Waldo Barrera Martínez
Universidad de las Ciencias Informáticas, Cuba
wbarreram@uci.cuResumen:
  El ecologismo, como corriente política surgida en los  años 60 del pasado siglo, en poco tiempo sus reivindicaciones se volcarían  contra la sociedad moderna, sus valores intrínsecos y el sustrato industrial.  Si bien pretende hoy convertirse, tanto en la teoría como en la práctica, en  alternativa global a la sociedad industrial, en un pensamiento crítico, global  y transformador, los llamados partidos verdes del entramado político  capitalista, no afectan en lo absoluto el sistema social imperante y solo  sirven como válvula de escape ante determinadas problemáticas ambientales  presentes en el mismo. Partiendo de legítimas y nobles aspiraciones, con el  paso de los años, han llegado a incorporarse a idénticos rejuegos que los de  una buena parte de las organizaciones políticas existentes en la actualidad,  sumidas en el descrédito, perdiendo muchas veces influencia ante el electorado  y la opinión pública en general. Muestra de este deterioro ideológico, es que  organizaciones de renombre como Greenpeace, por solo mencionar un ejemplo,  alineada a los intereses geopolíticos globales del Reino Unido y Estados  Unidos, se debaten hoy en medio de agudas críticas a su modo de actuación.
Palabras clave: ambientalismo politico, partido verde, ecología, ecologismo politico, ecosocialismo
Summary: 
  Environmentalism, as a political  movement that emerged in the 60s of last century, soon would turn its claims  against modern society, their intrinsic values and industrial substrate.  Although intended to become today, in theory and in practical global  alternative to industrial society in a critical, comprehensive and  transformative thinking, called Green parties of the capitalist political  framework, not at all affect the prevailing social system and only serve as an  outlet to certain environmental issues within it. Based on legitimate and noble  aspirations, over the years, they have come to join identical games that a good  part of the existing political organizations today plunged into disrepute,  losing many times influence by the electorate and public opinion in general. A  sample of this ideological decay, it is that renowned organizations such as  Greenpeace, to name one example, aligned to global geopolitical interests of  the United Kingdom and the United States are debated today amid sharp criticism  of their mode of action.
Keywords: political environmentalism - Green Party - ecology - political ecology - ecosocialism
Para citar este artículo puede uitlizar el siguiente formato: 
Waldo Barrera Martínez (2015): “El ecologismo como corriente política contemporánea. Breve análisis de su evolución histórica”, Revista Caribeña de Ciencias Sociales (diciembre 2015). En línea: https://www.eumed.net/rev/caribe/2015/12/ecologia.html
En comparación con las ideologías dominantes de los  siglos XIX y XX, la llamada Ecología Política puede considerarse como una corriente  política joven. A pesar de una larga trayectoria de los movimientos de defensa  de la naturaleza a partir de la primera revolución industrial, su nacimiento se  ubica más bien en la década de los años sesenta del siglo XX. Pero antes de  continuar definamos primero  algunos  conceptos.
El término Ecología, atribuido al biólogo alemán  Ernest Heckel (1834-1919), designa a la rama de la Biología encargada del  estudio de las relaciones de los organismos vivos con el medio ambiente. La  palabra proviene del griego oikós,  que significa casa, en el sentido de lugar apropiado para habitar (Vigliocco,  s.f.).
Por su parte, la  Enciclopedia Política define como Ecologismo al movimiento de escala internacional que persigue como objetivo  la supresión de las formas actuales de producción y organización social para  establecer en su lugar un régimen de vida armonioso entre la sociedad y la  naturaleza (Borja, s.f.).
Como corriente, el Ecologismo  Político, por su parte, nace  como resultado de tres grandes tendencias sociales e intelectuales: en primer  lugar, la experiencia histórica de la crisis ecológica; en segundo, la  emergencia de un nuevo paradigma de conocimiento; y, por último, la aparición  de una nueva forma de hacer política inaugurada por los llamados nuevos movimientos  sociales ‒feministas, pacifistas, ecologistas, entre otros (Borja, s.f.).
El concepto de Ecología  Política, según Paul Robbins, lo utilizó probablemente por primera vez Eric  Wolf, en 1972, en su trabajo Ownership  and Political Ecology, como introducción a una serie de obras propias de la  antropología y la ecología cultural (Delgado Ramos, 2013).
Entre los pensadores revolucionarios, verdaderos  «filósofos de la ecología», sobresale la obra de algunos precursores como Lewis  Mumford y Aldo Leopold, quienes en las décadas del treinta y cuarenta del siglo  XX, plantearon ideas fundamentales hacia una reconceptualización de las  relaciones entre sociedad y Naturaleza. Las propuestas de nuevo tipo se  caracterizaron por demarcar una ruptura con el viejo modo de comprensión de  dichas relaciones y atender simultáneamente a los aspectos científico técnicos,  sociales y culturales del problema ambiental. Han propuesto, entre otras,  importantes nociones como la crítica a la modernidad tecnológica, la  «alienación de la tierra», el imperativo de la responsabilidad y el principio  preventivo (Sotolongo Codina & Delgado Díaz, 2006).
Las primeras huellas de movimientos organizados en pro de  la conservación de la naturaleza pueden encontrarse en la segunda mitad del  siglo XIX en Inglaterra y todo su imperio. No es de extrañar que la explotación  abusiva de la naturaleza por parte de la incipiente industrialización creara  entonces un espacio favorable para el desarrollo de las ciencias naturales. Sin  embargo, mientras el movimiento ecologista se identifica a partir de la segunda  mitad del siglo XX por un carácter social transformador, el concepto de  protección de la naturaleza hacía referencia entonces sobre todo a valores  estéticos y románticos. 
Durante los años 1840-1850, varios centenares de  sociedades de historia natural se dedicaban a la práctica y contemplación del  campo, y se legislaba solo para proteger la estética de los paisajes. La  conservación de los mismos tendría como característica la creación, algunos  años después, de parques naturales como el de Yellowstone, en Estados Unidos  (1872); el primer parque nacional de Europa, en Suiza (1914), y la declaración  del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en España (1917). 
El final del siglo XIX estaría marcado por el fuerte  papel desempeñado por la lucha conservacionista contra el maltrato animal, y en  particular contra las masacres de aves con el objetivo de usar sus plumas en la  moda femenina.
En poco tiempo, las reivindicaciones ecologistas se  volcarían contra la sociedad moderna, sus valores intrínsecos y sustrato  industrial. No sólo el hombre era lobo del propio hombre, sino también de la  naturaleza y su biodiversidad, sustrato imprescindible de su reproducción a  corto y largo plazo. 
Ya en la década de los 60 del pasado siglo, en diferentes  puntos del planeta tienen lugar revueltas juveniles integradas por una masa  heterogénea de perfiles sociológicos, donde conviven pacifistas, feministas,  artistas, libertarios, medioambientalistas o autogestionarios en contra de la  cultura del progreso ilimitado, consumista, jerárquico y patriarcal. En ese  amplio abanico de  movimientos, destacan  también los que redescubren el mundo rural, vinculan los términos ecología y  comunidad, e inician un retorno a la tierra con prácticas y técnicas  alternativas. 
Pero 1968 marca el punto de inflexión en la evolución  histórica del ecologismo político. En esa fecha se produce una profunda ruptura  con los movimientos de izquierda tradicional y aparecen nuevas aspiraciones  transformadoras. Mientras surge la represión, especialmente sangrienta en  México o Praga, el movimiento obrero —principalmente masculino y de  funcionamiento vertical— desconoce en un primer momento estas revueltas hacia  la emancipación para luego sumarse a las protestas una vez iniciadas las  huelgas en las fábricas. Por ello, André Gorz explica que el socialismo no  tendrá mejores resultados que el capitalismo si no favorece al mismo tiempo la  autonomía de las comunidades y de las personas: «La expansión de esta autonomía  está en el centro de la exigencia ecologista. Supone una subversión de la  relación de los individuos con sus herramientas, con su consumo, con su cuerpo,  con la naturaleza» (Gorz, 1980).
Si bien tales sucesos no podrían definirse como propios  de un movimiento ecologista, portó las semillas y valores que posibilitarían el  futuro crecimiento del ecologismo. La ecología política surgiría como  prolongación de las ideas de 1968, que constituirían uno de los principales  recipientes de la revolución de las mentalidades políticas de la época. 
Posteriormente, la conciencia ecológica se reforzará aún  más a través de varios acontecimientos que entrarán a formar parte de lo que  pudiera denominarse mitología ecologista. Además de una serie de catástrofes  ambientales difundidas por los medios de comunicación masiva, como la  televisión, y tras los choques petroleros de octubre de 1973 y 1979, el  hundimiento en 1985 del barco Rainbow Warrior, de Greenpeace, por los servicios  secretos franceses, conmocionaría fuertemente al mundo, y al movimiento  ecologista en particular. 
Dicho atentado, perpetrado por un Estado para evitar se  llevaran a cabo protestas contra las pruebas nucleares en el atolón de Mururoa,  en el Océano Pacífico, pone de relieve, además de la impunidad de los criminales,  la falta total de democracia y transparencia en la imposición tecnocrática de  la energía nuclear, tanto con fines civiles como militares. 
Apenas un año más tarde, en abril de 1986, la catástrofe  de la central electronuclear de Chernóbil, en la antigua Unión Soviética,  marcaría igualmente de manera profunda las mentes y reforzaría aún más el  imaginario colectivo ecologista, al evidenciar fenómenos propios de la  globalización y la ausencia de fronteras para los problemas ambientales y sus  repercusiones sociales. Más que nunca, la lucha contra la energía nuclear,  comenzada en los años setenta, aparecería como un estímulo continuo para el  movimiento verde, posicionándose en el centro de sus reivindicaciones e  historial activista, tal y como lo resume Joaquín Fernández, en el caso  español: «Ninguna otra ha conseguido rechazos tan unánimes y contribuido tan  decisivamente a la identidad ideológica y a la cohesión organizativa del  ecologismo español, cuya historia es, en buena parte, la historia de la protesta  nuclear.» (Marcellesi, 2013)
Percibida como ejemplo del carácter transnacional de la  crisis ecológica, como generadora de pobreza e inseguridad y paradigma de una  sociedad autoritaria basada en un progreso tecnológico ciego, la lucha contra  la energía nuclear se ha mantenido hasta la fecha como factor de identificación  y seña de identidad de la ecología política. En su estudio de más de cincuenta  programas de partidos verdes en el mundo, Pehr Garton resalta que el «no a la  energía nuclear» es una constante prioritaria —consenso único en el panorama  político europeo y mundial— y que «ningún programa [verde] ni siquiera insinúa  de manera encubierta que la energía nuclear podría ser aceptable como un  reemplazo para los combustibles fósiles.» (Marcellesi, 2013)
En los años setenta, tras el nacimiento de organizaciones  como Amigos de la Tierra (1969) o Greenpeace (1971), se produce una verdadera  ebullición de partidos políticos verdes en numerosos países, afirmándose como  correa de transmisión del movimiento social ecologista. Dichos partidos —y la  parte del movimiento social identificado con ellos— se refieren a la ecología  política para definir su ideología común e intentan poner de relieve diferentes  características, entre otras la de erigirse como presuntos herederos de los  valores de 1968, su gran heterogeneidad en cuanto a orígenes y el sentimiento  de desempeñar un papel histórico a favor de la supervivencia de la especie  humana.
En sus principios fundacionales comparten en general una  desconfianza descomunal hacia los llamados partidos políticos tradicionales,  las instituciones en general y un sentimiento de hacer política de manera  diferente. Este formato de partido conocerá, como veremos después, una seria  evolución y reevaluación con la articulación global del movimiento verde, su  llegada al poder y la consiguiente institucionalización. 
Considerado como primer partido promotor de un mundo de  renovación social vinculada al respeto a la naturaleza, es el Values Party,  constituido en 1972 en Nueva Zelanda. 
Dos años después, René Dumont, considerado padre de la  ecología política francesa, se presenta como un «candidato limpio» y «pobre» a  las elecciones presidenciales francesas, apoyado por varias personalidades y  asociaciones ecologistas, como Les Amis  de la Terre. Aunque cosecha un tímido resultado, marca un hito simbólico en  la construcción política verde, abriendo las puertas a una estructuración mayor  y permanente de la ecología en la política.
En 1980, en Karlsruhe, Alemania, se funda Die Grünen, el partido verde germano,  convertido desde entonces en la organización madre del ecologismo, no por su  antigüedad sino por haber sido uno de los principales motores políticos e  ideológicos de la corriente ecológica en Europa y el mundo. 
Die Grünen,  suma heterogénea de ecologistas radicales, ecosocialistas, ecologistas  reformistas y ecofeministas, se identifica como un partido antipartido, como  alternativa ecopacifista a los partidos tradicionales. Convencido de su papel  histórico en la lucha contra el irrespeto a los derechos humanos, el hambre y  la pobreza en el Tercer Mundo, la crisis climática y la confrontación militar,  se muestra como una organización tanto dentro como fuera del resto de las  instituciones políticas.
En España, por su parte, la creación del partido verde  sigue el mismo discurso del resto de sus homólogos europeos. El impulso viene  directamente de la mano de uno de los principales dirigentes del grupo alemán:  Petra Kelly, quien en los años subsiguientes llegaría a convierte en el icono  del movimiento ecologista español. En 1983, aprovechando una visita suya,  varios activistas españoles firman el Manifiesto de Tenerife, donde plantean la  fundación del partido político.
La creación de estas y otras organizaciones de igual  corte corresponde a la necesidad de la militancia ecologista, que al haber  perdido la confianza en los partidos productivistas clásicos, tanto de  izquierda como de derecha, desean contar con un movimiento que los represente  en teoría y praxis. Frente a las prácticas políticas vigentes, muestran  posturas muy críticas, heredadas de la contracultura de 1968 y acompañadas de  un compromiso radical con la democracia participativa. 
Luego de esto que pudiéramos identificar como una primera  fase, el movimiento verde intenta dar pasos de organización a escala global.  Vísperas de la Conferencia de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente y el  Desarrollo de 1992, en Río de Janeiro, tiene lugar el primer encuentro mundial  verde. Denunciando una situación global de emergencia y pidiendo un nuevo  modelo de desarrollo, los representantes de dichos partidos concuerdan en que  había llegado el momento de ir más allá del «pensar global, actuar local» y  funcionar globalmente. Se comprometen así a impulsar la política verde tanto en  el Norte como en el Sur. 
Aunque la declaración de 1992 da a entender que la  ecología política estaba llamada a desempeñar un papel histórico, la  estructuración mundial del movimiento estaba todavía en pañales teóricos y  prácticos. Aún así, superando el estadio inicial de pequeñas organizaciones  movilizadoras de conflictos, ya en la década de los noventa se habían  convertido en partidos dentro del sistema político, provocado profundas  transformaciones en los gobiernos, como el reforzamiento de los liderazgos y  una estructura interna similar a los partidos tradicionales, supeditando sus  logros políticos en coaliciones gubernamentales a su capacidad de chantaje  sobre los demás socios.
A pesar de las enormes expectativas en torno al mismo,  con una débil presencia de los países del Sur, este primer encuentro tuvo más  bien un carácter coyuntural y de alcance parcial. Aprovechando el impulso y la  proyección política de la Cumbre de la Tierra, se orienta más bien a criticar  políticas concretas con una escasa capacidad para aportar una visión global.
El primer congreso de Los Verdes mundiales, realizado en  Australia, en 2001, trata de remediar dicha situación y profundizar en la  globalidad del asunto. Tras definirse en la Carta de Camberra —hoy referencia  para el ámbito político ecologista— como «la red internacional de los partidos  y movimientos políticos verdes», Los Verdes mundiales afirman el carácter  transformador de la ecología política a través de la «necesidad de cambios  fundamentales en las actitudes de la gente, en sus valores y sus formas de  producir y vivir». Además, al no coincidir con ningún acto de la agenda  política como en 1992, refuerzan el carácter permanente y holístico de la lucha  ecologista y proponen principios estructurales e ideológicos que se fundamentan  en la sabiduría ecológica, la justicia social, la democracia participativa, la  no violencia, la sostenibilidad y el respeto de la diversidad (Marcellesi,  2013).
En mayo del 2008, en Sao Paulo (Brasil), el segundo  congreso de Los Verdes mundiales intenta avanzar un paso más en la concreción  de aspectos políticos y organizativos, al apostar por una estructura capaz de  asegurar no sólo su presencia común en actos mundiales —como las cumbres de la  ONU, de la Organización Mundial de Comercio y otras—, sino también su capacidad  de hablar con una sola voz en dichos eventos. De tal modo trataban de reforzar  su unidad, la capacidad de influencia local y global y vincular mejor el  trabajo de base de los grupos ecologistas con la creciente presencia de  miembros de los verdes en cargos de responsabilidad política.
A pesar de este empujón y de la extensión del movimiento  en nuevas zonas de influencia, como Asia o África —donde existe una fuerte  competencia entre movimientos más o menos serios por apadrinar la marca verde—,  cabe destacar que el desarrollo de dicha opción fuera de los focos de mayor  crecimiento, sigue hoy estructuralmente débil. 
En Europa, sin embargo, la organización y estructuración  ha llegado a un refinamiento mucho mayor. Sustentándose en partidos con fuerte  implantación en sus países respectivos —como Alemania, Bélgica, Francia,  Finlandia, Luxemburgo, Países Bajos, Suecia, Suiza, etc. —, el movimiento verde  ha sido la primera fuerza capaz de poner en marcha el primer partido de ámbito  europeo: European Greens (Partido  Verde europeo).
Muchos partidos de este tipo han logrado a alcanzar  cuotas de poder relativamente importantes, primero a nivel local y regional y  luego nacional y continental, asumiendo cada vez más cargos de responsabilidad.  De tal modo, en las elecciones europeas de 2004, los Verdes se consolidaban ya  como la cuarta fuerza, con una importante capacidad para inclinar las  decisiones políticas (Junta de Andalucía, 2006).
Basado en una literatura  abundante y en acontecimientos que marcan puntos de referencia imprescindibles  para el imaginario colectivo, la ecología política busca hoy  convertirse, tanto en la teoría como en la práctica, en una alternativa global  a la sociedad industrial, es decir, en un pensamiento crítico, global y  transformador.
Si bien el crecimiento poblacional  actual tiene un cierto impacto en la intensificación de las demandas  energéticas y materiales, esa no es la cuestión clave a escala planetaria:  mientras que la población solo creció cuatro veces a lo largo del siglo XX, el  consumo promedio de energía aumentó 12 veces, el de metales 19 veces y el de  materiales de construcción —como  en el caso del cemento— hasta 34 veces (Delgado  Ramos, 2013). 
En estas condiciones, el sistema capitalista se muestra  cada vez más incapaz de resolver el incremento de la destrucción medioambiental  y las desigualdades sociales ocasionadas en gran medida por él mismo. Todavía  peor, las políticas de corte neoliberal aplicadas a partir de principios de los  años ochenta profundizaron la crisis ecológica y social y no permiten  vislumbrar con facilidad una posibilidad de capitalismo verde, como algunos  pretenden ver. 
Con el avance globalizador, la tendencia mundial es a la  acentuación acelerada y a la agudización de los problemas que conforman la  cuestión ambiental dados por los efectos cada vez más perceptibles de la  hegemonía del capital que potencia la interdependencia sistémica global y sus  deformaciones, conduciendo a «una única libertad: la libertad de comercio sin  escrúpulos»(Luna Moliner, 2006).
La crisis ecológica y de deterioro social global son  manifestaciones de la gran crisis total del capitalismo y su expansión mundial,  que supera la capacidad de la Tierra para mitigar la desestabilización  ecológica en su búsqueda de la rentabilidad a toda costa del capital. El  análisis detallado de los temas recogidos en la Agenda 21, discutida en la  Cumbre de la Tierra de 1992, su carácter programático político, permite superar  la consideración inicial del ambientalismo como «tercera posición» entre dos  sistemas políticos opuestos que ya no existían como tales en el mundo unipolar  de finales de la década de los 90 y vislumbrar la capacidad del pensamiento  ambientalista como movimiento transformador en contra del capitalismo.
El panorama de que «los bosques desaparecen, los  desiertos se expanden, millones de toneladas de tierras fértiles van a parar al  mar, las especies se extinguen y la presión y la pobreza conducen a esfuerzos  desesperados para sobrevivir aún a costa de la naturaleza» (Castro Ruz, 1992)  presentada desde el Tercer Mundo es visión abarcadora de la globalidad de la  cuestión ambiental como problema sistémico generalizado y expresión de los  conflictos sociales y los fenómenos político-culturales, en el planeta «cuya  solución no está en impedir el desarrollo de quienes más lo necesitan» sino en  la «mejor distribución de la riqueza y la tecnología disponibles en el  planeta». La conjunción de la perspectiva ambientalista desde el Sur patentiza  que «los hombres se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de  existencia y sus relaciones recíprocas» y reflexionar acerca de las causas  raigales de una crisis que desde las relaciones sociales sesgadas afecta la  supervivencia de la especie humana (Luna Moliner, 2006).
Una sociedad mundial en armonía ecológica con la  naturaleza es inconcebible en las condiciones actuales del capitalismo global.  «Si el capital ha de ser vencido, tarea que ahora tiene carácter urgente para  la supervivencia de la civilización misma, el resultado tendrá que ser por  fuerza socialista, porque ése es el término que significa el paso hacia una  sociedad poscapitalista... Las crisis de nuestro tiempo pueden –y deben– ser  vistas como oportunidades revolucionarias» (Kovel & Löwy, marzo de 2002).
El Estado capitalista, en sus múltiples niveles,  representa cada vez más los intereses de sus socios empresariales, empujando a  favor de esos intereses particulares un amplio entramado legal ad hoc que se superpone al denominado  «Estado de derecho». Al mismo tiempo, y de cara a la profundización del despojo  y a los usos y abusos de la naturaleza, se arma para el control interno,  promoviendo, justificando o avalando la criminalización de la protesta, al  tiempo que presume que los actores sociales en legítima defensa de su  territorio y de los bienes comunes que este contiene son, en el mejor de los  casos, irracionales, opositores al progreso y al desarrollo.
Al otro lado del tablero político, el mal llamado  Socialismo Real de Europa del Este, evidenció determinadas limitaciones para  garantizar la sostenibilidad ambiental, demostradas de manera dramática, por  ejemplo, con los sucesos de Chernobil, ya apuntados anteriormente, o con el  destino del Mar de Aral. Tales muestras forman parte hoy también del arsenal  ideológico para el cuestionamiento de la viabilidad del socialismo en el  terrero ambiental.
Aquel modelo socialista  mostró que la preocupación por el medio ambiente tampoco fue una prioridad en  los países de la órbita soviética. Sin embargo hoy, apoyado en la evidencia  científica, sólo desde el ecologismo, la ecología política y el ecosocialismo  se puede desafiar sin fisuras el discurso del neoliberalismo. La  insostenibilidad del modelo productivo mundial y el patrón de supuesto  crecimiento económico basado en el consumismo exponencial, sólo encuentra una  respuesta teórica contundente desde los informes y estudios que elabora la  comunidad científica en alianza con los movimientos ecologistas. Es sencillo:  no podemos seguir así.
Los gestores políticos de  la izquierda clásica han tardado demasiado tiempo en darse cuenta de que la  justicia ambiental es condición sine qua  non para la justica social. Son inseparables. Porque cuando hablamos de  bienestar y de calidad de vida, éstos son inviables en un contexto de crisis  medioambiental.
Desde la perspectiva del ecologismo, no se puede hoy  pensar un modelo de producción y consumo que no sea al mismo tiempo humano  (justo) y sostenible. Como apuntan las voces críticas al ecologismo ¿de qué  sirve la sostenibilidad ecológica si mientras tanto las riquezas naturales y  productivas se quedan en manos de una cada vez más reducida minoría, provocando  desigualdades, hambrunas, guerras e injusticia? Pero, a la vez, podemos  preguntarnos ¿qué valor tiene el bienestar de una sociedad y de sus miembros si  ese mundo no ofrece viabilidad a largo plazo para las generaciones futuras y no  asegura la supervivencia de la especie humana en condiciones decentes? 
La ecología política propone un abanico completo de ideas  y actuaciones, siempre teniendo en cuenta las relaciones íntimas que unen los  ecosistemas con las organizaciones sociales. En ningún momento puede  considerarse que la ecología política sea una «ideología parcial», ni que se  reduzca a otro de los pensamientos políticos (capitalista, comunista o  socialdemócrata —cada uno con sus numerosas variantes). Surge en un momento  histórico preciso y responde a una determinada crisis social, ecológica y  económica que el resto de los pensamientos mencionados no sólo no habían  previsto sino que incluso provocaron en buena medida.
Para llevar a cabo este planteamiento, la ecología  política escoge por definición el camino del ecopacifismo y de la democracia  definida de manera preferente como de base participativa. 
Frente a la disyuntiva de ubicar al ecologismo dentro del  tablero político heredado de la oposición entre izquierda y derecha, entre  capital y trabajo, Los Verdes alemanes desde su fundación, en 1984, hicieron  famoso el lema «la ecología no está ni a la izquierda ni a la derecha, sino que  va hacia delante» (Marcellesi, 2008), mientras que el ecologismo político  francés establecía el «ni-ni»: ni de izquierda, ni de derecha. A pesar de estas  intenciones iniciales, transcurridos treinta años de la fundación de ambos  partidos, los hechos apuntan a un mejor acople de la ecología en el lado  izquierdo. 
Parecía haberse zanjado el tema tras el gobierno  rojiverde alemán de 1998 a 2005; de la voluntad de Los Verdes franceses a  partir de 1994 de pactar sólo con los partidos de izquierda; las experiencias  vascas y andaluzas de Los Verdes con Izquierda Unida y/o el PSOE, o el dominio  ideológico y político en el conjunto ecologista español del ecosocialismo, por  el cual Valencia postula que se puede hablar de un modelo de «izquierda verde»,  orientado hacia un «socialismo sostenible» y en el País Vasco, Berdeak-Los Verdes e Izquierda Unida, mantuvieron una  federación entre 1994 y 1999, que permitió a su representante, Juantxo  Domínguez, conseguir un escaño en el Parlamento de dicha autonomía (Marcellesi,  2012). 
Sin embargo, a la hora de la europeización más intensa  del espacio ideológico y político, una serie de acontecimientos deben hacernos  reflexionar sobre la existencia de un modelo autónomo de ecología política.  Así, la fuerte evolución del ecologismo político en los países del Este, las coaliciones  de centro-derecha a escala nacional en Irlanda, Finlandia o la República Checa,  la dinámica de unión de los ecologistas en Francia, la persistencia de una  dinámica en el Estado español en busca de un espacio propio y el amplio debate  ideológico que agita el movimiento verde europeo acerca del liberalismo o del  margen de actuación dentro del sistema capitalista, nos incitan a reabrir el  debate en torno a las relaciones entre ecologismo, socialismo e izquierdas y  pensar en sus implicaciones prácticas.
Es un hecho, no obstante, que los partidos verdes del  entramado político capitalista actual no afectan en lo absoluto el sistema  social imperante y solo sirven como válvula de escape ante determinadas  problemáticas de tipo ambiental existentes en estas sociedades.
Partiendo de legítimas y nobles aspiraciones, con el paso  de los años, han llegado a incorporarse a idénticos rejuegos que el resto de  las organizaciones políticas. Sus agendas pudieran perfectamente incluirse  dentro de las de cualquier partido en pugna por el poder en las llamadas  sociedades democráticas capitalistas. Dependiendo del contexto en el cual  desempeñan su actividad, llegan a manifestarse en forma pendular, inclinándose  hacia el lado más favorable a sus intereses e integrando coaliciones como parte  del consenso neoliberal.
Como muestra de este deterioro ideológico, organizaciones  ecologistas de renombre como Greenpeace, por ejemplo, alineada a los intereses  geopolíticos globales del Reino Unido y Estados Unidos, se debaten hoy en medio  de agudas críticas a su modo de actuación. Un artículo publicado en RT, el 19  de diciembre 2013, daba cuenta del trasfondo detrás del bochornoso episodio de  agresión  contra Rusia al intentar con  uno de sus buques abordar de manera ilegal una plataforma petrolera en el Mar  Ártico; y en marzo de 2014, su intención de fundar una nueva «república» en  pleno territorio chileno con el nombre de República Glaciar, otra incursión  ilegítima en contra de un Estado soberano, escudándose tras supuestas nobles  intenciones de protección al medio ambiente (Salbuchi, 2014; Ferreyra, 2013 y  Ferreyra, 2014).
A manera de conclusión, debemos destacar que a través de  las diversas instrumentaciones que de esta corriente se han hecho, resalta  nítidamente la ambivalencia señalada del ecologismo como ideología de las  relaciones humanas. Se busca organizar la sociedad al servicio de las  necesidades del hombre, pero esta organización tiene el peligro de ser  realizada por tecnócratas o ideólogos que quieren hacer la felicidad de los hombres,  según sus propios intereses, sin contar con los propios hombres. 
Para que unos pocos sigan  acaparando riqueza y empobreciendo a la inmensa mayoría de la humanidad, no es  sólo necesario precarizar el mercado de trabajo, evadir impuestos, sortear las pocas  regulaciones internacionales e imposibilitar o debilitar los mecanismos de  decisión democrática de las sociedades. Ante todo el capitalismo salvaje,  pendiente sólo del máximo beneficio económico a corto plazo y para unos pocos,  necesita destrozar el medio ambiente. El neoliberalismo está logrando derribar  las pocas leyes humanas que le pueden suponer cortapisas, pero se está topando  con otras leyes: las que regulan los ecosistemas, cuya violación está poniendo  en cuestión las supuestas bondades teóricas del libre mercado.
Las crisis económicas,  alimentarias, climáticas y sanitarias, tienen su origen en las prácticas del  libre mercado desbocado. Los ideólogos de la ley de la selva bien lo saben, por  eso entre sus filas se cuentan, por ejemplo, los más furibundos negacionistas  del cambio climático. No pueden admitir que el modo de vida basado en el  ultraconsumo esté alterando el clima y que eso vaya a provocar situaciones  inviables en el futuro inmediato. La máxima de aquel gran jefe indio está a  punto de cumplirse: «Cuando el hombre blanco tale el último árbol a cambio de  dinero, se dará cuenta de que el dinero no se come» (Fraguas, 2014).
Ya lo anunció Marx: el  capitalismo salvaje está abocado a la extinción, pero o lo extinguimos nosotros  antes, o el género humano desaparecerá con él (Fraguas, 2014).
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