno y otro extremos deben hacerse en nuestra hipotética fábrica, al menos si de verdad queremos considerarnos fabricantes y no meros ensambladores de puntas y cabezas, aunque en cualquier caso la fabricación de las cabezas de alfiler pueda ser dejado a otra fábrica al igual que el alambre. Para terminar, y ya que podemos ahorrar a nuestra empresa tantos trabajos, quizá podríamos especializarnos un poco en el esmaltado, y quizá incluso podríamos intentar dedicarnos a un tipo de alfiletería con preciosos esmaltados y lacados para alfileres de vestir.

Verdaderamente, si algo podemos concluir de todas estas imaginaciones es que no está nada claro qué cosa es fabricar un alfiler, y esto es –claro está- porque en realidad ya no fabricamos alfileres sino puntas, alambres, extrusiones, etc. La división del trabajo es en realidad la división del propio alfiler en punta, alambre, extrusión, etc., y es de este modo, como cosa dividida, que el alfiler multiplica la abundancia del mundo. Y tal abundancia sólo puede ser reunida de nuevo en el mercado. Y así se maximizan los productos y así se minimizan los mercados: dividiendo el alfiler en partes que multiplican sus variantes y minimizando los mercados que maximizan sus beneficios.

Por eso es algo que depende por completo del mercado –y de ninguna manera de ningún hipotético ahorro productivo ni ingenieril- la elección empresarial de cortar el alambre o adquirirlo cortado (y que como toda elección no es un sentido inherente a la propiedad, sino al deseo). Y es algo que depende por completo de opinión del mercado que un alfiler sea o no (esté acabado, se suele decir).

Y aquí me parece de lo más oportuno recordar aquel asunto que del arriero Coase, el muy difícil problema de si hay mercado porque la burra tira del carro o si la burra arrastra el carro porque hay mercado. Pocos se atreven a generalizar en un tema como este pero cuando se trata de concretar sobran quienes llenan miles de páginas, así que no creo que unas pocas líneas más desborden el vaso. La diferencia entre un conglomerado industrial alemán o japonés y un aglomerado industrial anglosajón no está en el cemento financiero ni en la relativa disposición de sus clastos empresariales, y cualquier estudiante de petrología económica fácilmente los clasificará a todos ellos como monopolios capitalistas. La diferencia entre unos y otros no está en la estructura corporativa, sino en cómo se alimenta este cuerpo. El conglomerado adquiere su fuerza de lo que le es afín y en lo que le es propio busca su mercado, obteniendo riqueza de sus colaboradores, uniéndose a ellos, comiendo y siendo por ellos comido. Y el aglomerado prefiere someter a sus rivales y alimentarse de ellos, fortalecerse en esta competencia, creciendo de lo que le es contrario. De modo que hay mercado y la burra come, antes o después.

Y volviendo al alfiler, supongo que con lo dicho es ya obvio que lo que se tenía por un ahorro no es tal -ni mucho menos- sino una disminución en el precio. Pues a nadie se le escapa que reunir en un pequeño alfiler alambre, extrusión, afilado, limado, cabeza, esmaltado y todo aquello cuanto requiere un alfiler industrial es un esfuerzo que, al fin, sólo puede ser realizado por una compleja organización y que si esta complejidad es una gran abundancia sólo será posible que subsista al ciclo generando una enorme riqueza, de abundancia ugbabtu. Es obvio que si quisiéramos fabricar un alfiler no desperdiciaríamos nuestro esfuerzo y nuestro deseo en construir una gran sistema fabril, y es obvio que el enorme esfuerzo de fabricar miles de millones de alfileres es el pago por preservar y mantener esa poderosa industria. Una gran abundancia deberá justificarse con una riqueza igualmente grande.

Las enormes riquezas de la gran industria, como todas completamente inútiles por sí, adquieren utilidad en el mercado. Intercambiada la abundancia de la fábrica por cualquiera otra y entregado como señal del intercambio un montón de alfileres obtenemos un beneficio que nos satisface. Al entregar los alfileres disminuimos su número y aumentamos su precio, pero esto es algo secundario y de por sí intrascendente, pues lo que deseamos es el beneficio, no el precio. Para obtener un mayor beneficio de nuestro esfuerzo industrtial podríamos engarzar un brillante en la cabeza del alfiler; supondría un mayor esfuerzo, pero añadiría una mayor abundancia al mercado del alfiler y se volvería así más deseable por lo que quizá lograríamos mayor beneficio. Añadir o no añadir abundancia a nuestra abundancia es algo a decidir, y no es por tanto privilegio y entendimiento de la propiedad, sino del deseo, aunque sea en interés de la propiedad. Si nos abstenemos de ese esfuerzo y por ello nos privamos de un beneficio satisfactorio entendemos que hemos mostrado una falta de empuje y voluntad, un despilfarro de recursos, pero si el esfuerzo de añadir mayor abundancia no se ve recompensado por un beneficio satisfactorio entendemos que se trata de un esfuerzo superfluo, también un derroche. Ambos son de igual modo lucro cesante.

Aunque el economista no se cansa de advertir contra los peligros del despilfarro, tan apegado está a la propiedad que no dudará en llamar avaricia al esfuerzo que a él empobrece y liberalidad al derroche que le alimente. En verdad el economista hará pasar un rico por el ojo de una aguja sólo para poder subir al cielo a lomos de su camello, pero tampoco resulta del todo extraño que siendo lujuria y pereza entendimientos del deseo resulten confusos al economista más desprendido.

La pereza es la madre de la pobreza

La pereza, la falta de vigor, la carencia de ánimo, la miseria de espíritu, la ruína de la ilusión, la quiebra de la demanda y la pobreza.

Se arruina el hombre que ama el placer,

no será rico el aficionado a banquetes.

El amor al placer, el gusto por el vino y los perfumes, la afición al lujo, la desemesura de apetito, el exceso de la demanda y la pobreza.

No es mi interés enredarme en el entendimiento del deseo, y como en otras ocasiones creo que bastará con lo esencial: decir que ela lujuria es un exceso de deseo, una intemperancia significada y formalizada en objeto/sujeto que debilita los cuerpos y agota; y que la pereza es una falta de deseo, un abandono que sentido hacia la propiedad la desinteresa, la debilita y agota. Al fin, advertir que lujuria o pereza acaban igualmente en la propiedad disminuida, consumida. Por el contrario, cuando el mundo está lleno y la oferta atiende a la demanda y no existen lujo ni morralla, el intercambio alcanza su máximo beneficio y el mayor gasto recompensa la mínima propiedad, de modo que ésta adquiere su máxima fuerza. En el mundo lleno y eficiente el alfiler adquiere la calidad que se le demanda y el máximo número de que el trabajo es capaz. No sobra pulido, no se amontona el alambre, no se malvenden las cabezas y se fabrican chinchetas, clavos, alfileres, agujas grandes y pequeñas, tan simples como puedan imaginarse y tan relucientes como pueda desearse. Los mercados del mundo lleno se muestran abarrotados de riquezas, sutilísimas en su diversidad, máximas en su número, mínimas en su precio. Cuando el mundo está lleno, cualquier aumento en la actividad será una pérdida, un exceso, un lujo, cualquier disminución un abandono, una pereza.

Medir la eficiencia es entender la propiedad el deseo, es decir, definir el deseo en términos de propiedad, y aún más, en propiedad segunda. Esto es algo que el economista debe considerar con atención pues sólo alcanzando este entendimiento cabal de la propiedad del deseo y del deseo de propiedad puede aconsejar al príncipe sobre la mejor política para llegar al máximo equilibrio, pero ocurre que sólo el mundo lleno, su objetivo, traduce de modo perfecto el deseo en propiedad, pues en él nada sobra ni falta. Así pues, como ya advirtieron todos los sabios, sólo siendo príncipe y ministro llenos y perfectos podrán llevar al mundo a su máximo equilibrio.

A menudo, el economista imperfecto del mundo imperfecto juega a ser economista perfecto en un mundo perfecto; a esto le llama imparcialidad y consiste en medir deseos, lujos y perezas, ofertas y demandas uno a uno, en combate singular, ante testigos y conforme a método, en juicio reglamentado, como quien enfrenta fieras en el circo, lo que -como saben los niños y conocían los romanos- resulta de gran entretenimiento: ¿cuál puede más, león o tigre, Superman o Batman, mayordomo o jornalero? Pero al querer medir el mundo realmente imperfecto con las reglas de un juego idealmente perfecto el economista advierte su fracaso y debe decidir: se enfrenta entonces al dilema moral. Tal es por ejemplo el dilema del salario, la productividad y la necesidad: en el juego de salarios, el economista advierte la fortuna del actor de comedias y su improductividad, la improductividad del gobernante y su necesidad, la necesidad del jornalero y su infortunio. El economista imperfecto se ve obligado entonces a repudiar sus cábalas econométricas o reconocer la inutilidad de un trabajo al que se aplican lo más noble y lo más ruin de la sociedad.

Es muy pobre quien tiene por trabajo el pasatiempo de los ricos.

Al fin, el economista imperfecto de un mundo imperfecto admite así una revaloración de las ganancias, una sacralización de la riqueza y, como un nuevo Cicerón, no localiza la auténtica virtud económica en el precio del trabajo ni el beneficio en el saldo corriente, sino en las cualidades del trabajo: honradas o mecánicas, honradas o especulativas, honradas o improductivas. El economista imperfecto manifiesta sin reparos que

…de todas las formas en que un capital se puede invertir, la agricultura es con diferencia la más beneficiosa para la sociedad porque, entre otras cosas, hacendados y granjeros son las personas menos sujetas al miserable espíritu del monopolio,…

El economista imperfecto abandona la imparcialidad del circo como laboratorio de fuerzas económicas y sale al campo para adorar y repudiar el espíritu de monopolio, el espíritu capitalista, el espíritu burgués, el espíritu emprendedor, el espíritu consumista, la fuerza, el deseo y el amor. El economista imperfecto espiritualiza la economía a costa de su propia teoría y por esta traición a su pulcra contabilidad, por esta inconsistencia numérica se salva de la pura inutilidad y nos muestra su perspicacia, su claridad y su clarividencia.

Es muy pobre quien tiene por trabajo el pasatiempo de los ricos.

Hacer alfileres industriales para el mercado es mercadear extrusión, corte, afilado, pulido, cabezas de alfiler, ensamblado y esmaltado, un esfuerzo enorme que sólo podrá pagarse con una ingente cantidad de alfileres. El pobre, escaso de alfileres, imposibilitado al gasto, rechazado por el mercado, pagará con alfileres sin afilar, sin pulir, descabezados, y suya será la mala moneda. El rico, sobrado de alfileres, acomodado al gasto, bienquerido por el mercado, pagará con aquellos más afilados, repulidos, repujados, retrabajados, filigranas de alfiler que serán la moneda cara, la medalla. La mala moneda es tan improductiva como la buena moneda, pero si una ofende a quien la adquiere, la otra aprecia a quien la entrega. Deshonestando a quien de ella obtiene el beneficio, la mala moneda aleja al mercado de sí y lo entrega a la moneda cara; de esta forma, mientras el pobre se desvirtúa el rico se naturaliza. Malvendiendo su moneda cara el rico se deshace de sus riquezas y adquiere virtud en el mercado, y defraudando con su mala moneda el pobre obtiene al tiempo riqueza y reprobación y de esta manera el mercado invierte todos los valores, aprendiendo los gustos del rico y olvidando los del pobre.

Es muy pobre quien tiene por trabajo el pasatiempo de los ricos.

El pobre que tiene por trabajo el pasatiempo de los ricos ha de obtener su imposible beneficio de lo mismo que el rico malvende a cambio de su virtud: la buena moneda. Así, lo que al rico honra al pobre ahorca, y cuanta más virtud para el rico, más hambre para el pobre, o como se suele decir, el pobre honrado, cuanto más honrado, más pobre.

En tanto que ejercicio del gusto y del juicio, el mercadeo sacraliza la moneda cara y enriquece la mala moneda. De este modo el mercado se convierte en tribunal donde se aprecian o desprecian los valores y se revalorizan y desvalorizan las riquezas, y así se puebla de espíritus y fantasmas, ideas que se realizan y seres que se instrumentalizan, formas a medio camino entre lo sagrado y lo mundano. En el mercado la rapacidad del pirata se dignifica en espíritu de empresa, la ferocidad del bandolero en espíritu castrense y la astucia del sirviente en espíritu burgués, el patricio se profesionaliza a cortesano, el sacerdote a ecónomo, el noble a terrateniente, el artista a artesano y el furtivo a guardabosques; y la profesión desvaloriza el cazador a matarife, el artista a operario, el rentista a absentista, el economista a contable, el cortesano a camarero, el embajador a traficante, el general a mercenario y el principal a millonario. El Foro, siempre a las puertas del Templo: la consagración o la comercialización.

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(Un inciso)

Hay una gran malentendido entre gastar y perder, gastar y ganar, y en general entre gastar, haber, ser y tener. Está claro que éste es un malentendido semántico, y no un problema numérico.

En la economía primera el gasto es inmediato a la posesión, y es fácil advertir que ser, tener y haber son una misma cosa, y no hay pérdida en gastar aquello que hay, es y se tiene. Al contrario, no hay más sexo que el que se tiene, y gastándolo no deja de haberlo, sino que es por su mismo gasto. Tampoco la comida que se pierde es aquella que no se come, siendo comida aquella que lo es. Aquí no hay malentendido.

En la economía segunda la posesión está instrumentalizada: ideas y dinero, utilidades, medidas y títulos se interponen entre el dueño y su posesión. Gastar en economía segunda es ejecutar estos instrumentos interpuestos. Y aquí si hay malentendido.

Mío!

El malentendido del gasto es semántico porque la apropiación de las cosas mediante su nominalización es en sí un acto de economía segunda, una idealización del mundo, individual y compartida. El lenguaje limita los seres a nuestra relación con ellos y hablar es manejar el mundo apropiado por nuestro código. Entonces, la naturaleza semántica del gasto no es una metáfora de la economía segunda, es su misma naturaleza. El lenguaje es dar sentido al mundo y el gasto en la economía segunda es dar sentido a la riqueza. Y cuanto más sentido más productivo será el gasto.

Veamos:

Fabricados los alfileres, ¿qué cosa sería gastarlos? Podríamos intentarlo pinchando alfileteros hasta llenarlos como erizos, pero a esto no le encontramos sentido económico, pues sería para nosotros como enterrar los alfileres recién salidos de fábrica. Y poco importa que este acto nos lo pagaran, pues pronto o tarde sería advertido el ineficaz subsidio, el fraude. (Y ya no hace falta recordar aquí que el sinsentido económico, como la mala semántica, está perseguido por el decoro y por la ley, que en todas partes impide destruir el dinero, la riqueza que al rey pertenece.)

En cambio, el uso de los alfileres como adorno en la solapa podría ser un discreto uso económico, quizá a modo de pin, sujetando un motivo, o incluso agudizando el ingenio –y lacerando el gusto- podríamos atravesar con ellos ya no la tela, si no nuestra piel y nuestra carne. También podríamos pinchar con los alfileres notas en un tablero, o sujetar las entretelas de un traje, quizá taladrarnos con ellos las orejas, o también captar el chi vital de nuestros órganos e intentar pescar con ellos a modo de anzuelos. Todos estos sí son sentidos económicos para un alfiler y son sentidos elaborados en el mercado, y así queda advertido el economista que la semántica del alfiler no son las agujas y los clavos, sino los estampados, los tatuajes, el posit, el hilo, los analgésicos, los anzuelos y los tatuajes. La ley del mercado que cuadra la oferta y demanda de alfileres no es una línea, es la lógica discursiva que nos lleva de una cosa a la otra. Equilibrar la polisemia del alfiler con su propia producción, su demanda con su número, es ir en busca del lenguaje perfecto. Entelequias.

En el mercado no se vende con razones, pero se hacen buenas las razones.

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(Continuo)

El mercadeo ofende a lo sagrado por su promiscuidad contable, que mide lo peor con lo mejor y al fin todo lo iguala. Treinta monedas o treinta mil pecan tanto por lo que aprecian como por lo que desprecian, pues al tasar destruyen cualquier significado primero y todo lo confunden: la traición con el delito, la justicia con la recompensa, el jurado con la clientela. Y así, pobres y siervos, amos y ricos se preguntan ¿Es que no hay límite a la codicia de los señores? ¿Es que todo lo compra el dinero de los potentados? Entre la desvergüenza del nuevo rico y la intolerancia de las viejas familias el mercadeo aparece culpable, sacrílego e injusto, y aquí es donde la virtud del príncipe economista hace arte de buen gobierno: sus leyes contra el lujo, las amonestaciones de decoro, las consideraciones de buen gusto y, más que nada, su ejemplo en la corte, son la justificación de los derechos y la bendición de las riquezas, son estabilidad, baremo, garantía, equidad y equilibrio. Es prerrogativa y obligación del buen príncipe, -muestra de su virtud- ser la norma y afirmar la justicia de pesas y medidas, y así tenemos que cuando el criterio del príncipe se vuelve común y unos y otros encuentran natural la ley, proporción evidente y manifiesta, entonces hay acuerdo entre la propiedad primera y la segunda y llega el canon, el mundo clásico, la medida divina, el mercado sano y el justo precio. Este mundo lleno es un monopolio sutil y eficiente en el que el gusto principal es mayoritario y el juicio dominante es sentido común, es un único mercado que proporciona el máximo beneficio y consiente el mínimo derroche; un mundo, por tanto, satisfecho de sí mismo y feliz.

Hay una muy popular mala prensa contra el monopolio de las riquezas que, por ser hoy dominante, confunde tras la apariencia de rechazo el verdadero afecto que todo economista segundo tiene por el monopolio de los mercados. El economista liberal que condena cualquier límite al beneficio, cualquier retraso a la expansión del comercio, cualquier barrera al dinero, cualquier regulación de la propiedad, no hace sino anhelar un único, grande y libre mercado, sabiamente autorregulado por la divina providencia económica, la inteligencia activa que de modo natural premia a los justos, castiga los excesos de los inicuos y siempre devuelve a cada cual a su lugar. El mercado es ineluctable; es la salvación por la gracia.

Advierten algunos economistas y poetas que, de un modo chocante e inapropiado -y por ello bastante gracioso- la lógica del ultraliberal resulta confraternizar con el gusto anarquista, siendo como son tan extraños una del otro. Pasa que el gusto del anarquista es la consecuencia lógica del ultraliberal y la lógica anarquista termina por conculir en el gusto liberal. Este ejemplar encadenamiento no es –aviso- circunstancial en absoluto, más bien es una circunstancia del absoluto económico.

Empieza el anarquista que niega la propiedad anhelando el estado de gracia de un mundo anterior o renovado, y resuelve regresar al paraíso pre-mundano y por tanto pre-humano o superar lo humano mediante su renacimiento espiritual en una forma libre de pecado. En cualquier caso suya es la nueva Jerusalén. Al contrario que el liberal, el anarquista sí niega el mercado y con éste el monopolio, pero a costa de negar la propiedad y por tanto la humanidad, pues si el anarquista se reduce a su propio cuerpo se entrega al salvajismo, y si se reduce a su propio espíritu pasa al limbo de los justos. Más que una simplificación el anarquismo es una amputación. El mundo lleno anarquista, libre de envidia y de codicia, solo accesible a los cuerpos puros o a los espíritus limpios, debe decidir para llegar a ser a cuál de los dos servirá e iniciar la transformación del humano que será la revolución del mundo. Esto es la lucha de la bestia con el santo y el Apocalipsis. Al fin, el anarquista persigue eternidad mediante la destrucción máxima, la completa transformación del humano y del mundo, lo que no es sino la consumación definitiva del ciclo: el Superciclo del Hombre Nuevo.

Sigamos andando, pues, por la senda recta que es Cristo y con Él como nuestro Guía y Salvador, apartémonos en nuestro corazón y nuestra mente de los irreales y fútiles ciclos de los impíos.

El antípoda del anarquista -el liberal-, admite (por supuesto) la propiedad, pero como su antípoda anarquista también encuentra espíritu en sí mismo y, rechazando establecer una jerarquía a priori entre ambos proclama la libertad de cuerpo y espíritu, confiando en el juicio del mercado; pues, siendo la virtud superior al vicio, la riqueza superior a la pobreza y el buen gusto superior al malo, lo mejor –confía el liberal- acabará por imponerse. Sin embargo, sin una jerarquía previa, primera, el único criterio del mercado es el del número mayor frente al menor. Sin un gusto definido, sin un prejuicio establecido, el precio es el único criterio, y puesto que el único modo de bajar el precio es aumentar el número, el mercado estará cada vez más sobresaturado y será cada vez más estrecho, se minimizarán los productos para aumentar su número y el derroche llevará a la crisis y aún al ciclo.

Los monopolios anarquista y liberal quieren ser la tautología y la utopía económicas, pero ni uno ni otro escapan finalmente a la crisis y aún al ciclo. La lógica ultraliberal de la libertad de la propiedad sin barreras acaba en la destrucción de toda propiedad pues atenta contra su propia naturaleza, la violencia que encierra y encarna la cosa. La lógica liberal destruye la familia, el estado, la ley, la religión, la clase y toda diferencia por aumentar una ilusión de productividad que es sólo mayor producción. Un cáncer económico. Y así encuentra la lógica liberal al gusto anarquista.

Los anarquistas tomaron el toro de la propiedad por los cuernos y los liberales lo tomaron por el rabo, pero, como se suele decir, unos y otros salieron corneados. Y esta es la suerte corrida por cualquier otro moralista que haya saltado al ciclo económico con una cierta vergüenza, y esto no lo digo yo para ser equitativo, -ni mucho menos- que no es mi justicia la de café-para-todos, sino porque siendo equitativo reconozco que ninguno ha sido hasta ahora de la altura de anarquistas o liberales, que abordaron con sincero valor y arte el sentido de la propiedad. Del resto, todos fracasan por poco, por su escaso amor o su menguado sentido de la propiedad, y por ahí andan muy escarmentados.

Escarmentado sale el liberal que, advirtiendo la inevitable contradicción y el caos, se hace materialista para salvar los restos: afirma la inalienable humanidad de la propiedad y -a falta de otro lugar- coloca en ella el propio ser humano, si no en su totalidad sí al menos su mundanidad. La propiedad se vuelve así la carta de naturaleza humana en el mundo y el mercado la expresión de toda justicia. Resuelto a no dejarse embrollar por los misterios del espíritu y del deseo, el materialista decreta el inmediato reparto de mercancías: el cielo para quien lo reza. Es la salvación por los hechos frente la salvación por la gracia, el comunismo como contrarreforma. La burla del comunista es que, sin la gracia, el rezo es monótona salmodia que aburre, la actividad una sinrazón, el trabajo una pobreza.

Como un materialista de laboratorio, el monetarista mengua la propiedad al dinero y uno ya no sabe si tanta mengua es miedo a romperlo todo o delata a un anarquista falto de valor. En cualquier caso, el monetarismo es una tradición ritual que pretende mover el universo con la palanca filosofal del oro. Para el monetarista toda justicia y todo equilibrio dependen de la buena ley de la pesada y por eso sólo tasa con oro: ‘un kilo hierro pesa igual que un kilo de paja si y solo si hierro y paja pesan un kilo de oro’. Pero el monetarista casi nunca tiene bastante oro para sus pesadas y para conseguirlo a menudo venderá todo el hierro y la paja. Como todo ritualista, el monetarista es un gran propenso a todo tipo de magias, alquimias, cábalas y hasta hábiles prestidigitaciones de las que es -al tiempo- paciente y agente. Con sofisticada numerología o con chapucero birlibirloque, el arte del ritualista es encantar y embaucar a las masas con sus trucos, como el de equilibrar al elefante de paja con el ratón de hierro. Si el público queda contento del espectáculo soltará su propio oro y así la magia del monetarista efectivamente será. De cualquier modo, el truco no aguanta un chaparrón y mucho menos el ciclo, y su inanidez es tal que no lleva en sí mismo mayor daño que aquello en lo que finalmente resulta el monetarismo: la desconfianza del oro nuevo y el amor de la vieja moneda. Hacia ella tendrá siempre amañado el fiel de su balanza el monetarista y con ella defendera la tradición ajena y su propio bolsillo.

El fetichismo de la moneda se transforma en idolatría económica al idear su propia teogonía mercantil, que hace del dinero el fruto milagroso de un productivo y virginal mercadeo. Quiere hacer creer el mercantilista que el dinero alumbra en el mercado sin las violencias que le son propias, y aún pretende negar la creadora violencia del trato con que lo engendró. Pero todo eso es más que vana y pueril superchería, otra vez juegos de artificio. El dinero se hace público en el mercado como prueba del contrato, pero no es en el mercado donde se engendra, sino en la fértil abundancia que guarda el Templo. No se crea el dinero de modo distinto a cualquier otra riqueza y no está su interés en su origen milagroso, sino en su absoluto no-ser, en su máxima inutilidad, superlativa como un pañuelo de ocho puntas y en su perfecta instrumentalidad, su versatilidad para empuñar cualquier negocio, incluso a sí mismo como negocio. Pero el mercantilista prefiere olvidar que él trabajó su ídolo y lo adora ahora como a su dios: ‘pongo mi fe en ti, chisme’ le dice. El mercantilista es un coleccionista, y toda su preocupación es sumar reliquias, amontonar divinidad. El tamaño del tesoro, la profundidad de la bodega, la altura de la alacena, son las disquisiciones del mercantilista, pero ya se sabe de viejo que

Quien amontona a expensas de sí mismo, para otros amontona,

con sus bienes se regalarán otros.

Y aquí me viene a la memoria –del Libro de los sucesos- el buen rey de la Paz Protector, rey sargento, avaro y diligente y de su también diligente pero disoluto hijo pródigo, el rebelde Segundo rey de la Paz, de nuevo prudente como su padre tras siete años de vacas exhaustas. De estas y otras lecciones económicas sé yo que el coleccionismo es un despilfarro simulado, un oculto temor de la miseria pasada, un mínimo propósito y una economía práctica que aspira a la vitrina llena, clasificada y ordenada, al registro y la momificación de la riqueza. El monetarismo mercantil es una economía pétrea, inmóvil, de una perpetuidad mortal que hace de la casa del tesoro museo, de la herencia obligación y de la riqueza lastre. Esta es la aporía de la acumulación mercantilista, su fracaso como antídoto de la crisis y del ciclo: la inutilidad de lo extraído del mercado, la inconvertibilidad de la vieja moneda, las cargas del patrimonio, la desvalorización de las fortunas, la ruina de los viejos palacios. Para la trastería inservible no hay solución económica, tan sólo cabe la disolución, la orgía del gasto, el consumo frenético, el potlatch, la destrucción programada, la guerra como renovación. De un modo u otro la crisis y el ciclo.

- Cada ideario económico larva su propia crisis y siempre se revuelve contra sus principios.

- Entonces, ¿es que no hay solución para los mercados?

- No.

De la economía ideal resulta fácil para un teórico sin escrúpulos como yo mostrar la paradoja como un limpio conejo surgiendo de un sombrero nuevo, pero al repasar las lecciones de los mercaderes, las crónicas de la economía real –las peripecias de Simbad -, resulta que la paradoja es un perro muerto, los despojos de las tumbas, el demonio de un jarrón, un absurdo periplo de isla en isla y de mar en mar.

¡Cuántos miserables disfrutan sin descanso

del bienestar en la sombra y en la umbría!

Me levanto completamente fatigado: ¡cuán

maravillosa es mi vida, y cuán pesada mi carga!

La paradoja en la economía de las islas son los montones de cadáveres que se acumulan en las playas, las propias playas: arenas de coral, perlas, ambar gris, pájaros extintos y el saqueo de los pueblos. Tras la tormenta, el caurí amontonado es resto podrido de gusano y el brillante anillo sucia argolla de la vaca muerta, tras la crisis la herrumbre empaña el bronce y reluce la estafa en las cuentas. En el mercado, cada ganancia es una injusticia oculta por el brillo del goce, velada tras el disfrute del beneficio; todo pacto es una exclusión, toda justicia una condena, todo desagravio una pena. El mercado aparta de sí la vergüenza del indígena, encierra la alienación del esclavo en su celda y arroja al desarrapado al arrabal, porque en ellos está escrita su violencia. Ley de vagos y maleantes. Y de esta violencia vista-no-vista como del invisible traje del rey, se burla el jefe negro con su mano izquierda mientras le sirve con su mano derecha.

¿Qué nuevo castigo hay hoy en Portugal para el que pone los pies en el suelo?

Kin-Sai, la Ciudad del Cielo, donde todos los ciudadanos -benévolos, afables y honestos- se regalan con carne, son vestidos de sedas, y celebran cien fiestas cada día, Kin-Sai, la Ciudad del Cielo, donde el Imperio del Centro alcanza la máxima justicia y opulencia, Kin-Sai, la Ciudad del Cielo, despensa de la máxima violencia. Y porque lo sabe, el divino emperador reparte su gobierno entre nueve virreyes, para que ninguno tenga en su mano tentación de tanta potencia.

El mundo lleno -mercado único de violencia máxima- es un arsenal repleto para la decadencia, y aunque muchos son los que ven esto, incrédulos prefieren decir que es un efecto, un artefacto de su visión, un defecto...

...consecuencia de un doble filo de las explicaciones económicas

Pero no es el doble filo de la espada lo que paga al herrero, sino la reja del arado y la herradura del caballo, o lo que es lo mismo: no hay espada sin cosecha que cultivar como no hay arco sin ganado que cazar; y también: al guerrero lo hace el jefe y al soldado el escudo, que es su disciplina de permanecer, su carga y su santuario, hogar tabuado al extraño. ¿O no diseñó Georges Eugène los Campos Elíseos para ver desfilar a los alemanes por París? Divertido el doble filo. O sarcástico. Como la doble lectura de Polpot en su école: artesanos improductivos, parásitos industriales y campos abonados con sangre de zánganos burgueses; el sistema agrícola de economía política hasta sus últimas consecuencias. ¿Un problema de interpretación? Traductor-tractor.

El doble filo del mundo lleno es la plenitud de riquezas, ideas, herramientas, y es la saturación que detiene el progreso del discurso, de la política, de los mercados, y es la melancolía que esto produce. Malamente puede el sentido de la propiedad entender la melancolía que a sí mismo causa en su máxima expresión, pero esto es algo que debemos creer –pues así está documentado- y sólo advierto que este desconocimiento alimenta aquella melancolía, y todavía más su conocimiento.

El doble filo del mundo lleno es el apaño contable de convertir las ganancias de productores en ganancias de consumidores, -un juego económico de explícita equidad-, pues tal inversión es un desequilibrio, una falta o un derroche; decadencia al fin. Convertir la ganancia de uno en la del otro sin modificar el universo es esperar que el oro desaparecido en un naufragio reaparezca en la mina, cosa ésta absurda al sentido común, pero tan irreal de hecho como cierta en el mercado.

El doble filo del mundo lleno es el triunfo del sentido común, al fin el más común de los sentidos. Este es el momento a partir del cual los malos juicios enriquecen a las personas y arruinan a la generalidad de ellas.

El doble filo del mundo lleno es la decadencia de la propiedad, la disminución de la riqueza y la destrucción de la abundancia, una catástrofe de desmemoria, un trauma del que muchos hacen juicio final al mundo lleno y condena de su política, su propiedad y su riqueza, queriendo olvidar que esa política, esa propiedad y esa riqueza tuvieron su razón en el progreso del mundo.

Los jueces del mundo lleno se admiran del derroche agotador, de la traca perpetua y la frivolidad del carnaval veneciano, y sentencian esta perversión de la prudente actividad mercantil culpable de la decadencia, cuando el carnaval no es el criminal ni el móvil, ni siquiera el instrumento de la decadencia sino la decadencia en sí. Condenan estos jueces la decadencia como condenan el mal, como si no fuera cosa de este mundo, y por eso confunden el tocino con la velocidad.

Quienes maldicen los fastos de la decadencia, sus excesos mercantiles, las mil fiestas de Atenas, a menudo pretenden reconducir la disipación sin sentido reuniendo toda esa violencia liberada sobre un objeto: su objetivo. Quieren estos alejar de sí la destrucción, disfrazarla de victoria, convertirla en Imperio, pero sólo conseguirán convertir lo que es un sostenido susurro de violencia en un fragor.

A menudo ocurre también que al ver la indiferente disipación del festivo, el retrógrado predica empeño ante la adversidad y exalta los ejemplos antiguos -el sino del héroe- y puede que entonces no le falten partidarios, pero tampoco esto es solución, pues el héroe divino no es un ser de la economía segunda sino de la primera; creen los retrógrados que con desandar lo andado vuelven a la misma situación, como si el sol retrocediese con ellos, pero cuando el monte Laurión agota su plata ni Hércules podría atrapar una lechuza.

El tempo de la decadencia es pausado, agónico, y cuanto más dilatado más decadente resulta su experiencia. Y no es casualidad, pues el mercader es de sí moderado y prudente, y si negocia, regatea, discute, contemporiza, resiste y con todo esto se defiende, rechaza los riesgos del ludópata y pondera las pérdidas como antes los beneficios. El mercader no se entrega como el héroe, y no se dará a sí mismo en prenda de una continuidad que no le pertenezca, de modo que espera tiempos mejores y sigue –en cuanto le es posible- dedicado a sus negocios y festejos, perseverando en su débito como en su ingreso, todo en propio beneficio y provecho, esperando no sólo sobrevivir la crisis sino –como siempre- obtener el mayor rendimiento de su situación. Y siendo como es que en la crisis el negocio escasea y no rinde, resulta obvio que el provecho mayor está en el ocio, de modo que el buen mercader, que no gastó más de la cuenta en los buenos tiempos, tampoco ahora gastará menos. Y este gasto perseguido, calculado y casi obligado, un gasto que es una burla del deseo, un gasto cínico y agotador, amargo, es el gasto decadente. Pero el gasto decadente resulta aún más odioso por su insensible afrenta a la calamidad general. Odiosa para el común la música festiva y odiosos los bailes entre el estrépito de las propiedades arruinadas. Insulto para el común los banquetes e insulto los fastos entre los clientes empobrecidos. Ahora la fiesta es perversión, la lógica se tuerce y la moralidad ya no convence.

La utilización de la miseria nacional en beneficio de intereses privados no significa que el capitalismo degenere; más bien es el resultado lógico de la concepción básica del capitalismo y un terreno propicio para la aplicación del ingenio capitalista.

La crisis es terreno propicio, tierra labrada.

La atracción que el ciclo ejerce sobre el melancólico es su vértigo al vacío, y algo de este terror hipnótico permanece en la crisis, pero ahora no es el diluvio, tan sólo el invierno. El mercader sobrevive a la crisis, y al mirar atrás se encuentra reafirmado en el mundo, lo que le justifica y le anima a un nuevo ciclo de progreso –y decadencia-. De este modo el mercado revisa sus pesas y medidas a través de la renovación del gusto. Es la moda, el valor que se gasta, el nuevo canon.

26

No pueden cometer traición, ni ser ilegalizadas, ni excomulgadas, porque no tienen alma.

Las compañías no tienen cuerpo que castigar, ni alma que condenar y por tanto hacen lo que les place.

Está escrito que la empresa, institución ejemplar de la economía segunda, es una persona jurídica, y como advierten sus críticos -mejor que sus víctimas- esto no significa otra cosa que sin alma. Y ocurre que siendo una obra humana es juzgada subhumana, -lo que de algún modo es cierto– pero no como dicen muchos por ser insensible a la debilidad, ni por ser ajena a la moral -lo que es enteramente falso-, sino por su enajenamiento de la divinidad. El viejo ladrón podía jurar que la Norma era un ángel de misericordia que bajaba del cielo, -y aún le creeríamos si hubiese venido cabalgado al mismísimo ángel negro- pero todos sabemos que la Norma no se aplaca con las cosas sagradas, sino que se alimenta de números, respira contabilidad. La empresa -como la máquina- es sospechosa por ser, sobre todo, un artefacto contable, neutro al aliento divino, y el gobierno de las empresas -como las máquinas- es una teodicea, pero contar la Economía Segunda sin entrar en el número sería un atentado de suma cantidad, un grave fraude. Es pues el momento de repasar y rendir cuentas.

¿Acaso contó Adán los animales para apropiarse de ellos? Los nombró, pues la obra de Dios es incontable, no tiene número. Lo sabemos. ¿De dónde surge entonces esta numeralidad sin Dios y a qué se refiere? Dije ya que lo numerable es una distancia, una ausencia y un olvido, una amputación del significado por la violencia ugbabtu. Entre la cosa dominada y la cosa producida, entre la labor humana y el trabajo, entre el objeto/sujeto y la mercancía hay una violencia que es usurpación, disminución, afrenta. El menosprecio del asalariado es su humillación por mostrase productivo, inútil, justificable sólo por la riqueza a la que sirve. La esclava, el jornalero, el ugbabtu, no son humanos, son mercancía, tienen atributos humanos pero están muertos, han sido capturados en batalla o han sido liberados, deben ser alimentados, son dependientes, pertenecen a su dueño.

Yahvé hizo innumerable la descendencia de Israel, pero Moisés los sacó de Egipto y los hizo suyos, los contó, y por este pecado del empadronamiento les obligó a pagar rescate por su vida, los ató al siclo, y al diezmo y a la obediencia al Número. Así pues, pensad del número que resulta de una resta –y por eso es subhumano, como lo humano es inferior a lo divino-, aunque quizás resulta mejor pensar que brota de un tajo al ser, como la savia del árbol –látex- o la sangre del animal –plasma-, atributos del ser.

Tenemos el número surgiendo de la cosa que es el ser. El número surgiendo del árbol, como fruto; el número surgiendo del campo, como cosecha; el número surgiendo del dios, como bendición, y volviendo a él, como ofrenda; el número surgiendo del tiempo, que es la propia memoria. Surge el ferrado del campesino y del grano la arroba, la vara del rey, el pié del hombre, la hora del sol, la atmósfera del aire y el centro del mundo del propio hogar.

Fruto, bendición, ferrado, vara, centro... se extrañan estos números sin cifrar, todavía inteligibles, en camino de su abstracción. Pi, áureo, e, son números cargados, uno, cero, siete, números significativos, significados. Dieciséis años; un millón de vacas; ocho mil ochocientos metros sobre el mar.

334 ¿.? fútbol

Un número cifrado es un número deslocalizado, perdido de su función, cerrado al sentimiento (en la propiedad es inapropiado); descifrarlo es atarlo a la realidad, reconocerlo, sentir el significado al que sirve (prenderlo, apoderarse de él). Muchos quieren penetrar en el número cifrado y sentir su abstracción sin la atadura de la medida y lo medido, lo que es como desvestir al rey desnudo y comprobar que hay vestido, pero no hay rey.

El número es atributo del ser y es disminución del ser, y se clarifica con la disminución y alcanza su máxima presencia en la máxima ausencia del ser; entonces el número es neto, acabado, perfecto: es cifra y es nada -del ser-. Cuanto más significado, cuanta mayor precisión, menos número y más ser: cuatro... gatos. Un ser atribuido es un sujeto u objeto predicado en su razón o en su causa o en su consecuencia o en su intención o en su contingencia, es en fin lo que le limita, lo que le inutiliza y lo vuelve asible, manejable, lo que le circunstancia. Así Yahvé es el que es, ser sin circunstancias, sin límites ni ataduras. Y es nombre su ser. Y es hombre y nombre su hijo, sacrificio de su padre, Jesús, Cristo, Mesías, Redentor, Nazareno, Cordero Pascual, hijo del Padre y de una madre, uno más entre, nacido para, muerto por, lleno de atributos, humano, divino, pescador de almas, salvador, rey de reyes, santo, maestro, parido, asesinado y resucitado.

-Esclavo, ¿cómo es tu nombre?

-Pedro fue cuando era mío,

y ahora que tuyo soy

seré el nombre que quieras.

Otra vez: el número es atributo y en su disminución del ser no hay sustraendo ni sobras, sólo la propia rebaba, minuendo y resto del ser. El número es amputación del ser, y hasta el más duro de mollera entenderá esta fina cirugía tras cortar su pierna derecha y comprobar que ya no es pierna y humano, sino cojo, o tras cortar su prepucio y no ser ya hombre, sino otro entre los elegidos, o tras rapar su cabello y ser el último de los llamados; y si os amáis demasiado tal cual sois y no queréis ser uno más ni menos de lo que ya sois, talad el árbol, o la rama, y ya no habrá árbol ni rama, sólo leño, número, producto. Y así es la abstracción numérica, el prodigioso logro económico segundo. El rey David liberado de su mármol.

El mundo abstracto de los números es un mundo irreal, de no-seres, falso -o mejor, falto-. Y de este mundo espectral extrae el matemático sus inutilísimos engendros y así se diferencia del contable, quien esconde la inutilidad del número con la usabilidad de la cosa contada. Y si por su amor al monstruo o por cualquier otro interés, se empeña el filósofo en hacer mundano lo inhumano, entonces invierte su especulación y la hace operación, y de este modo inventa la suma, pues sumar es rehacer lo deshecho, reunir cojo y pierna, hombre y prepucio, madera y tronco, cuerpo y alma. Y esta inteligencia –muy posterior al número- de la suma primera -la aritmética-, es la invención y artificio de la verdad: rey desnudo, nombre sin atributos, arquetipo, fundamento y esencia; verdad es cuerpo para el espectro, alma para el zombi, identidad para el ciudadano, trabajo para el parado, reconocimiento para el número; ésta es la verdad que quiere ser pan.

El número es el ser disminuido a su atributo; la verdad es la extensión del número al ser, la nominalización del adjetivo, la resurrección de la carne.

No es pensable que nadie hambriento quiera un número antes que una manzana, pero al moralista le suena virtuoso preferir la verdad al oro. Vivimos en gran confusión. Números y verdades son el mundo ideal y ya dijo aquél que salió de la caverna que quien vuelve de la luz para discernir entre las sombras se arriesga a ser muerto por los trogloditas. La verdad es virtuosa y peligrosa, loable y nefasta, resplandeciente en su virtud y cegadora de su impiedad, y por eso nosotros –casi siempre superficiales- necesitamos recuperar la naturalidad del troglodita, la sensibilidad del ciego para advertir su amenaza, su insolencia, su perfidia.

El rey ha muerto, viva el rey.

-¡Traición!-

¿Todavía no lo veis? La especulación transforma la cosa en atributo y la operación la restituye... en un trasunto del ser.

Una rosa es una rosa es una rosa.

¿Qué sabe el colibrí de aeronáutica? Sabe volar. ¿Qué sabe el jilguero de música? Sabe cantar. ¿Qué sabe el poeta de métrica? Sabe rimar. ¿Y qué sabemos nosotros de la verdad de una rosa?, ¿acaso sabemos ser una rosa? No. Por el contrario sabemos de su ausencia, sabemos no-ser una rosa, somos la mentira de la rosa y ésta es nuestra verdad de la rosa.

p es verdadero si, y solamente si p.

2 es no-verdadero, no y solamente no 2.

La paradoja: el ser que siendo no-es y no siendo es; el ser que no es –verdad- y el no-ser que es –mentira-; la mentira que es y la verdad que no es. Una y otra, verdad y mentira, como restauración del ser y como pretensión del no-ser; ambas, verdad y mentira, formas debilitadas de la existencia y de la inexistencia.

Este cambalache ontológico es el espejo que invierte los sentidos y en él la balanza con la que el economista segundo practica su equilibrio aparece igual, pero no. El matemático y el moralista pueden vivir a un lado del espejo, puros de números e ideaciones, pero el príncipe no puede ignorar las falsas apariencias si ha de ser realista. El príncipe amoral ordena verdades y mentiras y con ellas manipula la propiedad primera y segunda, él altera la verdad de la demanda con la mentira de la oferta, paga sus favores con el debe –mentira del haber-, hace de la abundancia riqueza y, de nuevo, utilidad de lo inútil, del trigo dinero y del dinero poder; él idea y anota, dilapida y reparte, anima la especulación o la operación y todo esto lo lleva a cabo por equilibrar la propiedad primera -propiedad natural- con la riqueza –propiedad artificial- y burlar la paradoja inevitable, destructiva, crítica, cíclica.

La propiedad primera son los seres del mundo natural: es el padre ante el hijo, el hijo al dios, el dios sobre el hombre, el hombre con la mujer, la mujer del jaguar, el jaguar en la roca, la roca entre el agua, el agua por el fuego y el fuego para el padre. El gobierno de la propiedad primera es la intervención en beneficio y perjuicio del padre, del hijo, del dios, del hombre, de la mujer, del jaguar, de la roca, del agua y del fuego; la conquista y el mantenimiento del propio mundo. El gobierno de la economía segunda no es ya en los seres sino que opera sobre sus atributos, bajo la autoridad del padre, para herencia de los hijos, desde la santidad del dios, en el trabajo del hombre, al sexo de la mujer, contra la amenaza del jaguar, con la dureza de la roca, por la fertilidad del agua, según el juicio del fuego, y son estos atributos los que el mercader y el político manejan y trafican: el trabajo del hombre contra la amenaza del jaguar, el sexo de la mujer para herencia de los hijos, la santidad del dios por la fertilidad del agua, la autoridad del padre con la dureza de la roca, el juicio del fuego según el juicio del fuego. Aparecen en esta economía segunda las causas y los fines –los efectos- que son la cosa especulada y operada, y la buena lógica que es la buena sintaxis, la operación que restituye la realidad especulada y procura la conquista y el mantenimiento del mundo. Frente al inmanente saber del mundo que es la economía primera –sabiduría aprehendida- esta economía segunda es un entendimiento ideológico y numérico -inteligencia aprendida- que gobierna la fertilidad del agua con la herencia del hijo o la dureza de la roca con el trabajo del hombre. Esta inteligencia instrumental es la racionalidad del mercado, y con ella surgen la mentira y el espejismo económicos, la falsa y mala lógicas, las especulaciones que profanan lo sagrado y las operaciones que no restituyen el mundo real, perversiones del deseo y acciones contra natura. Pecado y delito. Abominación.

Teme, hijo mío, a Dios y al rey,

no te relaciones con los innovadores.

El espanto y la extrañeza del mundo son ya conocimiento pues descubren el mundo en lo que no es, son la carencia imprescindible a la expansión del propio mundo. El espanto se duele ante el vacío del ser, y la cicatriz de esta herida es la nueva sabiduría del mundo, el nuevo mundo. Pero el mercado, en su afán por resolver, engaña el espanto en asombro al multiplicar atribuciones más allá de la experiencia y de la necesidad, atribuciones recargadas, oropeles. Es este asombro una extrañeza disminuida y mecánica, cansina por implícita y repetida, pero muy efectiva, o mejor, efectista, barroca, rococó. La claudicación ante este insistente asombro enloquece a los débiles y trastorna a los fuertes es el primer espejismo económico.

Uno.- La idolatría de la ciencia como religión.

La filosofía es la especulación de la religión, y la ciencia la operación de la filosofía. Querer ser religión la ciencia es una vanidad de ser, un orgullo por encima de las propias fuerzas, una debilidad. Una ciencia económica que no se conforma con ser verdadera representación de lo real y quiere ella misma ser la realidad es la impiedad máxima de los amigos de novedades.

La idolatría de la ciencia es una malversación, un error hecho trampa, un olvido del mundo por una idea del mundo. La ciencia económica es la astucia del hombre para evitar el ciclo y la muerte, pero la vanidad de esta astucia -el delito de Odiseo- es impiedad con los dioses y su castigo es la pérdida, -la confusión-.

La confusión de la ciencia con el mundo es la técnica, que es su realización, la carnalización del verbo, la incorporación del número a lo real. Transubstanciación. Hay un gran periplo económico en la hazaña técnica: una nueva riqueza y la transformación del mundo, y por este reclamo tantos arribistas –y no pocos príncipes- siguen y persiguen la alquimia de la piedra filosofal. Estos arbitristas quieren, y cuanto más quieren menos distinguen el mundo de su ilusión; cuentan como lecheras y si oyen ciencia ya ven la técnica; ensueñan y conmocionados por su fiebre buscan contagiar y transmitir su ilusión; declaman, actúan, sobreactúan.

¡Milagro!

La técnica es el espectáculo de la ciencia. No vemos –porque está oculta- la ciencia operar en el cenobio, en la celda, entre iniciados, secreta; vemos la técnica porque relumbra y atruena en la pista, en la feria, en el estrado, en el coso, allí donde se reúna el público, ante el mundo. El espectáculo de la técnica confunde en tal modo que si unos la creen solución, otros la ven error, cuando no es ni una cosa ni la otra -ni mucho menos problema-, sino sólo expresión, expresión del mundo confuso de ciencia. Tal es la revolución y el desconcierto de la economía con el propio mundo, de la medicina con la salud, de la comunicación con el entendimiento, del mando con el gobierno, de la estrategia con la guerra, de la cultura con la vida. Y como resulta fácil y difícil de ver, siendo confusión, es mentira y es verdad, es real y es ideal, es propicia y es lesiva. Cuando la técnica se plantea problema, favorable o desfavorable, beneficiosa o perjudicial, buena y mala, es que ya es inextricablemente mundo, abundancia y riqueza.

La idolatría de la ciencia como religión no es una verdadera solución de la paradoja de la economía segunda pues no elimina la paradoja y tampoco la incertidumbre, pero al confundir la técnica con el mundo confunde también la incertidumbre, escondiéndola tras la propia confusión. Sólo cuando la técnica-mundo de nuevo se especula como problema se revela la paradoja, pero entonces basta plantear una nueva confusión. Esta idolatría puede no ser más que un sofisticado animismo, una inteligencia pueril y mágica, pero confunde la turbación del ciclo económico con la turbación del mundo. Y esto es capital.

El comercio es una alquimia asombrante: maíz por pescado, lacados por cabezas, atmósferas por horas, fuerza por simiente, milímetros por segundo. Mercader o científico exploran nuevos tráficos en busca de maravillas y rarezas, desequilibrios de los que adquirir añadidos beneficios. Y cuando los tráficos se ensanchan y los asombros se vuelven predecibles, mercaderes o científicos experimentan la mengua del espanto del mundo que es la consistencia económica: los desequilibrios se compensan, los pesos y medidas se estabilizan, el entendimiento económico se generaliza, y los productos del mundo adquieren un precio razonable. Es ésta una sensación de falsa robustez, de seguridad -artificial por circunstancial y circunstancial por artificial- y por ello redundante y así exagerada. La adicción a esta euforia cósmica cuya histeria enloquece a los débiles y trastorna a los fuertes es el segundo espejismo económico.

Dos. - El espejismo del todo y el átomo.

En el mundo lleno el economista siente la plenitud a la que estaba …naturalmente destinado, todas sus previsiones son cumplidas, todos los tráficos son beneficiosos, todas las operaciones son correctas, el mundo es consistente, la ciencia es consistente y el número es consistente; el entendimiento se colma y el mundo se detiene.

La luz vino del cielo como una riada y todo se vió claro

El mundo lleno es un tráfico resuelto, una congruencia universal, la solución cósmica expresada amorosamente en la euforia ¡eureka! y operativamente por la ecuación ¡amén! que iguala, establece equivalencias y predispone equilibrios. La ecuación encierra y totaliza el entendimiento en una -única- relación, una –perfecta- máquina que todolocalcula y todolosabe, un demonio divino. Totalidad y mónada se funden en la ecuación y quedan absolutamente resueltas al despejar a cero; universo del átomo indivisible, geometría según el punto intangible, eternidad al instante.

todo se vio claro

Y esto es lo que hace la ecuación: ver claro universo y mónada, ya una misma cosa, unidos, fundidos; y este es el criterio de la ecuación: la reunión, el camino más corto, la línea recta, el buen discurso. Es la estrategia de la afilada navaja. Cuanto más, menos.

Cierto, sin falsedad, verdadero y certísimo:

lo que está de abajo es como lo que está arriba,

y lo que está arriba es como lo que está abajo,

para realizar el milagro de la Cosa Única.

El economista –como el mercader, como Odiseo- anhela la ecuación más simple –la ruta directa-, la máquina más sencilla para fundir la mónada con el universo, para alcanzar mayor claridad. Mercader y economista quieren resultados y despejan sus senderos, pero esto es desentenderse del mundo, tortuoso como los renglones de Dios, los tortuosos renglones. La ecuación quiere ser perfecta, y lo es: es perfecta expresión de la paradoja creadora, y como tal carece de solución para sí misma; es la paradoja de la nada que es ... el ser-no ser, es la paradoja de la mónada –que a sí misma se niega- convertida en el todo-unido, reunión de lo que ya no es para ser uno, -ser de la negación-. Cuanto más próximos universo y mónada, menos mundo recorrido; cuanto más mundo recorre, más se altera la mónada; cuanto más varía el átomo, más se contradice el mundo; cuanto más varía el mundo, más contingencia, menos ecuación, menor claridad, menor luz del cielo.

La revelación que es la ecuación colma el entendimiento y detiene el mundo, pero tal cosa es ilusión, espejismo, pues es evidente que la ecuación no es en el mundo, tan sólo en el entendimiento, que sí, se colma... y se detiene. El economista detiene su entendimiento en la ecuación económica y al momento adquiere una cuantía del mundo; a más entendimiento detenido más interés de la ecuación, y a más recorrido, más cuantía del mundo y más beneficio. En interés de este beneficio obtiene el economista superior su crédito.

27

La confusión de la técnica en el mundo lo engrandece, lo ensancha, y así aumenta el beneficio y al hacerlo estira la ecuación e incrementa su interés. El economista acrecienta el capital y su crédito. Esto aleja la crisis, pero también el mundo lleno y su feliz equilibrio. El economista se ha convertido en Creador. Ya no conquista, no sacrifica, no adquiere, no reparte, no mercadea, no celebra; el creador ensancha el mundo y confunde la crisis, confunde la decadencia y la mengua del mundo olvidándose de la alegría y el horror, de la felicidad y la melancolía que abandona.

Pero ya no atañen a la propiedad tercera los afectos que abandona en el mundo de la propiedad primera y segunda. La propiedad tercera crea nuevos mundos a su imagen y semejanza, y esto no lo hace sobre el vacío, como la propiedad primera, y puesto que no hay meta tampoco esa creación es un progreso, como en la propiedad segunda. La propiedad tercera hace crecer el mundo sobre si mismo y a su propia costa, renovándolo y conservándolo al tiempo, tal como la misma vida.

la nada

la nada es una

nada y uno son dos

nada y uno y dos son multitud.

Economía Tercera.

28

Ver un mundo en un grano de arena y un cielo en una flor silvestre. Tener el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora.

Cuando la mediocridad advierte con sorpresa y escándalo

…el efecto definitivo de la astronomía copernicana sobre el esquema de redención teológica…

es que su economía ha alcanzado un progreso considerable y los beneficios de la ecuación ya han sido repartidos –y puede que hasta consumidos-. Pero aunque el filósofo pueda anticipar la crisis que viene (tras el paradójico periplo de la cosmología agustiniana a la astronomía moderna), tampoco él podrá conocer los beneficios, las riquezas y abundancias hasta haber recorrido el camino en su totalidad. Ningún suceso sorprenderá a quien discurra con la ecuación ya resuelta -como un mapa del tesoro-, y aún al contrario, quizá desespere en sus prisas por los ansiados caudales (la mecánica celeste o la supervivencia del más apto), pero no se extrañará de ellos por mucho que le maravillen, pues estaba preparado. En el camino del beneficio todo es perseverancia, ingenio, prudencia, trabajo, inducción, deducción, pura mecánica, destino manifiesto.

y cómo se habían hecho dueños de las minas de plata y de oro que hay allí, conquistando todo aquel país a esfuerzos de su prudencia y perseverancia.

El interés, en cambio, es súbito e inmediato a la ecuación: hacer cosmología cristiana es hacer Cristo alfa y omega; ordenar el cosmos según la Escritura es legalizarlo; hacer evidente lo que ha de ser aprendido es sacramentar la ecuación; describir las leyes del orbe es limitar y gobernar el mundo según ellas; hacer dogma la ciencia es tiranizar la técnica.

En lo alto se encuentra el gran círculo, abajo la gran escuadra. Si eres capaz de aplicar este modelo, serás para todos padre y madre.

Así se entiende -desde el sentido de la propiedad- el interés constitucional de las cosmologías en las crisis fundacionales. Para el esquema de redención teológica ‘La Ciudad de Dios’ es una larga ecuación, un acabadísimo contrato cuajado de cláusulas, disposiciones, letra pequeña, estipulaciones cuyo interés -ser Cristo alfa y omega- queda emborronado por su rodeo por el mundo, su apropiación exahustiva de los detalles, de su principio a su fin, de su orto a su ocaso. El efecto definitivo de la astronomía copernicana fue la denuncia del contrato, con sus reprobaciones, sus contracensuras, su Reforma, su Contrarreforma hasta su total disolución, hasta la sustitución de Cristo por Ecce Homo.

El filósofo disecciona el mundo hasta el filo de su propio escarpelo, y ahí pone el átomo de su medida, mónada con la que el científico reconstruye el universo. Con estas guías, el mercader navega en la medida de sus propias fuerzas, en busca del mayor rendimiento. Esto lo hace el mercader por su propio beneficio y siguiendo su prudencia va llenando el mundo.

Es conocido que mucho tiempo antes de salir Colón hacia las Indias los fabuladores ya las habían llenado de maravillas, que Colón probó la redondez de la Tierra con un huevo ilusionista, que la expedición no zarpó hasta haberse acordado el reparto, y que, antes que nada de eso sucediera, ya Roma se había adueñado de las Islas del Mar Océano con una sólida base jurídica. En 1492, ya todas las medidas habían sido tomadas.

El político virtuoso gobernará el mundo vigilando la especulación del filósofo sobre la idea del gobierno, la operación del científico sobre las causas y efectos del poder y el alboroto de los mercaderes en el ánimo general. Para el economista virtuoso, guardián de las cosas del príncipe político, embrollarse en perseguir y contar beneficios antes que en conocer el sentido de la especulación y el interés de una ecuación es correr el riesgo de perderse en el mundo, de enredarse en empresas excesivas, disolutas o incluso decididamente contrarias de la propiedad principal, de modo que, antes de contar, el economista prudente establece su moral, los límites de su especulación, las causas primeras y los efectos indeseables, las directrices de su técnica:

Obra siempre de manera que la máxima de tu voluntad pueda al mismo tiempo valer siempre como principio de una legislación universal.

Con este mínimo común múltiplo o imperativo economicategórico, el economista virtuoso extiende la ecuación por el mundo cosechando beneficios, capitalizando en su interés. Pero este imperio de la ley universal recorre el mundo con aniquilador simplismo, tal como el Único Dios simplifica el Panteón:

Reunidos todos los dioses bajo un mismo techo, el cielo es Uno, y Apolodoro es su profeta.

Los que moraban en el Olimpo son una sola ceniza en la fosa común; habiendo sido la cúpula imagen y triunfo de la ley y el imperio, terminó en mausoleo. El monoteísmo es la especialización del trabajo sacro a un solo fin, a un interés fijo, un monocultivo teológico que acaba con la diversidad de cultos. Por amor a su virtud, el economista segundo es iconoclasta y sospechador de las profusiones místicas, rechazador de las bendiciones de santos y vírgenes, burlador de hierogamias y teogonías, animador del gobierno mundial, de la única moneda, del mercado central y de la lengua perfecta. Esta simplificación del mundo, esta moral de eliminar, esta economía de la purga -consustancial a la economía segunda- es la economía del agricultor que arranca las malas hierbas y limpia sus campos, la economía del ganadero que purifica sus estirpes (y por esto conocemos que la agricultura no se inició en la semilla sino en la siega, y que el corral no es para la gallina sino para el huevo, rescate de la gallina por su propia vida. Y ya puestos os recuerdo que la semilla no fue para el pan, sino para la amarga cerveza del Dios -en su jardín del Placer-).

El economista virtuoso cuidará la moral para disponer de una buena técnica, y cuidará que la técnica confusa del mundo no vicie su moral, que la ampliación de su virtud por el mundo no confunda su interés. El economista virtuoso extenderá su ecuación hasta el límite de sus fuerzas, o lo que es lo mismo, recortará el mundo en la medida de su propia virtud hasta tensar el equilibrio. Entonces es el mundo lleno y la sobrestimación de la propia virtud (o el desprecio del mundo), un quietismo en la verdad y un desentendimiento de la cosa nueva y cierta que es la técnica en el mundo. Esta crisis es en sus inicios no más que una templada melancolía del antípoda que ya no existe, del pagano redimido, del enemigo vencido, del vicio que la virtud libró; el vacío de un temor perdido. Respondiendo a este vacío con más virtud, el economista agria la melancolía y a sí mismo se deshace: es la decadencia. Y si todo esto ya está enunciado lo repito para resolver que [evitar la crisis] es para el economista ser superior a su virtud, cosa posible si la contraría sin abandonarla, de modo que ya no simplifique el mundo, sino que lo amplifique.

Libre se halla de mal,

porque lo padece.

Lo padece,

y por eso de mal está libre.

El economista que quiere ser superior no convierte el mundo a su virtud, no hace abundancia de su riqueza, las confunde; queda dueño de su virtud sin que su virtud se adueñe del mundo. De este modo, en la medida que disminuye el mundo por el ejercicio de su virtud, disminuye su virtud, y disminuye en la medida en que el mundo mengua, y en la medida que su virtud se añade al mundo, aumenta el mundo y con él su virtud. Malabar. Decae la decadencia y progresa el progreso del mundo. Equilibrar. La economía tercera es la virtud que a sí misma se ejerce, superior; la ecuación que a sí misma se razona, recursiva; la ley que a sí misma se juzga, casable; el interés que a sí mismo interesa, compuesto; la aritmética que a sí misma se suma, geométrica; la fuerza que a sí misma se alimenta, potencia.

Un suponer:

Sean dos reconocidas virtudes de la propiedad segunda: la ley del precio (p) como inverso del número (n)

n = 1/p

y la razón del número mayor (nj) sobre el menor (ni).

nj : ni = j/i

De una y otra sabemos que: a igual precio, más que menos; a igual cantidad, caro que barato. Son éstas las primeras lecciones de la política económica segunda, lógicas contundentes de la propiedad mercantil y fundamentos del comercio, pues el intercambio de propiedades distintas (a,b) en cantidades diferentes no requiere más preparativos que multiplicarlas por su propio precio

ani api = bnj bpj

y realizar el intercambio

ani/bnj = bpj/api = abXij = i/j

De este sencillo birlibirloque obtiene el economista la tasa de cambio -precio de una mercancía en otra y viceversa Xij-, y con la vista puesta en este mecanismo estima su posición en el mercado y proyecta sus tráficos. De a a b y vuelta de b a a guiado por la constante tasa de cambio hasta agotar el mercado.

a,bni,j = ani + bnj

Una trampa de simplicidad. De cantidades aparentes los precios son intangibles, unidades sin moneda, entelequias contables resultado de sumar peras y manzanas,

a,bpij = 1/api + 1/bpj = 1/i + 1/j = (j+i)/(i•j)

a,bpij = 1/(api + bpj) = 1/(i + j)

La corriente comercial, planeada recta y constante, se revuelve en turbulencias de números y precios ante las que el mercader debe posicionarse; es el suyo oficio de piloto, navegante de las caprichosas aguas y la mirada en las estrellas fijas. Para el estudioso economista segundo el cielo es el rumbo y la guía, toda moral, rectitud sobre las aguas mortales; pero el economista superior encuentra su interés imaginando el fluido juego de letras mercantiles, la trasposición del algoritmo en logaritmo, acuosa algebra.

(j+i)/(ij) = 1/(i + j); i2 + ij + j2 = 0

Y así descubriremos (de paso) un equilibrio económico tercero en el juego mercantil que es, en efecto, una divina proporción, un imaginario número áureo.

i2/ij + 1 + j2/ij = 0 ; i/j + j/i = - 1; i/j = (-i-j)/i

Pero viviendo el virtuoso mercader siempre a medias su soñar riquezas y vigilar propiedades, teme a la quimera como al peor ladrón, y para conjurar a ambos resuelve los tráficos de lo real a lo imaginario en el feliz invento del libro de balances, con sus complejos números, debe y haber, azul y rojo, representación desglosada de la propiedad cierta y la riqueza contada.

i: (a,b)

Y al hacer el balance general, el economista comprueba que todo se resume en ser lo dado igual a lo recibido. Quid pro quo. Lo comido por lo servido.

a = -b

Esta verdad del comercio -lo que se da por lo que se toma-, que es para el economista segundo principio (moral), como corolario reduce el intercambio a un juego de suma cero, el reparto del mercado. Y queda entonces descubierto el despropósito, la naturaleza inútil –el anillo Kula- del intercambio de riquezas. Más allá de la reunión de abundancias, del contrato de sangre y del pacto sagrado, el comercio resulta un juego vacío en el que toda ganancia es un perjuicio, una rifa de astucias. Cuando el contable advierte lo obvio, el mercader emplea todas sus triquiñuelas para justificar su propia ganancia; clama entonces el progreso mercantil, su trabajo como arriero, su labor como casamentero, sus escasas necesidades, todo menos mostrar el libro de cuentas que guarda el misterio de su sacerdocio:

¿De donde saca el mercader su dinero?

Lo inventa.

El economista segundo cuenta su riqueza para tener idea de su abundancia. El economista superior idea sus cuentas para disponer de riquezas y abundancias. El gran bazar, escaparate y espectáculo de las riquezas se transforma en bolsa, plaza de asientos y contaduría general. En el libro de caja un débito resta otro débito y cada haber es garantía de nuevos haberes; menos cinco más quince son menos veinte más treinta. En cada momento el financiero dispone su riqueza real e imaginada en módulo y dirección; momentos comerciales. Y de este modo la riqueza anotada en las páginas del balance se vuelve cantidad y movimiento, flujos monetarios, capital.

Y como ya estaba dicho, de la ecuación de este flujo deriva el mercader tercero su crédito.

El economista superior salva su crisis sin dejarla atrás, la desdramatiza.

La verdad es un error abandonado, al igual que la salud es una enfermedad superada.

Pero sólo una vida acabada es una certeza absoluta y olvidada. La verdad superada del economista superior es una riqueza relativizada, pero no destruida; desmintiendo la certeza absoluta se conjura la completa ruina. Desdramatizar es diversificar el absoluto moral, el juicio justo, el eterno uno y entregarse a la casuística, un politeísmo renovado ya no de los principios y los fines, de las necesidades y de las virtudes, sino de los medios y las vías. Esta falta de duras certezas es para el virtuoso político debilidad y corrupción de la verdad, pero el economista superior entiende cómo la propia verdad es debilidad del ser, enfermedad, y aún cómo la propia vida es la enfermedad de la materia.

La vida, realidad idealizada del economista segundo, origen y objeto de su tribulación económica, es para el economista superior la explicación más larga, es, de hecho, el alargamiento del discurso, y tal es su medio. Frente a los tesoros de virtud absoluta, soluciones incorruptibles al ciclo -el oro, el metal purificado al fuego, la pesada piedra-, la economía terecera economiza con su acaso: de lo brillante el destello, de lo duro el golpe, de lo eterno el instante, del vacío el roce, de la forma el gesto, de la materia la memoria y de la cosa el entendimiento.

En lo cierto el economista superior encuentra lo posible, en el uno lo probable, en la nada lo improbable, y en el todo, reunión de lo uno y la nada, de lo probable y lo improbable, tiene lo impensable que le devuelve de lo uno a lo otro. Así, ya nada es seguro, pero cualquier cosa podrá ser. La vida económica desmiente la firme virtud y la dura moral sin abandonarlas, reafirmándolas en lo inesperado.

El calor dura más en el pimiento que en el hierro candente.

El economista superior estima a la propiedad y sabrá reconocer el calor del pimiento. El economista que evalúa el calor económico por la temperatura económica tiene la virtud del simple, y hasta puede ser fiel copista, pero desconoce los significados; es insignificante. El economista superior advierte que el calor del pimiento está en sus esencias, como advierte que el valor del té no está en su precio ni su rareza –cosas que son un breve paseo por el mundo-, sino en la ceremonia, el refinado procedimiento, la sutileza o la hospitalidad que acompañan al rito y que guardan –mucho mejor que la fragua, o el horno- el interés económico.

Para el economista segundo la ecuación es oro, incorruptible, inmiscible, pura ya en su crianza y siempre igual a sí misma, garantía de supervivencia y aval de su virtuosa verdad económica.

Las leyes de las finanzas son tan conocidas y seguras en sus operaciones como las leyes de la física.

(Los Santos de la Iglesia son irrefutables y están por encima de toda duda, tan indivisibles como los números primos.)

Pero para el economista superior el oro nada guarda más que a sí mismo, su pureza es esterilidad. Sin ser anumérico, el economista superior reconoce la mentira del oro. Y porque es numérico, conoce su instrumentabilidad, su maleabilidad, su divisibilidad en cualquiera porción manteniendo su naturaleza, y porque es superior, antes de someter el mundo o a sí mismo a una nueva violencia ugbabtu, hará violencia al número y a la ecuación. En vez de someter el mundo a la ley –verdad del oro-, de purgar el mundo, dividirá el número, someterá la ley. Así, el economista superior no abandona el número, se sobrepone a la ley.

El economista segundo quiere dar solución a los problemas. Con su quisquillosa filosofía plantea las cuestiones de su religión y con su soberbia ciencia las resuelve. Sirve a la causa y sirve al fin, y mediatiza su moral. El economista segundo ama la solución y ama el problema, pero todavía le duele su verdad moral y prefiere, -ya está recordado aquí y es de conocimiento público-, casar problema y solución, intimarlos hasta hacerlos un solo ser, afilar la navaja, todo para mentir menos. Pero haciendo está eliminando intermediarios, ¡está destruyendo el comercio!

El economista superior no se duele de su herida moral (entre problema y solución). Entre solución y problema no purga, no cura extirpando como el cirujano, no cauteriza con una estricta metodología, no limpia la fractura para encajar problema y solución pues si opera no es para simplificar, sino para complicar. El economista superior se enreda en las verdades que son y las mentiras que no, plantea soluciones e indaga problemas, especula nuevas técnicas, y de este modo hace de los medios nuevos fines y nuevos problemas, extendiéndose como la enfermedad. El economista superior regenera la herida.

El economista superior no resuelve el problema del vino que se agria, anota vinagre; no resuelve el problema de la manzana que madura, anota compota; y anota galleta del trigo: y anota capital de la moneda que gasta y crédito de la le falta. El economista segundo contabiliza el capital con la ecuación que le lleva de una cosa a otra y de su primera derivada obtiene su crédito, pero el economista superior interviene la ecuación a su propio interés.

Transmito y no invento, dice Confucio (porque lo suyo es la transfiguración).

29

Capital y crédito son la primera creación de la ciencia económica en el mundo. Especulada la abundancia y de nuevo operada, contabilizada más allá de la riqueza que le es propia, la técnica económica nos ofrece un ingente capital, y el entendimiento de esa abundancia en el mundo es su crédito.

Al público, el capital se le presenta como un debe y un haber; pim, pam, dicho y hecho. Pero en el mercado, los agiotistas discuten qué debe de haber.

¿Si los reyes magos son los padres, es que los reyes magos existen? En ese caso existen, pero son mentira, pues si quieres la verdad, entonces ya no existen. Cada 5 de enero, un suceso económico tercero.

El economista segundo vislumbra el capital y el crédito confundidos en el mundo y cree en verdad que son, pero su ser le esquiva, pues ambos pertenecen a la verdad que no es. Para arreglarlo, hace depender el crédito de la confianza del público y hace del capital una cuestión de fidelidad a la cuenta, y de todo esto hace a capricho, como un niño.

Pero ni el crédito es un capricho de la confianza, ni el capital es cuestión de la fe pública; más bien al revés, pues primero se agota el crédito que la euforia, y ya entonces mengua la fe a esperanza –y por fin queda a expensas de la caridad- tras esfumarse los sólidos caudales. ¿cómo pudo ser? El economista superior sabe que en el mercado, capital y el crédito tan sólo cambian de signo, fluidos en su verdadero ser-no ser mentira.

30

El crédito es para la tradición una perversión de la riqueza, un trato incestuoso, un exceso de generado; es vicio y amenaza de la salud económica, una endogamia del dinero. Es esta naturaleza reproductiva la que contamina de usura el préstamo con interés a la familia y a la casta.

Si prestas dinero a uno de mi pueblo, al pobre que habita contigo, no serás con él usurero; no le exigiréis interés.

El préstamo con interés amenaza de promiscuidad contable la hermandad religiosa, familiar, aristocrática o nacional, amenaza de violencia ugbabtu los vínculos sagrados de la propiedad primera, por eso su pecado se venaliza con la lejanía, con el extraño, con el otro.

Si prestas dinero a uno de mi pueblo, al pobre que habita contigo, no serás con él usurero; no le exigiréis interés.

Por ser pecado para la propiedad primera el crédito es sospecha para la segunda. Y la violencia profanadora del crédito no sólo afrenta al conservador, que también el progresista teme la desmedida contable del crédito hacia el vertiginoso infinito, la locura del idealista embarcado a utopía, el baile de los millones, la idiota ensoñación de la lechera.

El 'ataque de números' es el nombre inventado por médicos alemanes para desinar una enfermedad muy corriente por las fantásticas cifras de la moneda actual. Se dan casos de 'ataques' entre hombres y mujeres de todas clases que no han podido resistir el esfuerzo de contar en billones.

Poniendo causa al infinito, atándolo a una virtud originaria, el conservador presta sustento al progresista.

La arena de los mares, la gotas de lluvia,

los días de la eternidad, ¿quién los puede contar?

Los que teméis al Señor, confiaos a él,

y no os faltará la recompensa.

El economista segundo liga el crédito a la realidad en un acto de fe, y de la tasación de esta fe -virtud Teologal- hace el capital. De este modo, el capital es el límite económico cuando el crédito tiende a cero, la virtud económica contante y sonante, la valoración de la propia razón, de la ley y de la moral.

Los que no se consideran satisfechos por la precisión de este instrumento tendrán que encontrar, pues, otro que sea más preciso o, encaso contrario, despedirse de la política y de la moral.

Pero si el precio de un producto de la economía segunda está establecido -finito y concreto- en el mercado por su cantidad o su rareza, la tasa del capital es siempre incierta, pues no evalúa un producto, sino la ley que lo rige.

En la sencilla ecuación que une matrimonios y precio del trigo está la ley económica, la virtud campesina y el capital de Francia.

El capital no cuantifica la mujer ugbabtu, sino la propia ley ugbabtu; de ahí su evanescencia, que es la evanescencia de su objeto. Y de ahí también su potencia, frente a la cual toda riqueza se desvaloriza y el máximo tesoro se desprecia. Alimentado en su virtud económica, el capital crece, se regenera, aumenta su propio valor; atrapado en una falsa razón o en el vicio económico, el capital se desvanece, cántaro roto de lechera. Tasando la virtud económica, el capital relativiza la moral y la ley.

Fue el capital el primero en alimentarse a través de su historia de la destrucción de todos los referentes, de todas las ambiciones humanas, fue el que eliminó toda distinción entre verdadero y falso, bien y mal, para establecer una ley radical de equivalencia e intercambio, la ley de hierro de su poder.

Entregados a su propio criterio, capital y crédito amenazan la realidad y la razón con su propensión a lo ilimitado, promesas de riquezas eternas que confunden de inmortalidad, engañan a los débiles y encadenan a las gentes sencillas como a Sísifos.

Lo torcido no puede enderezarse, y es imposible contar las cosas que faltan.

No hay exageración en todo esto, el capital es un fraude emboscado en cada crédito, y capital y crédito no son otra cosa que la posibilidad del infinito. Entre la propiedad primera y el destino celeste -en el número finito, entre la tierra y el cielo-, el economista segundo mantiene un precario equilibrio, pero si ha sobreponerse a esta cicatera suerte y quiere convertirse en un economista superior debe ir más allá de lo contable y no regresar de vacío. Bien pronto o bien tarde esto lo comprende cualquiera que vaya y venga de un estado ensimismado.

Los hombres podrán llegar a Dios después de poseer todas las cosas, pero las cosas son infinitas.

Venciendo su vértigo, el economista superior incluye a Dios en su ecuación y le otorga el valor de la unidad, una unidad infinita.

a,bni,j = 1

i,j → ∞

Y por esta escala de Jacob, paradoja del todo-uno, asciende el economista superior, y por ella desciende trayendo consigo particiones del infinito, acasos, probabilidades.

1 la probabilidad del ser

0.5 la probabilidad de ser par

0.333 la probabilidad de ser trino

0.1666 la probabilidad de ser par y trino

0.6666 la probabilidad de ser par o trino

0.705230 la probabilidad de ser múltiplo

0.294769 la probabilidad de ser primo

0.00000 la probabilidad de ser único

El número elevado al infinito se deshace, y lo que era mónada se expande y deshace en incontables atributos para, de nuevo en el mundo, aparecer reatribuido de nuevas suertes. De la paradoja de partir al infinito el economista superior extrae su fortuna. La cornucopia del economista superior es la probabilidad, verdad que haciéndose real se destruye para ser ya suceso, hecho incontrovertible y único. El copo de nieve.

Probable, intangible, naturaleza enteramente hueca de la cosa tercera, no es ser al modo de la cosa primera, ni sesgo de ser como la segunda. Adquirir la comprensión de su naturaleza es adquirir la práctica de su apropiación.

31

Pudiera parecer que la propiedad tercera es un asunto sobre el que carecemos de memoria suficiente para hacer reflexión prudente – y seguramente lo es-, y que por devenir en orden tras la primera y la segunda nos es nueva y ajena a la experiencia, -y así es en gran medida-. Pero olvidaríamos que la propiedad es un sentido para el cual nosotros somos órgano, y cuya función es ser órgano y haber órgano. De modo que, aún sin memoria, podemos tratar de apropiarnos de ese modo tercero, simulando -aunque sea mentira-, sentir ese apropiarse no de verdad, sino como en juego, pues eso es. La economía tercera es el juego económico.

Y advertido esto, haciendo memoria, recordamos este juego en todas partes, ubicuo, encastrado en la economía primera y segunda, en las formas de lo sagrado, que guardan las esencias del juego, en los ritos de iniciación, que comprometen al jugador, en las leyes que imponen los límites, en las alianzas que establecen las estrategias, y en los intercambios que marcan el curso del juego.

Y advertido esto, haciendo memoria, recordamos cómo nos apropiamos del juego sin hacernos sus dueños, dominándolo sin posesión, adquiriendo no el propio juego sino nuestra maestría de él, y de este modo ampliamos nuestro dominio y el propio juego, sus posibilidades.

Y advertido esto, haciendo memoria, recordamos cómo entramos y salimos del juego, y cómo pasamos de un juego a otro, gracias a la mentira que son. Finaliza el juego cuando deja de ser o dejamos de ser en él; y decimos que cansa y aburre. Aburre el juego y el aburrimiento es su irrealidad, su pérdida de sentido, el juego deja de serlo. Cansa el juego y agota nuestras fuerzas, nos merma, nos reduce, mengua nuestro ser y dejamos de ser en el juego. De otra manera, el juego nos expulsa.

El que tiene más cuando muere es el que gana. (Se ríe el cerdo con la boca llena)

¿Y volveremos a la ofensa que es la economía tercera? Ya no. La violencia, el sacrificio, la gravedad de las cosas, el sacrilegio, la humillación, el triunfo, la pobreza, la crisis y el ciclo son en la economía primera y segunda, y no hay nuevo mal sobre el que ya teníamos certeza; no hay más ser ni verdad, tan sólo avatares imaginados, simulaciones, victorias y derrotas del juego, lances, partidas.

Estamos en el juego mientras es mentira, y lo abandonamos, le negamos el ser cuando se vuelve real. Denunciamos el juego cuando su mentira se hace verdad, cuando lo simulado se realiza, cuando nuestra realidad queda expuesta a su mentira. Entonces terminamos con el juego, recordando su ficción, su necesaria naturaleza ilusoria; volvemos a la realidad y a la verdad para –poniéndonos muy graves y serios- decir: ¡ya no juego!

¡no estoy!

¡cu-cu!

¡sí que estoy!

En su forma más simple, el juego es el ser sin violencia ni sacrificio. Aprender a jugar es aprender la impunidad, -no sólo del que juega- sino del objeto jugado. Jugar a ser y no ser, a caer y no caer, a asustar y a agradar, a dar y a quitar, a comer y ser comido, sin ofensa, sin daño, sin beneficio. La impunidad es el necesario no ser verdad del juego.

La economía tercera es la economía primera y segunda, y no lo es.

32

En su forma más simple, la impunidad es la recursividad del juego. Aprender la impunidad es aprender a reformular el juego conforme a sus propias reglas.

Monja monja monja monja monja monja.

En su forma más simple, la reformulación del juego consiste en que puede ser iniciado una y otra y otra y otra vez… Lo que quiere decir que las relaciones pueden restituirse a su punto original.

Jamón jamón jamón jamón jamón jamón.

En su forma más simple, la restitución del juego es la victoria/derrota, que nos recoloca en el estado inicial. Aprender a reiniciar es desvalorizar el resultado y la ganancia. La victoria –si es que tal cosa existe en nuestro juego-, reporta el mismo beneficio que la derrota: el fin del juego.

Game over.

En su forma más simple, el beneficio del juego es el movimiento que nos coloca en un nuevo punto de partida. Aprender a ganar es ampliar nuestro juego y evitar las posiciones repetidas, el estancamiento del juego.

Nivel 2

caso U W U y W U o W

1 v v v v

2 v f f v

3 f v f v

4 f f f f

En su forma más simple, el estancamiento del juego es el empate. Este resultado es el aparente equilibrio de suma cero: la demanda sobre la oferta, lo ofrecido por lo tomado, el ciclo cerrado: la entelequia de la economía segunda, el motor inmóvil: un ciclo que atrapa el juego y lo mantiene estable. Aprender a empatar es agotar las posibilidades el juego: cerrar el juego.

Nivel 3

caso U W U y W U o W

2 y 3 f f f v

2 o 3 v v f v

En su forma más simple, desempatar el juego es reformularlo conforme a sus reglas. Aprender la recursividad del juego es descubrir las paradojas del juego y liberarlas, reabrir el juego. Desarrollar el juego es hacer del ciclo remolino, darle profundidad.

El juego es paradójico pues es hiper-relacional: sus reglas pueden ser reformuladas conforme a sí mismas.

33

La relación es la forma de la propiedad tercera: el pagaré descontado, la letra de cambio, la deuda, ¿Pero a quién pertenecen?

Prestamista y prestatario como el número natural y el entero: Su equilibrio suma cero y queda saldada la deuda. Finaliza el juego.

Si es verdad que el beneficio aprovecha al dueño, buscaremos el beneficio.

En el análisis del juego, podemos ver bastante claro el extra de este negocio, el remanente que es la promesa, el empeño de la palabra dada. Podemos ver claro el beneficio para el prestamista de la restitución del juego: la tasa de retorno. Entonces, ¿es el prestamista el dueño del crédito?

Pero si el prestatario recupera su palabra y mantiene su crédito intacto, ¿acaso no ganó una nueva partida?

Entonces, ¿son son los jugadores dueños del juego?

Doblemos el razonamiento.

Los jugadores aparecen y desaparecen con el juego, ¿pueden ser ellos los dueños del juego?

Antes del juego no había beneficio y éste surge del juego, ¿es el beneficio el verdadero dueño del juego?

Volvamos a jugar.

Prestamista y prestatario como el número natural y el entero, uno más grande que el otro, no logran el equilibrio y la deuda permanece. Finaliza el juego.

El análisis del juego.

El prestamista queda como antes con la tasa de retorno, ahora beneficio negativo, pero también con el empeño y la palabra dada, por lo que a él corresponde librar un nuevo crédito y reiniciar una nueva partida.

Las relaciones del juego al juego pertenecen, lo que jugador mantiene es la posición en el juego. El jugador que gana toma la posición deseada.

En la economía tercera, el juego es estratégico y la propiedad táctica.

La apertura del juego, la creación del juego, su expansión, abre nuevas estrategias a todos los jugadores, y deja –o no- a quien abre el juego en posición de ocupar las nuevas posiciones, en la posición del pionero, pero el juego se abre (en falso o de verdad), o no se abre.

Para apropiarse del juego, hay que ocupar todas sus posiciones, incluyendo la del azar. El solitario juega contra el infinito, o hace trampas y juega ...a otra cosa.

34

De cómo los distintos juegos se relacionan entre sí, basta decir que se relacionan, basta un Y, o un O o un NO, para comprenderlo.

35

Las cosas como son; tenemos una memoria permanente de la economía primera, y una memoria repleta de riquezas de la economía segunda, pero nuestra memoria del juego es pueril, ¿de qué clase es esta riqueza?, ¿acaso su tesoro es una ludoteca?

¿Cómo tasar el valor del juego? ¿renuncia la economía tercera a aquellas utilísimas referencias del mercado que nos permiten intercambiar kilowatios por horas? Al contrario, se multiplican, y aún mejor, se clarifican. Lo que se ha perdido es de la atadura de la moneda única. Cada relación tiene sus medidas y cada juego su escala, y con esta hiperinflacción de la medida viene su universalización sin la desvalorización que son propias del dinero y la riqueza, para convertir las infinitas relaciones en el medio en el que sostiene y respira la economía tercera, como el pez en el agua.

La relación es la moneda con la que se ejecuta la economía tercera, pero esta moneda no es numérica, o no tan sólo numérica, aunque sí cuantificable: se trata de tiempo, alcance, posición, influencia, accesibilidad, proximidad, amenaza, potencia, capacidad, volumen, categoría, interés o crédito.

En la relación, el número se reatribuye de circunstancias sin necesidad de ser sujeto: los binomios “pescados y mariscos” o “sol y playa” son marcas, el par tener no tener vistas al mar es una categoría, el numeral tres estrellas o tres tenedores son distintivos. Marcas, categorías y distintivos son atributos que acostumbramos a valorar por sí mismos tras un leve uso. Conocemos su valor en el juego. La cantidad de relaciones es en sí misma una nueva relación, un nuevo valor, así como la categoría de estas relaciones, así como cualquier otra.

Atesorar propiedad como amontonamos riqueza es mantener la mayor posición, la de mayor acceso, la de mayor alcance, la de mayor potencia, la de mayor crédito. Atesorar propiedad como atesoramos la mejor moneda es defender la posición que permite el mejor número de relaciones, las de mejor alcance, las de mejor potencia, las de mejor crédito. Jugamos el juego de la marca, la categoría y el distintivo para alcanzar y mantener la posición deseada. Y ahora vemos que no es nada nuevo. Se hace evidente.

Puede que, a menos de cinco generaciones del hambre y apenas a cincuenta del neolítico, nuestro sentido de la propiedad permanezca firmemente anclado a la crisis y al ciclo, y que la economía tercera parezca un leve poso en nuestra memoria. Pero esto sólo nos dice que vivimos en la añoranza de la economía primera y en la hegemonía de la economía segunda, y que, precisamente, cuando la memoria de los cien últimos siglos se nos presenten como un juego, será que estamos en la economía tercera.

36

La estrategia es el sentido del juego y le otorga valor. Valoramos nuestro juego desde la estrategia general.

Jugamos la relación para alcanzar la posición, mantenerla o abandonarla, y hacemos esto valorando nuestra posición respecto de la estrategia del juego. Así, la estrategia debe estar en todas las posiciones del juego en cierto grado, de modo que sea una referencia constante. Como referencia universal, la estrategia misma es una relación del juego, su principal relación: el patrón oro. De otra manera, con la estrategia fuera de la vista del jugador, estaríamos jugando a ciegas.

¿Y acaso no es esto lo común?

Ascenso.

El estratega se entretiene en estudiar todas las jugadas posibles y en determinar aquellas que, desde una determinada posición, o desde cualquiera, conducen a la posición deseada, estratégica. A esto le llama el estratega mirar desde arriba, ser superior. Pero yo digo que este estratega mantiene una moral, que es su visión superior del juego: la mayor relación o la mejor ¿no son acaso reglas morales? Cuando se le acusa de tramposo, el estratega superior da un nuevo paso y dificulta su propio trabajo: oculta parte del juego –parte de las posiciones o parte de las relaciones– y a esto lo llama juego de información incompleta. Aquí, definitivamente, el estratega superior está más alto que nunca y la propia altura le confunde. Ascendiendo el estratega abre el campo de juego y lo desdibuja, perdiendo el detalle de las posiciones y sus relaciones. Al final, y a punto de perder toda perspectiva, al estratega llega a la conclusión de más altura posible: la estrategia consiste en la continuidad del juego. Sólo queda entonces subir un poco más alto, a lo imposible, para desprenderse de la última relación que le ata a ese juego. El estratega juega a ciegas, y lo último que ve es que la estrategia es el propio juego.

Descenso.

Desde abajo, el jugador tantea el juego y juega según las relaciones disponibles. Juega y cambia su posición, y en relación a este cambio valora su jugada, la mide, y a la vez reevalua el valor del juego, la estrategia general del juego. Jugando según sus posibilidades, el jugador hace su propio desplazamiento la estrategia de su juego. Reducidas sus posibilidades a su mínima expresión, el valor del juego será el de la propia posición y la jugada posible es la obligada por sus mínimas posibilidades. En esa penosa situación, el jugador juega a ciegas, y el propio juego es toda estrategia.

Ascenso y descenso.

La estrategia permite reducir el juego a una relación dominante, así que, reducido a una posición, el jugador estratega dominará el juego haciendo estratégica aquella relación que ya sea suya. Esto es, juega y cambia el sentido del juego en su propio favor. El jugador estratega hace el juego a su imagen y semejanza.

37

La propagación del propio juego es abrirlo sin modificarlo, recurriendo a lo que ya está en el juego. El primer modo de propagación es multiplicar las relaciones de una posición, el segundo es dividir la posición y el tercero doblar la posición, que es hacer lo uno y luego lo otro. La última forma de propagación –y más sutil- es hacerse imitar, que consiste en reproducir la relación propia en terceros, para hacerlos afines a nosotros. Todo esto es tan conocido y está tan mal comprendido, que basta con decir poco o es necesario decirlo todo. La vida a sí misma se imita.

Multiplicando las relaciones multiplicamos nuestra visión del juego, dividiendo nuestra posición doblamos nuestro control del juego, doblando la posición hacemos lo uno y lo otro. Haciéndonos imitar volvemos posiciones en nuestro favor.

Multiplicando nuestra visión del juego adquirimos comprensión sobre la estrategia dominante. Doblando nuestro control del juego doblamos nuestras posibilidades en el juego. Haciendo lo uno y lo otro dominamos el juego. Volviendo posiciones en nuestro favor infectamos nuestra estrategia en el juego.

Cambiar la estrategia del juego es cambiar su sentido. Esto es el ciclo y la crisis del juego.

Los modos de juego que llevan al ciclo y a la crisis del juego son modos de potencia, que es lo sobresaliente de estos modos. Esto significa que los modos son, en sí mismos, superiores al juego y a las estrategias dominantes que eliminan en el juego y a las estrategias dominantes que introducen del juego. Estos modos superiores, al ser independientes de los sentidos dominantes de los juegos –antes y después del ciclo y de la crisis- son por tanto modos invariantes y emergentes en todo juego.

Uno de estos invariantes es, por ejemplo, la simetría. La ley de simetría que surge de doblar una posición es un invariante emergente en todo juego. Los invariantes emergentes son reconocibles en todo juego y permiten establecer relaciones universales. La simetría permite a un mono, con su brazo derecho alineado al sol naciente, sentir que en esa posición el sol sigue el curso que marca su propia geometría, y así sentir ser uno con el firmamento. El relativismo se hace tautología.

38

Recapítulo

La economía primera es el juego del dominio de las cosas y de los seres. De este modo, la estrategia del juego es el mantenimiento y supervivencia, y sea cual sea la posición del juego, su mantenimiento asegura la del juego en su conjunto. Una posición abandonada o disputada es una merma al juego o una amenaza, por lo que la mejor jugada es la permanencia. Para todas las posiciones, la estrategia del juego es la relación adecuada. Mantener sacrificios y tabúes, asegurar la continuidad, la descendencia y la antecedencia, mantener en el mundo frente al caos.

La economía segunda es el juego del orden. Se analiza y se juega para hacer el juego más estable, primando las relaciones que mantienen la estabilidad. Se crea entonces una política de juego con un maestro del juego y una moral de juego, se crea un sinnúmero de atribuciones que son riqueza y poder para el juego, refuerzo del juego.

La economía tercera es el juego Se juega y se hace juego, y se otorga sentido al sinsentido; de este modo ciclo y la crisis son parte del juego. El ser y el no ser forman parte del juego.

último

Mirando más allá o Prolegómenos.

¿Qué hay más allá de la cosa?

Quizá deberíamos preguntar ¿existe una cuarta persona?

La espeluznante acción a distancia es la Economía Cuarta.

Y eso, es así.

 


Editor:
Juan Carlos M. Coll (CV)
ISSN: 1988-7833
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