¿Leyes de la historia?

 

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Alfonso Klauer

¿Viejos destacamentos de frontera?

Parte de la Historia tradicional presenta a los ostrogodos posesionados de un “área de buenos pastos” irrigada por generosos ríos rusos –como precisa Barraclough –. La descripción del territorio “ostrogodo” que hace dicho historiador corresponde más bien al territorio de los avaros y alanos. Más adelante, sin embargo, fundamentaremos las razones por las que Barraclough, como muchos otros historiadores habrían caído en ese error.

Ostrogodos

El examen de la información más divulgada permite definir sin embargo que los territorios de los ostrogodos eran los dos que indicamos en el Gráfico Nº 22, es decir, territorios de la Hungría de hoy, al norte del Danubio (6a), y el valle del alto Vístula (6b) –Polonia–, en las proximidades de Cracovia ; ambos en torno a la Dacia, la última gran conquista imperial romana en Europa.

¿Qué sabemos de los ostrogodos que nos permita entender, durante la crisis de colapso del Imperio Romano, su viaje de más de 1 000 – 2 000 kilómetros hasta Roma; su asentamiento definitivo en la península italiana; y el no menos sorprendente hecho de que uno de ellos alcanzara a erigirse en el sucesor del último emperador romano?

Se nos dice, por ejemplo, que a partir del año 370 dC empezaron a huir hacia el oeste huyendo de las invasiones de los hunos. Sabemos también que 80 años después, en el 451 dC, se les vio en el centro de Francia, aliados con los ejércitos romanos y con otros “bárbaros”, pero esta vez derrotando a las temidas huestes de los hunos. Y que cuatro décadas más tarde, en el 493 dC, uno de ellos –Teodorico el Grande– se instaló como rey en la península, en Ravena, 300 kilómetros al noreste de la Roma que habían arrasado los visigodos en el 410 dC y los vándalos en el 455 dC.

¿Por qué el “grupo de ostrogodos” que supuestamente había salido en estampida huyendo de los hunos, abandonando sus ricas tierras paradójicamente terminó afincándose en la pobre y ya derruida Italia tras la derrota de los hunos? ¿Acaso sólo porque idos los vándalos e idos los visigodos había quedado el terreno a su disposición? ¿Qué los atrajo y cautivó de aquella península cuyos campos y ciudades lucían asolados por las secuelas de las pestes, la sequía, la hambruna y una brutal destrucción física en la que todos los protagonistas habían tenido arte y parte? ¿No es razonable presumir que derrotados los hunos que los habían empujado, estaban pues dadas las condiciones para retornar a “sus” tierras de Hungría y de Polonia–? ¿Por qué no lo hicieron? ¿Cómo explicar además su alianza militar con los romanos? Por último, una pregunta clave que, no obstante, está ausente en la mayor parte de los textos: ¿qué idioma hablaban los renombrados ostrogodos? Nada hasta aquí nos permite dar respuestas razonablemente verosímiles a esas interrogantes? Busquemos pues otros derroteros.

Teodorico había nacido en el 455 dC, es decir, el mismo año en que los vándalos saquearon Roma, y cuatro años después que la generación de sus padres había contribuido a derrotar a los hunos en los campos Cataláunicos de Francia. Si –como se afirma–, nació en Hungría, al norte del Danubio, bien pudo ser pues que sus padres no estuvieron como otros ostrogodos en los campos Cataláunicos, o que después de esa epopeya habían retornado a sus ricas tierras húngaras. Pero lo cierto es que el que llegaría a ser el rey de los “godos brillantes” –como los califica Robert López –, recibió luego una esmerada educación en Constantinopla. ¿Fue éste un premio especial por la contribución de los ostrogodos para librar de los hunos al desfalleciente imperio? No, como veremos, hay razones para pensar en otra posibilidad.

Como fuera, el hecho incontrovertible es que Teodorico, y sin duda otros ostrogodos que estaban dentro del área de influencia del Imperio Romano de Oriente, se educaban en Constantinopla. No eran pues extranjeros, ajenos y enemigos declarados del imperio. Los ostrogodos –nos resulta tan evidente– ¡eran súbditos del imperio! De allí que en los campos Cataláunicos, no como aliados –como erróneamente se sigue diciendo en los textos–, sino como parte de lo que iba quedando del ejército imperial, enfrentaron a los genuinos “bárbaros (extranjeros) hunos” –y sus aliados–. El hecho de que fueran súbditos del imperio ayuda a explicar también que, como se sabe, no participaran en los saqueos de Roma.

Teodorico el Grande, “diabólico” para unos, y “héroe sin tacha” para otros de los hombres de su tiempo , –y “gobernante sabio” para algunos historiadores modernos–, emprendió el viaje hacia Italia, cuando frisaba los 40 años de edad, ostentando probablemente poder económico y sin duda al mando de un destacamento militar no despreciable. Su objetivo militar no era destruir el imperio al que pertenecía, sino que tenía los mismos visos de las guerras civiles que en tantas ocasiones habían sacudido al imperio. Su único y muy preciso objetivo era derrocar y sustituir a Odoacro, el militar que acababa de asumir el puesto de “emperador” de un régimen que –en la práctica– ya no imperaba ni en Europa, ni en la península italiana y ni siquiera en Roma. No obstante, todavía resplandecía la estela de prestigio, de poder y de gloria del viejo y poderoso imperio y de los antiguos y omnímodos emperadores. Ello atrajo pues a Teodorico. Pero tuvo que resignarse a “reinar” en Ravena, dado que Roma tenía ya cuatro décadas en ruinas tras los saqueos de los vándalos y visigodos.

Así, la ceguera y la ambición llevaron a Teodorico y a los ostrogodos que lo seguían a un trono sin reino que, sin embargo, coherentemente con el origen de estas gentes, fue legitimado por el emperador del Imperio Romano de Oriente . Esto último también avala la hipótesis del origen no extranjero y la condición no “bárbara” de los ostrogodos.

Teodorico el Grande, desde su trono en Ravena, fue incapaz de empinarse por encima de sus pares. En efecto, no logró su meta de organizar una confederación que coordinara el accionar de los reyes diseminados en lo que había sido el antiguo territorio imperial, desde Alemania hasta el África . Fue incapaz de percibir que ya no había condiciones para restituir el viejo imperio. En fin, sin haber hecho realmente historia, figura en los textos –como tantos otros–, con una talla que, sin duda, no le corresponde.

A los ostrogodos se les viene atribuyendo la formación de un “reino” que ocupaba toda la Italia actual, gran parte de Austria y de Hungría, y todo lo que hoy son Eslovenia, Croacia y Bosnia. Es decir, buena parte del territorio que va de la margen derecha del Danubio hasta el Mediterráneo. ¿No resulta extraño que abandonaran del todo los espacios que se les asigna como lugar de origen? ¿No asoma ya como interpretación la posibilidad de que, a este respecto en la crisis final del imperio hubieran encontrado la oportunidad de abandonar las tierras que nunca consideraron propias, para regresar a las tierras a las que secularmente sentían pertenecer?

¿Eran pues ostrogodos los ostrogodos? Tal parece que no. Tal parece que eran “romanos” o, mejor aún, genéricamente “italianos”. Expliquémonos. Se dice textualmente, por ejemplo, que “el pueblo ostrogodo entero (...) pudo encerrarse durante algunos meses en los muros de Pavia –[al norte de Italia, muy cerca de Milán]– sin desalojar siquiera a los habitantes” . La frase del historiador norteamericano Robert López tiene una expresión absolutamente inverosímil: “el pueblo ostrogodo entero”. Ello es inaceptable si nos atenemos al hecho de que 80 años antes del nacimiento de Teodorico muchos ostrogodos, huyendo de Atila, se dispersaron. Muchos pues no estuvieron en Pavia. Por lo demás, debe pensarse que muchos, entre los que sin duda estaban los campesinos más viejos, decidieran quedarse en Hungría y Polonia que, por lo menos para ellos, ya habían pasado a ser “sus” tierras.

La frase de López, no obstante, ofrece dos pautas muy valiosas. En primer lugar, queda claro que el ejército de ostrogodos que acompañaba a Teodorico, sin ser despreciable, no era tampoco muy numeroso. ¿Cómo si no pudo guarecerse íntegro y durante meses dentro de los muros de Pavia? Siendo así, ¿cómo pudo entonces lograr la “hazaña” de conquistar Roma e Italia? ¿A tanta debilidad habían quedado reducidas las fuerzas del imperio que 40 años antes habían sido capaces de derrotar a los hunos de Atila, a los que más de una vez se ha atribuido el número de 700 000 entre adultos y niños?

La cita del profesor López da pie entonces para, en segundo término, preguntarnos: ¿cómo entender la pacífica convivencia de Teodorico y los suyos con los habitantes de Pavia? Sin duda, por el hecho de que Teodorico –educado por los “romanos” en Constantinopla, recordémoslo–, y todos los que lo acompañaban, hablaban el mismo idioma que sus improvisados anfitriones. Eran pues tan “romanos” o “italianos” como ellos.

¿Quiénes, pues, eran estos ostrogodos –nuestros cada vez más enigmáticos “bárbaros romanos”– contra los que nada ni nadie se interpuso en el camino hacia Roma? Nuestra hipótesis es que los tan nombrados ostrogodos no eran sino herederos de viejas colonias romanas, abandonadas durante siglos, cada vez más a su suerte, y con vínculos cada vez más débiles con el Imperio Romano –que ya para la fecha era el decadente y alicaído Imperio Romano de Occidente–.

Asumamos pues, por un momento, que las dos ubicaciones en las que la historiografía ha ubicado a los ostrogodos correspondían a otros tantos grandes destacamentos desplazados por el imperio para cuidar sus fronteras, en este caso las de Dacia. Y no es arbitrario suponer que ambos fueron grandes destacamentos militares. Al fin y al cabo, tras la derrota de los cartagineses, el gran peligro para los romanos lo constituía el Imperio Persa, que tantos dolores de cabeza había dado a los ejércitos de Grecia, historia que –insistimos– muy bien conocían los estrategas romanos. Es completamente razonable pues que los estrategas romanos siempre tuvieran el temor de un poderoso ataque persa por la retaguardia, que, bordeando el Mar Negro y atravesando Ucrania y Polonia, amenazara muy cerca a Roma. También contra esos ataques sorpresivos y de distante origen estaban curados de espanto los estrategas romanos, a raíz de la increíble incursión cartaginesa que había liderado Aníbal. Éste –como se recuerda–, en vez de enfrentar directamente con su flota a los romanos, trató de sorprenderlos por la retaguardia, y, hasta con elefantes, cruzó Gibraltar, España y Francia llegando a los Alpes. Pero, adicionalmente, también los germanos del norte de Europa constituían un peligro latente contra el imperio, había pues que protegerlo de ellos. E incluso, en tercer lugar, era necesario apostar destacamentos de avanzada, dispuestos siempre para ampliar las conquistas territoriales.

Aceptemos entonces que, durante los primeros siglos de la expansión imperial, los emperadores romanos ubicaron y mantuvieron a dos grandes destacamentos militares en Hungría y en las proximidades de Polonia. ¿En qué fecha ha registrado la historia la conquista de Hungría? Pues en el siglo I aC ¿Y en qué fecha refiere la Historia tradicional que se encontraban los “godos” en el valle del Vístula? Pues también en el siglo I aC. ¿Debemos aceptar que se trata de una simple coincidencia. No, tal parece que las dos distintas denominaciones que estamos utilizando –“destacamentos militares romanos (en Hungría y Polonia)” y “ostrogodos” –, corresponden al mismo grupo humano, rebautizado al cabo de varios siglos.

¿Es difícil imaginar lo que, al cabo de cuatro siglos, había ocurrido con esos destacamentos militares romanos? ¿No estaban acaso compuestos, en todos los casos, por dos tipos de hombres: los que tenían poder y vínculos para, al cabo de un tiempo, lograr el relevo y el retorno a Roma; y las numerosas huestes, civiles y militares, que generación tras generación tuvieron que resignarse a permanecer en el rincón al que habían sido confinados? Es harto comprensible que, sin perder la expectativa del retorno, miles y miles de soldados y trabajadores “romanos”, sin tener otra alternativa e inadvertidamente, fueran progresivamente asimilando la cultura local –usos y costumbres, entonación del idioma, etc.–, que paulatina e imperceptiblemente los iba “desromanizando” cada vez más. No por ello dejaban de considerarse, con orgullo, “romanos”. Tampoco es difícil imaginar que, cuando aparecieron los primeros apremios económicos del imperio –digamos por ejemplo que durante la “sequía de San Cipriano”–, los gobernantes romanos no pusieron como primera de sus prioridades atender los sueldos de quienes estaban en los confines del imperio. Por el contrario, los abandonaron del todo y a su suerte. Pero no por ello éstos dejaban de añorar Roma o de considerarse “romanos” o “italianos”.

Imaginemos, por ejemplo, a un numeroso destacamento desplazado durante el régimen de Augusto a la frontera noreste del imperio, esto es, y por entonces, a un territorio próximo a ése que hoy absurdamente se nombra como “ostrogodo”. Con el tiempo, y las conquistas siguientes, la guarnición fue necesariamente desplazándose cada vez más al norte hasta que llegó al emplazamiento final en que la Historia ubica a los ostrogodos. Pues bien, Teodorico –como estamos asumiendo– y los de su edad, pertenecían, cuando menos, a la vigésima cuarta generación: eran cinco veces tataranietos de los primeros que habían llegado. Pero, además, constituían la décima generación de exiliados cuya economía ya no dependía de Roma sino de ellos mismos que, en su inmensa mayoría, estaban dedicados a la agricultura.

Los había pobres y los había ricos. No es difícil imaginar que, llegado el momento, cuando dejaron de remitirse los sueldos desde Roma, los de más algo rango del abandonado destacamento, se hicieran no sólo de las más ricas tierras, sino también de los campos más grandes y de los más numerosos hatos de ganado. Ellos y sus hijos y sus descendientes eran pues ricos. Pobres, sin duda, eran los descendientes de los soldados. Los ricos, está claro, eran precisamente aquellos que podían mandar a estudiar a sus hijos a Constantinopla, a 1 000 kilómetros de distancia, donde, por su extirpe y pergaminos, eran bien recibidos. En este contexto, coherentemente, aunque sin dejar de llamarnos la atención, durante mucho tiempo se denominó justamente “godo” al rico y poderoso . Tal parece pues que Teodorico era rico y poderoso.

Al cabo de veinticuatro generaciones en el destierro, Teodorico y los suyos habían perdido gran parte de la cultura romana, mas no el idioma. Tampoco la ambición. Y se consideraban “romanos” de alma y corazón, aunque habían perdido hasta el nombre. Ahora se les llamaba “godos” y ostrogodos. Mas, en extrema ausencia de rigor, en la historiografía también se les confunde con los visigodos.

En la hecatombe del imperio, Teodorico encontró la ocasión no sólo de regresar a la península en donde habían nacido sus más remotos antecesores, sino de hacerse del poder, es decir, de lo poco que quedaba de él. Él y sus huestes no fueron obstaculizados a su paso por la península, porque no iban arrasando ni incendiando pueblos. Teodorico y la legión romana que comandaba atravesaron casi toda Italia con un sólo objetivo: destronar al emperador de turno.

En ésta, como en casi todas las guerras civiles romanas, las masas muchas veces sólo participaban como mudos testigos de los acontecimientos. En ésta, no obstante, tuvieron una importantísima participación, que si bien la Historia ha recogido, no les ha reconocido explícitamente el mérito. En efecto, los pobladores de Italia que los veían pasar, en el campo y en las ciudades, aún cuando los escuchaban hablar en su mismo idioma, reconocían en él un acento extraño. Para estos campesinos y ciudadanos pobres que nada tenían de cosmopolitas, también les resultaban extraños los vestidos y costumbres que de desconocidas y lejanas tierras traía esa desconocida legión de romanos enriquecidos. Todos, pues, contribuyeron a bautizarlos definitivamente como ostro (oriente) – godos (ricos): hombres ricos de oriente.

 

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