AMERICA LATINA ENTRE SOMBRAS Y LUCES

 

 

Argentina

En Latinoamérica, Argentina es el país que ofrece él ejemplo más claro y contundente de la discordancia que puede existir entre el crecimiento del PIB y el desempleo.

 

Argentina se convirtió en la vedette de América Latina en los primeros años de la década de los 90, a raíz de que fue el primer país en cumplir a cabalidad todas las recetas de política económica recomendadas por los organismos internacionales, cuya matriz o representación se encuentra en Washington.

La mayoría de esas recetas habían sido practicadas en forma dispersa desde el inicio de la crisis financiera de 1982, pero su aplicación como parte de una misma e integrada política recién se vislumbra en 1990. En ese año y debido a una publicación del economista John Williamson[1] -ex funcionario del Banco Mundial y asesor de otras instituciones afincadas en la capital de Estados Unidos- el conjunto de recetas llegó a ser recogido dentro un solo paquete que fue bautizado con el nombre de ‘Consenso de Washington’.[2]

El ‘Consenso’, de acuerdo al propio Williamson, se resume en las siguientes 10 propuestas: disciplina fiscal; redistribución del gasto público; reforma impositiva; liberación de intereses; tasas de cambio competitivas; liberación del comercio externo e interno; liberación de los flujos de fondos; privatizaciones; desregulaciones; y derechos de propiedad garantizados.

Una forma más compacta de reseñar ese conjunto de propuestas es la diseñada por Grzegorz Kolodko, profesor de economía de la Universidad de Yale y ex Ministro de Finanzas de Polonia, quien logró resumir el ‘Consenso de Washington’ dentro de una sola receta:[3]

‘Privatice tan rápido como pueda, liberalice tanto como sea posible y sea inflexible en los ajustes monetarios y fiscales’.

Esa receta fue puesta en práctica por el presidente argentino Carlos Menem y su ministro Domingo Cavallo, quienes habían llegado al poder el 6 de julio de 1989. La aplicación simultanea de las 10 propuestas desencadenó casi de inmediato varias y agradables secuelas: la inflación empezó a bajar y el consumo a subir; las tasas de interés se reducían mientras las inversiones se expandían; la demanda se ampliaba y las importaciones también; el gobierno gastaba más pero también recibía más.

Para 1992 y después de una década de estancamiento, el crecimiento del PIB logró alcanzar el 5 por ciento; la tasa de inflación se redujo a un solo dígito; el consumo y ciertas importaciones crecieron en más de un 10 por ciento; y, en 1993, el gobierno pudo inscribir en la contabilidad fiscal un histórico superávit de 3 mil millones de dólares.

Para 1993, Menem y Cavallo ya eran mencionados como ejemplos de buen gobierno. En los eventos regionales, cuando se tenía que enaltecer al país con mayor dinamismo, el nombre de Argentina sonaba más que el de Chile.

A lo largo de la década de los noventa, la mayoría de los seminarios y conferencias económicas que deseaban alcanzar alguna trascendencia, tenían que contratar como orador central a algún economista o consultor argentino, quienes ya podían   rivalizar con los consultores de Washington en la experiencia y el conocimiento necesarios para explicar la correcta aplicación de las recetas del ‘Consenso de Washington’.

Durante esas conferencias, los expositores explayaban todos los mecanismos que se requería activar para lograr cumplir con el consejo de ‘privatice tan rápido como pueda’. Así, en solo un par de años, Latinoamérica se familiarizó con las reformas  legales que el gobierno argentino había implantado para lograr  privatizar la gigantesca empresa petrolera estatal YPF –cuyas siglas significaban: Yacimientos Petrolíferos Fiscales- la cual en 1993 fue transferida en 3 mil millones de dólares; la cifra más alta obtenida hasta entonces por una oferta pública en la Bolsa de Valores de Nueva York  y, quizás por coincidencia, la misma cifra del superávit fiscal obtenido por Argentina ese año.

La privatización de la empresa YPF, continuó con la venta de las empresas estatales de electricidad, de gas natural, de agua potable, de teléfonos y telecomunicaciones, del transporte aéreo, del transporte urbano y del subterráneo, del transporte ferroviario y de las redes del ferrocarril, del agua de riego, del sistema y oficinas de correo, de los aeropuertos y de los puertos fluviales, de las carreteras y de los peajes, y de todas las demás empresas en las que el Estado tuviera algún tipo de inversión o participación.

 

Cuando el entusiasmo de quienes asistían a esas conferencias comenzaba a decaer a causa de esa pesada sensación de sopor que suele presentarse después de almuerzo, para reanimar a la audiencia los expositores solían sacar de la manga una larga lista de simpáticas anécdotas sobre las seductoras y numerosas mercancías que habían pertenecido al Estado Argentino: clubes sociales diurnos y nocturnos, salas de cine, supermercados, hipódromos, casinos, pistas de bolos, barcos, aviones, tractores, camiones, camionetas y autos. Así como un cabaret, una iglesia y un circo.

Pero la anécdota más famosa ocurriría en la última semana del año 2001, la que fue denominada por la prensa argentina ‘la semana de los cinco presidentes’, en razón de que esos días ocuparon sucesivamente la Casa Rosada, sede oficial de la Presidencia de la República, los presidentes Fernando de la Rúa, Ramón Puerta, Adolfo Rodríguez, Eduardo Camaño y Eduardo Duhalde. El tercero de ellos, desesperado ante la falta de crédito internacional, ofreció poner en garantía de pago la Casa Rosada, lo único que aún pertenecía al Estado Argentino.

 

La otra parte de la receta, aquella que aconsejaba ser ‘inflexible en los ajustes monetarios y fiscales’, también fue fielmente ingerida por el Gobierno en su primer año de gestión. Sin embargo, la metodología para poder ingerir la receta fue una creación propia del Gobierno de Menem y Cavallo; aunque, para ser más preciso, más de Cavallo que de Menem.

  La nueva metodología fue bautizada con el nombre de ‘Ley de Convertibilidad’, en razón de que los pesos pasaban a ser legalmente convertibles a dólares a la tasa de uno por uno. Por intermedio de esa ley, se prohibía que el banco central pueda imprimir dinero por su propia voluntad, como sí lo hace en casi todos los demás países del mundo.

Para garantizar que la prohibición se cumpla, se escondió la ‘maquinita de hacer billetes’ y en su lugar se colocó la así denominada ‘caja de conversión’.

 

El mecanismo con que funcionaba ‘la caja’ era muy simple pero a la vez muy efectivo. Dentro de ella se debía mantener un determinado número de billetes sin que importe si eran pesos o eran dólares. Pero, por cada dólar que en ella se depositase de ella se debía extraer un peso y, a la inversa, si se quería extraer un dólar había que depositar un peso: la caja automáticamente transformaba los dólares en pesos y los pesos en dólares.

Así, sin hacer ruido y con la misma precisión que la de un fino bisturí en manos de un buen cirujano, la caja logró extirpar de la pampa argentina al monstruo de la inflación y al fantasma de la devaluación.

Pero a pesar del éxito logrado, algunos pesimistas continuaban lanzando al aire varias incógnitas: indagaban si los encargados de administrar la caja eran lo suficientemente inocentes como para no hacer trampa; dudaban de la capacidad del exportador para depositar en la caja todos los dólares que quería sacar el importador; les preocupaba que el fabricante de su país no pueda producir con menos dólares lo que sí podía el fabricante del país vecino; sospechaban que, ante la primera necesidad fiscal, el gobierno metería mano en la caja solo para sacar y no para depositar; y, les afligía pensar que sembrar en la pampa pudiera tornarse más caro que cosechar en otras praderas. 

Pero sobre todo les angustiaba el recuerdo de una banca privada incapaz de sobrevivir sin los préstamos y sin la guía del Banco Central ahora transformado en una simple caja mecánica. Sin embargo, esta angustia desaparecía ante la certeza de que los acreedores acudirían con más préstamos si la Argentina -el país que con mayor entusiasmo había ingerido las recetas del ‘Consenso de Washington’- así lo solicitaba.

 Y en efecto así ocurrió. Como si se tratase de entregar una medalla de premio al mejor alumno, los acreedores prodigaron la entrega de nuevos préstamos al solícito gobierno. La deuda externa de Argentina que en 1991 era de 52 mil millones de dólares, se triplicó en apenas una década. Así, para el 2001, ya alcanzaba los 146 mil millones de dólares.

La sensación de desarrollo y bienestar duró prácticamente hasta finalizar la década. Las acuciosas y múltiples privatizaciones, la hermética caja de convertibilidad, la generosidad de la pampa argentina, el vigor de su gente, el fiel acatamiento del gobierno a las recetas del Consenso y los abundantes préstamos externos,  habían engendrado un sólido balance en los índices productivos y financieros, logrando una tasa de inflación igual a cero y una  de las más altas tasas de crecimiento del PIB.

[1] J. Williamson, ‘What Washington Means by Policy Reform’, ‘Latin American Adjustment: How Much Has Happened?’, J. Williamson Ed. Institute for International Economics, 1990. 

[2] El ‘Consenso de Washington’ a veces es equiparado al ‘neoliberalismo’; comparación que no es aceptada por su mentor. 

[3] Kolodko, Grzegorz W (1998). Transition to a Market Economy and Sustained Growth: Implications for the Post-Washington Consensus. The World Bank. December, 1998.

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