BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

 

MÉXICO EN LA ALDEA GLOBAL

Coordinador: Alfredo Rojas Díaz Durán

 

 

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LA PRESIDENCIA IMPERIAL AYER Y HOY

En relación con el fenómeno imperialista y colonial, a lo largo de los siglos XIX y XX, el papel de Estados Unidos ha sido de gran impacto en la “globalización” de América Latina, por medio de instrumentos económicos y policiaco-militares propios. A lo que el historiador Arthur Schlesinger denominó “la presidencia imperial”.42

La forma y contenido de la globalización impulsada en los propios Estados Unidos desde la presidencia imperial contrasta de manera notable con la experiencia latinoamericana de los últimos dos siglos. Ello si se compara el ambiente internacional contemporáneo, en el que se observa un peso importante del capital financiero43 que se moviliza en grandes volúmenes de una moneda o economía a otra en busca de ganancia y seguridad, con la situación económica internacional que se presentó a finales del siglo XIX, también abundante en capitales móviles.

Resalta, en contraste con la experiencia estadounidense, la predisposición latinoamericana de caer en la trampa de la liquidez, adoptando regímenes de apertura y desregulación a ultranza para atraer inversionistas extranjeros. Hoy, como ayer, las precarias y vulnerables bonanzas en nuestra región, centradas en la inversión extranjera y los empréstitos, fueron seguidas por rotundos fracasos. Ocurrió con el “boom” librecambista chileno puesto en marcha después de 1860, que se desintegró cuando la depresión estadounidense de 1873, conmocionando los mercados internacionales. Hubo “booms” que desembocaron en traumáticos naufragios de regímenes nacionales y en guerras civiles.

Como sucedió en México, el Porfiriato aperturista y modernizador de la segunda mitad de la década de 1870, fue impactado por la depresión de 1907, con grandes conflagraciones políticas y militares con efectos profundamente negativos para las nacientes estructuras manufactureras locales. A mediados de 1860 México producía más granos que en 1910 —
principalmente maíz y fríjol—, pero estaba más “globalizado” y modernizado, con ferrocarriles, una creciente clase media y con incipientes estructuras fabriles. Con el aperturismo comercial e inversor, el Porfiriato atrajo grandes cantidades de capitales, pero al final del régimen, más de 40% de las propiedades del país estaban en manos de estadounidenses, y el resto en las de europeos y mexicanos. La agricultura comercial se desarrolló expulsando y confiscando las tierras de los campesinos a favor de los inversionistas extranjeros y sus socios locales. Por supuesto que, cuando el modelo globalizador librecambista falló en 1907, el estallido social militarizado no se hizo esperar.

La idea de revisar la “globalización” en un marco histórico comparativo es valiosa, pero además oportuna, en momentos en que los hacendistas latinoamericanos persisten, bajo el im pulso de inercias que pueden ser suicidas, en la aplicación de la “internacionalización económica” siguiendo los recetarios del FMI, del Banco Mundial (BM) y del Banco Interamericano de Desarrollo. Todos ellos, instrumentos para la proyección de poder de los intereses empresariales de los países capitalistas centrales, con Estados Unidos a la cabeza. La aplicación del Consenso de Washington, es decir, de un esquema
librecambista, de austeridad fiscal, desregulación financiera, privatizaciones, contracción del salario y del mercado interno, por tanto desalentador de políticas dirigidas a agregar valor a nuestros productos por la vía de la industrialización, es igualmente peligroso, en el contexto que se viene perfilando, desde la “crisis asiática” (que en realidad es una crisis del sistema). Amenaza deflacionaria cuya magnitud no se había observado en mucho tiempo, con el agravante de un orden mayor de probabilidades de sincronización deflacionaria de las principales economías del orbe.

Pero el punto al que trato de llamar la atención del lector es que la globalización y la revolución industrial que le acompaña, además de incidir en transformaciones profundas en la economía y en la política de las potencias europeas y Estados Unidos a lo largo de los siglos XVIII, XIX y XX, impacta de manera diferenciada en las zonas periféricas del hemisferio occidental. América Latina ha sido una región muy sometida a una y otra forma de imperialismo, de suerte tal que, históricamente, esta característica nos ha señalado —sobre todo a cierta fracción importante de las clases que se relacionan hacia fuera—. Incluso, las clases más vinculadas con el proceso independentista tienen más que ver con importadores y exportadores vinculados hacia afuera. Esta clase ha sido signada por el colonialismo, en su forma de pensar y de hacer negocios, siempre muy satisfecha con la apropiación del excedente.

Este es un importante fardo histórico, que permanece en la “globalización” de la América Latina hasta nuestros días.

En suma, las estructuras políticas y económicas al Sur del Bravo continúan siendo dominadas por oligarquías, como bien lo percibe Marcos Kaplan. Aún están saturadas de resabios coloniales cuyas vicisitudes, modificaciones y matices específicos se compaginan con las tendencias, políticas y doc
trinas económicas favoritas de las potencias capitalistas, concentrando su accionar económico internacional, por medio de un tipo de comercio exterior reducido al intercambio de materias primas agromineras, a cambio de manufacturas y aportes de capital, o bien por medio de la oferta de mano de obra barata que será explotada por la vía del esquema maquiladorensamblador.45 Esa explotación ocurre en un contexto de enorme restricción y proteccionismo por lo que se refiere a la movilidad de la fuerza de trabajo, que caracteriza el actual esquema globalizador y que contrasta enormemente con la experiencia decimonónica.

En Estados Unidos la globalización, es decir, su incrustación en la economía internacional es diferente. Su consolidación continental, después de la compra de Louisiana (1803), culmina con la anexión de poco más de la mitad del territorio mexicano en 1848. Desde la independencia hasta finales del siglo XVIII se desarrollaron dos visiones conflictivas de política exterior y de desarrollo económico: la sureña, encarnada en personajes como Jefferson, y la norteña, por Alexander Hamilton, el primer secretario del Tesoro de Estados Unidos y verdadero primer ministro de facto durante el gobierno de George Washington (1789-1797). Hamilton sintetiza el paradigma de la modernización industrial nacionalista en su “Informe sobre las manufacturas”, presentado al Congreso en 1790, un proyecto encaminado a la transformación de Estados Unidos en potencia industrial y militar que fue abiertamente rechazado y combatido por los grupos de poder del Sur, los virginianos, más orientados a la agricultura y a un tipo de inserción económica internacional que aceptaba la ideología dominante de la globalización librecambista, auspiciada desde Londres. Los jeffersonianos eran como nuestros neoliberales presidentes y hacendistas locales que fungen como virtuales country managers del BM. De cara al espectacular entreguismo de Salinas o Zedillo, el término country manager del BM parece demasiado digno. Quizá, como lo ha sugerido un científico social de primer nivel en otro contexto, el mexicanismo “achichincle” describía de manera más adecuada el tipo de sumisión y sometimiento gustoso a los recetarios del binomio FMI-BM de algunos de nuestros más altos funcionarios.

Los jeffersonianos consideraban la división internacional del trabajo como un hecho ineluctable de las leyes y de la globalización económica, a la cual Estados Unidos había de ajustarse. Hamilton consternó a los círculos dominantes del poder con propuestas como el finiquito de la abultada deuda externa; la creación de un Banco de Estados Unidos, similar al Banco de Inglaterra; estabilizar y fortalecer las finanzas gubernamentales; proteger las incipientes estructuras industriales y alentar la inversión productiva por la vía del ahorro interno.

Para Hamilton, el mantenimiento de la integridad federal pasaba por el fortalecimiento de la unificación monetaria y financiera, un tema de la mayor importancia para los procesos de integración regional latinoamericanos de finales del siglo XX, en los que los instrumentos monetarios y financieros propios, de cara a la dolarización impulsada por Estados Unidos, resultan claves tanto para la expansión y el financiamiento del comercio regional como para la promoción del desarrollo industrial y tecnológico.

El binomio FMI-BM, al igual que los virginianos (Jefferson, Madison, Monroe), se horrorizaría ante las propuestas de Hamilton. Porque en el proyecto de globalización hamiltonia- no se promueven los subsidios y las barreras arancelarias para estimular el crecimiento de industrias en gestación: una proposición inusitada en el contexto preponderantemente agrario de finales del siglo XVIII, en el que Estados Unidos dependía de importaciones manufactureras de Inglaterra y Europa. El esquema fue calificado como “descabellado” por los virginianos, ya que además de representar un verdadero reto a su hegemonía política interna, afectaba sus alianzas comerciales externas, en especial con Inglaterra. Hamilton fue rechazado por no ajustarse a las corrientes ideológicas ni a las pautas dominantes en la economía internacional. Los latinoamericanos haríamos bien en entender que la heterodoxia hamiltoniana se derivó de su propensión a seguir de cerca y emular lo que Londres hacía como potencia económica y militar, y no lo que predicaba como plataforma de lanzamiento de la ideología librecambista. Como la gran estrategia de desarrollo jeffersoniana asumía una división internacional del trabajo en la que Inglaterra, Francia y algunas pocas naciones europeas eran las potencias manufactureras, y Estados Unidos, junto con Europa oriental y el resto del mundo, habían de fungir como sus abastecedores de productos agromineros (naturalmente, de haber prevalecido), Estados Unidos, como puntualiza el historiador Michael Lind, “...se hubiera transformado en la república bananera más grande del mundo, con algodón y tabaco en lugar de Bananas”.46 Todo esto significa, desde luego, que en gran medida el éxito del desarrollo industrial de Estados Unidos no se basó en el seguimiento de las corrientes aperturistas, de achicamiento de las funciones reguladoras e incentivadoras del aparato productivo por parte del Estado y de desregulación dominantes en el entorno internacional, como puede comprobarlo la más leve auscultación de las políticas económicas aplicadas en el país, especialmente después de la Guerra Civil.

El accionar de la presidencia imperial y su impacto en la “globalización” latinoamericana, hasta nuestros días, se entiende mejor en el contexto de dos fuerzas: por un lado, la centrifugación del capitalismo que, en busca de ganancias, depreda y desestabiliza profundamente la estructura social sobre la que incide —como ocurrió en los casos de México, Cuba, Filipinas, etcétera—; y, por otro lado, la creciente hegemonía naval y militar, así como de la subordinación del poder legislativo al ejecutivo en materia de política externa. Ello permite una proyección de fuerza del Estado en función de las empresas e inversionistas estadounidenses, en sus relaciones económicas con América Latina. Tal intervención usualmente se ha encaminado a restablecer el orden a fin de permitir otro ciclo de inversión y acumulación.47
No sorprende, entonces, que a la desestabilización sociopolítica que ha conllevado la implantación de los programas de ajuste estructural impulsados por Estados Unidos desde el FMI-BM en México, y a la puesta en práctica de una normatividad codificada en el TLCAN profundamente dañina a los intereses de la población y del aparato productivo mexicano, le haya seguido un inusitado e intenso incremento en las relaciones policiaco-militares, con aumentos en la transferencia de tecnología militar y adiestramiento encaminados al control de la población rural y urbana, en órdenes de magnitud que ahora colocan a México, junto con Colombia, como los principales receptores latinoamericanos del accionar del aparato de seguridad estadounidense.

A este fenómeno, el secretario de Defensa Perry (durante el primer mandato de Clinton) lo calificó como “el tercer vínculo”. Es decir, el vínculo militar, que era el paso que seguía a la formalización del TLCAN o vínculo económico; sigue, luego, el “segundo vínculo”, es decir, esa suerte de “luna de miel” torpemente dramatizada por Salinas-Zedillo, primero con el ex director de la CIA, George Bush y, luego, con William Clinton.

El “tercer vínculo”, como parte fundamental de la proyección hemisférica de la paz americana, no es asunto nuevo en la historia latinoamericana.48 Durante todo el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial, los programas militares, policíacos y de inteligencia, han sido el marco de referencia, la “sombrilla de seguridad”, en cuyo contexto se realizan operaciones económicas que se expresan estadísticamente en una masiva transferencia de excedentes desde América Latina hacia los inversionistas y especuladores de Estados Unidos.

Esta relación entre lo militar y los intereses económicos, que es típica de las relaciones imperialistas entre la metrópoli y su periferia, conoció una de sus mejores descripciones en la década de 1970-1980, por parte del general Robert W. Porter, quien fungió como comandante en jefe del Comando Sur en la Zona del Canal de Panamá, además integrante del equipo encabezado por Nelson Rockefeller para promover sus intereses petroleros, bancarios y agromineros en la región. En un discurso ante la Sociedad Panamericana, Porter expresó:

Muchos de ustedes, caballeros, dirigen y deciden en las empresas y las industrias que conforman nuestra inmensa inversión privada en Latinoamérica... Algunas personalidades desorientadas en nuestro propio país y en el exterior los llaman a ustedes capitalistas que buscan ganancias. Desde luego que ustedes lo hacen... Ustedes pueden ayudar a producir un clima más favorable para hacer más inversiones.

Finalmente, consideren la pequeña cantidad de fondos públicos norteamericanos que hemos dedicado a la asistencia militar y a los proyectos de seguridad pública realizados por la AID como una muy modesta cuota para un seguro (insurance policy) que protege nuestra vasta inversión privada en una zona de tremendo valor económico y estratégico para nuestro país.

Después del fin de la Guerra Fría la proyección militar y de seguridad de Estados Unidos en América Latina se incrementó de manera notable. La transferencia de tecnología se aceleró, el gobierno de Clinton aprobó la venta de equipo militar de tecnología avanzada —se trata de grandes erogaciones latinoamericanas, en el fondo para apuntalar a los exportadores de armas de Estados Unidos—, la venta de armamento liviano —pistolas, ametralladoras— sigue incrementándose y los programas de adiestramiento militar y de inteligencia se han ampliado. ¿Qué “protege” Washington? En primer lugar, como en tiempos del general Porter, una gran masa de inversiones. Pero, más importante todavía, ofrece una “sombrilla de seguridad” a su principal área tributaria y a lo que, en materia de mercados, mano de obra barata y recursos naturales estratégicos es concebido como “carta de negociación” de cara a los retadores euroasiáticos. Los montos de transferencias de excedentes de los países de América Latina y el Caribe para el periodo 1976-1997 han sido calculados tomando como fuentes las ofrecidas por el Banco Mundial, el FMI y la CEPAL. Para comprender la condición tributaria de la región y siguiendo una metodología empleada por Pablo González Casanova, se realizó un estudio que tomó en cuenta una serie de rubros de análisis: servicio de la deuda, pérdidas por intercambios, fugas de capital, transferencias unilaterales, utilidades netas remitidas de inversión directa y errores y omisiones. La suma de los totales por rubros y su posterior deflación (con base 100% en 1990) arroja un monto regional que supera los 2 billones 134 mil 626.1 millones de dólares, tributados en dos décadas del “neoliberalismo globalizador”. Cifra cuya magnitud equivale al producto interno bruto combinado de todos los países de América Latina y el Caribe, en 1997. El total de transferencias regionales es encabezado por México con 31%, seguido por Brasil con el 28%, concentrando ambos países 59% de los desembolsos, es decir, 1,204,502.l6 millones de dólares.

La proyección hemisférica de la paz americana, que en el ámbito comercial, industrial, político y militar está reforzando ahora a Estados Unidos, tiene como uno de sus aspectos nodales la creciente fricción estructural entre esta potencia hemisférica y los cada vez más visibles retadores hegemónicos localizados en la masa euroasiática. Estos son los contextos históricos, empíricos y estadísticos, desde los cuales se puede dar inicio a una reflexión en torno a la “globalización” latinoamericana de cara al siglo XXI.


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