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Observatorio de la Economía de la Patagonia

PRESUPUESTO Y EMPLEO PÚBLICO:
CONSIDERACIONES PARA UN ENFOQUE REGIONAL

por Miguel A. Mastroscello

 

 

Introducción

La producción y el consumo de bienes y servicios, junto con la distribución de los ingresos generados, conforman el proceso económico, el cual es llevado a cabo por los agentes económicos a los cuales la doctrina suele clasificar en dos grandes sectores institucionales, a saber:

§         el sector privado, que involucra tanto a las familias u hogares (las llamadas economías domésticas) como a las empresas. Las primeras son las que llevan a cabo el consumo de los bienes y servicios generados por la actividad económica, y además son las propietarias de  los factores productivos indispensables para su obtención; las empresas, por su parte, son las unidades productivas por excelencia, que utilizan esos factores para elaborar y vender bienes y servicios.

§         el sector público, que comprende la actividad económica de los distintos niveles del gobierno (en el caso argentino: nacional, provincial y municipal) y a los tres poderes del Estado: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Al llevar a cabo sus funciones, el gobierno puede actuar tanto consumiendo como produciendo bienes y servicios

 

Antes de continuar, es preciso señalar que modernamente se reconoce la existencia de un tercer sector (así denominado) de agentes económicos, que proveen bienes y servicios aunque no actúan dentro del paradigma comercial de la empresa privada, y que asimismo no pertenecen al Estado. Son las llamadas organizaciones de la sociedad civil o no gubernamentales, conocidas por ello como ONGs, cuyo papel en servicios tales como los de la educación, la salud y la asistencia social está creciendo sostenidamente en todo el mundo. Lo mismo ocurre en la Argentina, donde adquieren las formas jurídicas, siendo las principales las de “asociación civil”, “cooperativa” y “fundación”.

 

La discusión doctrinaria

 El rol del sector público en la actividad económica es un motivo de fuertes divergencias entre los economistas.  Los que adhieren a los postulados de la economía clásica sostienen que el Estado debe limitarse a garantizar las condiciones de competencia y solamente justifican su intervención para corregir eventuales distorsiones en las mismas. Al igual que  en lo atinente a los factores productivos, esta manera de ver el asunto debe atribuirse a la época en que escribieron los más prominentes autores de esa escuela de pensamiento, como Smith, Ricardo, Mill y Say, entre otros: por entonces el mundo presentaba las características descriptas en sus textos, ya que dichos factores se movían libremente,  la demanda y la oferta de bienes estaban atomizadas (muchos y pequeños consumidores y productores), los artículos tenían homogeneidad (en el sentido que a un consumidor le resultaba indiferente comprar el bien producido por una u otra empresa) y los precios mostraban un comportamiento flexible. En consecuencia, no había —en la teoría como en la práctica— motivos para que se produjeran crisis económicas, lo que justificaba la idea del Estado gendarme forjada por aquellos teóricos. La denominación de liberales con que se los conoce, tiene su origen en el apoyo que daban a la institución del mercado como herramienta para tomar las decisiones económicas básicas, a la cual concebían como un ámbito donde los particulares acordaban libremente qué, cómo y para quién producir. Adam Smith ejemplificó esto con su famosa metáfora de la mano invisible del mercado, la cual iría guiando a los individuos de tal modo que, al perseguir el interés particular de cada uno, orientaría esos esfuerzos al beneficio general de la sociedad.

Desde el enfoque clásico, entonces, sólo se admite que el Estado sea el proveedor de aquellos bienes cuyo suministro no puede hacerse mediante el mecanismo de mercado, a los cuales se los denomina bienes públicos.  Se trata de todo artículo o servicio cuyo oferente no puede garantizar (a diferencia de lo que ocurre con los bienes privados) que sólo quienes pagan tengan acceso al mismo. El ejemplo típico de los textos pedagógicos es el del alumbrado público en una ciudad, donde el pago por parte de los contribuyentes de la tasa que cobra la municipalidad para brindarlo, no excluye de su disfrute —ni puede hacerlo— a los vecinos que han incumplido con esa gabela ni a los turistas o visitantes ocasionales que circulan en horas nocturnas por las calles.

Pero las sociedades fueron evolucionando a lo largo del Siglo XIX y el siguiente de un modo que, en muchos aspectos, contradecía los postulados liberales. El desarrollo del sistema capitalista de producción, particularmente a partir de la llamada segunda Revolución Industrial —motorizada por el petróleo— trajo consigo la gran empresa, la diferenciación de los productos y el surgimiento y crecimiento de las organizaciones sindicales de trabajadores, todo lo cual contribuyó a montar un escenario económico con frecuentes y profundas crisis, que las fuerzas del mercado parecían incapaces de conjurar por sí solas. Fue el turno entonces de John M. Keynes y de sus seguidores, que hicieron la contribución intelectual de adaptar el esquema teórico a esa nueva situación. La interpretación keynesiana de la crisis hace énfasis en la insuficiente capacidad del gasto en consumo e inversión de las familias y las empresas (la demanda agregada) para absorber el conjunto de bienes y servicios producidos por la economía (la oferta agregada), y plantea soluciones supletorias del sistema de libre concurrencia clásico. Expresado también metafóricamente, propugna cebar la bomba de la economía por el lado de la demanda, para lo cual no solamente admite sino que estimula —bajo ciertas condiciones— una vigorosa participación del Estado en la actividad; el gasto del gobierno deberá cumplir el papel que no alcanza a jugar el sector privado, y además las autoridades redistribuirán ingresos y controlarán a los particulares.

El paradigma keynesiano,  que permitió a las economías de Estados Unidos y Europa occidental, primero, y a las del resto del ámbito capitalista a continuación[1], revertir la Gran Depresión de 1930 y transitar más de tres décadas de crecimiento y relativa prosperidad, estuvo así íntimamente vinculado a una nueva concepción del papel del Estado, que por sus características fue denominado intervencionista. En efecto, los gobiernos fueron avanzando paulatinamente en el ejercicio de su poder coactivo, llevando a cabo controles de precios y de salarios, regulaciones de ciertas actividades económicas (empezando por las que presentaban características monopólicas), planificación de las inversiones y las radicaciones de las empresas, y hasta pasaron a tener a cargo actividades productivas en forma directa. En la Argentina, por ejemplo, el intervencionismo estatal se extendió hasta conformar el Estado empresario, primero en rubros críticos como la producción energética y la de otras ramas complejas (en términos de tecnología y requerimientos de capitales), y se fue ampliando luego al transporte, los servicios públicos y, en general, a un conjunto de múltiples y diversas actividades, tanto de bienes como de servicios.

Tal concepción del Estado comenzó a tener dificultades hacia mediados de la década de 1970, cuando surgieron los problemas de financiamiento de los recurrentes déficits fiscales que este tipo de políticas generaban, lo cual  se acentuó pocos años más tarde cuando las profundas modificaciones en los transportes y las comunicaciones conocidas genéricamente con el nombre de globalización, determinaron que la actividad empresaria se viera afectada por la alta presión impositiva que el esquema conllevaba. Se verificó entonces un resurgimiento de la tradición clásica, sustentada por los llamados neoliberales (como los integrantes de la escuela monetarista de Milton Friedman, profesor de la Universidad de Chicago,  y los  economistas del lado de la oferta, que tienen en Arthur Laffer a uno de sus principales referentes), quienes en cierta forma propusieron la vuelta al Estado gendarme.

La década de los noventa en el siglo pasado fue la del achicamiento del Estado en conjunción con los planteos neoliberales, pero el nuevo paradigma resultó prontamente cuestionado, generándose una renovada polémica que llega al momento presente.

En este punto es necesario reconocer dos características de las economías actuales. Por un lado, que distan de parecerse a las sociedades decimonónicas (al decir del economista y ex ministro brasileño Antonio Delfim Netto, “hoy el mundo es mucho más keynesiano que liberal”[2]), ya que aún aquellos países donde el sistema de mercado ha alcanzado un alto grado de desarrollo, cuentan con instituciones y mecanismos fuertemente arraigados mediante los cuales el gobierno interviene en los asuntos económicos: los bancos centrales, las barreras al comercio internacional, los subsidios a determinadas actividades productivas, etc. Por el otro,  que el impacto negativo de la excesiva burocracia estatal sobre el libre desarrollo de los negocios, el desmadre del endeudamiento gubernamental y las demás distorsiones en el manejo de las cuentas públicas, entre las cuales están la excesiva presión tributaria, la incapacidad para controlar y reducir la evasión impositiva (o incluso la insólita tolerancia a esta irregularidad) y el clientelismo asociado a la ejecución del gasto en asistencia social y al sostenimiento de estructuras políticas por lo menos poco transparentes, afectan negativamente el desempeño económico global, el propio desenvolvimiento gubernamental y, consecuentemente, la calidad de vida de la población. En todo caso, puede presumirse que la porfía entre “mucho estado” y “poco estado”, lejos de saldarse mediante una inexistente ley inmutable y sacrosanta, habrá de continuar, y particularmente en el campo extra-académico seguirá influyendo en los procesos de decisión de quienes deben diseñar y ejecutar políticas económicas.

 

 

La opinión

 

 

“En nuestros días continúa la vieja polémica, unos pidiendo "más mercado" y otros pidiendo "más estado". En una sociedad humana viva, en continua evolución, no hay forma teórica de resolver la cuestión. No puede haber una demostración "científica" de qué proporción entre mercado y estado es la más conveniente, o la más justa. Diversas personas y grupos, con diversas ideologías e intereses, son partidarios de una u otra proporción. Se llamen liberales, socialdemócratas, conservadores, progresistas, laboristas, comunistas, radicales, de izquierdas o de derechas, están simplemente presionando en una dirección o en otra, hacia el mercado o hacia el estado, con más o menos fuerza.  La organización que adoptarán las sociedades humanas en el futuro no está escrita en ningún libro sagrado ni determinada por ninguna ley histórica: será la consecuencia de las decisiones que están adoptando en el presente un gran número de individuos y grupos sociales. Muchos confiamos en que ese sistema futuro satisfaga nuestros más íntimos anhelos de solidaridad, cooperación y equidad, que permita la desaparición del hambre, la miseria y la marginación y que todo ello sea compatible con el respeto a los derechos humanos y el impulso a la creatividad individual.”Juan Carlos Martínez Coll

 

             Más allá de las polémicas, hay consenso en que las herramientas al alcance del gobierno para influir en los asuntos económicos se resumen en tres agrupamientos: la práctica de las regulaciones, la política monetaria y la política fiscal.  La primera surge del ejercicio del poder coactivo del Estado y se ejecuta a través del conjunto de normas de distinta jerarquía —leyes, decretos y resoluciones administrativas— mediante las cuales impone pautas de comportamiento a los particulares. La segunda tiene el objetivo principal de garantizar la estabilidad monetaria y de los tipos de interés y de cambio, además de entender acerca de la circulación de dinero, ejercer la superintendencia de los bancos y  administrar las reservas de divisas del país.

Por último, la política fiscal deriva de la necesidad del Estado moderno de realizar erogaciones monetarias para alcanzar sus fines, lo cual exige la obtención de recursos para hacer frente a las mismas.  La forma concreta en que el Estado determina el monto total y la composición de las erogaciones y de los recursos expresa la política fiscal adoptada.  Por el lado de las erogaciones, son instrumentos de la política fiscal el gasto del gobierno en los sueldos de su personal y en los bienes y servicios requeridos para el funcionamiento de sus distintas dependencias y organismos (gastos de operación); los pagos a terceros sin contraprestaciones como las jubilaciones y los subsidios (transferencias) y la ejecución de obras de infraestructura y otros mecanismos de inversión (gastos de capital).  Por el flanco de los recursos encontramos básicamente a los impuestos, a los que —como se detallará más adelante— se agregan otros rubros, tanto de carácter tributario como no tributario. La diferencia entre el total de erogaciones y el de recursos se denomina superávit, si es positiva, y déficit en el caso contrario.  De esta última instancia deriva la cuestión del financiamiento del déficit fiscal, inevitable en tanto las distintas dependencias públicas no pueden dejar de funcionar, la cual lleva al problema de la oportunidad y cuantía de la emisión monetaria y el endeudamiento público, que son los instrumentos con que se lo atiende.

El análisis pormenorizado de esta herramienta excede el propósito de este trabajo. Ello no obstante corresponde agregar que, en términos generales, los gobiernos nacionales emplean políticas fiscales expansivas, es decir con bajos tipos impositivos y altos niveles de inversión pública, para combatir los ciclos recesivos, mientras que —por el contrario— acuden a políticas fiscales contractivas (elevación de las alícuotas tributarias y reducción del gasto estatal) cuando quieren moderar el crecimiento para controlar la inflación. 

La política fiscal, entonces, tiene como instrumentos el diseño y el monto del gasto público, así como de los impuestos y tasas que constituyen su fuente genuina de ingresos. Asimismo, y aunque desde un punto de vista estricto pertenece al campo financiero, la cuestión de la deuda pública conforma un aspecto importante de esta política. Esos instrumentos están documentados en el Presupuesto público, que con el carácter de ley rige todos los actos del gobierno que requieren un movimiento monetario; de allí que se considere al presupuesto una  ley de leyes, en tanto constituye  nada menos que la expresión financiera del plan del gobierno.

En la República Argentina, las provincias no tienen injerencia en la política monetaria —atribución exclusiva del Banco Central— y poseen una reducida capacidad de regulación de las actividades económicas, ya que las principales herramientas de este tipo pertenecen a la órbita del gobierno nacional. Por lo tanto, resulta de especial interés el análisis de su estructura presupuestaria, expresión de la política fiscal e instrumento primordial —por no decir único— de que se dispone en este nivel de gobierno para influir en la economía local.


La herramienta presupuestaria.

             Desde un enfoque político, el presupuesto constituye la principal herramienta de planificación del gobierno: dado que, como se ha señalado, para cumplir sus actividades el gobierno necesita dinero, tendrá que prever tanto de qué manera va a recaudarlo como la forma en que habrá de gastarlo. Se comprende, entonces, que el ciudadano tiene la posibilidad de evaluar la capacidad del elenco gobernante, analizando su capacidad para lo primero y su sensatez y transparencia para lo segundo.

            Desde un ángulo puramente económico, el proyecto de ley de presupuesto que el Poder Ejecutivo eleva al Legislativo constituye un compendio de los medios —escasos y de uso alternativo— que aquél se propone emplear para alcanzar los fines —múltiples y de distinta jerarquía— que busca alcanzar el Estado[3]. Entrando al plano institucional, cuando en el ámbito legislativo ese proyecto es estudiado, discutido, eventualmente modificado y finalmente aprobado, se lleva a la práctica el principio según el cual el pueblo —a través de sus representantes— determina lo que hará el Estado en esta materia. La importancia de ello para el conjunto de la población es evidente, no obstante lo cual el proceso de formulación y debate de esta ley no suele concitar la atención popular que merecería.

            Estas dos fases iniciales –programación y sanción legislativa—  del proceso presupuestario preceden a otras tres no menos importantes.  La siguiente es la etapa en la que el gobierno lleva a cabo sus actividades con arreglo a lo establecido en la ley; transcurre a lo largo del año y se le conoce como la fase de ejecución del presupuesto.  Simultáneamente con ella se lleva a cabo la etapa de registración, en la que se asientan contablemente todos los movimientos financieros a que da lugar la acción gubernativa.  Por último, en la etapa de control se verifica —a través de organismos específicos de auditoría y, a sus respectivos turnos,  de los poderes Legislativo y Judicial—   que todos los gastos y contrataciones hayan sido llevados a cabo en legal forma.

            La visión del presupuesto como un proceso permite comprender que no se trata de un asunto que dependa exclusivamente de la cartera económica del gobierno (la cual, por cierto, desempeña al respecto un rol principal) sino que involucra a la totalidad de los distintos estamentos estatales. Por ejemplo, la adquisición de insumos hospitalarios es resorte del ministerio de salud, que prepara el pliego de licitación, adjudica la compra a los proveedores y lleva a cabo la operación administrativa tendiente a lograr que los materiales lleguen en el momento y la disposición adecuados a los diferentes establecimientos.

La técnica presupuestaria tradicional admite distintas clasificaciones de las erogaciones, que no son más que enfoques diferentes para presentar la misma información; la preferencia por una u otra depende, como se verá, de las preguntas que el observador pretenda contestar. En la Argentina se han usado históricamente tres de ellas: funcional, económica e institucional, que pueden ser analizadas como las tres caras de un imaginario prisma del presupuesto de gastos, a saber:

§         Clasificación funcional - Es la que permite determinar los montos asignados en el presupuesto a cada una de las finalidades del Estado, tales como defensa y seguridad, servicios sociales, desarrollo de la economía, etc. Además, cada finalidad se desagrega en funciones; por ejemplo, la finalidad Servicios sociales se discrimina en las funciones salud, educación, promoción social, etc.

Esta cara del prisma responde  la pregunta para qué gasta el gobierno

§         Clasificación económica - Presenta una discriminación entre las erogaciones  corrientes y las de capital, según sus consecuencias sobre el patrimonio del Estado. Las primeras no lo modifican, y comprende los gastos destinados a incorporar bienes de consumo y servicios, dividiéndose, a su vez, en

-gastos de operación, que son los que se aplican al funcionamiento de la administración (sueldos, honorarios, traslados, viáticos, insumos en general).

-los intereses de la deuda, que si bien son pagos  derivados de la existencia de endeudamiento,  no lo disminuyen y por lo tanto tampoco afectan el patrimonio de la administración.

-transferencias, que son gastos sin contrapartidas, tales como las jubilaciones y pensiones de los sistemas de reparto,  los subsidios a sectores carecientes de la población, la coparticipación de recursos a otros niveles de gobierno (de la Nación a las Provincias y de éstas a los Municipios), etc.

Por su parte, las erogaciones de capital son aquellas que modifican el patrimonio estatal, básicamente incorporando bienes que servirán para llevar a cabo otras actividades: edificios, equipamiento hospitalario, computadoras, etc. Se discriminan a su vez en

-inversión física o real, compuesta por los gastos que permiten incorporar al patrimonio (tanto de la administración estatal como del país) un nuevo bien de capital (p.ej. construcción de un edificio).

-bienes preexistentes, que son las erogaciones que aumentan el patrimonio del Estado, aunque no el del país. Es el caso de la adquisición por parte del gobierno de un edificio que era propiedad de un particular.

-inversión financiera, constituida por fondos destinados a préstamos, por ejemplo los que se otorgan a particulares para la construcción de viviendas.

Por último, y como acápite diferenciado, se detalla la amortización de la deuda es decir, los pagos de cuotas del capital adeudado, que al disminuirlo también provocan una variación del patrimonio estatal.

Esta clasificación responde acerca de en qué gasta el gobierno.

§         Clasificación institucional. Agrupa los gastos  a nivel de las distintas jurisdicciones orgánicas: primero por los poderes del Estado, luego por los ministerios  y secretarías y luego por las restantes unidades administrativas (subsecretarías, coordinaciones, direcciones, etc.).  Responde a la pregunta sobre cuáles áreas del gobierno efectúan el gasto.

El siguiente es un cuadro sinóptico donde se presentan las tres clasificaciones aludidas:

 

El prisma de las erogaciones presupuestarias

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Clasificación

Funcional

Finalidades

Funciones

 

Administración

Gubernamental

Legislativa

Judicial

Dirección ejecutiva

Administración fiscal

Otras

Seguridad y

Defensa

Policía interior

Sistema penal

 

 

 

Servicios

sociales

Salud

Educación y cultura

Deporte y recreación

Ciencia y técnica

Trabajo

Vivienda

Promoción social

Servicios sanitarios

Otros servicios

 

 

Servicios

económicos

Energía y minería

Transporte

Comunicaciones

Agric. y ganadería

Industria

Comercio y turismo

Finanzas

 

 

 

Clasificación

Económica

 

Corrientes

Operación

Intereses de la deuda

Transferencias

 

 

de Capital

Inversión real

Bs. Preexistentes

Inversión financiera

Amort. de la deuda

 

 

 

Clasificación

Institucional

 

 

Poder

Ejecutivo

Dirección superior

Mrio. Educación

Mrio. Salud

Mrio. Economía

Otros ministerios

Org.descentralizados

Poder Judicial

Poder Legislativo

Órganos de control

 En cuanto a los recursos, la clasificación más usual es la económica, que los divide —como en el caso de las erogaciones— en corrientes y de capital.  Los primeros son los que no modifican el patrimonio estatal, y a su vez se agrupan en  tributarios (que son,  esencialmente, los impuestos) y los no tributarios, donde se incluye a la amplia gama de ingresos fiscales que refleja el rol creciente que el Estado ha venido desempeñando en las sociedades modernas; se trata de las tasas retributivas de servicios (aranceles de los hospitales;  tasas municipales por alumbrado, barrido y limpieza; tasas por inspecciones y habilitaciones comerciales; etc.), así como de las multas, aplicadas por el ejercicio del poder de policía en distintos ámbitos, etc.

El grupo de los recursos de capital comprende a los ingresos que modifican el patrimonio del Estado, como por ejemplo los que tienen como contrapartida la venta de tierras fiscales u otros activos fijos, o el aumento del pasivo público (uso del crédito).

El documento presupuestario está conformado, además de la parte dispositiva,  por un conjunto de planillas donde se presentan los gastos combinando las distintas clasificaciones y en forma convenientemente detallada, de modo de facilitar la labor de los órganos de control.


El tamaño del sector público.

             La literatura técnica recomienda varios mecanismos para medir el tamaño del sector público, siendo el más sencillo el que se basa en la proporción con que la actividad del gobierno participa en la conformación del PBI provincial; el indicador así definido, al que llamaremos coeficiente del valor agregado, evidencia si la dimensión estatal es significativa,  al compararlo con el aporte que realiza el sector privado a la generación de riqueza. Otro indicador, que acaso resulte un poco más refinado para la Argentina y especialmente para el nivel provincial, dada la base estadística disponible, es el que relaciona al personal ocupado en el Estado con el de la economía en su conjunto, al cual por ello se designa como coeficiente del factor trabajo. Al respecto, conviene hacer una digresión.

            El tamaño del Estado en la Argentina está en buena medida asociado a un elevado número de empleados públicos, lo que se verifica prácticamente desde sus orígenes o poco menos, y ello debido a causas que se suelen calificar —quizá eufemísticamente—  como de índole política. En realidad, el problema deriva, en primera instancia, de un procedimiento para la contratación de agentes públicos claramente divorciado del más mínimo criterio de racionalidad administrativa, llevado a cabo no obstante la existencia de una normativa legal estableciendo requisitos (incluyendo, por supuesto, el de la idoneidad)  para el ingreso a la planta de personal,  que repetidamente parece haber seguido la suerte asignada en el Siglo XVI por el conquistador español Hernán Cortés a la Real Cédula que prohibía la institución de la encomienda: “se acata pero no se cumple”.

La verdadera génesis de esta anomalía ha sido su utilización como mecanismo de dispensa de favores políticos, a consecuencia del cual las sucesivas camadas de empleados ingresantes con cada elenco gubernativo fueron depositándose —a la manera de “capas geológicas”— sobre la estructura estatal. Probablemente por estos mismos motivos, es difícil encontrar en el Estado argentino, a cualquier nivel, casos de aplicación orgánica y controlada de mecanismos de evaluación —con premios y castigos— del desempeño de los trabajadores del sector.

Además de ello, en muchas provincias pertenecientes a regiones débilmente integradas —o, directamente, no integradas—  al esquema productivo del país, el empleo estatal ha operado forzosamente como un mecanismo encubierto de subsidio a la desocupación, siendo utilizado como un paliativo para resolver ríspidas cuestiones sociales. En los últimos años, a ambas características se ha adicionado el nocivo efecto del clientelismo aludido más arriba, completando un circuito que en muchos casos fomenta y hasta realimenta la hipertrofia e ineficiencia estatales.

Este panorama se basa en una generalización que, como cualquier otra, puede estar viciada de cierta dosis de arbitrariedad. Sin embargo, la existencia de honrosas excepciones –durante ciertos períodos y/o en algunos niveles y/o jurisdicciones— no resta validez al cuadro general descripto.

Volviendo al coeficiente del factor trabajo antes enunciado, se trata de la proporción que representa el componente estatal en la utilización del capital humano por parte de la economía en su conjunto. En otros términos, es la relación o razón entre el número de empleados en el sector público sobre el personal ocupado por toda la economía. Nótese que el denominador, de acuerdo con la definición más aceptada del factor trabajo, excluye a los patrones y cuentapropistas.

En el cuadro inserto a continuación se presenta una comparación entre los valores de este indicador, calculados para el total del país, por regiones[4] y por provincias,  para los años 1991 y 2001:

 

 

Indicador del tamaño del sector público

 

 

Coeficiente del factor trabajo

 

 

País/Región/provincia

Año 1991

Año 2001

 

 

Ø      Total del país

27,9

28,7

 

 

§         Región pampeana

24,5

26,2

 

 

Pcia. Buenos Aires

22,5

25,8

 

 

Cdad. Buenos Aires

24,2

22,5

 

 

Córdoba

27,9

25,1

 

 

Entre Ríos

35,4

37,9

 

 

La Pampa

34,7

41,5

 

 

Santa Fe

26,4

28,3

 

 

§         Cuyo

30,9

31,8

 

 

Mendoza

28,3

29,8

 

 

San Juan

38,0

35,4

 

 

San Luis

32,3

34,2

 

 

§         Noroeste

39,5

39,4

 

 

Catamarca

56,2

52,4

 

 

Jujuy

40,5

41,9

 

 

La Rioja

55,6

52,3

 

 

Salta

35,6

34,4

 

 

Santiago del Estero

38,6

39,7

 

 

Tucumán

34,3

34,3

 

 

§         Nordeste

35,1

40,1

 

 

Chaco

31,9

40,5

 

 

Corrientes

38,6

39,2

 

 

Formosa

49,3

52,7

 

 

Misiones

28,3

34,4

 

 

§         Patagonia

38,7

41,3

 

 

Chubut

35,7

36,4

 

 

Neuquén

40,5

48,0

 

 

Río Negro

31,7

33,2

 

 

Santa Cruz

57,0

51,6

 

 

Tierra del Fuego

41,8

44,7

 

 

Fuente: elaboración del autor en base a datos de los Censos Nacionales de Población de 1991 y 2001.

 

             Una primera reflexión que surge al cotejar estas cifras se refiere al ámbito nacional, y es que contrariamente a lo que podría esperarse, teniendo en cuenta el programa de privatizaciones que se ejecutó precisamente en el período intercensal referido, el tamaño del sector para el total del país —medido de esta forma— no sólo no disminuyó, sino que creció casi 3%. Incluso en las regiones mejor dotadas de recursos, tanto humanos como materiales, y por lo tanto más integradas al conjunto de la economía nacional, el indicador tuvo similar comportamiento, creciendo al mismo ritmo que el nacional en el caso de Cuyo y cerca de 7% en la región pampeana. Una primera conclusión, que habría que corroborar con más información, es que el denominado ajuste fiscal de los años noventa probablemente se haya concentrado en la esfera del Estado nacional y no haya sido acompañado en las jurisdicciones provinciales, incluso en las más importantes. Cabe señalar que el cuadro precedente ha sido elaborado con datos censales en los que la población ocupada por el sector público, no aparece discriminada por niveles (Nación-provincias-municipios) sino agregada.

            Continuando el análisis, se observa que en la Patagonia el indicador, para los dos años considerados, se ubica bastante por encima del nacional, habiendo pasado a ser en 2001 la región en la que el sector gubernamental alcanza un mayor tamaño relativo, superando en este rubro a las dos empobrecidas regiones del norte. Asimismo, se comprueba que en Tierra del Fuego el mismo tiene una dimensión significativa, siendo sólo inferior a los de Neuquén y Santa Cruz. Esta última constituye, junto a Catamarca, Formosa y La Rioja, el conjunto de las cuatro provincias en las que el empleo público supera al privado.

            Estos guarismos confirman que el empleo público ha sido en la Patagonia, una herramienta a la que se ha recurrido para suplir carencias en la generación de trabajo formal por parte del sector privado.  En una importante medida, ello debe atribuirse a la escasa integración territorial del país, cuya actividad económica todavía se concentra mayoritariamente en el área que abarca a la región de la Pampa Húmeda y las provincias de Córdoba y Mendoza.  El mantenimiento de esta situación, que a principios del Siglo XX el economista Alejandro Bunge ya exponía con su “teoría del abanico”, constituye uno de los mayores fracasos de las políticas económicas de diverso signo que se aplicaron en el país. Por cierto, la Patagonia es una de las regiones más afectadas por esta malformación, lo cual se manifiesta a través de su baja densidad poblacional y la hipertrofia de su sector primario de producción.

 

[1] Recuérdese que en esa época, y  hasta fines de los años ochenta, en Europa oriental y vastas zonas de Asia prevalecían las políticas económicas de índole marxista, de planificación rígidamente centralizada. 

[2] De un reportaje publicado en el diario “La Nación” de Buenos Aires, el 18 de agosto de 2004.

[3] Esta relación entre medios y fines, extendida a la economía en general, es la definición de la disciplina modernamente más aceptada. La formuló el economista inglés sir Lionel Robbins en 1932.

[4] Las mismas se han conformado según el criterio de “regiones estadísticas” adoptado por el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC).


Para citar este artículo puede utilizar el siguiente formato:

Miguel A. Mastrocello: "Presupuesto y empleo público: Consideraciones para un enfoque regional" en Observatorio de la Economía de la Patagonia. En http://www.eumed.net/oe-pat/
 


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