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¿Por qué los ricos son más ricos en los países pobres?


José María Franquet Bernis

 

 

La panacea liberal del comercio internacional      

Las estadísticas sirven para presentar una extraña paradoja que se presenta, con frecuencia, al hablar del comercio internacional. De un lado, y desde un punto de vista teórico, se tiende a presentar el comercio internacional como algo movido por una infinidad de iniciativas empresariales que, superando las trabas e impedimentos obstaculizadores que oponen los diferentes Estados, logran establecer relaciones comerciales mutuamente ventajosas entre todos los países de la Tierra. Parece, en definitiva, como si sólo la libre iniciativa de los individuos fuese la responsable última y benéfica de ese comercio.

            Sin embargo, por otro lado hay unanimidad en que una de las causas principales del crecimiento experimentado por el comercio internacional reside en la articulación, a finales de la década de los años cuarenta del siglo XX, de los acuerdos del GATT (General Agreement on Tariffs and Trade) y de Bretton Woods (establecimiento de los tipos de cambio fijos, con la activa participación, en su gestación, de John Maynard Keynes). Acuerdos, por cierto, que fueron posibles gracias al poderío y liderazgo indiscutible de los intereses políticos y económicos de los Estados Unidos de América, después de la segunda guerra mundial. Ante este hecho, la mayoría de los entusiastas partidarios de la “libertad del comercio internacional”, que tanto insisten en el protagonismo de las empresas privadas, suelen pasar de puntillas, como si caminaran sobre ascuas, al comprobar que un gran Estado -el mayor del mundo- lo promovió todo. La historia reciente del comercio internacional, en definitiva, pone de manifiesto que su impulso no fue consecuencia de la dinámica “individualista” y “neutral” del mercado libre, sino claramente promovido por un pacto político entre un grupo reducido de grandes potencias, precedido de durísimas negociaciones, y donde la asimetría de poder fue, y sigue siendo, absolutamente manifiesta.

            Y es que la globalización es, en mucho, obra de los gobiernos, más que de los mercados por sí mismos. Justamente, después de que el proceso se convirtió en un fenómeno generalizado, inclusive entre las naciones más pobres del mundo, la mayor preocupación que asalta ahora mismo a los gobernantes, teóricos y responsables de organismos y agencias internacionales, es encontrar la fórmula mágica para evitar que las llamadas "fuerzas libres" del mercado se desboquen y nos conduzcan a catástrofes que podrían resultar apocalípticas.

 La globalización no ha puesto en crisis las instituciones políticas preexistentes. Más bien las ha obligado a autorreformarse y a ponerse a tono con los nuevos tiempos. Si acaso, habrá puesto en crisis viejos y macilentos conceptos que hoy, sencillamente, ya no explican nada: ese podría ser uno de los pocos logros positivos de la globalización. Su futuro depende, casi en todo, de esas instituciones. No se puede globalizar (lo que quiere decir, en estos días, crear amplias zonas de libre comercio y competencia económica) sin la acción de los gobiernos, que son los primeros que tienen que ponerse de acuerdo para alcanzar la feliz consecución de esos fines. Los peligros que acechan una efectiva globalización no provienen de la expansión de los mercados, sino de los desacuerdos que puedan darse entre los Estados de las naciones implicadas en el proceso. La globalización, por lo demás, tendrá que ser una estrategia sostenida de común acuerdo y sometida a reglas y normas decididas entre todos o, por el contrario, se volverá un verdadero desastre. Más que un contenido económico, tiene un contenido político y de eso casi todos los que son responsables en el caso han tomado la debida nota [1].


 

[1] Vide A. CÓRDOVA La Globalización y el Estado. Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM.. Entre sus estudios, destaca “La revolución en crisis: La aventura del maximato (Cal y arena)”, en Nexos 233, mayo de 1997.


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