Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

Terrorismo y centralismo

Cómo desconocer que el fenómeno terrorista experimentado en el Perú desde la década de los ochenta del siglo pasado, pero que había ido germinando durante toda la década anterior, además de ser uno de los sucesos más estremecedores de nuestra historia, está estrechamente vinculado con el centralismo estatal y la concentración de la riqueza en Lima.

En efecto, un reducidísimo grupo de peruanos –que quizá nunca rebasó del 0,1 % de la población del país, pero que en algún momento logró captar las simpatías de hasta el 2 % de ciudadanos–, desde posiciones ultraizquierdistas muy discutibles, adoptó el terrorismo más cruento e insano –pero al propio tiempo injustificable y contraproducente– como forma de lucha política.

Será sin embargo siempre un absurdo postular que el terrorismo, en las dimensiones político–sociales en que se dio en el Perú, sólo tiene relación con la ideología y sicología de sus líderes e integrantes. Y que poco o nada tiene que ver con nuestra sociedad y su historia, ni, por consiguiente, con el centralismo.

Por el contrario, tiene muchísimo que ver con todo ello. De allí que, como las indiscutibles causas originarias objetivas siguen inalteradas, el riesgo de reiteración –aunque no necesariamente con las mismas manifestaciones–, seguirá entre tanto latente.

Quizá nunca se ha dicho con suficiente énfasis y vehemencia que el atroz y violentísimo terrorismo que se experimentó en el Perú fue un correlato inexorable de nuestra igualmente atroz y violenta historia. Y es que la peruana es, sin ápice de duda, una de las sociedades estructuralmente más injustas y violentas de cuantas existen. Y el centralismo, también sin género de duda, es al propio tiempo causa y efecto de las tan grandes injusticias y múltiples formas de violencia a las que cotidianamente asistimos los peruanos.

En la segunda mitad de su inefable historia, cuando errónea y presuntuosamente creyó haber alcanzado el “equilibrio estratégico”, el terrorismo puso en jaque a la ciudad de Lima. Dos son sin embargo las lecciones que creemos que ha aprendido mal el Perú –y en particular sus gobernantes– de aquella terrible historia.

Lima, en primer lugar, no fue el más agredido centro de los ataques del terrorismo, por ser la capital del Perú, sino por concentrar todo el poder y gran parte de la riqueza (los acontecimientos del 11 de setiembre deberían ayudarnos a aprender la lección).

Y, en segundo lugar, y aunque el enemigo quedara finalmente derrotado, quedó en evidencia que Lima, sin duda, es una ciudad extremadamente vulnerable (y las tomas de carreteras que se vienen dando en la actualidad vuelven a ponerlo de manifiesto).Pues bien, en el frustrado intento por hacer sucumbir al poder en Lima –con el que en los hechos se buscaba reemplazar el centralismo liberal por un centralismo polpotiano–, el terrorismo concentró gran parte de sus recursos en uno de los puntos más vulnerables del centralismo peruano: el sistema de transmisión eléctrica hacia la capital. Con tal propósito, fueron dinamitadas cientos de costosas torres de alta tensión. Y, en respuesta, el Estado se vio obligado a desplegar un también costoso sistema de prevención y un no menos costoso sistema de protección física de la enorme red de transmisión.

¿Pero puede acaso considerarse a ése como uno de los costos más altos de la lucha antiterrorista que tuvo que asumir el Estado peruano? No, aunque difícil de calcular, probablemente mucho más cuantioso fue el gasto que para tal propósito se hizo a través de los Ministerios de Defensa e Interior. La lucha antiterrorista, como se sabe, supuso la creación de muchas “zonas de emergencia”, territorios en los que todo el poder político pasaba a manos de las autoridades militares desplegadas en ellas. Lo que más bien es poco conocido es que a cada zona de emergencia correspondía un “presupuesto de emergencia” sobre el que nadie tuvo nunca el más mínimo control, y con los que se ha perpetrado innumerables daños al erario público (sin desconocer los concomitantes delitos de traición a la Patria).

Como gasto adicional tiene que contarse las indemnizaciones que, habiendo empezado a realizarse, deberá hacer todavía el Estado peruano a miles de víctimas de la acción militar torpe e indiscriminada que se dio en muchísimas circunstancias. Así como los gastos que se viene haciendo y deberá seguirse haciendo para el repoblamiento de las zonas rurales que fueron temerosa y precipitadamente abandonadas por sus ocupantes. Sólo de los ingresos por privatizaciones se ha dado uso para ese destino a 11,5 millones de dólares. Y sólo en el presupuesto fiscal para el 2002 se tiene previstos para ese objeto otros 4,8 millones de dólares.

¿A cuánto, pues, para terminar, puede ascender el daño económico que el insano centralismo estatal –inexorable cogestor histórico del terrorismo– se ha auto infringido en el combate a éste? ¿Qué fracción de los trillados 25 mil millones de dólares que habría perdido el país con el terrorismo puede considerarse como una pérdida neta del Estado peruano y exclusiva responsabilidad suya? Aceptemos que por lo menos el 30 % de esa suma, esto es,

7500 millones de dólares.

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