Revista: Caribeña de Ciencias Sociales
ISSN: 2254-7630


El VALOR ESTRATEGICO DE LA IMAGEN CORPORATIVA, SU INTERRELACIÓN CON LA CULTURA E IDENTIDAD

Autores e infomación del artículo

Suzette Tielves Pérez

Universidad de la Habana

suzette.tielves@gmail.com

Resumen: El artículo expone los principales referentes teóricos en torno a la imagen corporativa y su funcionalidad en el contexto organizacional. Describe las clasificaciones o dimensiones de la imagen (imagen pública, autoimagen e imagen intencional) y establece su relación de interdependencia con otras variables institucionales como son la comunicación, cultura e identidad corporativas.
Palabras Claves: Imagen, Imagen corporativa, Identidad corporativa, cultura organizacional, Comunicación.
Clasificación JEL: M32.

Abstract: The paper describes the main theoretical framework around corporate image and their functionality in the organizational context. It describes the categories of corporate image (public image, self image, and intentional image) and establishes the relationship of interdependence among image and other institutional variables such as communication, culture organizational and corporate identity.
Key Words: Image/ Corporate Image/ Corporate Identity/ Organizational Culture/ Communication
JEL Classification: M32.



Para citar este artículo puede uitlizar el siguiente formato:

Suzette Tielves Pérez (2015): “El valor estratégico de la imagen corporativa, su interrelación con la cultura e identidad”, Revista Caribeña de Ciencias Sociales (mayo 2015). En línea: https://www.eumed.net/rev/caribe/2015/05/identidad.html


1-Una aproximación al concepto de Imagen.
“Dos son las obras que dejan en pos de sí los hombres: una la obra en sí misma y otra, la imagen que del hombre se forman los demás.
                                                                                               Jorge Luis Borges

El término imagen abarca, en la actualidad, una riqueza semántica que trasciende con creces el sentir denotativo de su génesis en latín: imāgo, -ĭnis. Esta voz, en la matriarcal lengua muerta,aludía ala representación imaginaria de un objeto o evento de la realidad.
Un sentido que comúnmente adquiere la acepción, se aviene perfectamente al entendimiento de la imagen como lo gráfico, lo que concierne al mundo visual, lo icónico. Constituye esta una visión limitada del concepto imagen, pues este rebasa las características cromáticas y morfológicas del objeto en cuestión, así como los identificadores gráficos que les son propios. Como es conocido se llama imagen a la representación en un soporte físico de algún elemento de la realidad: una pintura, un retrato, una escultura… Estas reproducciones se adscriben al mundo de las imágenes materiales.
Sin embargo, la imagen no es solo la representación material de un objeto de la realidad, sino que esta también refiere un proceso que se gesta a nivel psicológico. Esto se debe a que las representaciones no se inscriben únicamente en la superficie de materiales corpóreos, tangibles, sino que en algunas oportunidades utilizan como soporte la memoria. Se habla entonces de imágenes mentales. Es decir, la imagen desborda el plano de lo físico para adentrarse en un mundo abstracto de percepciones, sensaciones, conductas; en el cual la subjetividad del sujeto de la representación juega un rol meritorio. Diría el reconocido psicólogo y profesor universitario Manuel Calviño que “La imagen es ante todo subjetividad humana”. (Calviño en Yamel, 2000:53)
Joan Costa en su libro Imagen Pública una Ingeniería Social, permite dilucidar el sentido de las imágenes mentales al definirlas como “concentraciones de sensaciones, percepciones, experiencias y vivencias sintetizadas.” (Costa, 2001: 13)
Siguiendo esta noción, advierte Yamel Álvarez, desde su perspectiva psicológica que: “La imagen no es más que el criterio que se hace una persona de su entorno o lo que es lo mismo, la forma en que el individuo organiza a nivel mental y de forma consciente, toda la información que le llega del medio.”(Álvarez, 2000:13)
Por su parte Van Riel hace coincidir su percepción de la imagen con el concepto de Dowling, para quien: “una imagen es el conjunto de significados por los que llegamos a conocer un objeto, y a través del cual las personas lo describen, recuerdan, y relacionan. Es el resultado de la interacción de creencias, ideas, sentimientos, e impresiones que sobre un objeto tiene una persona.” (Dowling en Van Riel, 1994: 77)
Sanz de la Tajada conceptualiza la imagen como “el conjunto de notas adjetivas asociadas espontáneamente con un estímulo dado, el cual ha desencadenado previamente en los individuos una serie de asociaciones que forman un conjunto de conocimientos, que en psicología social se denominan creencias o estereotipos.”(Sanz de la Tajada, 1994: 131)
Todos los autores antes referidos coinciden al concebir a la imagen como un fenómeno de la subjetividad, que tiene por principales protagonistas a los individuos de la representación, los cuales la configurarán de acuerdo a sus valores, su sistema de significaciones y modos de vida.  
Según Joan Costa, el primer momento en la construcción de la imagen es la pregnancia, cuando el objeto es visualizado. Luego, cuando este se transforma de su condición de estímulo a la de mensaje, se arriba a la fase de profundidad, hasta que llega a la memoria, donde tiene lugar la consecución de la imagen mental. Es preciso señalar que la imagen no es el resultado inmediato de una impresión, sino que constituye un proceso psicológico casi involuntario que tarda algún tiempo en gestarse hasta que aparece en la conciencia como una realidad. Tampoco el proceso de construcción de las imágenes mentales alcanza un término espaciotemporal, pues estas se enriquecen con las vivencias que experimenta el sujeto y pueden llegar a modificarse.
A la transformación de imágenes en estereotipos se refirió también Costa. Según el autor las imágenes mentales establecen en los seres humanos modelos de pensamiento y de conducta, que una vez concretados o devenidos en rutinas, se convierten en estereotipos.
 “Cuando la huella o el recuerdo que deja esta síntesis mental que es la imagen, tiene suficiente intensidad (racional, emocional o utilitaria), adquiere su capacidad de implicación psicológica, que afecta al individuo mismo que la configura y la retiene en su mente. Se convierte así en una imagen-estereotipo de la conducta.” (Costa, 2001: 59)
La imagen no solo consigue pronunciarse en forma de representación, sino también puede expresarse como juicios valorativos o como condicionante del comportamiento humano.  En este punto reside la cuantía que se atribuye a la imagen mental, en su facultad de constituirse como “base orientadora en la regulación del comportamiento.” (Calviño en Yamel, 2000: 52)
El estudio de la imagen como configuración mental se ha hecho imprescindible en la presente sociedad, pues esta de “reflejo de representación (….) se ha transformado en un valor autónomo y un valor de cambio.” (Costa, 1995)

1.1-Imagen corporativa.
Una vez esclarecido el concepto de imagen y su implicación psicológica, se hace loable redefinir el término, esta vez en el ámbito empresarial, pues: “La imagen corporativa surge (…) a partir de la aplicación al contexto empresarial del concepto imagen mental.” (Álvarez, 2000: 13)
El holandés Cees B. M. Van Riel, en su libro Comunicación Corporativa (1994) hace un recorrido por la literatura que aborda la imagen como tema. Este autor segmenta a los investigadores que han estudiado la imagen corporativa en tres grupos. El primero de ellos es el de los críticos sociales, quienes, desde una posición sociológica, describen y enjuician el papel que juega la imagen en la sociedad contemporánea. La mirada de los críticos sociales figura como antítesis de aquellos que, desde las ciencias empresariales y la comunicación, acreditan el rol de la imagen como elemento provechoso. Dentro de este grupo se hallan figuras como Boorstin (1966), Morgan (1986) y Alvesson (1990).
 El segundo grupo es el de los autores analíticos, los cuales centrarán su interés en la obtención de un concepto de la imagen, y en la búsqueda de técnicas que hagan de ella un fenómeno mensurable. Se vinculan a esta corriente Reynolds y Gutman (1984), Wierenga y van Raaij (1987), Verhallen (1988), Beeijk y van Raaij (1989), Pruyn (1990).
El tercer y último grupo que delimita Van Riel es el de los autores centrados en la actividad práctica, a los que a su vez segmenta en dos categorías: los académicos y los que se hallan insertados en el campo de la aplicación. A los académicos, dentro los cuales se distingue a Kennedy (1977), van Raaij (1986) y Dowling (1986); les concierne el proceso de creación de la imagen de la empresa. Por otro lado al segundo subgrupo lo guía el propósito de potenciar una imagen positiva en su público objetivo, para lo que se sirve del diseño de planes de etapas múltiples. Gray y Smeltzer (1985), Bernstein (1986), Olins (1989), Ind (1990) y Blauw (1994) son algunos de los autores que se registran en el terreno de la aplicación.
En la sociedad contemporánea, en la cual un sinnúmero de empresas confeccionan los mismos artículos y donde, no es el valor de uso del producto lo que garantiza la decisión de compra del cliente; ha sido preciso un redimensionamiento de la imagen como valor intangible de la entidad y elemento diferenciador. Es por ello que muchos se preocupan por definir el término y diseñar estrategias que potencien una imagen favorable de las organizaciones.
¿Cómo definir, entonces, la imagen corporativa?
Para Justo Villafañe, referente fundamental en toda sistematización del tema “la Imagen Corporativa es el resultado de la integración, en la mente de los públicos con los que la empresa se relaciona, de un conjunto de  imágenes que, con mayor o menor protagonismo, la empresa proyecta hacia el exterior.” (Villafañe, 1993: 24)
En este concepto se evidencia el carácter global que le atribuye Villafañe a la imagen corporativa, al entenderla como la totalidad de experiencias que se conforman las personas en relación a una entidad. Su concepción se sustenta en principios gestálticos, que sostienen que los fenómenos no son percibidos como la mera adición de sus partes constitutivas, sino que se entienden a partir de una configuración global.
Norberto Mínguez coincide con esta visión integradora de la imagen, al plantear que los atributos, a los que queda reducida la organización en la mente de los públicos, “no están aislados, sino que forman una totalidad, una suerte de unidad en la que hay una cierta interdependencia y complementariedad.” (Mínguez, Norberto)  
Joan Costa plantea que: “La imagen de la empresa es la representación mental, en el imaginario colectivo de un conjunto de atributos y valores que funcionan como un estereotipo y determinan la conducta y opiniones de esta colectividad.” (Costa, 2001: 58)
Este conjunto de representaciones que surgen a partir de la evocación de una entidad va a establecer las bases de un trato dialógico entre la institución y sus públicos; y existirá independientemente de las tentativas de proyección de una imagen deseada por parte de la organización. Esto equivale a que la imagen empresarial estará sujeta, no solo a las acciones que emprenda la institución, sino que también dependerá de lo que los públicos objetivos deseen percibir e interpretar de su ejercicio. Constituye esta la propiedad subjetiva del fenómeno imagen, a la cual se hizo referencia en el epígrafe anterior.
Costa reconoce la amalgama de elementos que, más allá de lo que la organización quiere mostrar, intervienen en la creación de la imagen corporativa: “percepciones, inducciones y deducciones, proyecciones, experiencias, sensaciones, emociones y vivencias de los individuos, que (…) son asociadas entre sí (…) y con la empresa (…)” (Costa, 2001: 58) De igual modo Sanz de la Tajada entiende a la imagen corporativa como el conjunto de representaciones afectivas y racionales asociadas a una empresa como resultado de “las experiencias, creencias, actitudes, sentimientos e informaciones de dicho grupo de individuos.” (Sanz de la Tajada, 1994: 131)
De todo lo expuesto con anterioridad se derivan algunas conclusiones: la imagen corporativa tiene carácter integral, pues es la percepción global que de una empresa se conforman sus públicos; también es un fenómeno subjetivo que depende de las características psico-sociales de las audiencias, por lo que no tiene que necesariamente coincidir con la imagen que la empresa se proponga proyectar; y es la base sobre la cual se basarán las relaciones de la institución con sus públicos.
 Ha de añadirse que la imagen intencional debe partir necesariamente de la realidad de la institución y que ha de gestionarse indirectamente a través de una comunicación sinérgica de aquellos puntos fuertes de su identidad. Además, se hace preciso, según Villafañe, una coherencia entre sus políticas formales y funcionales; o sea la coordinación entre las actividades fundamentales que desarrolla la entidad asociadas a la producción de bienes o servicios, y el sistema débil de la misma, de naturaleza intangible.
El conocimiento de aquellos elementos que intervienen en la conformación de la imagen empresarial, hará posible tener una noción sobre aquello que puede hacer cada institución en virtud de posibilitar una imagen favorable.
María Luisa Muriel e Hilda Rota resumen en tres ítems los factores que condicionan la imagen que se conforman los públicos. Estos son, además de las experiencias y actitudes individuales de los receptores, a las cuales ya se ha hecho referencia:
“-La relación con la institución (…) entendiéndose por relación todos los contactos que cada uno de los miembros del público tenga con ella.
-La influencia de otros individuos que a su vez hayan tenido contactos (relaciones) con la institución.” (Muriel y Rota, 1980: 52)
En estos dos últimos factores de la imagen corporativa Capriotti, (1999) distingue las principales fuentes de información que, unidas a los medios de comunicación, intervienen en la construcción de la imagen.
Una imagen positiva es prerrequisito fundamental para el sustento de relaciones comerciales exitosas. La forma en que los principales públicos se representan a la entidad es vital pues, si bien la imagen constituye una construcción limitada de la realidad y no la realidad objetiva en sí misma, las personas asumen esta fracción, este resumen que es la imagen como la propia verdad y es sobre este conocimiento que basan sus actitudes con respecto a la organización.
1.2-Relación entre cultura, identidad, imagen y comunicación. El paradigma del Siglo XXI.
Los valores, creencias y comportamientos de una entidad; sus rasgos distintivos y la forma en que las personas la conciben; constituyen elementos de imposible divorcio que se articulan unos a otros en un proceso de construcción de valor.
Si bien en la configuración de la imagen desempeñan un rol meritorio las características y experiencias individuales de los sujetos de la representación; sin embargo, no es menos cierto que es en la identidad donde se halla el motivo y principio de toda imagen corporativa. Los públicos de una entidad se representarán aquellos atributos que de manera indisoluble singularicen a una institución, pues “… la imagen es el efecto público de un discurso de identidad.” (Norberto Chávez, 1988: 14)
Ideas que corroboran la existencia de la imagen a expensas de la identidad pertenecen, de igual modo, a autores como Van Riel; para quien: “La imagen corporativa refleja, en parte, la identidad de una organización.” (Van Riel en Trelles, 2005: 27) Sanz de la Tajada refiere que cuando las percepciones se basan en características alejadas de la veracidad identitaria se produce una relación disfuncional entre la imagen y la identidad, que genera, usualmente, un efecto bumerán. Villafañe alega que “la identidad de una empresa es lo que, básicamente, determina su imagen” (Villafañe en Trelles, 2005: 79); afirmación de la cual se deriva la necesidad, por parte de las empresas, de implementar acciones interventoras para instituir y preservar una fuerte identidad corporativa.
Mas, una delineación apropiada de los recursos de identificación no garantiza el feliz proceso de conversión de la identidad corporativa en imagen deseada; se hace preciso, además, plasmar esos rasgos singulares en mensajes concretos y hacerlos llegar a los públicos objetivos. La comunicación constituye el elemento que viabiliza la transmutación de la identidad en imagen, ya que esta última no es más que “el efecto o resultado de la comunicación -voluntaria o involuntaria- de una identidad. (Sanz de la Tajada, 1994: 142) A este proceso que culmina con la imagen de la empresa, y que tiene por principio la transmisión de mensajes e inputs con contenido identitario, Norberto Chávez lo llamó semiosis institucional. Se puede entender por semiosis institucional el “proceso –espontáneo, artificial o mixto–  por el cual una institución produce y comunica el discurso de su identidad y motiva en su contexto una lectura determinada que constituirá su imagen.” (Norberto Chávez, 1988: 31)
Si bien la identidad es un fenómeno único e intransferible, es posible hacer una discriminación de aquellos atributos que a la organización le interesa pasen a la experiencia de los públicos. Correspóndele a una adecuada gestión de comunicación, la conformación de un discurso identitario apropiado y la selección de los soportes y medios que se encargarán de hacerlo llegar a los públicos objetivos. La comunicación no funge como mera tramitadora en la construcción de la imagen; sino que su presencia se hace vital desde la propia construcción de la identidad: “actúa como señal de existencia de las propiedades identificatorias de la organización.”(Serlín, 1997: 126)
¿Dónde figura, entonces, la cultura en todo este entramado de elementos? La cultura, entendida como los principios básicos compartidos y aceptados por los miembros de una organización, y la orientadora de sus comportamientos; está latente en todas las actuaciones de la entidad. Es ella la matriz de la que parte lo que la empresa es, pues “la identidad es la manifestación codificada de la cultura de la empresa” (Sanz de la Tajada, 1994: 53) La cultura hará que la concepción que tienen los trabajadores de la organización a la cual pertenecen sea más compartida; concepción de la cual emergerá la identidad, pues esta se conforma solo a partir de distinciones que los miembros de la empresa comparten como propias.
Andrade refiere que la cultura “le confiere identidad (aquello que lo hace ser lo que es) –a la organización–  y define su propio estilo de hacer frente a los problemas derivados de su funcionamiento interno y de su adaptación externa.” (Andrade en Trelles, 2001: 165) Villafañe, de igual modo percibe en la cultura la génesis de la conformación de la identidad. Para él la primera constituye “el proceso de construcción social de la identidad de la organización, es decir, de la asunción de significados.” (Villafañe, 1997: 144)
La cultura de una organización condiciona, a través de los valores y principios explicitados en la declaración de su misión, la identidad de la empresa. Identidad que, por medio del concurso de la comunicación organizacional, es incorporada a la subjetividad de los diferentes públicos para concluir en la configuración de la imagen corporativa.
Costa, desde premisas epistemológicas que enarbolan una visión holística, transversal y sinérgica de las acciones comunicativas y productivas de la organización; presenta un paradigma que asume y gestiona la empresa desde su matriz cultural: El paradigma del Siglo XXI. Cultura, identidad, imagen, comunicación y acción constituyen los vectores de este nuevo paradigma que surge tras la necesidad de explicar las dinámicas de la era del conocimiento y tras la pérdida de valor estratégico por parte de los pilares sobre los que se sustentaba el industrialismo: el capital, la organización, la producción y la administración.
 Ante la presencia de una superoferta en el mercado, no es la calidad de los productos y servicios lo que determina el éxito de una empresa; sino una serie de valores abstractos que, permitiéndole a la organización distinguirse del resto, elevan considerablemente a ojos del cliente la cuantía del producto. “Los productos han tendido en sus prestaciones materiales, a “clonizarse” o transformarse en “commodities”, o sea a indiferenciarse conforme a los productores. Solo la asignación de símbolos puede actuar como agente diferenciador que impulse una selección favorable.” (Serlín, 1997: 123) No solo se da el hecho de que los usuarios elijan a una entidad por los atributos positivos por medio de los cuales se la ha representado mentalmente; sino que también buscan, de forma consciente, los productos de aquellas firmas que tienen una imagen socialmente reconocida como “buena”, para impregnarse de su valor simbólico, de ese status. Tal es la cuantía de los valores emergentes. ¿Pueden, acaso, el capital, la organización, la producción y la administración ser los elementos rectores de las lógicas que imperan en el mercado actual?
El Paradigma del Siglo XXI, de Joan Costa, constituye un modelo que recrea de manera explícita la interdependencia entre las variables que se han venido tratando: cultura, identidad, comunicación e imagen; a las cuales el autor suma la acción.                         
Como matriz y centro conductor de todos los procesos que suponen los vectores estratégicos se halla la cultura, dando “sentido y valor diferenciador al conjunto”. (Costa, 2001: 104)
La cultura expresa el modo y la condición de las esferas de actuación y comunicación de una entidad. Costa señala cómo no es fundamental aquello a lo que la empresa se dedica; puesto que lo que hace y lo que crea no la distinguen de un conjunto de entidades que tienen igual objeto social. Es el cómo lleva a efecto cada una de sus acciones lo que le imprime singularidad. Lo que dice la empresa corresponde a la estrategia de comunicación que, como parte de un modelo de fundamentos holísticos, se inserta en la estrategia global de las realizaciones productivas y ejecutivas. La comunicación, con su fuerte carácter transversal, es el vector en el paradigma de Costa que afecta de manera imparcial a todos los demás elementos.
En el eje vertical del esquema del paradigma,  se muestran la identidad y el resultado a obtener: la imagen, ambos mediados por la cultura. La identidad se construye a partir de lo que la empresa es (o sea del conjunto de características empíricas que la definen) y de lo que hace y lo que dice (de la participación de los vectores a partir de los cuales se conforma el segmento horizontal: acción y comunicación). La cultura posibilita la construcción de la identidad e interviene en la transformación de esta en percepciones y experiencias positivas o negativas por parte de su público.

1.3-La funcionalidad de la imagen corporativa.  Su extensión al objeto y a los sujetos de la representación.

La funcionalidad que posee la imagen institucional es el argumento que sustenta su gran estimación. Joan Costa, para quien la imagen se revierte en una necesidad de orden estratégico para la organización, define 15 funciones de este importante instrumento diferenciador. Detenerse en las funciones adjudicadas a la imagen en una entidad, ofrecerá una idea de por qué, si no es esta un mecanismo para obtener resultados mesurables en el corto plazo, es considerada un valor de importancia decisiva.
Los puntos fuertes que identifican y singularizan a toda entidad resultan inoperantes si no son percibidos e interiorizados por sus públicos estratégicos. Aquí radica una de las funciones que, a la imagen corporativa, atribuye el prestigioso consultor catalán: destacar la identidad diferenciadora de la empresa. También correspóndele a la imagen la construcción de la personalidad y del estilo corporativo, que configuran el modo singular de hacer y expresarse de la institución.
En buena medida es la imagen corporativa la responsable de atraer a los clientes y de procurar su fidelidad; además de suscitar una opinión pública favorable. Mas, esta no solo determina que una empresa constituya la elección de sus clientes, sino que también hace posible atraer a los mejores especialistas del sector, al advertir en ella una oferta sugestiva. Según Costa la imagen tiene la capacidad de orientar el liderazgo que se instaura sobre la personalidad empresarial; además de hacer posible la integración de los trabajadores, al sentirse orgullosos de la empresa en la cual laboran. La perdurabilidad de una representación óptima de la institución se sedimenta en prestigio y reputación. He aquí otra de las funciones de la imagen, alcanzar el renombre y buen crédito de la empresa, dotándola de notoriedad y, sobre todo, haciéndola reconocida por sus valores.
No obstante, la imagen no solo cumple funciones con respecto a la entidad, para los sujetos de la representación o usuarios también cobra importancia. Según Poiesz las funciones que con respecto al consumidor realiza la imagen son: función de conocimiento, función de expectativa y la función de consistencia. Resulta un ejercicio quimérico, frente a la pluralidad de productos homólogos que se ofertan en el mercado, hacer una selección fundada en la imparcialidad de las cualidades materiales de dichos objetos. Ante la imposibilidad del cliente de discernir racionalmente cuál es el producto superior de acuerdo a sus particulares objetivas y tangibles, este “busca formas de establecer distinciones de valor basadas en características subjetivas, no visibles de un producto” (Pruyn en Van Riel,1997: 81) La imagen es, entonces, el elemento subjetivo que orienta la decisión de compra y que, reduciendo considerablemente la disonancia cognitiva a la que se enfrentan los sujetos en el momento de la elección, deviene en argumento justificativo de la selección.

1.4-Dimensiones de la imagen: Imagen intencional, imagen pública, autoimagen
Justo Villafañe define las dimensiones que puede tener la imagen corporativa: autoimagen, imagen pública e imagen intencional.
La autoimagen es la representación compartida por parte de los miembros de una organización de sus características;  es “la Imagen interna de una empresa y se construye a partir de la percepción que esta tiene de sí misma.”(Villafañe, 1993: 47) Denominada también endoimagen (imagen de dentro) (Tajada y Scheisson), esta no es más que el resumen interpretativo que de la entidad hacen sus públicos internos. 
La existencia de la imagen interna guarda una estrecha relación con la cultura organizacional. Tal es el grado de interdependencia entre estas variables, que aproximaciones al concepto de cultura corporativa han llegado a entenderla como la propia autoimagen. (Villafañe, 1997: 142) Según esta mirada, mientras más sea compartida por parte de los públicos internos la percepción de significados, símbolos e imágenes pertenecientes al universo significativo de la entidad, más consolidada estará la cultura corporativa. Esta noción es apoyada por Sanz de la Tajada quien, percibiendo la relación entre autoimagen y cultura, sustenta: “La imagen interna de la empresa resume la concepción global de la misma por parte del personal: cuanto más compartida sea dicha concepción, más cabe hablar de una cultura fuerte de la empresa.” (Sanz de la Tajada, 1994: 137)
La autoimagen es un elemento que influye considerablemente en el ambiente y las relaciones de trabajo. Es por ello que Villafañe refiere que el clima interno es un parámetro que da cuenta de la imagen –favorable  o desfavorable– que de la empresa se han conformado los públicos internos; porque el clima interno no es más que “la expresión personal de la percepción que los trabajadores y directivos se forman de la organización a la que pertenecen (…)”. (Robbins en Santos, 2005:34) 
La imagen que se gesta al interior de los márgenes empresariales “suele proyectarse también hacia el exterior en modos de comportamiento y relación muy concretos y fácilmente identificables.” (Villafañe, 1999: 47) Ella constituye un factor de legitimación, pues posibilita a través de la autoidentificación de algunos atributos empresariales, que estos pasen a constituir parte de la identidad corporativa, a partir de la cual se conformará una imagen pública. En este sentido resultan significativas las palabras de Sanz de la Tajada. Según el autor la “percepción de organización –endoimagen–  tiene influencia –en algunos casos decisiva– en la personalidad de la misma: su identidad.” (Sanz de la Tajada, 1994: 142)
Según el criterio de Mirlandia Valdés en la autoimagen intervienen fundamentalmente dos indicadores: el nivel de coherencia y la calidad de la coincidencia. El primero de estos elementos alude a la frecuencia con que los públicos internos perciben las mismas características de la organización; mientras el segundo tiene que ver con la valoración que de las cualidades más compartidas hacen los miembros de dicha entidad. Para logar una autoimagen positiva es preciso conocer qué puntos fuertes de la empresa satisfacen las necesidades de los trabajadores, en aras de basar su comunicación interna sobre estas fortalezas. Esto hará posible que las cualidades positivas expresadas pasen a poseer un alto nivel de coherencia entre los miembros de la organización. 
 Por otro lado, la imagen intencional constituye la forma en que los decisores de la institución desean que esta sea percibida, es el establecimiento consensuado de un conjunto de características que definirían a la empresa ante sus públicos. La imagen intencional se inicia en el momento en que “la organización deja de articular proyectos para transformarse en un proyecto para la sociedad política y global en la que actúa” (Serlín, 1997: 126)
Max Tello inserta el concepto de self para aludir a la imagen intencional. “El self es una construcción que aspira a ser licitada en los otros y equivale a la fórmula “así es como yo quiero que me veas”. Es la imagen que nosotros mismos presentamos a los demás.” (Tello, 1996: 64) Las expectativas de las audiencias son fundamentales en la configuración del self, y a esto se debe que la institución no pretenda ser percibida de la misma forma por todos los públicos. La imagen intencional estará sujeta a la modalidad de la imagen que resulte oportuno se conforme en la mente de los públicos. Esta imagen favorable varía considerablemente de una institución a otra, pues estará en dependencia del objeto social de la empresa y de las personas a las cuales se dirija. Es por ello que, según palabras de Muriel y Rota, se hace pertinente  realizar una “formulación de las características que resultan deseables de acuerdo con el tipo de institución de que se trate y con las características de sus diversos públicos.” (Muriel y Rota, 1980: 53)
Scheinsohn nombra a la imagen deseada como imagen pública pretendida, y la conceptualiza como la “síntesis interpretativa que se pretende que opere el público acerca de la empresa.” (Scheinsohn, 1997: 267)
Villafañe, para quien la imagen intencional es “aquella que la empresa quiere inducir en la mente de los públicos” (Villafañe, 1999: 47), plantea que son dos los medios de los cuales la empresa se vale para presentar la propuesta ideal de lo que desea ser: la Identidad Visual Corporativa y la Comunicación. El autor reconoce cómo la organización no puede controlar la imagen que de ella se conforman los receptores, por la subjetividad que atraviesa al fenómeno perceptivo; pero advierte que sí puede influir, en alguna medida, en esa imagen a través del trabajo corporativo. El trabajo corporativo reúne a todas las actuaciones empresariales que de forma deliberada o inintencionadamente hacen a los públicos conformarse una idea de la entidad. “En términos profesionales (…) lo que podemos crear es la imagen intencional de la empresa, su personalidad pública o corporativa, a partir de la optimización de la zona visible, y susceptible de intervención, de su identidad.” (Villafañe  en Trelles, 2005: 79)
 Como se ha referido, la empresa debe en primer lugar, definir aquellos atributos que constituyan las principales fortalezas a potenciar en la mente de los públicos, para luego materializar esa imagen intencional en estrategias que permitan su culminación en una buena imagen pública. Esto se debe a que “sin existir un Plan/Estrategia, para que la organización sea conocida en el exterior, difícilmente pueden llegar a prestigiarse sus actividades (…)” (Martín en Trelles, 2001: 259) Un aspecto que no se puede obviar es que la selección de los atributos a comunicar deben basarse en la realidad identitaria de la organización, en aras de obtener una imagen pública positiva.
La imagen pública es la tercera dimensión a la cual se refiere el autor. Esta constituye la representación que el entorno, es decir los públicos externos de la empresa, se han conformado de ella. “La empresa mediante sus discursos gráficos verbales… y también comportamientos, genera una manera de presentarse en el mercado que permite ser interpretada por los agentes opinantes y así configurar una idea sobre “lo que es”, esto es, su imagen pública(…)”(Pericot en Saló, 2000: 76)
Norberto Chávez distingue el fenómeno de opinión pública como la lectura que hacen los miembros de la sociedad de los atributos y valores que definen a una organización. Para Costa “la imagen pública, la que los públicos construyen y retienen en la memoria, es una síntesis de estímulos diversos ligados a la empresa.” (Costa, 2001: 220) El autor expone cómo esta va a ser la realidad que el entorno se construya de la empresa y aunque sea subjetiva, devendrá en el único conocimiento de la existencia objetiva que de la institución se tenga, pues “para el público, los hechos, tal como él los interpreta, son la realidad.” (Costa, 2001: 173)
Otro elemento que plantea el autor es que la empresa no puede eximirse del efecto público de su proceder, pues la imagen se gesta en la mente de las audiencias de forma ineludible: “(…) no importa si la empresa se preocupa o no de su imagen pública: de todos modos esta se va a generar, existirá y funcionará, con mayor o menor fortuna. Inevitablemente.” (Costa, 2001: 157). La imagen que se constituya sin la intervención de la empresa será, entonces, una imagen espontánea o natural, que es aquella que según Sanz de la Tajada ha ido surgiendo del devenir histórico de una entidad prescindiendo de una revisión y proyección de la comunicación en función de su efecto. Permitir la conformación de una imagen espontánea por parte de los públicos claves de la empresa, debido al grado de aleatoriedad que implica, es exponerse a obtener una imagen pública desfavorable, aún cuando la entidad posea atributos positivos prestos a manifestarse públicamente.
 De forma opuesta a la imagen natural se halla la imagen controlada que según palabras de Tajada es la “que surge de la voluntad de la empresa por poner bajo su control ese efecto” (Sanz de la Tajada, 1994: 136)
Una imagen pública positiva, que se corresponda con la imagen intencional, si bien nunca queda garantizada del todo, ni se consigue gestionar directamente; puede ser asegurada con un alto por ciento de probabilidad si el activo intangible que constituye la comunicación organizacional se gestiona adecuadamente. Un esfuerzo por generar una imagen pública debe partir de la “coordinación, y la eliminación o disminución al máximo posible de la aleatoriedad, la improvisación y el espontaneísmo, en la realización de actividades comunicativas” (Trelles, 2002: 53); pues, como dijera Sanz de la Tajada:
“Solo a través de la planificación estratégica de su imagen puede la empresa esperar, con una probabilidad no desdeñable, ser percibida por sus diferentes públicos como a ella le interesa (…)” (Sanz de la Tajada, 1994: 136)

Referencias Bibliográficas
-Álvarez, Tomás y Mercedes Caballero: Vendedores de Imagen los retos de los gabinetes de comunicación. Editorial Paidós. Barcelona, 1992.
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Recibido: 30/04/2015 Aceptado: 24/05/2015 Publicado: Mayo de 2015

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