EDUCACIÓN MATEMÁTICA Y FORMACIÓN DOCENTE

Silvia Vázquez Cedeño y Gustavo Mazcorro Téllez

La Investigación en la Acción, la Didáctica y la Formación del Profesorado

JOSÉ JOAQUÍN ARRIETA GALLASTEGUI

UNIVERSIDAD DE OVIEDO, ESPAÑA.

En el presente artículo querría centrarme, en primer lugar, en el análisis de ese concepto «paraguas», el de investigación-acción, tan utilizado como maltratado en los últimos 50 años, distinguiendo diferentes maneras de conceptualizarla y comprenderla, si bien destacando los rasgos comunes que otorgan sentido a la utilización de dicha expresión, al menos en el ámbito educativo. Para ello bucearé en las fuentes teóricas que inspiran las distintas visiones de la action-research, confrontándolas entre ellas. En segundo lugar, querría destacar sus enormes posibilidades como instrumento de acción y cambio en el subsistema de la formación del profesorado, así como su aún escasa incidencia en la actualidad, y todo ello contextualizando mi aportación en las zonas geográficas que mejor conozco: Occidente y Latinoamérica

LA INVESTIGACIÓN EN LA ACCIÓN: ¿COLABORATIVA?, ¿PARTICIPATIVA?, ¿EMANCIPATORIA?

La investigación en la acción, como modelo y estrategia de intervención social, comenzó a desarrollarse a mediados del siglo pasado. A pesar de algunas discrepancias en cuanto a propósitos y valores, todo el mundo reconoce el trabajo seminal, pionero, del psicólogo social polaco Kurt Lewin en los EE.UU., cuyo primer trabajo al respecto, La investigación acción y los problemas de las minorías, fechado en 1946, puede encontrarse traducido al español en la edición a cargo de María Cristina Salazar (1992).

Desde entonces, y hasta la actualidad, el desarrollo de la investigación-acción se ha expandido exponencialmente a los ámbitos más variados de las ciencias sociales y en casi todos los países y continentes del planeta (es de lamentar nuestro desconocimiento, pienso que ampliamente compartido, de la situación en los países asiáticos), siendo paulatinamente acogido por la Academia (léase las Universidades e Institutos de Investigación Superiores) conforme se ha ido revistiendo con un bagaje epistemológico, enfrentado al positivista, que le confiere un cierto aire de honorabilidad académica.

Como es sabido, la investigación-acción es una forma de investigación que se caracteriza, esencialmente, por el hecho de ser realizada por las propias personas que desarrollan una actividad profesional, en nuestro caso, por el profesorado actuando como docentes en sus aulas. Puede contar, o no, con la participación de facilitadores o promotores de la investigación que no sean docentes específicamente, pero el rasgo definitivo para caracterizar a una investigación con la etiqueta de en la acción es que tanto la dirección, como el desarrollo y el control de todo el proceso investigativo recae en manos del propio profesorado: en él reside todo el poder decisorio de la investigación. Proceso, a través del cual, indudablemente, se forma y desarrolla profesional y personalmente.

En educación, por tanto, la investigación-acción es el estudio sistemático que realizamos de nuestra propia manera de enseñar con el objetivo de mejorar nuestras prácticas docentes, nuestra comprensión de las mismas, así como el entorno y el contexto en el que las desarrollamos.

La definición que aportaba el australiano Stephen Kemmis, en 1985, en la Enciclopedia Internacional de Educación (cuya traducción al español es algo posterior, de 1989), es lo suficientemente completa y concisa como para haberse convertido en clásica en nuestra literatura pedagógica. En ella afirmaba que la investigación-acción

«es una forma de estudio introspectivo realizado por los participantes en situaciones sociales (incluidas las educativas) con objeto de mejorar la racionalidad y justicia de (a) sus propias prácticas sociales o educativas, (b) su entendimiento de estas prácticas, y (c) las situaciones en que se llevan a acabo estas prácticas» (Kemmis, 1989: 3330). En la actualidad podemos constatar que sigue afirmando lo mismo: “Action research aims at changing three things: practitioner’s practices, their understanding of their practices, and the conditions in which they practice”» (Kemmis, 2007).

Tras esta definición se esconden, básicamente, dos supuestos: por un lado, el del cuestionamiento de la racionalidad tecnológica, la que considera que los problemas educativos son únicamente de tipo técnico y no moral; por otro lado, el del rechazo de la visión instrumental de la práctica educativa, aquella que considera que el conocimiento experto tiene un valor netamente instrumental para solucionar los problemas educativos. Se niega así la posibilidad de que, en la práctica, se pueda aplicar sin más el conocimiento teórico previamente construido, a la vez que se intenta integrar la construcción de dicho conocimiento con el desarrollo de la propia práctica profesional.

Indudablemente, esta concepción de la investigación sólo pudo empezar a tomar cuerpo cuando se comenzaron a desarrollar investigaciones sociales y educativas en las que las personas «investigadas», los y las docentes, tenían capacidad y posibilidades para exigir y dirigir su participación en las mismas, determinando el objeto a investigar, la mejora de sus condiciones de trabajo y de vida, así como las técnicas a utilizar. Ello, a su vez, parece que exige un determinado nivel de desarrollo, tanto humano como social, lo que explica que redes como el “Collaborative Action Research Network” —CARN— (Somekh, 2007) enlacen con las aportaciones de investigaciones procedentes, fundamentalmente, de países como el Reino Unido, Holanda, Austria, Suecia, Estados Unidos, España… (aunque también se incluyan aportaciones procedentes de países como Colombia o el Líbano).

Si bien parece, como dijimos, que no hay ninguna duda respecto a la paternidad de esta forma de investigación, sí que debería de haberla respecto al carácter estrictamente “occidental” de los “hitos” de la investigación en la acción. Tanto Kemmis como Contreras (1994) citan, tras Lewin, a autores norteamericanos (Stephen Corey), ingleses (John Elliott, Clem Adelman, Lawrence Stenhouse o Wilfred Carr), o australianos (el propio Stephen Kemmis), situando geográficamente la investigación en la acción exclusivamente en Europa Continental, Australia y Estados Unidos.

Sin embargo, llama la atención que, en la misma Enciclopedia Internacional de Educación citada con anterioridad, si buscamos la entrada “Investigación participativa” (Hall y Kassam, 1989: 3351), nos encontremos con que esa “actividad completa que combina la investigación social, el trabajo educativo y la acción” se ha desarrollado prácticamente en todos los continentes y territorios, desde África a América Latina, pasando por Canadá y los Países Bajos.

Si confrontamos las referencias bibliográficas de una y otra entrada (la de Kemmis con la de Hall y Kassan) no hay manera de encontrar coincidencia alguna entre ellas. Parece como si ambas “investigaciones” existiesen en mundos distintos. Y lo mismo se aprecia al comparar los distintos capítulos del popular libro, editado precisamente en la editorial Popular unos años después, en 1992, por M.ª Cristina Salazar con el título de: “La investigación-acción participativa. Inicios y desarrollos”.

En uno de los capítulos (el 7.º) Kemmis explica cómo mejorar la educación mediante la investigación-acción y, en el siguiente (el 8.º), el paquistaní Anisar Rahman y el colombiano Orlando Fals Borda presentan la situación en su época y las perspectivas de la investigación-acción participativa en el mundo. De nuevo, se aprecia nítidamente que sus referencias son absolutamente diferentes, que continuaban viviendo en planetas diferentes. En este caso, al menos Kemmis incluye, entre sus referencias, a Fals Borda, e incluso le cita, afirmando textualmente que «me hubiera gustado aprender de la experiencia de Orlando Fals Borda…, en Colombia antes de haber descubierto similitudes con su trabajo, pero tal vez no estábamos preparados para comprenderlo» (las negritas son mías).

Si uno contrasta los referentes intelectuales a los que recurren unos y otros para desarrollar sus teorías, se puede entender perfectamente esa dificultad para comprenderse mutuamente. Kemmis, junto con Wilfred Carr, en su ya clásica obra Teoría crítica de la enseñanza (Carr y Kemmis, 1988), aplican al ámbito educativo la teoría de los tres intereses constitutivos del saber (técnicos, prácticos y críticos, respectivamente), así como la teoría de la acción comunicativa, ambas del sociólogo y filósofo alemán, considerado fundador de la ciencia social crítica, Jürgen Habermas. Teorías que encajan mejor, si encajan, en sociedades más igualitarias y desarrolladas política, social y democráticamente (en sentido «occidental») que en la sociedad colombiana, por poner un ejemplo significativo en sentido opuesto.

Por su parte, Rahman y Fals Borda (1992) siguen utilizando como referentes teóricos a Carlos Marx y Antonio Gramsci, como si estuviésemos todavía en el siglo XIX o a comienzos del XX. Seguir reflexionando a estas alturas acerca de la ciencia y el pueblo (Fals Borda, 1992, capítulo 4.º del mismo libro) sólo puede interpretarse en términos, sin remedio, populistas. Defender que existe «una ciencia emergente o subversiva, identificada con la ciencia popular o folclor, saber o sabiduría popular, entendiendo por tal el conocimiento empírico, práctico, de sentido común» (o. cit., p. 70) implica olvidar que las ciencias (y no «la ciencia») se han construido históricamente criticando los conocimientos técnicos y artesanales en los que, por supuesto, se basan; se han construido en definitiva, como nos enseñó hace ya muchos años Gaston Bachelard (1973, 1982) superando el obstáculo epistemológico del sentido común, esto es, diciéndole «no» al empirismo y al pragmatismo.

Las ciencias, como argumenta con rigor nuestro profesor de gnoseología (filosofía de la ciencia) Gustavo Bueno (1992), surgen todas, y tienen como precedentes previos, a las distintas prácticas técnicas o artesanales desarrolladas por la humanidad. La cuerda de 12 nudos («3 + 4 + 5», la terna pitagórica más sencilla) utilizadas por los agrimensores egipcios para conseguir ángulos rectos es el recurso técnico que dio lugar con posterioridad, tras un proceso de abstracción, depuración de lo concreto y construcción de una identidad, al denominado teorema de Pitágoras.

La verdad de la fórmula c2 = a2 + b2, del teorema de Pitágoras, se nos manifiesta como una identidad sintética. Es decir: esta no se establece únicamente entre dos términos, ni se expresa meramente como una propo-sición aislada, sino en forma de un teorema, esto es, como un sistema complejo que consta obligadamente, no sólo de varias proposiciones, sino también de múltiples estratos sintácticos, semánticos y pragmáticos.

La fórmula pitagórica incluye, en el eje sintáctico, a términos (cuadrados, triángulos, ángulos), operaciones (suma) y relaciones (igualdad); en el eje semántico distinguimos fenómenos (el ángulo recto del triángulo), referencias fisicalistas (el molino de viento o la cola de pavo real o la silla de la novia, pues de todas estas maneras se ha denominado la figura utilizada por Euclides para la demostración del teorema), y esencias o estructuras (la idea de trián-gulo rectángulo o de cuadrado); por último, en el eje pragmático se dan autologismos (diálogos lógicos y psicológicos con uno mismo), dialogismos (al transmitir el teorema a otros, presentes o futuros reconstructores del mismo) y normas (como la que sigue el propio Euclides cuando decide no recurrir a las proporciones para demostrar el teorema, pues estas se definen y desarrollan en el quinto libro de los Elementos, mientras que su demostración del teorema del Pitágoras se recoge en las proposiciones 47 y 48 del primero de sus libros).

La identidad sintética, además, brota de cursos operatorios distintos y confluyentes; de hecho, se conocen más de 100 demostraciones diferentes del teorema, esto es, más de 100 cursos operatorios distintos que confluyen en la misma relación esencial: el teorema. Las operaciones que realiza Euclides no son las mismas que se supone utilizó Pitágoras, ni serán las mismas que las que utilicen posteriormente, en los siglos XI y XII, los árabes. Es la confluencia de esos cursos operatorios diversos en la misma relación esencial lo que permite neutralizar las diferentes operaciones respectivas —triangulación de los cuadrados, construcción de triángulos obtusángulos, descomposición de cuadrados, etcétera—, consiguiéndose así segregar la estructura respecto de su génesis. La existencia, o no, de contenidos esenciales, de teoremas como el de Pitágoras, es precisamente el rasgo determinante que permite diferenciar a las ciencias de otra serie de disciplinas, fundamentalmente de las artes, de las técnicas y de ciertas prácticas precientíficas que se mueven todavía en un nivel meramente fenoménico o empírico.

Por eso, no hay que confundir nunca una determinada ciencia con las prácticas artesanales de las que provienen, pues, en ese caso, aún estaríamos en manos de hechiceros y curanderos. Pretender rechazar las aportaciones de las ciencias por su posesión en manos de las minorías dominantes de la sociedad es como rechazar los monumentos y grandes aportaciones artísticas de la humanidad por haber sido realizadas al servicio de las clases dominantes. Indudablemente, ese “pueblo” al que se recurre constituye una entidad de difícil ubicación en las sociedades desarrolladas. ¿O es que se puede afirmar, en el caso español; que el partido popular (PP) representa al pueblo español?

No me cabe duda de que, con toda la buena intención del mundo, Rahman y Fals Borda, al entender a la investigación acción participativa (o. cit., p. 210)

«no sólo como una metodología de investigación con el fin de desarrollar modelos simétricos, sujeto/sujeto, y contraofensivas de la vida social, económica y política, sino también [como] una expresión del activismo social»

(también son mías las negritas), acaban confundiendo la actividad científica con la política, al igual que siglos atrás (incluso en la actualidad pero, afortunadamente, con mucho menos poder político) se confundía la ciencia con la religión.

El propio Fals Borda reconoce en su trabajo sobre la ciencia popular que

«estrictamente hablando, no puede haber ciencia popular como tampoco ciencia burguesa o ciencia proletaria»,

aunque matiza su afirmación defendiendo que

«existe un aparato científico construido para defender los intereses de la burguesía, y este aparato es el que domina hoy a nivel local y general en las naciones llamadas occidentales, el que condiciona, limita o reprime el crecimiento de otras construcciones científicas y técnicas; por ejemplo, las que responden a intereses de clases campesinas y proletarias […] a quienes se les ha aplicado la ley del silencio» (o. cit., p. 71).

¿Construcciones científicas que responden a los intereses de clases campesinas y proletarias? ¿Dónde y quién se ubica en ellas? Los cientos de miles de investigadores que trabajamos en universidades y centros e institutos de investigación, y que no somos ni campesinos ni proletarios, ¿defendemos con nuestras mejores o peores aportaciones científicas los intereses de la burguesía? Pensamos que el recurso a estos términos para reivindicar la investigación-acción participativa como un instrumento del pueblo oprimido frente a las clases dominantes, no aporta más que retórica y confusión.

Frente al uso de una terminología clásicamente ««marxista»», Carr y Kemmis recurren a la terminología «habermasiana», más reciente y mejor admitida por la Academia. Son ya clásicas las cinco tesis o requerimiento formales que fundamentan, en su opinión, una teoría educativa crítica (Kemmis, 1989: 3331 y Kemmis, 1992: 183-185)

• el rechazo de las nociones positivistas de racionalidad, objetividad y verdad;

• la necesidad de emplear las categorías interpretativas de los docentes;

• la identificación de las distorsiones ideológicas sobre sus interpretaciones;

• la identificación de los aspectos del orden social que frustran el logro de fines racionales; y

• la validez que quedará determinada por su relación con la práctica.

Con estas tesis en la mano, rechazan y excluyen formas de investigación educativa como las evaluaciones sumativas, además de las de resultados y de expertos, los métodos experimentales y cuasi-experimentales, etcétera, llegando a afirmar que «pocas formas de investigación y evaluación en educación sobreviven a la prueba de estos requisitos» (Kemmis, 1992: 193). Según esta afirmación, ¿habría que rechazar toda evaluación de diagnóstico, todo el informe PISA, por poner un ejemplo? ¿Y todas las tesis doctorales e investigaciones que han recurrido a métodos experimentales o cuasi-experimentales en educación a lo largo de los últimos 100 años? Me parece que una cosa es defender que la investigación-acción está suponiendo la incorporación y el desarrollo, en el campo educativo, de un verdadero «programa de investigación científica», en el sentido de Lakatos (1983), y otra bien distinta es rechazar de plano los programas alternativos que incorporan las citadas formas de investigar.

La estrategia de intervención educativa que persigue incorporar las perspectivas e intereses del profesorado y la comunidad educativa en un proceso formativo e investigativo que potencie sus recursos (prácticos y discursivos) y permita transformar y mejorar sus condiciones de trabajo, la estrategia de investigación-acción, en definitiva, puede convivir perfectamente con otras prácticas investigadoras que partan de intereses diferentes y recurran, por tanto, a metodologías más cuantitativas y a un lenguaje que sigue anclado en una visión positivista de la ciencia.

Lenguaje al que, por cierto, recurren los propios Carr y Kemmis cuando afirman que «para que la teoría educativa tenga contenido, hemos demostrado que tiene que estar enraizada en las comprensiones de los educadores» (las negritas son mías de nuevo –Kemmis, 1992: 184) o cuando asumen que «la primera función de la ciencia social crítica es la formación y generalización de teoremas críticos capaces de soportar un discurso científico» (ídem, Carr y Kemmis 1988: 159). Una demostración o un teorema no pueden darse en las ciencias humanas o sociales porque no se puede, como sí se puede en el ejemplo del teorema de Pitágoras que citamos con anterioridad, neutralizar al sujeto en la realización de las operaciones, puesto que estas implican a los propios seres humanos y no podemos operar con ellos como si fuesen objetos, cuadrados o rectángulos.

Dicho de otra manera, y ciñéndonos a la didáctica como disciplina integrante de las ciencias de la educación, podemos considerarla como una ciencia humana (Arrieta, 2002), puesto que entre los términos con los que opera se encuentran personas, sujetos humanos con características determinadas (de diferentes edades, con distintas motivaciones y expectativas, conformadas por culturas muchas veces contrapuestas, etcétera), por lo que a la hora de establecer relaciones entre ellos, nunca podremos asegurar el logro de relaciones esenciales, de identidades sintéticas, ni, por supuesto, podremos establecer verdaderos “teoremas” didácticos (a no ser que dejemos de tratarlas como personas y las consideremos meramente como objetos o animales de laboratorio, en cuyo caso, sí que podríamos hacerlo).

Para finalizar, me gustaría destacar el hecho de que la única referencia común entre ambas concepciones, sea la proveniente de la teoría de la concientización de Paulo Freire (1975, 1982, 1990), pues en sus textos lo referencian tanto Hall y Kassam, al destacar su papel influyente a la hora de atraer la atención de personas de otros lugares del mundo hacia Latinoamérica, como Carr y Kemmis. Estos últimos incluso sugieren que «[…] la ciencia educativa crítica no se diferencia mucho del proceso de concienciación descrito por Freire […]» (Carr y Kemmis, 1988, p. 169). Desgraciadamente, ni unos ni otros profundizan en esa interesante analogía, que podría servir para tender puentes entre ambos mundos.

Realizadas estas matizaciones, pasamos a analizar las implicaciones, en la formación del profesorado, de este programa de investigación.

INCIDENCIA DE LA INVESTIGACIÓN ACCIÓN EN LA FORMACIÓN DEL PROFESORADO

Paralelamente a su difusión como estrategia investigadora, la investigación-acción debería estar cuajando paulatinamente en la definición de los sistemas de formación y perfeccionamiento del profesorado de los países desarrollados, hecho que parece estar ocurriendo de manera mucho más lenta de lo que debiera. En ellos se debería considerar al futuro o actual profesorado como agentes profesionales que utilizan sus conocimientos y motivaciones para guiar su acción, como intelectuales, que diría Giroux (1990), por lo que las investigaciones educativas deberían centrarse en el desarrollo de su profesionalidad conforme toman decisiones sobre su trabajo a través de procesos de investigación en la acción. Esta se debería convertir, por tanto, en la estrategia de acción esencial en la formación inicial y permanente del profesorado.

El indudable valor de esta concepción, por otra parte de aparente sentido común, (aunque parece ser que determinados sectores sociales continúan creyendo que los profesores no interpretamos lo que ocurre en nuestras aulas para actuar en consecuencia, no tenemos capacidad de reflexionar sobre nuestra docencia, por lo que debemos limitarnos a ser meros ejecutores de lo que nos digan las administraciones educativas y las universidades), reside en que aportan una visión de la labor docente mucho más centrada en los procesos que en los productos, más orientada a investigar sobre la construcción de los conocimientos que a estudiar exclusivamente el control de su logro. Esto es, implican un intento de indagar cómo adquirimos los conocimientos pedagógicos y didácticos y cuáles son los impedimentos que limitan ese aprendizaje, y su aplicación, en la dirección de las tareas escolares.

De no incorporar esta concepción en la formación inicial y permanente de todo el profesorado estaremos cometiendo tanto un error táctico, de coyuntura, al no adecuar nuestro trabajo a los acelerados cambios sociales y a sus influencias en el sistema educativo (nada es como era hace 20 o 30 años), como un error estratégico, pues al no incorporar en nuestra profesión la vertiente investigadora, como docentes solo nos quedará la visión de nuestro trabajo en términos puramente reproductivos, como si nos dedicásemos únicamente a transmitir (lo que, por cierto, lo hacen mucho mejor que nosotros otros medios), convirtiendo nuestra labor en algo rutinario, cansino, nada motivador, en absoluto interesante.

¿Cómo puedo lograr que mis estudiantes sean más entusiastas y entiendan realmente los conceptos importantes de mi disciplina? ¿Cómo puedo ayudarles a ser más independientes y reflexivos? ¿Cómo podemos enseñarles a comprender, aplicar, analizar, sintetizar y evaluar evidencias y conclusiones? Estas preguntas, que, como afirma Ken Bain (2005), se las hacen los mejores profesores universitarios y que, como argumenta Ken Zeichner (2004), son frecuentemente formuladas por el profesorado (aunque la cultura de sus instituciones no incluya una conversación seria al respecto), sí nos dirigen, de manera inmediata, al desarrollo de estrategias de investigación-acción con nuestros colegas.

En la actualidad, está mucho más claro que hace años, cuando, sin saberlo, realizábamos investigaciones en la acción (Arrieta, 1987), el hecho de que la docencia dirigida al profesorado, en formación o en activo, no puede entenderse de manera desligada del proceso de producción de conocimientos didácticos y este, a su vez, no puede desarrollarse al margen del laboratorio natural de las aulas. Para que el profesorado asuma el papel que le exige su profesión, el de investigador de su aula, y para que las investigaciones no se realicen sin partir de sus necesidades profesionales, es imprescindible que existan centros y profesionales que desarrollen su trabajo de investigación en estrecho contacto con las actividades docentes y que se le reconozca al profesorado su capacidad investigadora, como demandábamos en España hace muchos años (AA. VV., 1992).

Para ello, habría que comenzar por incorporar, de alguna forma, este nuevo programa de investigación en los propios planes de estudio del profesorado de todos los niveles educativos, lo que desgraciadamente, no está ocurriendo. En los futuros planes de formación de grado del profesorado de educación infantil y primaria sólo se les dice que deben “conocer y aplicar metodologías y técnicas básicas de investigación educativa y ser capaz de diseñar y desarrollar proyectos de investigación e innovación”, aunque únicamente como uno más de los muchos descriptores de la materia Procesos y contextos educativos; algo similar ocurre con la propuesta de máster de formación de profesores de secundaria, aunque en este caso, al menos se les anima a “participar en la investigación y la innovación de los procesos de enseñanza y aprendizaje” y se asignan 6 créditos de formación a la materia Innovación docente e iniciación a la investigación educativa. El problema, como siempre, está en conseguir que dicha iniciación se conceptualice en términos de investigación-acción y no únicamente en el conocimiento de los métodos experimentales de investigación.

Entre otras muchas cosas, habría que romper también con la concepción imperante, a nivel universitario, que consiste en valorar la labor investigadora en función de su alejamiento de las preocupaciones prácticas y artesanas del profesorado de los niveles preuniversitarios. Parece ser que cuanto más pura e incontaminada por la realidad sea una investigación, tanto más valor tiene, o al menos, cuenta más en la carrera profesional del profesorado, como decíamos hace tiempo (Arrieta, 1989).

Ahora bien, este programa de investigación no puede desarrollarse sin una adecuada infraestructura que posibilite su realización, sin la creación de centros y departamentos universitarios que investiguen y enseñen cómo enseñar. En caso de no ser así, como ocurre en muchos países, a pesar de ciertos indicios esperanzadores, ¿qué sentido pueden tener, por ejemplo, los cursos de didáctica impartidos en las instituciones universitarias por personas que ni han investigado sobre el tema y ni siquiera enseñan o han enseñando recientemente en los niveles de escolaridad a los que se refieren sus supuestos conocimientos? ¿Qué pueden enseñar los y las formadoras del profesorado sino más contenidos disciplinarios o teorías pedagógicas y psicológicas generales de muy poca utilidad para comprender y mejorar sus prácticas docentes?

Por otra parte, en todos los aún novedosos sistemas de formación del profesorado en activo se parte de la base de que no es posible ni beneficioso trasladar los métodos de la formación inicial al mismo, como en un principio se hizo por no existir otra alternativa. Los profesores tenemos una experiencia de trabajo que es imprescindible considerar como factor clave en el diseño y realización de las actividades de perfeccionamiento. Da igual que dicha experiencia docente sea más o menos, muy o poco, coherente o racional; es con la que hay que contar como eje del desarrollo profesional y la mejor manera de dotarle de racionalidad, coherencia y justicia es implicarse en una dinámica de investigación en la acción con los colegas.

La formación del profesorado no puede abordarse pensando que basta con que se aprendan nuevas teorías o más contenidos disciplinarios para que, a su vez, sean enseñadas; no puede basarse tampoco en la suposición de que se pueden cambiar los métodos de enseñanza como se cambian los contenidos en un programa de estudios, dado que no se pueden transformar los hábitos docentes a base de cursos en los que se explican nuevas teorías y metodologías. Sirve de muy poco decirle a un profesor o a una profesora que las conclusiones que extraen de sus experiencias docentes son erróneas. Lo que puede tener sentido, en todo caso, es presentar otras, bien fundamentadas, que puedan probar para más adelante deducir, tras las lecturas y discusiones necesarias, por qué y cómo pueden perfeccionar las suyas.

Todo ello, claro está, en un ambiente y con un sistema educativo que posibilite y motive dicho perfeccionamiento y que tenga en cuenta los factores que parecen tener relación con el incremento del desarrollo profesional en una experiencia investigadora: esta debe ser voluntaria, realizada en grupo a lo largo de un período largo de tiempo, controlando los investigadores el foco de la investigación y el método, en un marco de trabajo grupal que incluya estructuras y rutinas que ayuden a construir una comunidad que no tema enfrentarse a lo nuevo, a la vez que pueda cuestionar lo conocido con tranquilidad, sin agobios (Ken Zeichner, 2004 y Gloria Braga, 1994). Lo que implica también, y esto es difícil de controlar, una camaradería y un saberse llevar bien en el marco de la comunidad de aprendizaje así constituida, la cual, para bien o para mal, depende única y exclusivamente de las relaciones humanas.

Por último, una pregunta (acompañada de una respuesta basada en mi experiencia personal): ¿es posible plantearse investigaciones en la acción y un sistema de formación del profesorado fundamentado en ese programa de investigación en países con un índice de desarrollo humano, económico y social como Cuba o México? Ya hemos visto que es difícil conseguirlo en países desarrollados como España, por lo que es fácil de imaginar su dificultad de puesta en marcha en lugares como Hidalgo, México, aunque conocemos interesantes y voluntariosas experiencias al respecto (ver el estudio de caso de Rubén García en una escuela secundaria-técnica mexicana), o como en Cienfuegos, Cuba, donde además de tener que dedicar gran parte de su tiempo a conseguir materias primas básicas para sobrevivir, el profesorado de todos los niveles educativos “sufre” un sistema educativo absolutamente centralizado y dirigido, en el que la capacidad de crítica de sus docentes brilla habitualmente por su ausencia.

Con todo lo dicho, hay que reconocer que excepciones siempre las hay, como la de Alecsy Calzadilla, al que dedico, da igual si no los puede leer, estos párrafos en torno a las cuestiones con las que nos gustaba intercambiar opiniones, tanto en Cuba como en España, hace sólo unos años. En su memoria y como homenaje a todo el profesorado cubano con el que tuvimos la ocasión de compartir el doctorado sobre Diseño y desarrollo curricular en la Universidad de Cienfuegos, acabo estas líneas

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Dr. José Joaquín Arrieta Gallastegui

Universidad de Oviedo

josetxu@uniovi.es

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