las zapatillas rojas
BIBLIOTECA VIRTUAL de Derecho, Economía y Ciencias Sociales

 

CUENTOS ECONÓMICOS

David Anisi

 

 

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LAS ZAPATILLAS ROJAS

Al pasar junto a un árbol, camino del mercado, nuestro amigo no vio a unos duendecillos que descansaban entre las ramas.

- El no sabe - preguntó el primero de los duendes al segundo refiriéndose a ese individuo humano que por allí caminaba - que lleva la luz del desequilibrio sobre su cabeza, ¿verdad?.

- No lo sabe - contestó el segundo duende - y nunca lo sabrá hasta su último momento que yo veo muy lejano. Pero en el día de hoy comenzará su desequilibrio y nadie podrá evitarlo.

Y como para los duendes aquel hombre sólo formaba momentáneamente parte de lo que en ese momento veían, su importancia fue desapareciendo según el tamaño de aquella figura disminuía al alejarse. Pronto sólo fue una manchita en el camino hacia el pueblo; y luego nada, ni en paisaje ni en el recuerdo de los duendes.

A nuestro amigo le gustaba ir al mercado que se establecía el día siguiente a la luna llena en la pequeña aldea. Llevaba a él algo de lo que podía prescindir y lo cambiaba por otra cosa útil o hermosa con la que disfrutaba. Y no sólo era ese cambio siempre ventajoso lo que hacía adorables los días de mercado, sino la posibilidad de charlar, aprender y reír con otras gentes, de escuchar historias y contarlas, de ver maravillas procedentes de lejanas tierras y oler especias, hierbas, y perfumes desconocidos.

Y se acercó ilusionado a los primeros puestos sin ser consciente de que, como habían vislumbrado los duendes, el comienzo de su desequilibrio iba a comenzar en pocos instantes.

Nuestro buen hombre llevaba esta vez para cambiar en el mercado una cabra, y pronto empezó a negociar con ella en medio de saludos, risas, conversaciones y recuerdos. Pronto alguien le ofreció por ella una hermosa daga, y él aceptó en su corazón. Dudó, no por que no estuviera seguro del cambio, sino porque todavía no era mediodía y le gustaba tener un pretexto para formar parte de aquello durante todo el tiempo que fuera posible. Pero la daga era del mejor acero, tenía una preciosa empuñadura de marfil y su funda estaba delicadamente trabajada. Con lo que la cabra y la daga cambiaron de dueño.

Púsose la hermosa daga en el cinto, y como nada tenía ya que negociar vagó entre las tiendas, escuchó historias, y pasado cierto tiempo se dispuso a volver a su casa. Ya estaba a punto de dejar atrás los últimos tenderetes cuando se cruzó con un desconocido ricamente vestido que miró fijamente la daga, le paró amablemente y le dijo:

- Me gusta mucho la daga que llevas. ¿Cuánto quieres por ella?

Era la primera vez que a nuestro protagonista le pasaba algo así. Cuando otra persona deseaba una propiedad suya le ofrecía algo que le perteneciera. No se hubiera sorprendido si le hubiesen ofrecido por la daga un carnero, o incluso - la daga era espléndida - un caballo. Pero no terminaba de entender a qué se refería aquel rico caballero cuando la preguntaba "¿cuanto?". Y así le respondió:

- ¿Cuánto de qué?

- De dinero, claro está.

Estaría claro para aquel elegante señor, pero no para nuestro amigo. Por supuesto que no era un ignorante y que sabía que aquella cosa del dinero se usaba para comprar y vender. Pero ni lo había entendido nunca ni mucho menos lo había utilizado hasta este momento.

 - ¿Y cuanto dinero - le dijo tratando de dar a su expresión el deje que él suponía debía dejar establecido que estaba muy acostumbrado a tratar con dinero - me daréis por la daga?

- Cuatro piezas cuadradas y dos triangulares - le contestó mientras que se las mostraba.

Nuestro amigo no estaba dispuesto a cambiar su hermosa daga por esas piezas de metal cuadradas y horadadas y esas otras con forma de triángulo, con lo que negó con la cabeza.

- Pues que sean cinco piezas cuadradas entonces - dijo en respuesta a su negativa el hombre rico.

Estaban ahora rodeados de un pequeño círculo de curiosos que acogieron con un murmullo de asombro la última oferta, asintiendo gravemente con sus cabezas.

Y como percibía que de no aceptar ese dinero a cambio de la daga quedaría como un tonto delante de todo el pueblo, la daga y las cinco piezas de metal cambiaron de dueño.

Al llegar a casa todos le esperaban con la misma ilusión con que lo hacían cada vez que iba al mercado. Siempre volvía de allí con cosas útiles o bonitas y a los pocos días nadie se acordaba de lo que habían entregado a cambio. Así que cuando depositó sobre la mesa aquellas piezas de metal cuadradas y horadadas hubo una decepción general.

- ¿Qué es eso tan feo? - Se atrevió a preguntar el más pequeño, aunque todos pensaban igual.

- Esto es algo con lo que se puede obtener todo - dijo nuestro hombre con una sonrisa de satisfacción -, se llama dinero.

- ¿Quieres decir - indagó su mujer - que son piezas mágicas que cumplen los deseos?

- Algo así son - repuso - puesto que con ellas podemos tener lo que queramos.

- Entonces quiero - dijo la mayor de las hijas hablando con seriedad con el montón de metal - una casa nueva y una cena espléndida para esta noche.

- No se usan así - explicó a todos nuestro personaje -. Sirven para "comprar" cosas; es decir, que si alguien va al mercado con un cerdo yo me acerco a él y le doy estas piezas de metal a cambio de su cerdo, y el las acepta porque puede cambiarlas a su vez por una cesta de dulces, y el que antes tenía la cesta de dulces coge las piezas de metal porque sabe que puede cambiarlas por telas, y así sucesivamente.

La familia escuchó con respeto lo que decía. Y se imaginaron lo contento que volvería a su casa con una cesta de dulces el que había ido con su cerdo al mercado, y también veían cómo en la casa del que había llevado la cesta de dulces ahora comenzaban a cortarse unos vestidos con las telas que había conseguido a cambio. Pero la verdad era que el padre había salido de la casa aquella mañana con una cabra y lo que tenían ahora sobre la mesa eran sólo unos trozos feos de metal.

Alguno pensó que el que era verdaderamente listo era quien hacía esos trozos de metal horadados que luego podía cambiar por las cosas más apetecibles, pero como no parecía que estuviese el horno para bollos, se abstuvo sabiamente de expresar en voz alta su pensamiento. Y se contentaron soñando con las maravillosas cosas que en el próximo mercado podrían obtenerse a cambio de aquellos metales asquerosos.

Así, cuando al día después de la siguiente luna llena, vieron partir al padre hacia el mercado llevando en un pequeño saquito las piezas de metal empezaron ilusionados a imaginarse las maravillas con las que volvería al atardecer.

Le vieron aparecer de vuelta antes de la puesta de sol. Estaba radiante.

- Fijaros - les dijo - todo lo que he conseguido con nuestras pocas piezas de dinero. - Volcó el saquito sobre la mesa de la cocina y en lugar de los conocidos cinco cuadrados horadados aparecieron tres figuras de metal con forma de pez.

- Esto equivale a setenta piezas cuadradas - les informó lleno de orgullo - y os voy a contar como las conseguí. Al llegar al mercado compré con el dinero que llevaba cuatro jamones bien curados a alguien que tenía prisa por deshacerse de ellos, luego los volví a vender y me dieron casi el doble que lo que había pagado , compré entonces todo un cargamento de carbón que estaba a muy buen precio, y lo vendí casi enseguida ganando una cantidad muy apreciable, con la que compré sedas y aromas que tuve la suerte de vender a un precio más elevado, y aquí estoy entre vosotros con todas mis ganancias.

Cada uno de los miembros de la familia miró con tristeza a las tres figuras de metal con forma de pez que descansaban sobre la mesa. Pensaron en lo ricos que podrían haber estado los jamones, o lo calientes que hubieran estado todo el invierno con el cargamento de carbón o incluso lo elegantes y perfumados que estarían en esos momentos. Pero se consolaron pensando que en el próximo mercado por fin se cambiarían aquellos metales por algo más tangible y deleitoso.

Nunca verían sus ojos algo parecido a eso. Nuestro hombre había enloquecido por el descubrimiento del dinero y poco se podía hacer por él a estas alturas. No pudo esperar a la feria de la próxima luna llena y marchó con sus tres peces metálicos a otro mercado más distante pero que se celebraba los días próximos. Al cabo de unos días regresó de su viaje y puso orgulloso sobre la mesa veinte pececillos de metal. Habían sido propietarios momentáneos de cinco caballos, que fueron después treinta ovejas, que se convirtieron en ocho cubas de vino añejo, que pasaron a transformarse en una cosecha de trigo que luego fue una pequeña granja, y ahora eran los pececillos de metal sobre la mesa.

Y nuevamente marchó a sus negocios, y a la vuelta no trajo pececillos ni ninguna pieza de metal. Extendió seriamente sobre la mesa un papel e informó solemnemente:

- Ahora si que estamos dejando de ser pobres. Somos copropietarios de un barco que navega cargado de algodón hacia países lejanos de donde traerá a su vuelta las mercancías más preciadas.

Pero todos sabían ya que, aunque fueran sus dueños, nunca navegarían en ese barco, ni saltarían sobre las pilas de algodón, ni disfrutarían de ninguna de las maravillas que traería a su regreso. Ni siquiera lo verían.

Y comenzaron, según nuestro amigo, a ser ricos. Compró y vendió cargamentos para comprar y volver a vender mansiones suntuosas y palacios, para comprar y volver a vender explotaciones agrícolas, minas, ferrocarriles, siderurgias, fabricas de armas, editoriales... cerró empresas rentables porque le convenía para su lucro, y destruyó cosechas enteras pensando en la rentabilidad. Su dinero se movía de acá para allá acrecentándose y sin ninguna otra finalidad que su acumulación para su acumulación posterior. Nunca vio o disfrutó de aquello que poseía porque sólo lo tenía el tiempo indispensable antes de venderlo de nuevo. No podía detenerse, y hasta el día de su desaparición nunca pudo parar. Momentos antes de su muerte recordó una hermosa daga.

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