UN NUEVO MODELO DE DESARROLLO LOCAL

UN NUEVO MODELO DE DESARROLLO LOCAL

Alejandro Hernández Renner (CV)

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4.7. LA TEORÍA DEL CAPITAL SOCIAL

Las referencias más antiguas al capital social parecen encontrarse en la obra de L.J. Hanifan, que se refiere a aquellos activos intangibles indispensables en la vida diaria de las personas: entre ellos, el buen nombre, el compañerismo, la simpatía y la interacción social entre los individuos y la familias que conforman una unidad social (Hanifan, 1920, cit. por Woolcock, 1998). Para Jane Jacobs, lo característico de un grupo poblacional debe ser la dinámica de las personas que han forjado redes vecinales. Estas redes son el capital social irreemplazable de las ciudades. Cuando este capital se pierde, por cualquier razón, su resultado se pierde a menos que un nuevo capital se acumule lenta y casualmente (Jacobs, 1961, cit. por Vargas Forero, 2002).
La cooperación y la competencia de la empresas y actores estimulan la dinámica económica y el desarrollo. La condición necesaria para que se produzca la cooperación entre las empresas y las organizaciones es la existencia de un sistema de relaciones económicas, sociales y políticas, y uno de los mecanismos esenciales en los que se basa  el sistema de relaciones, acuerdos e intercambios de una economía es la confianza. La confianza es un concepto complejo que puede entenderse como un capital individual (la reputación de los actores) o bien como un capital social que surge espontáneamente en la sociedad y se difunde por todo el sistema productivo a medida que se forma la red de empresas y se crean los sistemas de relaciones entre ellas. Por esta razón existe una relación directa entre el capital social de un territorio y su desarrollo empresarial (Vázquez, 2005).     
El capital social se diferencia del capital económico y del capital cultural: es la suma de los recursos, tangibles o virtuales, que se confieren a un individuo o un grupo por mor de poseer una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de relación y reconocimiento mutuos (Bourdieu y Wacquant, 1992, cit. por Graddy y Wang, 2009). 
Las restricciones informales influyen directamente en los costes de transacción. Las normas de honestidad, integridad o fiabilidad reducen estos costos, y el capital social recoge el reconocimiento de los tipos de normas y valores que facilitan el intercambio en los mercados. Greif (2006, cit.) ha estudiado sistemáticamente el efecto de los valores culturales sobre el desempeño económico, analizando cómo la cultura de los mercaderes genoveses renacentistas, que desarrollaron mecanismos bilaterales de obligación, permitió la creación de formas legales y organizaciones políticas que servían para vigilar y hacer cumplir acuerdos, dando lugar a una trama institucional y organizativa que permitió el desarrollo de un sistema comercial y de intercambios mucho más complejo del que era posible con anterioridad (North, 2005).
Weber, aunque no lo llamó “capital social”, analizó el porqué del carácter eminentemente protestante, tanto de la propiedad y empresas capitalistas, como de las esferas superiores de las clases trabajadoras, especialmente del alto personal de las empresas modernas, para concluir que existe una relación de “íntima afinidad” entre el ascetismo intramundano calvinista por un lado, y la actividad capitalista por otro, pero sin hablar de relación causal, sino de un nexo mucho más abierto de afinidad y coincidencia entre ambos (Weber, 2003, ed. crítica de Gil Vilegas). Los ensayos de Weber contienen varios elementos que son cruciales para definir el capital social (Trigilia, 2001): 

  • una red de relaciones personales de naturaleza no económica;
  • redes sociales que permiten la circulación de información y confianza, favoreciendo el intercambio entre empresas y entre empresas y clientes;
  • información y confianza que limitan el oportunismo y el fraude, y también mejoran la circulación de recursos cognitivos de gran valor económico, especialmente conocimiento tácito.

A pesar de que se trata de un terreno resbaladizo, estudios actuales parecen confirmar que los postulados de Weber acerca de la evolución cultural en la Europa de los primeros tiempos modernos podrían suponer una explicación satisfactoria. Más capital humano, en el caso de que el resto de los factores continúe igual, no es condición suficiente para generar mayores ingresos o producción: debe estar acompañado por un cambio concomitante en el comportamiento de los individuos en sus relaciones contractuales entre ellos, tanto fuera como dentro del propio país (Blum y Dudley, 2001).      
Para algunos autores es muy arriesgado hablar de “capital social” cuando se quiere describir que la economía de mercado y las sociedades de mercado están incrustadas en instituciones sociales, y piensan que se debe reservar el término “capital” para aquellas cosas que pueden comprarse y venderse en el mercado a cambio de dinero. Desde este punto de vista, algunos activos intangibles pueden comerciarse, pero no todos: con el capital humano no se puede, y menos aún con el llamado capital social, por lo que debiera pensarse en darle otra denominación (Kay, 2004). Es verdad que pese a que el término capital social tiene una evidente connotación económica, los principales esfuerzos académicos para conceptualizar como tal el capital social provienen de Putnam, Coleman y Bourdieu, es decir, que provienen de programas de investigación enraizados en la antropología, la sociología y la ciencia política (Vargas, 2002).
La teoría de Robert Putnam se recoge especialmente en su obra Bowling alone (2000), en la que describe la forma en que la actividad social grupal en EE.UU. ha venido experimentando un declive en los últimos años, en contra de la característica descrita por Tocqueville (1835), que hablaba a principios del S.XIX de americanos de todas las edades, condiciones ideologías, constantemente unidos, para explicar el deseo de agruparse y colaborar como una característica esencial de la sociedad norteamericana, y que ha sido fundamento de su sociedad civil y de su éxito económico (Kay, 2004). Putnam centra su interés en el compromiso cívico, es decir, el nivel de participación social en organizaciones de pequeña escala y poco jerarquizadas, que contribuyen al buen gobierno y al progreso económico al generar normas de reciprocidad generalizada, difundir información sobre la reputación de otros individuos, facilitar la comunicación y la coordinación, y enseñar a los individuos un repertorio de formas de colaboración (Vargas, 2002). Define el capital social como un ingrediente vital del desarrollo económico en todo el mundo, constituido por vinculaciones, normas y confianza transferible de un estamento social a otro, y que se incorpora en redes que promueven la confianza, reducen los costes de transacción, y aceleran la información y la innovación. Así, el capital social puede transmutarse, por así decirlo, en capital financiero.
El stock de capital social, como el de la confianza, las normas y las redes, suele auto-reforzarse y tiende a ser acumulativo. Es lo que A.O. Hirschman llama un “recurso moral”, es decir, que su cantidad aumenta con el uso, en lugar de disminuir como el capital físico.  Es un “bien público” (public good) (Putnam, 1993b). Para este autor, las posibilidades de una región de conseguir desarrollo socioeconómico a lo largo del S. XX han dependido menos de sus dotaciones socioeconómicas iniciales que de su dotación cívica: la correlación contemporánea entre los aspectos cívicos y los económicos refleja primordialmente el impacto de los primeros sobre los segundos, no a la inversa (Putnam et al., 1993). Estudios empíricos posteriores han analizado la consistencia de la teoría de Putnam acerca del desarrollo asimétrico, en términos políticos y económicos, experimentado en Italia; y han concluido que los resultados son ambiguos y llevan a dudar sobre la posibilidad de generalizar esta teoría, que la relación entre cultura y desarrollo es sutil potencialmente condicional y no tan general como algunos comunitaristas piensan. Conviene revisar hasta qué punto la estructura del capital social depende del marco institucional de una determinada región, como proponen Jackman y Miller (1998), y hasta qué punto otras consideraciones de orden político tienen que ver con la tasa de crecimiento regional (Schneider et al., 2000). 
Coleman fue realmente el precursor contemporáneo del término “capital social”. Para él, se trata de un conjunto de relaciones sociales de las que bien un individuo (por ejemplo, un emprendedor o un trabajador) o bien un sujeto colectivo (privado o público) pueden hacer uso en cualquier momento. La disponibilidad de ese capital de relaciones, recursos cognitivos (como la información) y normativos (como la confianza), permite a los actores alcanzar objetivos que no se conseguirían de otra forma, o sólo podrían realizarse a un coste mucho más elevado. Trasladando esto de un nivel individual a otro agregado, se podría decir que un contexto territorial determinado es más o menos rico en capital social en función del grado en que los sujetos individuales o colectivos de la misma zona están envueltos en redes extendidas de relaciones (Coleman, 1990). Este autor pone el énfasis más en las redes sociales como fundamento del capital social, que en la cultura compartida, la confianza y el sentido cívico, que es donde lo fundamentan Putnam y Fukuyama (Trigilia, 2001).
Para Fukuyama (1995), el capital social consiste en la capacidad de la gente para asociarse formando grupos, para lograr objetivos comunes, en todos los ámbitos. Supone el desarrollo de las capacidades de los ciudadanos para emprender iniciativas conjuntas, en las que la confianza constituye el soporte principal de las relaciones. Para esta autor, se pueden diferenciar dos tipos de países: aquellos que tienen a la familia por encima de cualquier otra lealtad social, como Francia e Italia, o los que, como Alemania, Japón o EE.UU. tienen un alto grado de confianza social y, consecuentemente, una fuerte propensión a la creación de asociaciones, condicionando así los modelos de organización empresarial, y produciendo como resultado mayor  innovación y eficiencia. Aunque debe matizarse que la realidad es más compleja y que las formas organizativas de las naciones no son homogéneas ni generalizables, sí que puede afirmarse que uno de los factores de eficiencia existente en los territorios donde se han desarrollado los distritos industriales es precisamente el capital social (Vázquez, 2005). Otras investigaciones permiten afirmar una fuerte correlación entre capital social y la formación de aglomerados territoriales productivos innovadores (Albagli y Maciel, 2003).        
Añadiremos finalmente el punto de vista de Pierre Bourdieu, autor de una teoría alternativa para comprender la ciencia económica que movilice el conjunto de los conocimientos disponibles en las diferentes dimensiones del orden social (y no sólo la banca, las empresas y el mercado), y se dote de una serie de conceptos derivados de los datos de la observación (Bourdieu, 2003):  

  • el habitus, que son las prácticas de hombres y mujeres en el entorno globalizado, pero con un bagaje cultural pre-capitalista;
  • el capital cultural, que da cuenta de rendimiento de otro modo inexplicables ante situaciones de desigualdad de dotaciones;
  • el capital simbólico, el que estructura la economía simbólica, especialmente las obras de arte;
  • la noción de campo, introducida en la “New economic sociology”;
  • el capital social, que da cuenta de diferencias relacionadas con los recursos que se pueden reunir, por delegación, mediante redes de relaciones más o menos numerosas o ricas.

Para este autor, la perspectiva de James Coleman y de otros importantes teóricos como Marc Granowetter son intentos de apuntalamiento del paradigma económico  (neoclásico) dominante, que para él es reduccionista y comparable a la teoría teocéntrica de Tolomeo, porque para Bourdieu el mundo social está enteramente presente en cada acción económica. Las redes de relaciones, en su visión, son producto de estrategias de inversión, individuales o colectivas, conscientes o inconscientes, que buscan establecer o reproducir relaciones aprovechables en el corto o largo plazo (Vargas, 2002).
La medición del capital social ha sido objeto de detallados estudios contemporáneos, entre los que merecen destacarse los realizados en EE.UU. en el marco del llamado Social Capital Community Benchmark Survey (SCCB), que fue el primero realizado en aquel país para medir los diversos aspectos del capital social en una determinada comunidad, a través de 41 comunidades locales. En este trabajo se analizaron una larga serie de variables independientes que se agrupaban en tres bloques fundamentales: capital social propiamente dicho (de acuerdo con el patrón de Putnam), con elementos como la confianza social y el grado de compromiso cívico; organizaciones filantrópicas o caritativas; y características socio-demográficas comunitarias. Existen otros sistemas de indicadores desarrollados por autores como Adler y Kwon, Narayan y Cassidy, o el propio Putnam (Graddy y Wang, 2009).     
En la explicación actual del proceso del desarrollo local, el capital social ha ganado importancia frente al capital físico y el financiero; obviamente, no es una condición suficiente para este tipo de desarrollo: el conocimiento técnico, por tanto el capital humano, y las infraestructuras y estructuras dependientes del capital físico y del capital financiero, son también importantes para el desarrollo local (Trigilia, 2001). Pero en el nuevo marco económico, el capital social puede afectar significativamente la creación del capital humano adecuado, y la distribución eficiente del capital físico y financiero, por medio de una efectiva cooperación entre los actores locales. De ello también deriva una mayor posibilidad de los actores locales de afectar positivamente el desarrollo de su región. Investigaciones empíricas recientes han demostrado una correlación positiva entre el capital social y el crecimiento económico regional en Europa (Beugelsdijk y Van Schaik, 2003). Pero debemos recordar que el capital social no siempre es un recurso beneficioso; que el diseño de una estructura social es siempre contingente a las acciones que dicha estructura pretenda facilitar, y que estas son siempre muy diversas (Guía, 1999).

La relación entre capital social y desarrollo es compleja, cambia constantemente, y no es reductible únicamente al impacto positivo de una cultura cívica favorable a la cooperación (Trigilia, 2001). La investigación más reciente está estableciendo una relación cada vez más directa entre capital social e instituciones: los aspectos contemporáneos de las instituciones son también responsables de la explicación de la modificación de los patrones fundamentales del capital social que encontramos en y entre ciudades, regiones y naciones (Stolle y Hooghe, 2003). De la misma forma, también está reforzando la idea de la relación entre capital social y redes: las redes sociales son la materialización del capital social (Dasgupta, 2000). Un último elemento merece la pena ser destacado específicamente: el capital social tiene un importante efecto sobre la filantropía, sobre las acciones de donar y de prestarse como voluntario. El capital social basado en redes tiene importantes efectos sobre la donación tanto religiosa como seglar, y el capital social basado en normas tiene efecto relevante sobre los donativos y el voluntariado no religioso (Brown y Ferris, 2004).