AMERICA LATINA ENTRE SOMBRAS Y LUCES

 

 

CRECIMIENTO

La teoría convencional define el crecimiento de un país como un valor aritmético que se calcula al dividir la producción total de un año –el famoso PIB-[1] para el PIB del año anterior, donde la fracción que exceda a uno representa la tasa de crecimiento.

Ese método de cálculo se difundió en Latinoamérica a raíz de que Juscelino Kubitschek, presidente del Brasil entre 1956 y 1960, aplicó con relativo éxito –por lo menos en los primeros años- su teoría económica del ‘desenvolvimentismo’, la cual se conoce en español con el nombre de ‘desarrollismo’.

El desarrollismo se basa en la creencia de que ‘primero se debe lograr que el pastel crezca, para después repartirlo’. Esa creencia, es obvio, requería descubrir un barómetro que mida el crecimiento del pastel y el PIB parecía ser ese barómetro. No obstante, también se requería definir el tamaño que debía alcanzar el pastel antes de repartirlo. Y eso jamás se definió.

El desarrollismo simplemente asumía que si los países de América Latina lograban crecer a una tasa superior a la del primer mundo, eventualmente alcanzarían un nivel y calidad de vida similar –o quizá superior- al de los países industrializados.

Esa elemental lógica se complementaba con el hecho cierto que varios países de América Latina -en aquella época e incluso hoy- podían lograr superar el crecimiento del primer mundo. Por ejemplo, en el año 2001, el PIB de Estados Unidos creció 1.7 por ciento, tasa superior a la del 0.2 por ciento obtenido por Perú y a la del 1.4 correspondiente a Colombia; pero inferior a la del 1.8 de Brasil, 2.7 de Venezuela, 2.8 de Panamá, 3.3 de Chile, 3.5 de Nicaragua, 3.6 de Costa Rica, 3.9 de Guatemala, 5,2 de Ecuador y el 5.4 por ciento del PIB de Honduras. [2]

Esas tasas también pueden compararse con las de otros países representativos del primer mundo, como las obtenidas por Japón 1.2 por ciento, Alemania 2.1, Inglaterra y Suecia 2.5, Francia 2.7 e Irlanda 7.5 por ciento. Esta última constituyó la mayor tasa de crecimiento registrada en el mundo occidental.

Comparando las anteriores cifras, claramente se visualizan cinco hechos. En primer lugar, la tasa de crecimiento no tiene una relación directa con el tamaño de la economía: países chicos, medianos o grandes, pueden alcanzar indistintamente tasas grandes, medianas o chicas.

En segundo lugar, las tasas de crecimiento altas no son en modo alguno exclusivas de los países ricos, ni a la inversa. Aunque resulte lógico suponer que a lo largo de su historia los países que hoy son ricos, deben haber tenido en promedio una tasa de crecimiento superior a la de los países pobres.   

En tercer lugar, si se observan las tasas de crecimiento de un mismo país a lo largo de un mismo periodo, se debe concluir que el PIB logra mantener la misma dirección solo por un par de años. En la mayoría de los países del primer y tercer mundo, los años de crecimiento se mezclan sin ninguna secuencia con los años de estancamiento.

En cuarto lugar, la composición de las exportaciones básicas de América Latina –productos agrícolas, materias primas o minerales- y su crucial incidencia sobre el nivel de ingresos, determina que el crecimiento del PIB dependa más bien de las fuerzas de la naturaleza y de acontecimientos externos, que de la prudencia de las políticas internas.

Por ejemplo, el ahorro de combustible en Europa y Japón o los conflictos domésticos y externos del medio oriente, pueden generar drásticos cambios en el PIB de Venezuela, México, Ecuador, Colombia y Perú; los ciclones caribeños o filipinos, logran incidir sobre las exportaciones de café, banano y caña de azúcar de Nicaragua, El Salvador, Guatemala y Honduras, mucho más que el propio esfuerzo comercial de esos países; o las nuevas técnicas del primer mundo en el uso o sustitución del estaño boliviano, del hierro brasileño o del cobre chileno, que pueden moldear el PIB de esos países más que sus propias políticas económicas.

En quinto lugar, después de las copiosas remesas de dólares que Latinoamérica ha transferido al primer mundo desde 1983, la actual diferencia entre los ingresos de los acreedores y de los deudores es tan amplia, que las fluctuaciones en el PIB ya no tienen relevancia. Por ejemplo, el PIB por habitante en el año 2001 sobrepasó los 30.000 dólares en Norteamérica, mientras que esa misma cifra alcanzó apenas los 2.800 dólares en Latinoamérica. Es decir, aunque el PIB latinoamericano logre crecer durante 100 años el doble de lo que crece el PIB de los Estados Unidos, la distancia entre ambos niveles de ingreso –lo cual puede comprobarse con una simple operación aritmética- continuará dilatándose año tras año.[3]

Esas cinco realidades matemáticas invalidan la utilización de la tasa de variación del PIB como sinónimo del crecimiento de un país. En consecuencia surge una pregunta: ¿Que variable puede sustituir al PIB como termómetro del crecimiento económico de América Latina?. Y la respuesta es: el nivel de empleo. 

Esa respuesta se fundamenta en el hecho de que los países latinoamericanos que han tenido un relativo grado de progreso económico, no han sido los que han alcanzado una mayor tasa de crecimiento del PIB, sino los que han logrado una menor tasa de desempleo.

 A manera de ejemplo, se puede citar el caso de Costa Rica, Chile y Honduras, como los países que en las últimas décadas han logrado el mayor índice relativo en el nivel de empleo; el caso de Brasil, Paraguay y El Salvador, como tres países que han logrado un índice intermedio; y el caso de Argentina, Ecuador y Nicaragua, como los tres países que han colapsado en el peor índice de desempleo

[1] PIB: Producto Interno Bruto. Es decir, la producción total de un país dentro de sus fronteras.

[2] Fuentes: World Bank y Latin Business Chronicle. Ediciones del 2002.

[3] Puede verificarlo en 3 pasos: 1) tome la cifra del PIB per càpita de su país y añádale una tasa de crecimiento anual 2 veces superior a cualquier tasa que usted asuma para EE UU; 2) repita la misma operación para varios años; 3) compare las cifras resultantes para los 2 países.

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