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Horizontes de la mente
Algunos comentarios de Antoni Marí (18/08/04), ayudan a entender (o creer):

El horizonte es un motivo visual eterno. Quizás porque es abstracto y misterioso nos resulta elocuente aún en su silencio.
El horizonte ha sido siempre un espacio inalcanzable: retrocede a medida que uno avanza hacia el y cuanto más corre uno, más adelanta; no hay modo de atraparlo; y es que el horizonte no es una meta, ni un lugar, ni un confín, por eso no se inscribe en ninguna geografía y no puede ser representado en ningún mapa, ni descrito en texto alguno; sin embargo está allí, mas o menos lejano, siempre expectante, atendiendo a lo que sucede frente a él, inmiscuyéndose en los avatares que tienen lugar en su dominio.
Podríamos decir que el dominio del horizonte es absoluto, ocupa todos los lugares sin estar en ninguno, es real y sensible, y es mental e imaginario, es representable pero no identificable. Cicerón lo tradujo como “finiens”.
Lo infinito, ilimitado y abierto causaba estupor hasta en el maestro Pascal que tanto apreciaba los jardines donde las perspectivas convergían en el horizonte y cerraban una totalidad mensurable y armoniosa. Mensurable como la razón, como los limites del conocimiento y como la finitud del entendimiento, que si es capaz de concebir la idea de infinito es porque la ha heredado de Dios. La finitud de la razón y de la existencia que les sobrepasa y les puede santificar. Helvetius afirmara (en la segunda mitad del XVIII): “El horizonte de nuestras ideas se extiende cada vez más, cada día”…

Ustedes creen que a los dirigentes europeos modernos le atraen (o al menos entienden de que se trata) las “perspectivas fuyants”, “les gouffres amers” o la “profondeur des perspectives”, como a Baudelaire?

La modernidad realiza una verdadera inversión de los valores simbólicos del horizonte al constatar la falacia de los idealismos, que en lugar de aparecer vibrantes y luminosos parecen precipitarse hacia el abismo y el vacío; esta transformación, que coincide con la crisis de los valores morales, políticos y religiosos, cubre el horizonte de significados de una negatividad obsesiva al constatar la pérdida de todo posible horizonte y el cerco a que quedo reducida la vida de los hombres: apenas queda indemne el horizonte nocturno como metáfora de la muerte, del olvido y de los adioses. No mucho más lisonjeros son los horizontes de nuestra estricta modernidad. Son inciertos y apenas pueden vislumbrarse en lontananza y las nuevas tecnologías favorecen la transmutación de la idea de horizonte, puesto que derrumban las distancias físicas, desplazando los patrones familiares de percepción en los que se basan nuestra cultura, nuestros hábitos y nuestra política. La velocidad, la inmediatez, la destrucción de la distancia, la pérdida de la dimensión geográfica, la abolición de la inmensidad del espacio, parecen reducir el horizonte a una idea anacrónica y a una metáfora salvaje. El horizonte, sin embargo, es una experiencia vinculada al cuerpo, al movimiento y a la memoria, a la evolución de la vida. A la espera de que se cumplan las expectativas que cada uno aguarda a este lado del paraíso.