EN EL VACIADO DE MIS PENSAMIENTOS.
UNA CONVERSACIÓN CON EL ESCULTOR ROMÁN HERNÁNDEZ

José Aníbal Campos (CV)


Resumen:
El presente artículo es en esencia una conversación con el escultor español Román Hernández, profesor de la Facultad de Bellas Artes de La Universidad de Laguna (Canarias, España), quien ha desarrollado durante las últimas dos décadas una destacada carrera artística complementaria a su labor docente. Su escultura, caracterizada por mantener un coherente diálogo entre contemporaneidad y academicismo, está al mismo tiempo llena de elementos simbólicos, razón por la cual se abre a diferentes lecturas. La siguiente entrevista se adentra en los significados ocultos en la obra escultórica de este interesante creador.

Palabras clave: arte, escultura, poesía, azar.

* * * * *

Me gustaría que empezara hablándome de sus primeros pasos en la escultura. ¿Cuándo y en qué circunstancias tiene lugar ese primer fogonazo que le dice a un potencial artista: «Es a esto a lo que quiero dedicarme»? ¿Fue una decisión consciente o un camino seguido de forma, digamos, fortuita?

Fue una decisión consciente. Ya, a edad temprana, rondaría los diez o doce años, suponía que mi vida estaría ligada al arte, pero sin tener la menor idea de si sería posible dedicarme a esto ni de qué manera. Lo que sí tuve claro desde ese momento era que quería orientar mis estudios hacia la actividad artística y su historia. Me di cuenta pronto de que el hecho artístico, de alguna manera, intensificaba mi vida. En aquellos años disfrutaba haciendo mis primeras creaciones artísticas… (Bueno, quizás debería decir más bien, mis primeros objetos, objetos tridmimensionales que rozaban más la artesanía que el arte). En cualquier caso, ya se perfilaban en ellos algunos visos de sensibilidad que mucho tenían que ver con mis vivencias, con la implicación del cuerpo sobre la materia y el espacio, y eso lo descubrí a temprana edad, cuando manipulaba una simple chapa de madera o una hoja de papel en blanco. Conservo todavía hoy algunos de aquellos objetos fabricados, pero no los cuadernos y dibujos sueltos que llegué a realizar, aunque recuerdo que eran numerosos. De ahí para atrás no quedan reminiscencias en mi memoria que me relacionen con el arte de forma, digamos, directa, si excluimos, claro está, la visión muy temprana de la rica iconografía religiosa, la escultura policromada, los relicarios que atraían poderosamente mi atención, los exvotos de cera protegidos en urnas de cristal que podía observar en la penumbra de las iglesias y procesiones a las que me llevaban mis padres. Todo un cúmulo de estímulos que se grabaron en mi memoria. ¿De dónde cree que procede la costumbre que tengo de guardar celosamente, de preservar las palabras, las ideas y los objetos fabricados, venerados y coleccionados en una urna cerrada?

Mis últimas obras podrían recogerse bajo el epígrafe de «arqueología de la memoria». Un ejemplo que ilustra lo que estoy diciendo es Cabeza de muñeca (resina acrílica policromada y peana de madera dorada con pan de oro, 2011). Esta pieza reproduce, a partir de la memoria, un pequeño objeto que realicé en escayola a la edad de ocho años. A partir de la cabeza de una muñeca vieja utilizada como molde, un hermano y un primo con los que jugaba y yo obtuvimos dos reproducciones. Nos sorteamos los ojos de aquella muñeca con la idea de insertarlos en la cabeza reproducida. Aquella pieza sin pretensión artística se convirtió en una especie de lapicero en el que colocaba los pinceles, los lápices y las plumas que utilizaba cuando dibujaba y pintaba.

Posteriormente, en la preadolescencia, mis primeras incursiones se producen en la práctica de la pintura de paisajes y de objetos, en un intento por imitar a artistas cuyas obras llamaban poderosamente mi atención (Dalí, Magritte, Brueguel, Switters, Millares, entre otros). Copiar lo que veía en los libros me ayudaba a introducirme de forma totalmente autodidacta en los secretos de las técnicas y procedimientos del dibujo y la pintura al óleo. Los títulos de mis dos primeras exposiciones en el Instituto Teobaldo Power de Santa Cruz de Tenerife, donde realizaba mis estudios de bachillerato, son significativos: Espacios (mayo 1981), dedicada a la pintura de paisajes, y Visiones (abril 1982) donde el paisaje se confundía –o más bien se adornaba— con objetos de corte surrealista. En esa época se producen mis primeras ventas, a la vez que realizaba otras obras por encargo. Para un muchacho de dieciséis años esto suponía todo un incentivo. En 1982 ingresé en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de La Laguna, y allí mi interés se derivó hacia la escultura. Obtuve la licenciatura en 1987 y me doctoré en 1993 con la tesis doctoral Aspectos estructurales, formativos y significativos del canon de proporción en la escultura. Dos años más tarde obtuve la plaza de profesor titular de universidad adscrita al área de conocimiento de escultura, y desde entonces mi vida transcurre íntimamente ligada al estudio de este género, a su enseñanza y a su práctica.

En el proceso de creación literaria, por ejemplo, es habitual que lo primero que surja sea la idea, la historia. Al autor de una obra narrativa empieza a veces a rondarle una historia por la cabeza, y esa historia, que al principio no es más que una vaga noción, es la que va determinando luego la forma. A veces el personaje (o los personajes) van cambiando fortuitamente, siendo, a su vez, modelados por la forma que ha escogido el autor. ¿Hay también en la escultura, digamos, una intervención del azar? ¿En qué medida el material escogido va dictando una forma específica u obliga al artista a irse desviando de la idea original?

La materia, el azar…, son términos amplios con connotaciones diversas que, naturalmente, tienen una estrecha relación con la creación escultórica, por lo menos en mi caso. Sin duda el material condiciona de forma sustancial el método de trabajo, los procesos y los procedimientos. No es lo mismo partir de un bloque de piedra, una chapa de metal o madera manufacturados que partir de un objeto encontrado. En el ready-made, por ejemplo, el azar juega un papel importantísimo, pues podríamos decir que el azar se anticipa a la idea. Henry Moore, señaló «tengo una idea o se me ocurre una idea, y entonces encuentro el material para hacer la escultura, y para llevar a cabo estas ideas […] haré varias maquetas no más grandes que una mano». Moore daba forma a la idea y después buscaba el material más apropiado al que aplicaba las técnicas de elaboración adecuadas, siempre desde el conocimiento de las posibilidades expresivas que la propia materia es capaz de desvelar. Cuando la idea surge a partir del objet trouvé o ready-made –que también ocurre—, hay en su mayor parte una modificación del objeto, aunque no hasta el extremo de hacerlo irreconocible. La modificación del objeto encontrado para someterlo a nuestra idea conlleva procesos de elaboración y la aplicación de procedimientos específicos y completamente distintos a la forma de operar de Moore. Por ello, el objeto creado finalmente será, además de un objeto encontrado, un objeto intervenido, modificado, interpretado, adaptado a las necesidades comunicativas del autor, con una carga expresiva tan importante como la que puede tener cualquier obra realizada con otros procesos, ya sea una talla en madera, un modelado… Pueden ser infinitos, todo depende de la cantidad de materiales de los que se puede disponer y de la capacidad creativa del escultor.

En ocasiones el azar actúa –o mejor dicho, dejamos que actúe— sobre nuestra conciencia. Ocurre que una forma determinada de un material determinado acaba por formar parte de la obra preconcebida, que hemos ideado previamente debido al interés que despositamos en ella. A medida que voy trabajando, la idea original permanece, pero no sabes, en ocasiones, cómo acabará en todo detalle. Así me ocurrió, por ejemplo, con una de mis últimas obras, Armario de luces y sombras, que dio pie a todo un repertorio de objetos guardados en la memoria y, sorprendentemente, dio cabida también a aquellos otros que permanecían en el olvido; como dice Gamoneda: «La memoria también está hecha de olvidos». Si el azar no me hubiese hecho tropezar una noche, paseando por Santa Cruz, con ese armario tirado a la basura, posiblemente mi Armario de luces y sombras no hubiera visto la luz, y tampoco todo lo que en él se guarda. Aquel mueble que tanto significó en mi infancia y adolescencia, había permanecido hasta ese momento en el olvido. Como diría John Berger: «Lo incorpóreo se hace corpóreo. La necesidad es la condición de lo existente», y lo que hasta ese momento parecía sepultado en el olvido, se hizo visible. Tan sólo precisaba de un estímulo para emerger.

Cabe señalar aquí también que, en el hecho artístico, el que concedamos importancia al azar no contradice los conceptos fundamentales del lenguaje escultórico: la composición de las formas en el espacio, su organización interna, su equilibrio, su orden. Como bien señala el poeta Antonio Gamoneda en su obra El cuerpo de los símbolos, la composición es «la madre del cordero (estético)». Sin ella no tendríamos, por ejemplo, pieza musical que agradara a los sentidos. El equilibrio, la proporción y la simetría, más que igualdad, en el sentido de relación de las partes en un todo, ¿no producen acaso un placer estético que nos seduce y atrae? Incluso en la poesía entendida como «objeto de arte» (Gamoneda en la citada obra) también se da un orden compositivo cuya materia es el lenguaje, el lenguaje ordenado.

También ocurre que en mis procesos de trabajo, en ocasiones, no ha existido ni siquiera un boceto ni ha intervenido el azar, a veces han sido tan sólo la idea, la palabra pensada y escrita las que han puesto en movimiento la máquina para realizar una obra determinada. Por eso, la mayor parte de las veces mi fuente de inspiración no está en la observación de la naturaleza –aunque también—, sino en los libros, en las lecturas sobre arte, filosofía, matemáticas, literatura, poesía… «Que nadie se equivoque: Cum libellis loquor (“Hablo con los libros”, Plinio el Joven). La herida sana en ese vicio impune» (2011) es un texto que se relaciona estrechamente con dos obras tituladas Repisa de la memoria y Repisa del hacedor de libros (2010 y 2011 respectivamente), dos estructuras que admiten múltiples variables en las que los objetos que la forman pueden intercambiarse y moverse libremente. La técnica empleada aquí es la construcción directa, el ensamblaje, que permite, como digo, continuas variables hasta el punto de que se construyen deconstruyendo, atendiendo a esa imperiosa necesidad a la que aludía Jacques Derrida.

Y he traído a colación la literatura porque, si algo llama la atención en el conjunto de su obra, es la frecuencia con la que recurre a la palabra. Hay, a mi juicio, un afán de totalidad en ello, la búsqueda de eso que llama lo «inefable» y que determina el proceso y el resultado creativo. Sin embargo, hay obras que hablarían por sí solas, sin necesidad del lenguaje escrito. ¿Cómo ve usted ese regreso constante a la palabra?

No sólo la palabra, también aparecen constantemente en mi obra los conceptos, las fórmulas y los fundamentos geométricos, producto de la fascinación que siento por las matemáticas y la filosofía y que me ha llevado a lecturas de Platón, de Euclides, de San Agustín, de Leonardo, de Durero, de L. B. Alberti, de Vitruvio, de Plinio el Viejo, y hasta de las Sagradas Escrituras como fuente de inspiración. De ahí surgen obras como Geometría razonada para la construcción del cuerpo esférico de Platón (2000), Durero me enseñó cómo construir una hermosa mujer a partir de ciertas reglas y principios (2001) o Tricordio pitagórico para establecer un universo sinfónico basado en los números (Serie commensuratio, 1997) tres obras que incluyen, además de la palabra escrita, formas geométricas y conceptos matemáticos.

En efecto, hay obras que hablan por sí solas, que no requieren de la palabra tatuada en su piel para definir o expresar lo que se quiere. Tal es el caso, por ejemplo, de Instrumentos para un estudio (2004), una pieza de bronce que está compuesta por un cráneo humano «matemáticamente seccionado» que deja ver, además de uno de los dos hemisferios cerebrales, una pequeña esfera, una pluma y una plomada, todos agrupados en un plano euclídeo también de bronce. Se trata de una composición cuyos elementos se relacionan estableciendo un diálogo, con una fuerte connotación simbólica y conceptual. La palabra escrita aquí no es necesaria, todo se sugiere a través de la imagen. No podemos olvidarnos de que toda imagen requiere de un juicio de valor, una palabra, un pensamiento, eso que Rodriguez de la Flor ha denominado «el esfuerzo de exégesis plural que la imagen demanda infinitamente».

Existen otras piezas, sin embargo, con la escritura inserta en ellas. Lo que ocurre es que, la palabra escrita, la fórmula matemática, los números, las letras se convierten en elementos que ayudan a componer, con su disposición en el espacio y con el gesto expresivo de la grafía, sin olvidar el alto componente simbólico que pueden llevar implícitos. Una línea vertical milimetrada, numerada y trazada a lo largo de una pieza, viene a destacar, aún más, el sentido del equilibrio y del orden psíquico, tan necesario para el ser humano. La plomada, el «flexible símbolo de la verticalidad», como diría Le Corbusier, está presente en mi obra desde el principio, igual que la escritura. El valor de la palabra es tan extraordinario como lo puede ser una forma, un gesto, un dibujo en el espacio, cuyo campo acotado no es otro que la forma en su totalidad, incluyendo el propio espacio como elemento escultórico activo. Incluso diré más, creo que el dibujo y la escritura vienen a ser la misma cosa, un generoso acto del pensamiento que proviene de esa «máquina» perfecta que alberga nuestro cuerpo en la caja craneana, la máquina, el órgano que todo lo ordena y lo decide. La palabra escrita, el discurso, que a veces se convierte en el título de la propia obra, en ocasiones precede a su realización plástica y, en otras, surge una vez concluida. A veces, cuando trabajo, me pregunto si la palabra surgida en la mente y escrita a continuación no constituye en sí misma «un boceto» de la obra. Estoy convencido de que el gesto del dibujo transfigurado en escritura llega a convertirse a veces en un auténtico acto de fe.

Hay un elemento casi permanente en su estudio y en esta nueva exposición: la presencia de la cabeza, del cráneo. En usted salta a la vista esa permanente indagación de la mente. Casi se le podría adjudicar una nueva profesión: «neurocirugía poética». La abundancia de cabezas, de cráneos a veces abiertos, remite a una búsqueda de esa amalgama que convive en ellos y que son, de hecho, el origen de lo poético. ¿Qué opina usted?

Es muy elocuente eso de «neurocirugía poética», y se me ocurre que hasta podría usarlo como título de una obra. La ironía con que trato algunos temas es una constante en mi obra. En ocasiones se transforma en una «ironía melancólica» que envuelve las piezas y las caracteriza. Hace unos meses, una compañera de la Universidad, Mª Belén Castro, profesora de Filología Hispánica, visitó mi estudio y, ante mi Laberinto de pasiones (una instalación formada por 36 cabezas de terracota policromadas), tuvo la sugerente idea de definirla como laboratorio lombrosiano, pues le recordaba los postulados del médico y criminólogo italiano Cesare Lombroso. Lambroso fue un estudioso que mantenía que las causas de la criminalidad son debidas a tendencias innatas, de orden genético, observables en ciertos rasgos físicos o fisonómicos de los delincuentes habituales: asimetrías craneales, determinadas formas de mandíbula, orejas, arcos superciliares, que bien pueden apreciarse en esas cabezas. Me entusiasmó esa forma de definir mis piezas y surgió la idea para un proyecto de colaboración que está ahora en marcha, un nuevo diálogo entre escultura y literatura, o poesía, para ser más exactos. La lectura poética parte de la visión que cada uno de los personajes representados en esa instalación le ha sugerido a la escritora Margara Russotto (Palermo, 1946. Catedrática, Profesora del Departamento de Lengua, Literatura y Cultura española y portuguesa de la Universidad de Massachusetts, USA). La cabeza humana como tema, objeto de análisis e interpretación plástica es muy recurrente y –desde la antigüedad— un tema asociado a la escultura, pero también a la fotografía, a la pintura, a la videocreación, etc. Supongo que en mi caso no se trata de una obsesión, no es algo enfermizo, sino que responde a una necesidad, como bien señala el profesor Hans J. Albrecht cuando dice que el cuerpo es el centro de todo la experiencia del mundo y el hombre precisa de su propia imagen plástica y espacial para aprehenderse. Y la cabeza, ese cuerpo esférico cargado de simbología es, en mi opinión, la parte del cuerpo más compleja y expresiva. Ya su importancia la advirtió Platón en el Timeo cuando afirmaba que «…los dioses, imitando la forma esférica del universo, incluyeron las dos direcciones divinas en un cuerpo esférico, que, a saber, denominamos hoy cabeza, la cual es la parte más divina de nosotros y señora de todo lo que en nosotros existe». Si sabemos por Wittgenstein que un punto en el espacio es un lugar de argumento, imagínese lo significativo que puede ser para un escultor la representación de la cabeza humana.

La presencia del cráneo en mi obra tiene que ver con vivencias muy tempranas relacionadas con la muerte, que en nuestra cultura se simboliza con un cráneo humano. La imagen de la calavera, que yo veía frecuentemente cuando jugaba en los huertos de mi pueblo natal, a los cinco o seis años, aparecía en curiosos carteles que los campesinos colocaban para advertir a los que se viesen tentados a robar los productos de su plantación. En mi infancia pude visualizar toda una iconografía de la «muerte anunciada», acompañada también de todo un repertorio de aberraciones ortográficas, para aquel que osara coger sin permiso el fruto o el tubérculo prohibido. Por lo que recuerdo, las imágenes resultaban más grotescas que macabras y, por lo tanto, en no pocas ocasiones, causaban el efecto contrario. En mi última exposición Armario de luces y sombras, en la instalación que titulé «Objetos de la memoria» (también podría denominarse «arqueología de la memoria») –que se desplegaba a lo largo de seis metros, desde el armario hasta el cofre situado frente a él—, el espectador podía ver una pieza que enlaza con lo que vengo diciendo. Se trata de la re-creación de uno de aquellos letreros que dice: «si se yeba argo senBenena seguro», texto coronado por una calavera y dos huesos cruzados. Recuerdo otras frases curiosas, siempre con la presencia de una calavera dibujada, con mayor o menor fortuna, sobre cartón o madera: «cabron el que coga argo», «perigro de enbenenarse», «perigro, ay beneno». A medida que uno iba creciendo y se imponía el rigor lingüístico de la escuela, el efecto del mensaje, me causaba cuanto menos una enmascarada sonrisa.

No todo resulta irónico en mi visión de la imagen de la muerte. Con siete años, acudo –y no por gusto propio– al velatorio de mi abuelo paterno. La presencia de la muerte in situ, en el hogar, el dolor propio por la desaparición, el ruego por el alma del muerto, la misa de réquiem… Algunos años después supe que este término proviene de las primeras palabras del Introito: (Concédeles el descanso eterno, Señor, y que brille para ellos la luz perpetua). Unas vivencias sombrías que, a esa edad, se afrontan dejando huellas muy marcadas en el subconsciente.

Años después, mi abuela –viví con ella desde los cinco hasta los veintiún años— con su dedo índice golpeando insistentemente sobre la ilustración de una calavera, me solía advertir sobre la muerte y sus efectos: «Eso ocurrirá cuando mueras, te quedarás así; lo dice aquí la Biblia». Solía leerme con cierta frecuencia pasajes bíblicos que, a su buen entender, consideraba necesarios para mi educación. Recuerdo el pasaje de Job en el Antiguo Testamento: «Yo digo a la putrefacción y a los gusanos: vosotros sois mi madre y mi padre»; y aquel otro: «Sólo la muerte nos separará, a mí y a ti» (Rut 1,17). La frase «Concédeles el descanso eterno, Señor…» volví a escucharla años más tarde cuando asisto a los entierros y misas fúnebres de dos tíos cuya muerte los acogió con seis meses de diferencia. Transcurridos los años, ya en la adolescencia, acudo por petición familiar a la exhumación de los restos de mi abuelo y años más tarde a la de mis tíos. El encuentro con los despojos de la muerte, los extraños sueños en torno a ella que a veces me asaltaban terminaron grabándose en mi «disco duro». En la lectura de las memorias de Antonio Gamoneda (Un armario lleno de sombra) el poeta describe con detalle la exhumación de los restos de su padre, pues anduvo, a petición de su madre, «escarbando en la tierra» para recuperar los dientes de oro del cráneo de su padre, piezas que vendrían a paliar la pobreza familiar en aquellos difíciles tiempos de la posguerra civil española. La imagen de la muerte y sus consecuencias está tan grabados en las pupilas del poeta como en las mías. En su poemario Arden las pérdidas recoge: «[…] volví a ver frutos petrificados por el silencio y, en mis manos, la dentadura de mi padre (fue una excavación de la humedad terrestre). Hube de calcular el valor de la bisutería negra recibida de amantes desconocidos y, un día, se manifestó la melancolía cableada del corazón al intestino».

Podría contar varias anécdotas más de mi vida y su relación con la muerte, algunas trágicas y otras rozando lo grotesco, pero creo que lo que interesa aquí es cómo se traduce esto en mi quehacer artístico.

Cuando despierta mi interés por el arte compruebo muy pronto que el tema de la iconografía de la muerte me atrae de una forma sorprendente y ahora pienso que propicia. Su simbología es realmente espectacular en la historia del arte, del pensamiento humano, de la literatura. Un ejemplo que me impresionó en mi adolescencia fueron los grabados de Hans Holbein el Joven sobre la Danza de la muerte (1538) que mostraba la secular reflexión cristiana sobre la muerte en el siglo XVI y el Albfabeto de la muerte realizado paralelamente, un completo diseño de letras capitulares para uso en la imprenta, que vi por primera vez en una de mis visitas a la biblioteca Municipal de Santa Cruz.

Mi interés por la estructura craneana –no sólo humana sino por la de cualquier animal—, crece durante mis estudios en la Universidad. Las clases de anatomía artística que impartía el profesor D. Rafael Delgado me resultaban muy interesantes, sobre todo las clases de osteología. Las estructuras óseas, que aparte de ejemplificar claramente la perfecta simbiosis forma-función, tenían para mí un alto valor expresivo y comunicativo. Solía pedirle consejos sobre cómo tratar los huesos que iba coleccionando. A través de aquellas clases mi afición por coleccionar se acrecentó y comprendí la importancia que esta ciencia tiene para las artes plásticas. Con claros ejemplos visuales, nos mostraba evidencias de la relación de la escultura de Henry Moore con las estructuras óseas. Todo un descubrimiento para mí por aquel entonces. Algunos cráneos los utilizo hoy como material didáctico en las asignaturas que imparto en la universidad cuando explico temas relacionados con la representación escultórica de la cabeza humana. A esa colección de estructuras óseas se suma también un abundante repertorio literario que conservo en mi biblioteca y que abarca ediciones facsímiles de tratados de escultura, arquitectura, pintura y dibujo, relacionados con la anatomía.

Me pregunta sobre el origen de lo poético en las cabezas, en los cráneos. Cuando digo que el cráneo es la sede del pensamiento, del mando supremo y en él habitan formas, esferas de colores, cerebros intervenidos, recuerdo aquella frase de A. W. Schlegel: «Es poético todo aquello que nos eleva por encima de la realidad usual hacia un mundo de fantasía». También me resulta muy revelador el poema de Samuel Beckett: «Fuera del cráneo solo dentro / en alguna parte alguna vez / como una cosa / cráneo último refugio / cogido desde fuera». La referencia aquí a la caja, al hogar del pensamiento es muy significativa. El cráneo como un cofre que guarda el órgano principal, su forma ovoide, sus depresiones, texturas y relaciones llaman poderosamente mi atención y, desde un punto de vista plástico, resultan sumamente interesantes porque me ofrecen infinitas posibilidades de combinación. Para sus reflexiones artísticas y científicas Leonardo no sólo se acercaba al objeto craneal, se introducía en él para conocer su aspecto interno y poder explicar cómo discurren todos los elementos y órganos. La atenta observación de la estructura, su sentido y organización como andamiaje permite entenderlo, manipularlo y transformarlo. Podemos partir de unas pautas establecidas, como sucede por ejemplo con los dibujos anatómicos de Paul Richer, orientados mas bien a explicar la forma de construcción de la cabeza humana desde un enfoque didáctico, pero luego, una vez aprehendida, comprendida su estructura, hay que atreverse a modificarla y cambiar su sentido.

El punto de partida para la realización de una obra plástica, puede fundamentarse en un sueño, una idea, en la visión de un paisaje, un árbol, un fruto, una semilla, la estructura de una hoja… Un cráneo animal o humano puede convertirse en un objeto escultórico en sí mismo con un fuerte contenido conceptual. Un claro ejemplo de esto que digo es la idea «poética» que expresa el artista italiano Giuseppe Penone cuando se refiere al cráneo y que podemos leer en un interesante ensayo de G. Didi Huberman titulado Ser cráneo: «Es un verdadero paisaje, con depresiones, lechos, ríos, montañas, planicies, un relieve semejante a la corteza terrestre. El paisaje que nos rodea lo poseemos en el interor de esta caja de proyección. Es el paisaje en cuyo interior pensamos, el paisaje que nos envuelve. Un paisaje para recorrerlo, para tantearlo, para conocerlo con el tacto, para dibujarlo punto a punto, como el ciego tantea con su bastón y descifra el espacio que le rodea». En algunas de mis obras, la crítica de arte Rocío de la Villa (Prof. Titular de Filosofía, Universidad Autónoma de Madrid) ha querido ver una «poética de lo siniestro», expresada en medidas aplicadas a dedos amputados, trepanaciones, cerebros diseccionados e insertados por instrumentos punzantes, cuya «erudición» –dice— «está puesta al servicio de un diálogo entre contemporaneidad y tradición».

Y refiriéndonos ahora a dos series en específico: la de «las mesas» y la de «commensuratio». (La palabra escogida es, por lo demás, muy reveladora y está llena de matices: remite a la desmesura de la razón, pero al mismo tiempo parece aspirar a medirla, a atajarla, a ponerle una «mesura»). Si en los cráneos vemos el afán del artista por indagar dentro de esa estructura ósea perfecta, en las mesas la geometría más o menos establecida del objeto de uso cotidiano queda rota por elementos informes, oníricos, etc. Y algo sucede también en esos «retablos» de commensuratio, tan llenos de elementos que hacen referencia al mundo de lo técnico, siempre atravesados por elementos poéticos, amorfos, que, en su disposición y su cópula, destruyen (y enriquecen y complementan) las aparentemente perfectas estructuras técnicas, las referencias a los manuales de dibujo.

Habla de dos series distintas sobre las que tengo que realizar por fuerza algunas consideraciones.

Hacia diciembre de 1995 o tal vez principios de 1996 –no puedo precisarlo en detalle—, comienzo a trabajar en mi primera serie denominada commesuratio o commensuratio. Fueron los números y los conceptos matemáticos y geométricos aplicados a la representación artística del cuerpo humano los que activaron mi imaginación, siguiendo, en cierto modo, la afirmación de Jung de que los números establecen un puente entre lo físico perceptible y el dominio de lo imaginario. Establecida la medida –Diagrama para una justa medida, se titula una de las piezas— estas cajas-relicario me brindaban la posibilidad de «acotar» el propio orden estructural interno, es decir, el campo, el espacio que albergaría la idea, el conocimiento, la percepción física de lo perceptible expresado a través del objeto donde lo imaginario, lo onírico, lo simbólico y lo poético se abrazan ¿Acaso no es el número quien construye la medida y sustenta el orden, las simetrías, nuestra razón? En torno a conceptos tan amplios y llenos de connotaciones como simetría, unidad, módulo, orden, equilibrio, estructura, proporción, conmensuración y sus opuestos desarrollé esta serie que se compone de 86 piezas únicas y originales. La materia prima (textos, instrumentos absurdos, formas y objetos diversos) fue depositada siempre atendiendo a un estricto orden compositivo como si de una necesidad ineludible y vital se tratara. Como dije antes, necesidad de orden físico y psíquico. Insisto en recordar la necesidad compositiva que toda construcción plástica requiere desde un punto de vista estético, tal y como señalé antes con las palabras del poeta Antonio Gamoneda. Esta serie me ocupó y hasta llegó a obsesionarme durante dos años (1996-98). Las técnicas y procedimientos empleados tocaban tanto aspectos escultóricos como pictóricos y abarcaron desde la construcción y el ensamblaje hasta el modelado, moldeado y vaciado de objetos, de partes del cuerpo. Podría incluso decir que commensuratio es una especie de modesto manual –aunque no un tratado tradicional de enseñanza al uso—, para aquellos que se inician en este complejo y apasionante campo del proceso creativo y sus consecuencias. No puedo negar, sin embargo, que en mi obra se entrevé, en cierto sentido, mi otra ocupación profesional que es la enseñanza y que en la mayor parte de mis piezas, se destaca el elemento sarcástico, evocador e irónico que encierran. No resulta extraño que haya utilizado para definirlas títulos como por ejemplo Fragmento de una cartilla para la enseñanza de inútiles y demás aprendices (de las artes) o Estudio para el hombre que espera obtener su justa medida. Este último hace referencia a una pieza que recoge un perfil de hombre a modo de retrato numismático al estilo del siglo XV, cuyo cerebro se muestra a modo de peluca, rodeado por algunas fórmulas matemáticas que no calculan ni miden nada, pues se trata de formulaciones absurdas. Lo irónico cohabita –o copula, como usted dice—, con una cierta melancolía. Sí, posiblemente la melancolía esté presente en la obra, pero desde luego nada tiene que ver con el sentido melancólico del famoso grabado de Durero «Melancolía de artista», que me viene a la mente en este momento, a no ser en el aspecto de que ambos nos movemos en la esfera de la imaginación atendiendo a estado anímicos.

Con respecto a la serie de «las mesas» he de señalar que su origen parte de lecturas poéticas, reflexiones y pensamientos en torno al espacio como elemento fundamental de la escultura. La mesa. Proyectos para un diálogo con el espacio-lugar fue el título de la exposición que llevé a cabo en la Galería Stunt de La Laguna en 2009. Esa serie, como ocurrió con Commensuratio, se originó a partir de reflexiones y pensamientos en torno al espacio como «elemento formal» de la escultura, la geometría, la medida, las formas, los sueños, la naturaleza, y se fue gestando a medida que esos conceptos iban tomando forma en la materia. Así surgieron títulos significativos: Espacio acotado, Espacio para Mondrian, Ocupación del espacio representado, Espacio eucídelo para un cubo, Diálogo en torno a una definición del espacio, Conexión ontológica con el espacio, Diálogo con el espacio, Árbol blanco, Espacio interior, Espacio representado, Diálogo íntimo, Cubo y árbol para un espacio euclídeo, Cuadrado rojo para un espacio… Qué más decir…

Cuando trabajaba en esos «proyectos para un diálogo con el espacio», me introduzco en la obra del poeta y artista peruano Jorge E. Eielson, fallecido en 2006. El poema publicado en De Reinos (1944) «En mi mesa muerta candelabros de oro… […]» me resultó sugerente, y ahí comenzaron a configurarse una serie de piezas: Mesa de gala y candelabro (homenaje a J. E. Eielson) y Mesa y mantel para Eielson (2008), entre otras, materializadas en hilo, tela y madera, en clara alusión a los materiales que utilizó el poeta en su faceta plástica. La mesa en la poesía de Eielson es uno de tantos símbolos de los que se sirve este genial artista, pero éste, en particular, encierra muchas connotaciones.

A mi juicio, el verdadero arte es aquel que debe plantear exigencias intelectuales y emocionales al espectador. De esta forma se recurre a la interioridad del alma y es necesario pensar de nuevo y reinventar los símbolos y todas las formas de expresión. Es necesario volver a una meditación sobre todo aquello que nos rodea. Creo que en el heteróclito panorama artístico de nuestros días, todo está por hacer y cada uno es digno de decir nuevamente a partir de su experiencia sensorial, visual. Eielson habló de sí mismo, del mundo y de los otros, pues en su repertorio sensible elogia al propio hombre como artista, al sabio como poeta y al arte como tributo fundamental de la humanidad. La mesa la convierte en un elemento al que acudir, donde departir, pensar, escribir, leer. Recuerdo ahora el texto que escribió en 1960 el arquitecto y diseñador finlandés, Alvar Aalto, titulado La mesa blanca: « ¿Qué es la mesa blanca? Un plano neutro, que puede decir lo que sea, dependiendo de la fantasía y capacidad del hombre. Es el más blanco de los blancos. No contiene ninguna receta; nada obliga al hombre a hacer esto o aquello. Es una circunstancia extraña y única». El significado de la mesa se modifica y el mensaje se transforma. Los elementos cotidianos, rutinarios se preñan de expresividad, comenzamos a leer los signos de otra forma y nuestra percepción de las cosas cambia. Retomando la obra de Eielson encontramos, por ejemplo, otro elemento cargado de expresión y contenido: el nudo, que más allá de su origen funcional y decorativo, se presenta como un símbolo ancestral, sagrado. Los nudos de telas son materia sobre la que discurre el lenguaje visual y poético de Eielson. Sus preciosos textos y poemas De Habitación en Roma y De materia verbalis, por citar tan solo dos ejemplos, son pura autobiografía… Bueno, el producto creativo, ¿no es siempre una extensión de uno mismo? En De materia verbalis, poemario bellamente ilustrado por M. Mulas, escribe Eielson: «Poema por escribir». La página en blanco que deja el poeta tras ese título, dice mucho, la ausencia del lenguaje es como la no presencia del color en la tela anudada o en el lienzo. En el mismo sentido parece expresarse Paul Klee cuando manfiesta: «Lo dado blanco es luz en sí». Son reflexiones que se traducen en mi obra titulada Mesa y poema aún no escrito (2008). Pienso que el poeta, el artista, en cierta manera actúa como un demiurgo, creando territorios, mundos imaginarios con lenguajes distintos pero cercanos. El lenguaje de los símbolos está ahí, sólo hay que saber leerlos y descifrarlos. En esta serie cabe señalar una diferencia con respecto a las otras. Me refiero al carácter de «proyectos no concluidos», pues se trata de maquetas conceptualmente definidas. Quiero decir que está la idea plasmada en la materia y mi deseo cuando las realicé, no era otro que elevar estos objetos a su tamaño real, el tamaño apropiado para servir precisamente como una mesa que pudiera acogernos en nuestra cotidianidad. Las mesas acotan y configuran nuevos espacios para el encuentro –con el otro– y han sido de-construidas para levantar nuevas significaciones: las del ofrecimiento y la convivencia. Estoy conencido de que sin la lectura atenta de la obra de Eieslon, parte de esta serie no hubiese visto nunca la luz.

En la actualidad, cuando resulta a veces tan difícil, en el arte que se hace ahora mismo, no ver a cada paso lo epigonal, la imitación a veces incluso burda, si algo llama la atención en el corpus de su obra es la autenticidad, algo realmente escaso. Puede que algún crítico señale en su obra elementos del surrealismo o de cualquier otro movimiento, pero, a mi juicio, se quedaría corto. Se nota ante todo en su obra un conocimiento profundo y un trato asiduo con las obras clásicas de la escultura, los estudios sobre el dibujo, etc. Una vuelta a los clásicos, vamos, pero desde los ojos de un hombre de los siglos XX y XXI. ¿Qué puede decirnos sobre esto?

Todo lo que es original es auténtico, legítimo. La creación se manifiesta en toda su verdad, por eso creo que la escultura es una proyección individual de contenidos mentales sobre la materia. Se trata de una actividad consciente, racional e intelectual pero también emocional en la que la técnica debe estar al servicio del concepto, de lo poético si se quiere. Nos movemos en el mundo de las ideas, de lo onírico, del azar, donde caben incluso las propias contradicciones. Con respecto a la serie Commensuratio de la que hablaba antes, uno de los textos que escribí en mi cuaderno dice: «A veces el acto creativo se me antoja inefable. ¿Es Commensuratio producto de un acto inasible e inefable?».

Siempre digo que mis maestros están ahí afuera en la naturaleza, en los museos del mundo, en el arte antiguo y contemporáneo, en la literatura, en la poesía, en la filosofía… Si mal no recuerdo, fue Joseph Beuys quien dijo algo así como que los pilares de la modernidad se sustentan sobre los cimientos del pasado. La lectura atenta de pasajes y obras dell´antico me ha enseñando a depender más de mi propia conciencia que de juicios ajenos, con demasiada frecuencia fortuitos. La necesidad imperiosa de crear no pasa por el aro del discurso ajeno, como decía Ernst Jünger: «El mejor juicio es el que dicta el Tiempo». La historia está para aprender de ella, no para despreciarla, y en esto les insisto mucho a mis alumnos en la universidad cuando les oigo decir con cierta frecuencia –supongo que contaminados por ciertos círculos académicos– que esta o aquella manifestación plástica no dice nada, está caduca… Se trata de comentarios que provienen de aquellos que en su ignorancia son incapaces de explicar porqué desaparecen o se reducen a cotas tan bajas en los planes de estudios actuales disciplinas tan importantes como la anatomía o el dibujo, tal y como ocurre en mi universidad.

El legado de la cultura, del pensamiento humano traducido a la poesía, al arte, a las matemáticas, a la filosofía, si no se aborda con esmero, con cierta capacidad crítica y de análisis, y sobre todo con intención de aprender, difícilmente podrá permitirnos afrontar el hecho creativo con autenticidad, utilizando sus propias palabras al definir mi obra. Por eso, insisto una y otra vez a mis alumnos, cada vez menos «leídos», que la lectura dell´antico es fundamental para abarcar las problemáticas y pensamientos del presente. Todo lo que es el arte actual tiene su origen en la antigüedad. No podemos entender el arte de hoy si no tenemos conocimiento de cómo se gestó y evolucionó el arte del pasado. Pienso que el conocimiento de las cosas es lo que te da la libertad y te permite crear siendo original y «auténtico».

Para terminar, insisto en lo dicho al principio, que el hecho artístico intensifica mi vida. Por ese razonamiento, que considero lógico, no le resultará extraño que escribiera en mi cuaderno «Es la escultura lo que ahora necesito para vaciarme de pensamientos. ¡Ah, la necesito para reflejarme, para descargarme de obscenidad y esperanza!» (2011).

Santa Cruz de Tenerife, enero de 2012.

logo universidad malagalogo asri