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AGUA QUE NO HAS DE BEBER...
60 respuestas al Plan Hidrológico Nacional


José María Franquet Bernis

 

 

SEGUNDA PARTE: EL PHN Y LOS TRASVASES

32. ¿Debe practicarse la “solidaridad hídrica”?

Alguna vez ha podido caerse en la tentación de manipular el concepto de “solidaridad hídrica” como inefable justificante de los trasvases intercuencas hidrográficas a realizar, en los últimos años, por los diferentes equipos ministeriales. Veamos que la Constitución española de 1978, en su Artículo 45, alude al concepto de “solidaridad” cuando dice: Los poderes públicos velarán por la utilización racional de todos los recursos naturales, con el fin de proteger y mejorar la calidad de la vida y defender y restaurar el medio ambiente, apoyándose en la indispensable solidaridad colectiva. Para ello, la misma Constitución declara (Art. 128.1) que toda la riqueza del país, en sus distintas formas, y sea cual fuere su titularidad, está subordinada al interés general. De ambas declaraciones el anteproyecto del PHN deduce la necesidad de los trasvases para alcanzar la igualdad de todos los ciudadanos en su derecho al uso del agua. Se ampara, así, en el Artículo 131.1 de la Constitución que declara que el Estado, mediante ley, podrá planificar la actividad económica general para atender las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de le renta y de la riqueza y su más justa distribución.

Al parecer, el ALPHN-2000 (que tanto revuelo ocasionó en su día), al igual que sus antecesores, deduce el concepto de “solidaridad hídrica”, a saber, la igualdad de todos los ciudadanos en su derecho al uso y disfrute del agua, del concepto constitucional de “solidaridad colectiva”. Pero de los textos mencionados no cabe deducir, en ningún momento, que el logro de un desarrollo armónico y equilibrado deba alcanzarse ni a través de la distribución equitativa del agua entre todos los ciudadanos, ni mucho menos dotando de igual accesibilidad al recurso hídrico a todas las zonas de nuestro país. Es decir, la utilización racional de los recursos naturales no implica, para que de su utilización se derive un desarrollo equilibrado, que todos los ciudadanos utilicen en igual cantidad los recursos, sino que de su utilización se beneficien, a través de una serie de instrumentos redistribuidores de la renta y del bienestar, todos los ciudadanos en forma similar.

Del texto constitucional se deduciría que el fin último de la planificación sería la “solidaridad económica” (no precisamente la “solidaridad hídrica”) entre las regiones y los individuos, debiéndose alcanzar ésta utilizando racionalmente los recursos naturales, protegiendo y restaurando el medio natural, como debería pretenderse mediante la aplicación de un PHN bien elaborado.

En las primeras fases del desarrollo económico resulta ineludible la relación que se establece entre el incremento de la oferta de agua y el incremento del bienestar colectivo. De este viejo y poco discutible principio se deduce que las políticas que más frutos cosechan en el Tercer Mundo son aquellas que consiguen incrementar la calidad y la cantidad del agua consumida por sus habitantes. Pero la situación es muy diferente en aquellos países que, como el nuestro, ya han alcanzado elevados niveles de desarrollo económico y, particularmente, en los que el consumo de agua doméstico se desarrolla, salvo en contadas ocasiones, a un nivel aceptable. En tales casos, los beneficios sociales de las políticas hidráulicas expansivas podrían no ser tan evidentes como en el pasado, ya que los fondos derivados hacia la construcción de nuevas infraestructuras hidráulicas pudieran estar detrayéndolos de otras inversiones con mayor beneficio social marginal. En estos países, en definitiva, resulta bastante más creíble hablar de “ecodesarrollo”, o bien de “desarrollo sostenible”, que seguir manteniendo obsoletas teorías propias de la segunda mitad del siglo XX.

Un hecho que debería hacer meditar es que casi el 80% de los recursos hídricos utilizados en nuestro país lo son en la agricultura de regadío, una actividad que apenas representa el 2.5% del PNB, mientras que menos del 10% está interviniendo en la obtención del resto de la renta nacional. Cabría así hablar no sólo de la “España seca” y de la “húmeda”, sino también de una “España agrícola” y otra “industrial” en lo que al consumo de agua se refiere. Los mayores consumos por habitante se producen en las zonas en que el regadío está fuertemente implantado y los menores en aquellas regiones con mayor tradición industrial, que son, además, las que consiguen una mayor productividad por metro cúbico de agua consumido.

Desde esta perspectiva, el fin de la política hidráulica debería ser, como bien se deduce de la Constitución, alcanzar un consumo hídrico en cada región acorde con sus condiciones ambientales y con la situación económica general, sin pretender caer en el error de hacer del suministro de agua subvencionada un instrumento artificioso de redistribución de la renta y de la riqueza. Si además se pretendiera que todos los ciudadanos consumiesen igual cantidad de agua, cosa que más se asemeja al concepto de comunismo hídrico que al de solidaridad hídrica, en el deseo mal entendido de hacer cumplir el precepto constitucional de un desarrollo regional equilibrado, se caería en el absurdo de defender un reparto equitativo de un recurso caro y escaso, el hídrico, que no va a producir, por sí solo, esa pretendida solidaridad.


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