AMERICA LATINA ENTRE SOMBRAS Y LUCES

Memoria

Suele asumirse que los principales artificios y mecanismos  utilizados en el tratamiento de la deuda externa de América Latina, fueron creados por la inspiración de algún banquero o  por la imaginación de algún deudor. Sin embargo, en el caso del ‘Plan Baker’ y del ‘Plan Brady’, estos fueron ensamblados gracias a la buena memoria de algún antiguo funcionario de la Secretaría del Tesoro de los Estados Unidos, quien ya conocía que 60 años antes otros dos planes -el ‘Plan Dawes’ y el ‘Plan Young’- igualmente habían sido acoplados para intentar obviar las crisis económicas, políticas y sociales originadas en el pago de la deuda externa.

 

El ‘Plan Dawes’ fue concebido en 1924 por el financista y político Charles Gates Dawes, en su calidad de Vicepresidente de los Estados Unidos, para tratar de posibilitar el pago de la deuda externa impuesta a Alemania como país derrotado en la Primera Guerra Mundial. La elaboración del ‘Plan’ contribuyó a que Dawes reciba en 1925 el Premio Nobel de la Paz. No obstante, antes de que la década de los 20 finalice, oficialmente se admitió que el ‘Plan Dawes’ había fracasado.

 

En su reemplazo, el nuevo Presidente de la Comisión de Reparaciones de Guerra, Owen Young, propuso un nuevo plan –el ‘Plan Young’- que comenzó a operar en 1930 y que, en lo fundamental, dividía la deuda de Alemania en dos segmentos: el primero, catalogado de ‘no negociable’, contenía alrededor de la tercera parte de la deuda; y, el segundo, contenía la deuda remanente calificada de ‘negociable’. Lastimosamente este plan también fracasó, contribuyendo así al descontento popular que encumbró a Hitler al poder y que empujó a Alemania a agredir a sus vecinos e iniciar la Segunda Guerra Mundial.

 

Entre las dos parejas de planes – el de ‘Baker y Brady’ por un lado y el de ‘Dawes y Young’ por el otro- existen tres marcadas coincidencias: todos tuvieron como único objetivo el de lograr que la deuda externa se pague; todos fueron ensamblados en beneficio de los países acreedores; y, los cuatro planes fueron bautizados con el nombre de un alto funcionario de los Estados Unidos. Esperemos que esas sean las únicas coincidencias.

 

En todo caso, el fracaso de los planes solo es visible desde el punto de vista de los deudores. Porque los planes –por lo menos los de Baker y Brady- sí lograron cumplir con las expectativas de los acreedores. En la edición del 12 de diciembre de 1992 de la revista The Economist, se publicó un artículo suscrito por William Rhodes, Vicepresidente del Citibank, uno de los tres principales acreedores de América Latina.

 

El artículo fue publicado bajo el siguiente título: ‘La Deuda del Tercer Mundo: el desastre que nunca ocurrió’.[1] 

 

Ese título se encontraba plenamente justificado por la certeza de que -después de haber transcurrido una década desde que México destapó la insolvencia de América Latina- el peligro de que los principales bancos sufran alguna perdida, había sido sepultado.

El entierro, desde luego, no había sido ejecutado de manera violenta, sino que había sido pulcramente perfeccionado a lo largo de dos jornadas: en la primera jornada, se consumaron los mecanismos de ‘nacionalización de la deuda’ ya descritos, con los cuales se logró transferir a los gobiernos la obligación de pagar la deuda contraída por algunos individuos y empresas del sector privado; mientras que en la segunda jornada, utilizando como armas de ejecución los ‘planes Baker y Brady’, se logró que los pagarés de la deuda –cuyo riesgo de cobro debía recaer en los bancos que habían patrocinado el endeudamiento de América Latina- se conviertan en papeles oficiales o ‘bonos’, cuyo trámite de cobro quedaba en manos del FMI, del Banco Mundial y de las otras instituciones del Grupo Multilateral.  

 

El resultado final es ampliamente conocido: en 1982 las dos terceras partes de la deuda externa de América Latina recaían sobre los préstamos otorgados bajo el riesgo de los acreedores privados, pero una década después cerca del 90 por ciento de

 

esa deuda había sido trasladada a manos de los acreedores oficiales. Así, el título del artículo escrito a fines de 1992 por el Vicepresidente del Citibank, quedaba ampliamente justificado: en efecto y desde la perspectiva de los bancos acreedores, se podía asegurar que el desastre financiero de América Latina nunca ocurrió.

 

No obstante, en América Latina el desastre sí ocurrió. Todos los indicadores económicos, financieros y sociales, demuestran que, entre 1982 y 1992, nuestro continente no solo que se paralizó, sino que retrocedió. Así y por consenso, ese período fue bautizado como ‘la década perdida’; denominación que eventualmente resultó benigna, frente al hecho de que abrió el camino para otra década incluso más desastrosa: ‘la década trágica’, la década de los años 90.

 

Pero antes de adentrarnos en la década de los 90 debemos cruzar por un momento el Océano Atlántico, para así poder presenciar el nacimiento de otro experimento económico que en forma paralela tenía lugar en el industrializado Primer Mundo.

[1] El título original es: ‘Third-World Debt: the Disaster that didn’t happen’.

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