Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
Riqueza inútil:enriquecimiento sin desarrollo
Las sucesivas y costosísisas guerras en
Europa, y el fastuoso derroche de que hizo
gala la Corte Española durante esos siglos,
impusieron que América fuera exigida, de
manera impenitente, a aportar inconmensurables
recursos económicos.
Mas no fue sólo un asunto de cubrir
déficits fiscales. Había también razones ideológicas
para hacerlo: según se creía, había
pleno derecho a usufructuar la riqueza de las
colonias. Palacios Rubios, en 1514, había
expresado que...
España tiene título sobre las Indias porque
Jesucristo, jefe de la gente humana,
luego San Pedro y finalmente el Papa,
dieron las tierras nuevas a los Reyes...
Poco más tarde Francisco de Vitoria, en
su célebre Relectio de Indis de 1539 diría:
Por derecho natural, todas las cosas son
comunes a todos.
Esa afirmación, no obstante, y como lo
advierte la propia María Luisa Laviana, contradecía
flagrantemente la política económica
que por entonces se aplicaba en toda Europa.
Es decir, para Vitoria, unas leyes las
del monopolio se aplicaban en el Viejo
Mundo, y las leyes contrarias las del más
amplio liberalismo, debían aplicarse en América.
En ambos casos, sin embargo, y habida
cuenta de la grotesca incoherencia, siempre
en beneficio de los intereses de España. La
más descarada subjetividad, asoma pues con
elocuencia. Pero además se arguyeron otras
razones ideológicas para expoliar a las colonias:
los gobernantes ilustrados tenian claro
para qué servían las colonias, como lo revela
lo que Aranda escribía a Floridablanca en
1785, al proponerle...
...estrujarlas al máximo.
Las colonias, pues, fueron deliberadamente
estrujadas, exprimidas y saqueadas
al máximo. No obstante, poco sólo financiar
inútiles gastos militares y derroche fue lo
que consiguió España de todo ello.
América fue brutalmente perjudicada.
Pero de ello casi no obtuvo ningún provecho
España. La Corona española fue incapaz de
diseñar un proyecto que permitiera realmente,
al conjunto de la sociedad peninsular,
acumular riquezas y capitalizar en su propio
territorio. Ciegos de conquistas y de riquezas
fáciles, no estaban dispuestos a trabajar en
pro del desarrollo económico y material de la
península.
Así, por ejemplo, cuando se propuso la
idea de que resultaría conveniente invertir en
el valle del Guadalquivir palabra árabe que
significa río grande, a fin de prolongar
en longitud la navegabilidad del río, para
abaratar y facilitar el transporte de personas y
mercaderías, la Corona contestó:
si Dios hubiera querido un río navegable,
lo hubiera creado.
Es decir, para la tan pregonada sabiduría
de los asesores e ideólogos del imperio,
Dios quería rapiña y gasto superfluo, pero
no inversión. Dios, pues, a la luz de esa
sabiduría habría condenado a España al
atraso, y a América a la miseria.
Sin embargo, los comerciantes y empresarios
españoles de la época pensaban de otra
manera. Veamos, no obstante, de qué otra
manera.
El ilustrísimo Campillo al decir de Fontana
insistió mucho en que debían ser peninsulares,
domiciliados en España, quienes
debían monopolizar el comercio, tanto hacia
América como el que se realizaba dentro de
América.
Esto es, ni siquiera los españoles residentes
en el Nuevo Mundo debían hacer fortuna
con el flujo comercial que se realizaba
al interior de las colonias. Como puede colegirse,
para el ilustrísimo Campillo, los conquistadores
debían dedicarse exclusivamente
e extraer las riquezas de América y enviarlas
a España.
Mas, como se verá más adelante, la
población española que se había trasladado a
América era muy numerosa, aun cuando representaba
un porcentaje muy pequeño respecto
de la población peninsular de entonces.
Hacia 1570, los conquistadores probablemente
representaban menos del 1% del total
de la población peninsular (25 000 respecto
de algo más de 4 millones de habitantes). Pero,
en cambio, tenían un altísimo nivel de
ingresos, considerando los botines de guerra
que se habían repartido: sea en forma de tesoro
físico; sea en propiedad de minas o haciendas;
a cargo de corregimientos o encomiendas;
o en cargos de la administración virreinal.
Puede asimismo estimarse que, más tarde,
hacia 1700, la población criolla afincada
en América constituía bastante más del 10 %
de la población española de la península. Y
que, en 1800, eran ya considerablemente más
del 20 %.
Es decir, sea por su enorme capacidad de
compra, o por su volumen poblacional, los
españoles y criollos residentes en el Nuevo
Mundo, eran un mercado significativamente
grande, que, por lo demás, y como resulta
innecesario demostrar, demandaba productos
europeos, que era lo que exigían sus costumbres
y lo que exigía la implacable moda de la
época.
Así pues, la demanda comercial de los
españoles americanos fue creciendo de manera
tal, que contribuyó conjuntamente con
la enorme liquidez de la que paulatina y sistemáticamente
fue disponiendo el imperio a
generar una gravísima inflación en la península
y, de paso, en toda Europa.
Frente a ello, se alzaron las voces que
exigían que los españoles americanos se las
ingeniaran para autoabastecerse sin demandar
productos a la metrópoli. Juan de Matienzo,
cronista español y testigo de la época,
decía al respecto:
...cuando más plata se trae y más mercaderías
se sacan para las Indias, más
caro vale todo en España [por ello] conviene
(...) que haya ingenios de azúcar y
[fábricas de telas en América].
Al parecer afirma Miño Grijalva, había el consenso de que las colonias fabricaran
sus propias telas, ya que su demanda había
elevado los precios considerablemente en la
metrópoli, y tenía arruinados a los consumidores
peninsulares.
Pero, valgan verdades señor Miño Grijalva,
debe decirse que no a todos los consumidores
peninsulares. Sino sólo, y muy específica
y dramáticamente, a los más pobres
de ellos, que no es lo mismo, ¿verdad?
Pues bien, de hecho se formaron muchas
fábricas de telas en América. En México
(Nueva España) los propietarios de las fábricas
eran generalmente distintos de los
propietarios de las haciendas. Así, por ejemplo,
en Querétaro, uno de los más importantes
centros textiles de ese virreinato, de 29
propietarios, sólo 6 eran hacendados, los
demás eran comerciantes en general, siendo
algunos específicamente comerciantes de esclavos;
y otros funcionarios públicos en general,
siendo algunos de ellos algunos específicamente
militares.
En el Perú, en cambio en un fenómeno
de integración económica que sigue vigente
hasta el día de hoy, los dueños de las haciendas,
por lo general, eran también propietarios
de los obrajes o talleres artesanal
industriales.
Por lo demás, para el siglo XVIII, haciendas
y obrajes eran acaparados por un reducido
sector social perteneciente a la llamada
aristocracia criolla.
Pero, ¿qué tan grande era el consenso del
que nos habla Miño Grijalva? ¿Hubo realmente
ese consenso? ¿O ha convertido el historiador
en realidad sus propios deseos?
Quienes aspiraban aunque involuntariamente
a industrializar América, ¿tenían
realmente poder para llevar ese deseo a la
práctica? Tal parece que nunca tuvieron efectivamente
ese poder. De lo contrario la Independencia
nos habría encontrado con un
vasto aparato industrial que, en efecto, no
hubo.
Matienzo y los que pensaban como él no
representaban sino los intereses de los pobres
de la península, aquéllos a quienes de veras
afectaba la inflación creada por el oro de
América. De ese modo no pensaba, en cambio,
el poder imperial metropolitano. Así, un
texto anónimo de 1758, descubierto por Josep
M. Delgado, pide que se pongan trabas
al crecimiento de las manufacturas autóctonas:
...porque lo que interesa a España es que
los naturales de las Indias no se acostumbren
a vivir independientes de esta
monarquía... .
Y Pedro Rodríguez, conde de Campomanes
fundador de las Sociedades Económicas
de Amigos del País, autor de
Reflexiones sobre el Comercio Español a
Indias, dirá en 1762:
no se debe permitir a los americanos producir
artículos que puedan competir con
los de España, con el fin de mantener la
dependencia mercantil, que es la útil
para la metrópoli.
Finalmente, como registra Josep Fontana,
Juan Francisco de Güemes y Hoscasitas, conde
de Revillagigedo, virrey de México entre
1746 y 1755, irá aún más lejos. Dijo:
La fábricas, ni pueden subsistir, ni conviene
en buena política que las haya, ni
aun en aquellos géneros que no se fabrican
o traen de España (...) No debe
perderse de vista que esto es una colonia
que debe depender de su matriz, la España...
Es decir, no sólo no hubo el consenso
industrializador del que nos habla Miño
Grijalva, sino que era el propio poder imperial
el que se oponía a la proliferación de
empresas manufactureras en América. Y,
como resulta lógico entender, logró ese objetivo,
como casi todos los que se propuso.
Ello permite entender, conforme lo demuestra
el siguiente cuadro, porqué la recaudación
imperial por impuestos al comercio
entre Europa y América tuvo una importancia
cuantitativa tan grande, equivalente incluso
a la recaudación que se obtuvo por la
explotación y exportación de la enorme
riqueza minera la razón de ser y la obsesión
más importante durante la Conquista y la Colonia.
Otro tanto ocurre para el caso de México, en que sólo se
conoce el origen del 41 % de la recaudación.
Definitivamente otros habrían sido los resultados
si, como reclamaron algunas voces,
América hubiera sido de veras impulsada a la
industrialización. Mas, comprensiblemente,
ello no estaba en los planes del poder imperial.
Podría pensarse, entonces, que, en ese
contexto, España sí alcanzó a industrializarse
para satisfacer las exigencias comerciales del
Nuevo Mundo. Ello, sin embargo, tampoco
ocurrió. Entre otras, por las siguientes dos razones:
a) falta de mano de obra; y, estrechamente
relacionada con ella, b) la profunda
distorsión de valores que había creado la
riqueza fácil que hacía más de un siglo obtenían
miles de españoles en América y que
también enriquecieron a sus familias en España.
En relación con la primera razón, durante
las primeras décadas del imperio, el déficit
fue fundamentalmente de mano de obra calificada.
Pero después hicieron falta brazos de
todo tipo.
Ya en 1600, un jurista en la península,
Cellorigo, abogaba por la revitalización del
matrimonio con el fin de volver a crear
mano de obra, en sustitución de la que
fugaba en las flotas que se dirigían a América,
y en sustitución de la que, en actividades
no productivas, estaba, en gran número, al
servicio de los ricos y de la Corte. Pero, además,
en sustitución de los miles y miles de
españoles que habían muerto en las aventuras
bélicas de Carlos V y Felipe II.
El genial Lope de Vega, en relación con
la segunda de las razones anotadas, dijo en
1618:
queremos vivir sin trabajar.
Cellorigo a su turno, y sobre lo mismo,
decía:
la causa fundamental de la decadencia
consiste en nuestras costumbres, que subestiman
las leyes naturales que nos indican
que conviene trabajar.
En el Lazarillo de Tormes, el anómino
autor llevaría hasta la ridiculización las aspiraciones
de los españoles pobres de querer
vivir sin trabajar. De todo ello, desprende el
historiador francoperuano Frederic Engel,
hubiese sido feliz un español del siglo XVII,
siendo rico sin trabajar.
Admitamos que ésta era la expectativa de
muchos españoles en la península, no de todos.
Una vez más, sin embargo, debemos repetir
que son los dirigentes de un pueblo
quienes imponen los patrones de conducta y
los modos de pensar.
Así, cuando el español pobre aspiraba a
hacerse rico sin trabajar, aspiraba tan sólo
a reproducir en su vida lo que veía en la vida
de los ricos y en los miembros de la Corte.
¿Quién podía negarle esa aspiración?
Pues bien, una gran parte de las inmensas
riquezas que llegaron de América fueron a
parar a manos de financistas alemanes, judíos
y de otras nacionalidades que habían financiado
a los Reyes Católicos en la guerra contra
los moros, y que contribuyeron también a
financiar las descomunales y costosísimas aventuras
bélicas de Carlos V y Felipe II.
Pero una parte considerable quedó en territorio
español, ahí está El Escorial para demostrarlo,
pero también están para demostrarlo
el centro viejo de Madrid el Madrid
de los austrias, con sus catedrales, palacios
y enormes jardines; pero además lo evidencia,
por ejemplo, y entre otros, el bellísimo
centro viejo de Barcelona, con sus palacios y
catedrales.
¿Qué ocurrió con el resto, la gran fortuna
que quedó en las manos de los aristócratas
españoles, después que cada uno de ellos hubo
de construir su propio palacio como aquél
del virrey Amat que hoy se exhibe en
Barcelona? Pues volvió a salir de España,
con destino al resto de Europa, a Asia y África.
Porque, como está dicho, ni la Corona ni
la aristocracia se dieron tiempo ni maña para
crear y organizar la industria que permitiera
satisfacer al voraz mercado de las colonias
americanas, y las propias exigencias de mercaderías
en la metrópoli. Eso a ellos no les
preocupaba, porque tenían los recursos suficientes
para comprar cualquier exquisitez,
traída desde donde fuera.
¿Para qué entonces preocuparse en producirla
en Madrid o en cualquier otro rincón
de España, si igual, y sin preocupaciones de
administrar insumos y administrar trabajadores,
llegaba a sus manos? ¿Para qué preocuparse
si como pensaban las cosas, y el
mundo, y las riquezas de que disponían, hasta
la eternidad iban a seguir siendo iguales?
He ahí, pues, el quid de la cuestión: [para
qué preocuparse] ...si hasta la eternidad las
cosas van a seguir siendo iguales. En esto, la
Historia tradicional (conocimientos), es
decir, el estudio de la historia (los hechos
del pasado), jugó con la Corona de España,
con la aristocracia, y con el resto del propio
pueblo español, el mismo trágico rol de pésimo
guión que esa misma Historia tradicional
había jugado y sigue jugando a otros imperios
y pueblos.
Pésimamente mal planteada como por lo
general lo está, la Historia tradicional impide
a los pueblos obtener las enseñanzas que deberían
desprenderse del pasado, del propio o
de otros pueblos.
Con un buen guión en sus manos, con
otra Historia, esto es, disponiendo de una
versión analítica y reflexiva de la historia, la
Corona Española y la aristocracia habrían
sabido, en cambio, que, por el camino que
recorrían expoliación a las colonias, mal
uso de la riqueza que se obtenía, desprecio
por la inversión productiva y privilegio absoluto
de sus intereses, el fin de ese mundo
estaba muy cerca, a pocas generaciones de la
de sus hijos.
Tal y como, por exactamente las mismas
razones, ya había ocurrido antes con la historia
de Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma.
En fin, no tuvieron ese guión en sus manos.
España, entonces, tanto para el consumo
en la metrópoli, como para abastecer a los
peninsulares que se habían trasladado al Nuevo
Mundo, tuvo que voltear los ojos al resto
de Europa, a Asia y África. A ellas, a través
de la importación de mercancías, fue a parar
el gran saldo de la riqueza que llegaba de
América.
Así España nos lo recuerda Bonilla Amado
sólo fue un lugar de paso de esas riquezas
que terminaron enriqueciendo a los
grandes centros manufactureros de Europa
que la abastecieron de todo aquello que ella
no fue capaz de producir.
Pirenne, el historiador flamenco que mejor
ha escrito sobre estos temas, dice: La
plata que llegaba a Cádiz solamente voló por
encima de España.
Debe, sin embargo, tenerse en consideración
otro aspecto de la cuestión. De la
noche a la mañana había aparecido en
España una nueva y enorme demanda de productos
manufacturados y de comestibles: la
que generaban los miles de pobres que se
habían hecho inmensamente ricos en América,
y la de los ricos que se hicieron aún más
acaudalados con la riqueza enorme que venía
de ultramar.
Así, en el supuesto de que España hubiera
pretendido, ella sola, satisfacer la nueva demanda,
no sólo no hubiera sido suficiente
instalar muchos nuevos centros manufactureros
en la península, sino que, además, habría
sido imprescindible hacerlo de manera
muy acelerada, porque, como veremos, la demanda
crecía vertiginosamente, a una velocidad
impresionante.
Pero, ni poco ni mucho, virtualmente en
España no se hizo nada. La demanda entonces
tuvo que ser atendida, básicamente,
por los centros manufactureros de Francia e
Inglaterra, y de Génova y Amberes y más
tarde también de Amsterdam. Sin embargo,
incluso juntos, fueron incapaces de equiparar
con su producción la magnitud del circulante
que inundó las ciudades de Europa.
El oro del Nuevo Mundo, que llegaba a
raudales, creó una brutal inflación que envolvió
al Viejo Mundo. Hamilton ha sido
quizá quien mejor estudió ese fenómeno.
Veamos los siguientes datos para que se
tenga una idea de la magnitud de la inflación
que se creó en la Europa de entonces. De
África, como se ha visto anteriormente, llegaban
a las costas del Mediterráneo 140 kilos
de oro al año, incluso hasta el año 1532.
Ese mismo año, en Cajamarca, en las
entrañas del mundo andino, el Inka Atahualpa
a cambio de nada porque igual fue asesinado
, entregó a Pizarro un rescate valorizado
en 1 326 539 pesos de oro y 51 610
marcos de plata.
Asumiendo con datos de Engel que
cada peso de oro equivalía a 4,5 gramos de
oro, y que cada marco equivalía a 1/15 de
peso, el rescate, entonces, representó, en peso
físico, por lo menos, el equivalente de 5
993 kilos de oro.
Asumiendo que de toda esa fantástica riqueza
(¡5 993 kilos de oro!) sólo se hubiera
remitido a España un tercio, sólo en ese día
Europa dispuso de 14 veces más oro del que
cada año llegaba de África. Mas ese mismo
día, ni en varias de las décadas siguientes, la
producción manufacturera de Europa se multiplicó
por 14.
Así, frente a una producción que sólo
lentamente podía crecer, dadas las restricciones
técnicas y tecnológicas de la época, el
desproporcionado incremento de la liquidez
sólo podía tener como resultado una gran e
incontrolable inflación. Ésta en efecto se produjo.
Haring, por otro lado, ha calculado que
hasta 1560 toda América española produjo
oro y plata por valor de casi 140 millones de
pesos, que, según nuestros cálculos, representan
casi 500 toneladas de oro: 125 veces
más de lo que, en el mismo período habrían
producido las minas de África.
España, pues, ni se propuso ni hubiera
sido capaz de producir para satisfacer la nueva
gran demanda de manufacturas y de comestibles.
Y Europa no pudo evitar verse
envuelta, vertiginosamente, en un proceso inflacionario
creciente.
Esos fueron los primeros costos del Descubrimiento
y la Conquista, esa cara tan poco
difundida de aquélla parte de la historia de la
humanidad. Otros costos, quizá los de mayor
magnitud, habrán de pagarse más tarde.
Bien entrada la segunda mitad del siglo
XVI, cuando ya la inflación en Europa era un
hecho irreversible, en algunas ciudades el oro
era atesorado a fin de que su circulación no
incrementara aún más la inflación. Ello explicaría,
por ejemplo, porqué cuando las tropas
de España saquearon Amberes en 1576
se encontraron con 20 millones de florines de
12 gramos de plata, equivalentes, dice Engel,
a 50 millones de dólares.
Esas cifras, tal como las venimos presentando,
y contra lo que podría suponerse por
su cuantía, no permiten que nos hagamos una
idea exacta de los acontecimientos y de sus
repercusiones en la época en que se dieron.
Veamos por ejemplo el caso del rescate
de Atahualpa, del que se apropiaron Pizarro y
sus hombres: 5 mil 993 kilos de oro, que ciertamente
pocos hombres en la historia de la
humanidad han tenido ocasión de ver en un
solo golpe de vista. Aparentemente sólo representan
algo más de 70 millones de dólares
de hoy. Pero Felipe Cossio observa más bien
que el valor del rescate hoy equivaldría a 200
millones de dólares.
No son, pues, poca cosa. Sin embargo, ¿la
economía de qué país de hoy podría remecerse
con una inyección imprevista de 70 millones
de dólares? La de ninguno. Incluso
países pobres tienen reservas internacionales
por casi 10 000 millones de dólares. ¿Y entonces?
Ocurre pues, que con los parámetros de
hoy para que podamos hacernos una idea
exacta de lo que aquellas cifras significaban
en la Europa de su tiempo, no tenemos otra
alternativa que someterlas a cálculos actuariales
(con conservadoras tasas de actualización
y cada una por el período que le corresponde).
Aparentemente por lo menos, sólo con las
cifras resultantes de actualizar con una tasa
de 2 % anual estaríamos ante cifras que con
los parámetros de hoy, insistimos nos darían
una idea aproximada de lo que las cifras originales
representaron en su tiempo.
Esto es, el Rescate de Atahualpa habría
sido como inyectar hoy, en la Economía de
Europa, de un día para otro, 695 mil millones
de dólares. Sin duda la Europa de hoy también
se remecería en inflación (no así con los
7 183 millones de dólares que resultan de
actualizar a una tasa de 1% anual).
El botín de Amberes no habría equivalido
pues al asalto a una agencia bancaria cualquiera
(los 50 millones de dólares de los que
habla Engel). Fue, probablemente, como si
hoy un ejército asaltara y se apropiara, en las
bóvedas de los grandes bancos de Suiza, de
tanto como 165 000 millones de dólares.
Porque la cifra de al lado (2 609 millones de
dólares) está en la bóvedas de cualquier Banco
Central del Tercer Mundo.
Y el oro que llegó a Europa entre 1532 y
1560, sería equivalente al valor de 10 años de
la producción anual actual de Estados Unidos.
Éstas, pues, y a título de ensayo, recién
son magnitudes que nos permiten ubicarnos
en el tiempo, entendiendo qué y cómo ocurrió
todo aquello.