BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales


MIGRACIONES, CONFLICTOS Y CULTURA DE PAZ

Vicent Martínez Guzmán y Eduardo Andrés Sandoval Forero



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Cultura de Paz y reconstrucción de identidades

Raquel Reynoso Rosales
raquelreynoso@hotmail.com

Introducción

Hablar de los procesos de construcción de una cultura de paz en un mundo globalizado y con múltiples desafíos es hablar necesariamente de uno de los fenómenos que en estos últimos años ha sido motivo de diversos foros y aproximaciones conceptuales y metodológicas; nos referimos a las migraciones.

Diversas son las causas que motivan e impulsan a las personas a dejar sus lugares de origen para incursionar en una nueva vida; una de ellas son, sin duda, los conflictos armados internos que viven mucho países.

El Perú no fue ajeno a esta situación y enfrentó el conflicto armado interno (cai) entre 1980 y 2000, que produjo, según cifras estimadas por la propia Comisión de la Verdad y Reconciliación, alrededor de 69,280 víctimas fatales en casi todo el territorio nacional (Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2003a).

Las secuelas o los efectos de este cai son múltiples, pero nos interesa rescatar en este trabajo aquellas vinculadas con la identidad cultural, a esos elementos colectivos que pueden favorecer o dificultar la convivencia pacífica de las personas que vivieron el cai se encuentren donde se encuentren, ya sea como desplazados internos o como inmigrantes transnacionales que viven en diversos países de acogida.

Hoy en día no es posible abordar el fenómeno de la migración desde los Estados sin que se convoque a los principales actores, los inmigrantes, que requieren ser considerados como ciudadanos con plenos derechos. En esta medida, el tema de la identidad me parece muy importante; pues si bien es cierto que hay avances legislativos a favor de los derechos de los inmigrantes, nada se logrará en términos de exigibilidad de su cumplimiento si los propios inmigrantes no están empoderados e integrados a sus nuevas comunidades.

Creo que para que eso suceda es necesario reconstruir nuevas identidades en contextos que busquen una convivencia pacífica.

Pienso que en los procesos de construcción de culturas para vivir pacíficamente es posible reconstruir las identidades de las víctimas que fueron trastocadas por el cai y que, en el caso de las poblaciones que emigraron, se enfrentaron además a nuevos choques culturales, repercutiendo en su ya confusa identidad que llevaban consigo después de huir del conflicto. Esta reconstrucción de identidades constituye un factor clave para el ejercicio ciudadano de personas que ni en sus lugares de origen ni en los lugares de acogida son consideradas parte de una comunidad política.

En ese sentido, en el primer apartado describiré, en líneas generales, las secuelas del cai, poniendo énfasis en la magnitud del conflicto en términos cuantitativos, sobre todo referido a desplazamientos internos y migraciones.

En el segundo apartado se analizan las implicancias de la migración en las identidades como elemento clave de la ciudadanía.

Esta articulación me parece fundamental, ya que mucho se habla de la diversidad cultural, de la integración intercultural, pero no se sabe exactamente de qué identidad estamos hablando, qué identidad se quiere integrar y si realmente se quiere que los inmigrantes formen parte activa de una colectividad bajo ciertas normas, costumbres, valores que, por lo general, son diferente a sus referentes de sus lugares de origen; convivencia que muchas veces no es nada pacífica, ya que se fundamenta en la imposición de un tipo de cultura basado en una identidad única.

En el tercer apartado, se darán algunas propuestas para que el proceso de construcción de culturas para hacer las paces tenga mejores posibilidades; por ello abordaremos la importancia de la reconstrucción de identidades de los inmigrantes rescatando la diversidad existente y, sobre todo, reconociendo las diferencias y los aportes en este afán de lograr una convivencia pacífica entre los seres humanos.

Emigrantes y desplazados por el conflicto armado interno en Perú Es importante señalar que la mayoría de la población desplazada registrada en el Perú procedía de las zonas rurales que fueron las más duramente afectadas por el cai. Según el Censo por la Paz (Escobedo, 2006: 13) llegaron a desplazarse alrededor de 460,920 personas; dichos desplazamientos se produjeron de anexos a capitales de distritos, de capitales de distritos a capitales de provincia y de capitales de provincia a las grandes ciudades o capital del país. Por el contrario, quienes pudieron emigrar fueron, en su mayoría, personas de las zonas urbanas que contaban con mayores recursos y condiciones para salir del país.

Teófilo Altamirano (2003), antropólogo peruano con amplias investigaciones sobre la migración, en uno de sus artículos señala cinco etapas de emigración de Perú, que van desde 1920 hasta la fecha, pasando de ser un país de inmigración a uno de emigración, con lo cual también coinciden De los Ríos y Rueda (2005).

Para efectos de este apartado sólo indicaremos las cifras de emigración de la cuarta etapa que indica Altamirado, que va de 1980 a 1992, año en que es capturado el máximo líder del Partido Comunista del Perú, Sendero Luminoso, Abimael Guzmán, luego de lo cual bajó significativamente la intensidad de la violencia directa y los flujos de emigración, aunque después volvió a repuntar, caso que no desarrollaremos en este trabajo. Según Altamirano (2003), “[...] en 1980, la población peruana en el exterior era de solamente 500,000; para 1992, se elevó a aproximadamente 1,000,000”. También señala que: En esta época, predominantemente la clase media emigra a grandes cantidades. Los destinos de emigración se amplían a todos los estados en los ee.uu de Norteamérica. Por primera vez los países escandinavos reciben a peruanos, en particular a los refugiados políticos y trabajadores manuales. De igual manera, Europa del Este siguió recibiendo a estudiantes. Los países de América Central empiezan a recibir peruanos como trabajadores profesionales y calificados y no calificados; estos últimos, con el objetivo de llegar a los ee.uu de Norteamérica. El Canadá siguió recibiendo trabajadores manuales y profesionales que se dirigen mayoritariamente al Este.

Por otro lado, destaca que a mediados de la década de 1980 Japón incorpora a miles de trabajadores manuales, y resalta un dato importante que es la incorporación de mujeres como emigrantes, “[…] muchas de ellas proceden de pueblos rurales y ciudades pequeñas de la sierra y la costa”. Coincidiendo con Altamirano, Ríos y Rueda (2005) explican que dentro de las causas de emigración de peruanos en esta etapa se encontraba “[...] la inestabilidad e inseguridad que se vivía en el país, como consecuencia de la crisis económica (hiperinflación y recesión) y del conflicto armado interno (lucha entre terroristas, Fuerzas Armadas y campesinos)”.

Es significativo también aclarar que la emigración se produce en mayor cantidad hacia los países vecinos, entre los que sobresalen como países receptores Ecuador y Chile.

Como menciona en su trabajo Luque Bazán (2007), en el censo chileno de 1982 se contaba a 4,308 peruanos, cifra que creció significativamente en 2002 a 39,084 personas. A partir de 1996 el incremento de peruanos en territorio chileno fue sostenido. Añade además que “según los datos del informe ‘Perú: Estadísticas de la Migración Internacional de Peruanos: 1990-2005, 1,665,850 peruanos migraron a diversos países del mundo, y Chile fue el cuarto país de destino, con 174,460 peruanos (10.4%) en dicho periodo”.

Es evidente que así como los desplazamientos se realizan a las zonas más próximas, en el caso de las emigraciones también sucede lo mismo, y en particular para el caso chileno que acoge mayoritariamente a refugiados peruanos. Un dato más lo constituye la tasa de emigración del departamento de Ayacucho, el más perjudicado por la violencia, alcanzando para 1993 32.9% (Escobedo, 2006: 10).

Son innegables los efectos desastrosos que produjo el CAI en el Perú tras 20 años de enfrentamiento, efectos no sólo a nivel de la infraestructura económica sino, sobre todo, a nivel social.

Muchas familias fueron desarticuladas, muchos jóvenes de la misma comunidad se vieron enfrentados en bandos opuestos, porque fueron reclutados tanto por los subversivos como por las fuerzas armadas.

No podemos dejar de hablar de los miles de huérfanos y viudas, de mujeres violadas y con hijos producto de dichas violaciones; de las secuelas que dejó en aquellos que fueron torturados, de las personas tanto civiles como militares que quedaron con algún impedimento físico; de las personas que hasta hoy tienen pesadillas al recordar cómo asesinaban a su familiar, o de personas que se asustan cuando hay cuetecillos de fiestas porque les recuerda a un coche bomba; de miles de personas que se desplazaron para salvar sus vida o de aquellas que tuvieron que dejar el país por tener una amenaza de muerte. En suma, hablamos de una sociedad que fue afectada en su integridad, tal como lo señala la primera conclusión del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación de Perú: La cvr ha constatado que el conflicto armado interno que vivió el Perú entre 1980 y 2000 constituyó el episodio de violencia más intenso, más extenso y más prolongado de toda la historia de la República.

Asimismo, que fue un conflicto que reveló brechas y desencuentros profundos y dolorosos en la sociedad peruana (Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2003a: 315).

Todo este drama que vivieron miles de familias les produjo mucho miedo y desconfianza quebrando las relaciones comunales, en especial las relaciones humanas. Aquellas personas que migraron no son ajenas a estas emociones y actitudes de desconfianza y temor, lo cual dificulta su interrelación en las zonas de acogida. Como bien se señala en el Informe Final de la cvr (2003b), las secuelas de la guerra tienen un efecto duradero que puede evidenciarse a lo largo de varias etapas de la vida del individuo, y están presentes en el imaginario que las personas tienen sobre sí mismas, sobre la democracia; sobre todo, marca mucho las posibilidades de convivir con otros.

Hay que recordar que muchas de las personas que fueron reclutadas por las fuerzas armadas pertenecían a las mismas comunidades donde les tocó combatir al terrorismo y tuvieron que cumplir órdenes contra sus propios valores y principios comunales, generándose una crisis de identidad al enfrentarse a lo que consideraban parte suyo, crisis que aún saliendo del país no pudieron resolver.

Por otro lado, las comunidades vieron violentadas sus formas orgánicas y culturales de relacionarse. Dejaron de celebrar sus fiestas costumbristas, dejaron de reunirse en asambleas comunales; fue una década en la que los niños nacidos en esos años no pudieron recibir la herencia cultural, y que fácilmente fueron permeables a la nueva cultura que recibían en los lugares donde sus padres los llevaron para proteger sus vidas. Sin embargo, en los lugares de acogida sus padres trataron de recuperar su identidad indígena que los hijos ya no consideraban como suya, generándose una nueva crisis de identidad.

Con esta situación, con las familias quebradas y sin saber qué les espera, los inmigrantes por efecto del cai se tienen que enfrentar además a nuevos retos en los países de acogida, deberán afrontar nuevas formas de convivencia que resultan muchas veces violentas y agresivas al considerarlos usurpadores de puestos de trabajo y tener distintas formas de convivencia. Se va constituyendo así una identidad muy deteriorada del inmigrante, que se ve afectada además por los estigmas que le son atribuidos y que conllevan a una discriminación en diversos planos en la convivencia en las zonas de acogida.

Esta convivencia puede ser pacífica o violenta, según se logre o no una interrelación basada en el reconocimiento y la aceptación de las diferencias. Mucho tienen que ver las identidades que se ven deterioradas en todo este proceso migratorio o de desplazamiento.

Migraciones, identidades y ciudadanía Como bien señala Erikson (Labrador, 2001: 142), los seres humanos “[...] vamos construyendo nuestra identidad al ir atravesando distintas crisis, evolutivas o existenciales que nos vamos encontrando [...]”, y el hecho de haber pasado por esta experiencia traumática del cai constituye en definitiva un rasgo determinante que forma o refuerza algunos rasgos de las identidades de dichas personas.

Por ello, cuando hablamos de identidad me resulta difícil indicar cuál es la mía, por ejemplo. Por un lado, tengo una herencia indígena, otra española, otra criolla, otra que me fue impuesta por el Estado peruano y que se fue formando a lo largo de mi vida tanto familiar, personal y laboral cruzada por experiencias tanto positivas como negativas. Es decir, cada persona tiene diversas identidades e identificaciones con redes, colectivos, ideas, temas.

Sin embargo, para efectos de este trabajo me referiré a la identidad cultural y colectiva, aquella que nos permite tener una convivencia con unos mínimos estándares de respeto y de reconocimiento mutuo, la cual permite la participación activa de las personas en una comunidad en la que se supone todos y todas estamos incluidos.

Vemos que con el fenómeno de la migración o el desplazamiento nuestras identidades entran en conflicto. “El sentimiento de pérdida de identidad no sólo lo produce la emigración, puede ser también resultado de cambios producidos en el mismo país (el contraste entre el pasado y el presente) y del contraste entre la sociedad ideal y la real” (Troyano, 2001: 56).

Los individuos se enfrentan a cambios en el modo de vida, en la percepción del mundo, en la manera como los otros los perciben, en los sueños truncos, en la forma como se ven forzados a asumir nuevas posturas o maneras de ser para ser reconocidos y aceptados, o negar las identidades propias para pasar desapercibido y no llevar el estigma de ser senderista o terrorista por el sólo hecho de haber nacido en una zona donde se inició el conflicto armado interno, como por ejemplo Ayacucho.

Por otro lado, una vez instalados en los países de acogida, se produce la añoranza por el pasado, de rechazo al presente por las dificultades que deben enfrentarse para ser aceptados por una población que los segrega.

Este conflicto de identidades limita definitivamente la participación ciudadana de las personas en las nuevas comunidades de acogida, y, en consecuencia, se siguen manteniendo al margen sin poder transmitir sus necesidades y demandas específicas de derechos humanos.

Como bien señala Lucas (2001), una cosa es el derecho al acceso y la participación de la cultura, y otra cosa es el derecho a la identidad propia. El sistema democrático liberal imperante ha tratado siempre de imponer no sólo su sistema político y económico, sino también la idea de una identidad nacional imperante a la cual todos los ciudadanos de esa comunidad política debían acogerse.

Esta imposición ha producido un abandono de las clases políticas hacia los grupos que se mantuvieron y aún se mantienen al margen de dicho sistema, como sucedió con las comunidades indígenas afectadas por el cai. Asimismo, dichas comunidades no han sido reconocidas con sus particularidades e identidades locales.

Lo mismo sucede con los inmigrantes en las zonas de acogida donde no son considerados ciudadanos con plenos derechos.

El derecho a la identidad cultural permite tener una participación más activa en la esfera pública, pues posibilita la participación pero reconociendo el bagaje propio como elemento que puede ayudar a construir una nueva identidad colectiva en aras de una convivencia pacífica. Así, no se trata de construir una comunidad de convivencia pacífica con base en las diferencias sino en lo que nos une, y la reconstrucción de identidades debe seguir el mismo camino: buscar en mi mundo interno, de costumbres, valores, percepciones del mundo aquello que me une a los demás y no aquello que me diferencia.

Es posible que los inmigrantes se articulen y desarrollen una ciudadanía activa que los relacione no sólo con las zonas de acogida sino también con sus países de origen. Para ello van desarrollando diversos mecanismos como la conformación de asociaciones o redes que pasaron de agruparse para conservar sus tradiciones culturales a elaborar y exigir el cumplimiento de derechos.

Estas redes se constituyen en comunidades transnacionales las cuales mantienen un vínculo constante con sus países de origen, lo cual, según mi punto de vista, puede dificultar en alguna medida su interrelación con las personas de los países de acogida, porque si el vínculo es muy estrecho con sus países de origen no logran definir a dónde pertenecer finalmente, o como señala Smith (Canales, 2000:638) se produce una “pertenencia más allá de la ciudadanía”, sea la del país de origen o la de acogida.

Lo cierto es que los inmigrantes con sus múltiples identidades y la que pueden reconstruir a partir de las comunidades de acogida tendrían que participar activamente en la vida política de los espacios con los cuales se relacionan, así lo muestra la experiencia de peruanos inmigrantes en Chile. Estos peruanos han podido ejercer su derecho de participación activa en las elecciones generales en Perú de 2006, desarrollando foros y apoyando a uno de los candidatos que consideraban representaba sus intereses y demandas, sobre todo, vinculado con la justicia en temas de violaciones a los derechos humanos. Este ejercicio de ciudadanía lo desarrollan, en particular, los refugiados peruanos que se convierten en activistas de referencia para toda la comunidad de refugiados en Chile, logrando incluso presentar una demanda judicial al actual presidente Alan García por violaciones a los derechos humanos.

Dichas experiencias hacen referencia a los vínculos de los peruanos con su país de origen, pero además, este proceso ha permitido que se integren con otros colectivos de derechos humanos chilenos, pues lo que tienen en común es la lucha por la justicia frente a la violación de los derechos humanos; este tema los une y les posibilita una mejor interrelación en su comunidad de acogida.

Sin embargo, para que esta participación ciudadana sea plena se requerirá que participen activamente en las elecciones generales de Chile, al identificarse como parte de esa comunidad de acogida.

Cosa distinta ocurre con los desplazados internos, cuyas capacidades organizativas y de incorporación en las nuevas zonas de acogida aún les resultaban adversas y donde más bien tratan de pasar desapercibidos; a pesar de contar con derechos ciudadanos no tienen una participación ciudadana activa, porque además tampoco se identifican como parte de esa nueva comunidad de acogida en las grandes ciudades.

Cultura de paz y reconstrucción de identidades En este apartado, me parece pertinente abordar la definición de cultura de paz o como lo entendemos mejor, culturas para hacer las paces. Al respecto, Martínez Guzmán (2004) nos propone una definición interesante que nos permitirá analizar su vínculo con el proceso de reconstrucción de identidades.

Consiste en las nuevas formas de cultivar las relaciones entre los seres humanos mismos y entre éstos y la naturaleza para incrementar las posibilidades humanas de vivir en paz. Recupera el sentido etimológico de la palabra “cultura” como “cultivo”. Por una parte se trata de reconstruir los momentos, actitudes, instituciones, etc. que a lo largo de la historia han servido para organizarnos pacíficamente, como indicadores de las capacidades o competencias humanas para hacer las paces. Por otra, expresa el compromiso con la transformación de las culturas y las sociedades con miras al incremento de las formas pacíficas de convivencia y la remisión o disminución de las capacidades humanas para ejercer los diferentes tipos de violencia. Es un compromiso con el presente que recupera las maneras imperfectas de hacer las paces en el pasado para la construcción progresiva de múltiples maneras de hacer las paces de acuerdo con el reconocimiento de la interculturalidad (Martínez Guzmán, 2004: 209).

El término de interculturalidad, que hace referencia a la presencia de diversas culturas, requiere una precisión: esta interrelación cultural deberá ser en condiciones de equidad e igualdad.

Con esta definición, Martínez Guzmán hace la conexión entre pasado, presente y futuro como un paso necesario en el proceso de construir una cultura de paz. No debemos olvidar que las culturas se construyen, se fortalecen o se debilitan con el paso del tiempo.

Y es este vínculo en el tiempo el que nos interesa rescatar, ya que debemos recuperar valores olvidados que han permitido a las comunidades indígenas vivir mucho tiempo en paz y disfrutar de la armonía entre los seres humanos y la naturaleza, aquellos valores que constituyeron parte de sus identidades y que se ven enfrentados cuando las personas se desplazan o emigran a otros países.

Pero, por otro lado, esta definición nos plantea el reto de reconstruir culturas, a partir de reconocer que existen diversas formas de vivir pacíficamente, diversas identidades culturales que al migrar o desplazarse las personas llevan consigo y que pueden constituir un aporte fundamental si se les da reconocimiento y el derecho a tener sus propias identidades, o simplemente de reconstruir una nueva cultura con base en rasgos integrados de todas las culturas que se interrelacionan en nuevos espacios de convivencia.

En este proceso de reconstruir identidades para una cultura de paz o culturas para hacer las paces, la lengua es un elemento clave de la identidad, y por ello es necesario prestar especial atención en comunidades inmigrantes en países de acogida, es preciso reflexionar lo que implica para los inmigrantes aprender un nuevo idioma.

Mayor Zaragoza (2000: 56-60) plantea cuatro nuevos contratos para establecer un mundo en paz: el social, el medioambiental, el cultural y el ético. Para este apartado me parecen relevantes los dos últimos.

El contrato cultural hace referencia a lograr un reconocimiento de todas las culturas, al aporte que cada una de ellas ha hecho y puede seguir haciendo en el proceso de construcción de la paz.

Debemos escuchar sus voces silenciadas. En esa medida debemos tratar de comprenderlas, y para ello es necesario conocer su lengua y cuidar que no se pierda. Tal es el caso de las comunidades rurales de Perú, cuya lengua nativa es el quechua, la cual al no practicarse su escritura, corre el riesgo de extinguirse.

Sin embargo, los Estados tratan de imponer una lengua oficial, a través de los centros educativos, al considerar el castellano un punto primordial para su conexión con el mundo moderno y civilizado, el mercado, perdiéndose la riqueza cultural que tiene la lengua quechua.

Esta situación se agudiza cuando las personas migran a otros países, porque además de adquirir una lengua (castellano) que se les impuso en sus países de origen, muchas veces deben aprender otras lenguas perdiéndose definitivamente su lengua materna.

¿Acaso no es posible que existan escuelas bilingües para los inmigrantes?, ¿significa esto que se refuerzan los ghetos?, ¿acaso es obligatorio aprender sus lenguas para la integración social? Son preguntas cuyas respuestas pasan por tener una concepción más abierta de identidad cultural para conformar lo que serían las identidades culturales.

Por otro lado, el nuevo contrato ético nos habla de dos palabras que cuando las mencionamos en el mundo académico pueden parecer muy triviales: amor y amar. Sin embargo, debemos darles especial realce, porque nos muestran la clave de la convivencia humana: [...] todos tenemos que vivir para dar significado a algunas palabras, para que sepamos lo que significa “amor” y “amar”, y amarlo todo y amar a toda la gente y tener ese sentido permanente de autoridad, de puente, de sentirnos en el lugar del otro para comprendernos, para no despreciar, para no rehusar, para no tener posiciones fanáticas o dogmáticas.
Es necesario un pacto ético (Mayor Zaragoza, 2000: 59-60).

Justamente este nuevo contrato ético es esencial para la construcción de una cultura de paz, el cual permitirá aplicar los principios que lo fundamentan. No se trata, entonces, sólo de reconocer al otro, de recuperar su lengua, sino de amarlo, porque es igual a mí en su diferencia. Al respecto, me parece oportuno señalar lo que nos recuerda Troyano (2001: 59) cuando menciona que la formación de identidades depende de la libertad de elegir mi identidad, de lo contrario la imposición se convertiría en uno de sus enemigos. Es decir, a pesar de las diferencias existentes en una colectividad, yo puedo elegir libremente a qué credo pertenecer, lo cual me ayudará, por ejemplo, a interrelacionarme mejor con un determinado grupo de personas que tiene la misma fe; pero si el credo es impuesto o forzado impide mi identidad y, por consiguiente, mi interrelación con los demás de esos grupos.

Lo mismo puede pasar con el idioma. Por un lado, me identifico con mi lengua materna que no perderé, pero si libremente aprendo la lengua del país de acogida me permitirá alcanzar una mejor interrelación con los otros. Puedo tener dos o más lenguas con las cuales identificarme, dependiendo de mi interrelación en contextos locales.

Así como las culturas son dinámicas en el tiempo, del mismo modo las identidades también se construyen, fortalecen o debilitan por muchos factores; como ya hemos dicho, por ejemplo, por los conflictos armados internos o por la imposición de una cultura o identidad a otras más débiles. Este dinamismo de las identidades permite plantearse la reconstrucción de nuevas identidades más integrativas en las nuevas comunidades, donde existe una interrelación no tan armónica entre inmigrantes y locales.

Apaddurai (Luque, 2007: 140) nos brinda una propuesta interesante que puede aportar a una construcción de una cultura de paz, y es justamente la constitución de “vecindarios culturales”, es decir, de espacios donde confluyen múltiples nacionalidades y culturas, agregaríamos además identidades, que se van reconstruyendo pero en relación con las otras existentes dentro de una misma comunidad buscando lo que se tiene en común y no lo que nos diferencia del otro.

Planteamos la reconstrucción de identidades en estos nuevos “vecindarios culturales”, pero que se fundamenten en nuevas relaciones conformadas con base en el respeto, la igualdad y la equidad, y eso pasa necesariamente por reconocer a todas las identidades culturales como parte de dicho vecindario. Para lograr esta equidad en las relaciones es preciso que los inmigrantes se empoderen y autovaloren su riqueza cultural, pero al mismo tiempo rescaten los aspectos positivos de la cultura que los acoge. En suma, se requiere tener dignidad como seres humanos para reconocerse en igualdad de condiciones y establecer un nuevo contrato de relaciones humanas, un nuevo pacto de convivencia pacífica.

Considero que uno de los elementos que podría ayudar en este proceso de reconstrucción de nuevas identidades son justamente las asociaciones de inmigrantes. Para el caso peruano es impresionante el número de asociaciones que hay alrededor del mundo.

Existe uno en tanto peruanos y peruanas haya en cada país de acogida. Así, por ejemplo, sólo en España existen, según la Federación de Asociaciones de Peruanos en España,1 32 asociaciones de inmigrantes peruanos ubicados en diferentes comunidades autónomas, estando aún en trámite de ser incorporadas diversas asociaciones que todavía no cuentan con la documentación respectiva.

Esto nos da habla de la posibilidad de articulación e integración, ya que los peruanos que conforman dichas asociaciones no proceden de un sólo lugar del Perú, sino de diferentes zonas tanto del ámbito rural como urbano, demostrando que todavía en el Perú no es posible hablar de una única identidad.

Con este rico bagaje cultural de los peruanos, ahora residentes en diversas comunidades autónomas de España, es posible reconstruir nuevas identidades, que serán diversas tanto como comunidades autónomas existan, y como peruanos de diversas regiones del Perú residan en ella. En esa medida pareciera que lo más acertado sería identificarnos como ciudadanos del mundo, tal como lo indica Erikson (Troyano, 2001: 58), como ciudadanos que habitamos el mismo planeta Tierra al que debemos cuidar y respetar; y éste es otro elemento que nos uniría, a diferencia de si nos identificamos sólo como de determinado lugar o país. Esto no quiere decir que rompa con mi bagaje cultural de origen, por el contrario, siendo consciente de ello lo pongo a disposición de los demás miembros del vecindario para que lo utilicen y aprovechen en nuestra convivencia pacífica.

No será una tarea fácil porque cada persona trata de aferrarse a lo suyo, a aquello que lo diferencia del otro, pero pedimos un esfuerzo para despojarse de individualismos y crear más bien conciencias colectivas e integrativas. Vemos en la práctica que las expresiones culturales a través del folklor, como la danza, música y comida, son un primer paso para promover una reconstrucción de cultura para hacer las paces; sin embargo, sería más interesante que estas acciones tuvieran dos actores, es decir, que no sólo los 1 Disponible en: http://www.fedap.com/asociados.html inmigrantes muestren sus rasgos culturales y que los locales sólo sean simples espectadores, sino que también muestren sus propios rasgos culturales, se comprometan a mostrar lo suyo para reconstruir un “lo nuestro” en una nueva convivencia; se trata, en suma, de establecer una “reciprocidad universal entre todos nosotros” (Troyano, 2001: 70).

A través de las municipalidades locales es posible iniciar este proceso de reconstrucción de culturas e identidades, pues es importante que todos participen en el proyecto de desarrollo local, ya sea en los países de acogida o en los de emigración. Pero es pertinente aclarar que este proyecto de desarrollo local en las zonas de acogida requiere ser inclusivo, participativo y no impositivo. Es decir, se requiere que el proyecto sea elaborado por todos los actores de la comunidad, lo cual incluye, claro está, a los inmigrantes.

Si lo que todos y todas quieren es contar con mejores condiciones de vida y vivir pacíficamente se necesita que haya consensos respecto a cómo vivir y cómo se imaginan el futuro en común.

Conclusiones Una de las causas de emigración y desplazamiento en el Perú fue el conflicto armado interno que vivió entre 1980 y 2000, el cual ocasionó múltiples problemas, siendo uno de ellos el de la crisis de identidad. Queda claro que tanto las culturas como las identidades son dinámicas, pueden construirse, fortalecerse o debilitarse en el tiempo, dependiendo de muchos factores, como por ejemplo los conflictos armados internos o la imposición de un Estado-nación, que crea una identidad a través de diversos símbolos, íconos, historias. Pero al mismo tiempo este dinamismo permite plantear la posibilidad de reconstruirlas de manera distinta.

Si queremos lograr una convivencia pacífica en los lugares de acogida debemos lograr que los inmigrantes se integren como ciudadanos con plenos derechos; es decir, se reconstruyan las identidades, proceso que se puede iniciar en la reconstrucción de nuevas culturas para hacer las paces. En este proceso no se trata de sobreponer o imponer una cultura sobre otra, sino, al contrario, construir “vecindarios culturales” que incorporen los aspectos o rasgos positivos de todas las culturas que se interrelacionan.

En estas nuevas interrelaciones no podemos entender sólo la identidad como aquellos rasgos que nos diferencian del resto y que nos hace únicos. Si estamos comprometidos en esta empresa de construir una cultura para hacer las paces necesitamos más bien redescubrir aquellos rasgos que nos unen a los demás, aquellos rasgos positivos que requerimos ampliar y que nos permitan una convivencia pacífica.

Una manera de aportar desde la filosofía para hacer las paces es hacer propuestas como éstas, que permitan una integración de los seres humanos pero no a partir de las diferencias, sino de lo que nos une. Por ello debemos empezar a identificarnos como ciudadanos del mundo, habitantes del planeta Tierra, como eje integrador de todas las culturas.

Finalmente podemos decir que una forma concreta de ir reconstruyendo nuevas culturas para hacer las paces y nuevas identidades puede ser impulsada desde las municipalidades locales, pero con una mirada integradora, inclusiva y participativa de todos los que habitan la comuna.

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