COMPORTAMIENTO PSICOLÓGICO DEL MEXICANO, DESDE LA ÓPTICA DEL MARKETING.

Adolfo Rafael Rodríguez Santoyo
Germán Rodríguez Frías
Eduardo Barrera Arias

Rock mexicano

Las bandas resultaron el público idóneo para el rock mexicano de fines de los setenta, que finalmente logró salir de los hoyos hacia el circuito cultural y universitario hasta que, ya en los ochenta, finalmente aparecieron centros nocturnos dedicados enteramente al rock nacional: en la ciudad de México, Rockotitlán, creado por los guacarroqueros Botellita de Jerez; La Última Carcajada de la Cumbancha,  Wendy's, Aramís, Rockstock, Tutti Frutti, Arterías, La Iguana Azul,  el Bar Mata, el Buga, el Nueve y otros sitios que inexorablemente se  enfrentaban a vecinos intolerantes y a consuetudinarios cierres y  obstrucciones por parte de las autoridades. Lo mismo ocurría en los  hoyos rocanroleros que se abrían y se cerraban en Tijuana, Ciudad  Juárez, Monterrey, Zacatecas, Guanajuato, Vallaría, Guanajuato, San  Miguel Allende, Oaxaca, Puebla y los Acapulcos.

Además de grupos como Chac Mool, la banda de Guillermo Briseño, Kerigma, Ritmo Peligroso, Manchuria, Anchorage y otras, el  fenómeno más notable en la bisagra de las décadas de los setenta y  ochenta lo constituyó el grupo Three Souis in my Mind, no sólo porque logró una popularidad enorme entre la banda (que después se  desparramó hacia sectores de clase media y de jóvenes campesinos) sino porque a partir de ellos el rock en México se compuso en español o, más bien, en mexicano. Evidentemente no iba a haber un verdadero rock nacional si no se componía en nuestro idioma. Con un estilo primario, basado en el blues y el rhythm and blues, con notoria influencia de los Rolling Stones, Three Souis in my Mind era un poco el equivalente de Creedence Clearwater Revival en México (hasta la voz de Alejandro Lora era como la de John Fogerty): rock auténtico que viene desde el fondo y surge sin ornamentaciones ni artificios: puro y primitivo rocanrol con letras que primero expresaban a la banda y después con una marcada y no siempre espontánea tendencia social. Three Souis in my Mind señoreó el universo de los hoyos hasta que, a principios de los ochenta, se transformó en el Tri, siempre bajo la mano férrea de Lora, sin duda un personaje decisivo del rock nacional; durante años Álex Lora emitió las injurias más léperas, sangrientas y divertidas contra el gobierno, sin perdonar, por supuesto, al presidente en tumo. Lo mismo hizo en su momento con Salinas de Gortari, pero no se imaginó que el enano fuese un gángster y que en el acto le asestaran un fulminante y escalofriante arresto, a partir del cual Lora midió más las invectivas. Después de casi treinta años con el "vicio del rocanrol", el Tri se convirtió en una institución sui generis.

Rodrigo González consolidó, profundizó, amplió y refino el incipiente rock mexicano. Este talentoso rocanrolero llegó de Tampico, una auténtica mina de rock, y durante un tiempo sobrevivió cantando  sus canciones en el metro, en autobuses urbanos y en la calle. Sus  composiciones se caracterizaban por un ingenio mexicanísimo y gandallón; el humor y la ironía se codeaban con un verdadero aliento  poético y se manifestaban a través de un lenguaje coloquial que se  adaptaba estupendamente a los marcos melódicos. Rodrigo, que después modificó su nombre a Rockdrigo, finalmente logró trabajo en un  hoyo llamado Wendy's y con rapidez se hizo de numerosos seguidores  que disfrutaban enormemente sus canciones. En vivo, Rockdrigo  exudaba un carisma extraordinario y era mucho más rocanrolero de  lo que resultó en su único disco que él supervisó y controló: Hurbanistonas, en el que parecía más cerca del canto nuevo. Era muy  inteligente y tenía una cultura estimable, así es que en sus rolas había  referencias a intelectuales mexicanos, a libros, y tema versos como  "ya lo dijo Freud, no me acuerdo en qué lado, ésta es la experiencia  que he experimentado". Sus homenajes a la ciudad de México, como  "Vieja ciudad de hierro", sedujeron al público roquero, al igual que  sus canciones humorísticas, como "Oh yo no sé" o "El Ete", que pertenecían a la mejor tradición picaresca de Chava Flores; "Metro Balde- ras" a su vez se volvió emblemática del México de los ochenta. En  1985 la fama de Rockdrigo crecía imparable y lo convertía poco a poco en la máxima figura del rock mexicano. Precisamente cuando le iba mejor, cuando su disco recogía reseñas favorables y se conocía cada vez más, cuando le ofrecían muchas y buenas oportunidades, Rockdrigo murió aplastado en su departamento de la colonia Juárez durante el terremoto de septiembre. El terremoto lo mató, pero acabó de mitificarlo.

A él se le atribuye el término "rock rupestre", aunque Roberto Ponce dice que los originadores fueron Rafael Catana y Alain Derbez, quienes en un principio lo utilizaban peyorativamente, como sinónimo de "naco". En todo caso, fue Rockdrigo el que escribió el Manifiesto rupestre, en el que planteaba: "Se trata solamente de un membrete que se cuelgan todos aquellos que no están muy guapos, ni tienen voz de tenor, ni componen como las grandes cimas de la sabiduría estética o (lo peor) no tienen un equipo electrónico sofisticado lleno de synthers y efectos muy locos que apantallen al primer despistado que se les ponga enfrente. Han tenido que encuevarse en sus propias alcantarillas  de concreto y, en muchas ocasiones, quedarse como un chinito ante la  cultura: nomás milando... Los rupestres son poetas y locochones,  rocanroleros y trovadores. Simples y elaborados; gustan de la fantasía,'  le mientan la madre a lo cotidiano; tocan como carpinteros venusinos  y cantan como becerros en un examen final del conservatorio." El rock  rupestre, pues, era el rock de los jodidos, un rock básico, sin sofísticación, sin recursos, salido directamente de las márgenes de la realidad urbana de los años de la primera gran crisis; un rock de las  cavernas, lo que implicaba también un movimiento musical en sus  inicios. Por supuesto, se trataba del rock mexicano que al fin nacía: un rock tan inconfundible como el de Led Zeppelin, pero tan mexicano  como José Alfredo Jiménez.

En el movimiento rupestre de una manera u otra hay que incluir a  Nina Galindo, Roberto González, Roberto Ponce, Cecilia Toussaint y  Jaime López; estos dos escandalizaron al medio roquero cuando se  dejaron seducir por Televisa. Los dos, muy talentosos, llevaron al rock  aires tropicales, viejos boleros, jazz, humor, crítica social. Con Botellita de Jerez apareció el humor desatado, circense, con fuerte crítica  social y una mexicanidad tan recia que admitía toda desmitificación. La música no era el fuerte de este grupo (cuyos orígenes venían de los Tepetatles de Alfonso Arau en los sesenta), y lo que importaba era el espectáculo, en el que se vestían de aztecas o se ponían grandes sombreros zapatistas, a la vez que le daban al presidente De la Madrid el título de "hulero" (por no decirle "culero", definición exacta que el pueblo de México dio al preciso durante el campeonato mundial de fútbol de 1986).

A mediados de los ochenta, el rock mexicano se había extendido, rebasó la marginalidad y reconquistó a buena parte de la clase media. Las grabadoras comerciales se abrieron para algunos y para los demás apareció Discos Pentagrama, de Modesto López, que cubrió una necesidad vital del rock mexicano (después vendrían Denver, Roll n' Roll Circus, Dark Side, Genital Productions, Dodo, Discos Rockotitián, Grabaciones Lejos del Paraíso y Opción Sónica, todas ellas, a su manera, grabadoras rupestres). El rock mexicano también se metió a codazos en las estaciones de radio de los ochenta, como Rock 101 y grandes y medianas de México, y la infraestructura naturalmente se  había expandido. Finalmente llegaron grandes rocanroleros como  Dylan, Rolling Stones, Pink Floyd, King Crimson, U2 o Dead Can  Dance, que tocaban en el Palacio de los Deportes (o de los Rebotes,  por su mala acústica), el Autódromo, el Auditorio Nacional o el Cine  Metropolitan, pero la gran promoción que tuvieron estos conciertos  no se extendía al rock nacional, salvo alguna inclusión de Caifanes o  de alguien así. Cuando se suponía que había mejores condiciones para  el rock, en buena medida el mexicano seguía marginado a pesar de su  vastedad y pluralidad. 

 

Prensa y crítica

Después de la desaparición de Piedra Rodante hubo un gran vacío en la prensa rocanrolera que no pudieron llenar ni La onda, el suplemento del periódico Novedades, que dirigía Jorge de Angelí; ni Jeans, de Gerardo María, ni Sonido, que era muy convencional. Después hubo intentos más bien ridículos, como los formatos gigantescos y el papel cuché de Rock mi, de Víctor Juárez; pero lo bueno llegó a fines de los setenta con Melodía: diez. años después, que con semejante nombre tema que salir bien. Era dirigida por Víctor Roura, quien se había iniciado en México canta y después publicó varios libros de literatura y sobre rock y música, como Negros del corazón (sobre el Tri), y Apuntes de rock, por las calles del mundo. En 1979 Roura tuvo el acierto de convocar a jóvenes escritores, como Juan Villero y Alain Derbez (quienes hacían el programa de radio El lado oscuro de la luna), Rafael Vargas, Guillermo Samperio, Carlos Chimal y Alberto Blanco (quien, con el también poeta Ricardo Castillo, formó el grupo de rock las Plumas Atómicas). Melodía fue un periódico roquero al día y de buena calidad, con traducciones, reportajes, análisis, columnas y temas monográficos. Fue una lástima que desapareciera en el vigésimo sexto número. En los ochenta, Roura volvió a sacar una publicación, Las horas extras, que resultó más amplia aunque cubría notablemente el rock. Por su parte, desde Zacatecas, José de Jesús Sampedro siempre dio espacio al rock y la contracultura en Dos filos, cuyas portadas eran rockers dibujados por Luis Femando. También  roquera resultó Topodrilo, la excelente revista de la UAM dirigida por  Antulio Sánchez.

Muy estimable también fue Atonal, dirigida por Arturo Saucedo,  con Rogelio Carvajal como eminencia gris, y dedicada al rock alter- nativo. Por esas fechas llamó la atención La pus moderna, dirigida  por Rogelio Villarreal, una revista provocadora, punk-dark-intelectual, que prometía más de lo que presentó. Más comedida y recatada  aún vino a ser Grafiti, dirigida por José Hornero desde Jalapa, con  amplia cobertura de rock. En cambio. La regla rota resultó una revista  seminal, al igual que La guillotina, hecha por una cuasi comuna de  uameros y más inclinada a la política. Después, Guillermo Fadanelli  sacó Moho. Un esfuerzo insólito, por su buen nivel, porque no estaba  dedicado a la venta y se distribuía gratuitamente por correo, fue  Corriente alterna, de Sergio Monsalvo, una revista de temas monográficos que se inició en 1993 con un cuerpo de colaboradores compuesto por David Cortés, Xavier Velasco, Jorge Soto, Naief Yehya y Hugo García Michel. Este último en 1994 dio a luz La mosca en la pared, una revista imaginativa, provocativa y con ganas de tener éxito;  La mosca fue cerrada por razones políticas pero pudo resucitar después. Otra briosa publicación contracultural fue Generación, dirigida por Carlos Martínez Rentería. A mediados de los noventa fugazmente apareció Rock Pop, y Entremés dedicó un excelente número dedicado al rock. Por otra parte, las publicaciones populachero-comerciales sobre rock venían del modelo de México canta, y las principales habían sido Conecte, Simón Simonazo y Banda rockera. En los noventa apareció Códice rock, editada por el tianguis del Chopo, y para esas fechas varios periódicos daban atención al rock y la contracultura, al igual que los suplementos culturales Sábado, de Huberto Batís, La Jornada Semanal, de Juan Villoro, y El Buho, de Rene Aviles Fabila.

La crítica de rock siguió desarrollándose en los años ochenta y noventa. Como veterano en plena acción seguía Óscar Sarquiz, sobreviviente de los sesenta. De Melodía, los más importantes fueron Víctor Roura, Carlos Chimal, Rafael Vargas y Juan Villoro; estos dos últimos además publicaron libros con traducciones de letras de rock {El rock en silencio y La poesía en el rock). Chimal, por su parte,  compiló las dos ediciones de Crines, lecturas de rock, con materiales  muy diversos, incluyendo poemas y dibujos, de críticos, escritores,  poetas y dibujantes (la primera, de Ediciones Penélope, con mucho fue  mejor que la de Ediciones Era). En los setenta también aparecieron  Xavier Velasco y José Xavier Návar. Y Alain Derbez, pero éste se  especializó en el jazz. En los ochenta surgieron Sergio Monsalvo,  David Cortés, Jorge R. Soto, Arturo Saucedo e Ignacio López Velarde,  Antonio Malacara y Hugo García Michel; en los noventa se dieron a  conocer Naief Yehya, Jordi Soler y Pacho Paredes, baterista de Maldita Vecindad, publicó Rock mexicano, los sonidos de la calle. También es cierto que a algunos jóvenes intelectuales les gustó el rock y  de una manera u otra mostraron formas de contracultura. Entre ellos  estaban José Joaquín Blanco, Alberto Román, Sergio González Rodríguez, Jaime Moreno Villarreal (que alguna vez compuso rock rupestre),  Carlos Miranda Ayala y José Hornero. Con sus variaciones, algunos de  ellos se inclinaban hacia la contracultura pero sin perder su sitio (o sus  aspiraciones por tenerlo) en la nave mayor de la cultura institucional.

Cuando se trataba de rock extranjero por lo general la crítica no  fallaba, pues para eso había numerosas fuentes de información, que  iban desde revistas como Option o Les inrockuptibles a las vías  cibernéticas e internáuticas. Su función era poner al día y todo tendía  a verse con una óptica teñida de mitifícación; sin remordimientos, los  críticos podían mostrar pasión de fan. En cambio, ante la producción nacional se veían en problemas. Algunos de plano decían que no había rock mexicano, sino mexicanos que tocaban rock y muy mal por cierto, lo cual era una exageración significativa del desdén imperante. La mayoría descalificaba casi todo tajante y visceralmente, tal como tendía a hacer la crítica cinematográfica y la literaria. El fenómeno se hallaba demasiado cerca y a la vez distante, pues la interacción de críticos y rocanroleros era casi nula, así es que no se veía ni el bosque ni los árboles. Por otra parte, el viejo malinchismo, con el sentimiento de inferioridad implícito, seguía causando estragos. La admiración aerifica que muchas veces se tema hacia ondas y grupos de Inglaterra, Estados Unidos y demás, se convertía en hipercrítica disfrazada de severidad hacia los paisanos y ya no se salvaban ni los buenos cantantes, ejecutantes o compositores. Instalados en alturas nirvánicas,  los críticos se pitorreaban de los rocanroleros, pero no ofrecían razones; a veces las prometían, pero a mediados de los noventa aún  faltaban, por decir algo, los análisis y la contextualización del rock  rupestre, del rock en el interior de la república o de grupos como Santa  Sabina, Maldita Vecindad o Caifanes, cuya popularidad era compleja  y no podía meterse en el costal de Gloria Trevi o de los grupos de  Televisa. Urgían investigaciones que cuando menos cubrieran los  niveles estadísticos del rock en México. Y criticarlo con la debida  argumentación. No se trataba de anchar la manga ni de ser complacientes,  ni de renunciar a la ironía, la sátira o el simple buen humor, sino de  criticar la objetividad de la obra en su contexto, no con base en prejuicios ni a lo que al crítico le gustaría que fuese el rock mexicano.

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