Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

Sobre el vaivén de las reglas de juego

¿Y cuánto se pierde y deja de obtener en ese ir y venir de las “reglas del juego” en nuestro país? Es decir, en el constante cambio de la legislación que rige el funcionamiento de la economía peruana. O, con más precisión, en los interminables vaivenes de la legislación que rige las autorizaciones y condiciones para invertir, los tributos y la magnitud que hay que pagar por éstos, los montos de los aranceles, las barreras aduaneras, los costos y sobre costos, las relaciones laborales, los precios de los servicios públicos, las exoneraciones, etc., etc., y etc. Más adelante veremos un caso patético y muy ilustrativo: el extraordinario vaivén legislativo en torno al canon.

Resulta muy pertinente preguntarse aquí, ¿quién cambia esas reglas de juego? ¿El microbusero acaso, quizá el vendedor ambulante, o el agricultor que posee media hectárea? ¿Acaso entonces el médico independiente, o el ingeniero que construye cinco viviendas al año, o el cura de la parroquia? ¿Quizá el policía de a pie, o el alférez en un remoto puesto de frontera? ¿O el obrero de construcción que trabaja seis meses al año? ¿El pequeño comerciante? ¿El pequeño industrial? ¿El burócrata que atiende en ventanilla? ¿El conserje de Palacio, el amanuense del Congreso, una secretaria de la CONFIEP? Quién pues.

Todos los citados, y muchos más, asisten atónitos a la grita permanente de quienes reivindican la estabilidad de las reglas de juego: los políticos de oficio, los gobernantes, los congresistas, los líderes de la CONFIEP, de la SNI, de la Cámara de Comercio y los inversionistas extranjeros. Pero ciertamente, también los dirigentes de las principales organizaciones laborales: CGTP, CITE, etc. A, y con mayor empeño últimamente, los dirigentes en las provincias. Entre todos éstos, puede sin embargo percibirse tres grupos.

Unos, haciendo en sus ajetreos el papel de Pizarro, son los grandes protagonistas; otros, con los suyos, haciendo el papel de los infantes que estuvieron en el reparto del rescate del inka, no pasan de ser actores de reparto; y otros más, cumpliendo el papel del cura Valverde, creen actuar como árbitros, como estrellas invitadas. Ya veremos porqué.

A la postre, sin embargo, son muy pocos los que intervienen en el vaivén de las reglas, pero muchos, la inmensa mayoría de los peruanos, los que jugamos el rol de simples y mudos testigos. Empecemos con los Pizarro, “los que se la llevan en grande”.

No son otros que los propios grandes inversionistas extranjeros y empresarios peruanos. Y es que no constituyen un grupo homogéneo. Sólo se unen cuando peligran sus intereses de conjunto, como cuando se desata el cáncer del estatismo expropiatorio. Entre tanto, en circunstancias “normales”, sin peligro alguno, pugnan y rivalizan entre sí.

En el discurso explícito, para disimular sus verdaderas motivaciones, enarbolan banderas aparentemente inobjetables: la defensa de los intereses del país, los efectos de la gravedad de la crisis, y hasta la lucha contra la corrupción. La verdad sin embargo es siempre otra. Cada fracción del heterogéneo conjunto pugna por obtener ventajas, lícitas e ilícitas.

Así, si en beneficio de sus propios intereses, en un gobierno “el grupo A” consigue a través del correspondiente “lobbie”, que exoneren de impuestos a la rama de su negocio; y “el grupo B” que bajen los aranceles de sus insumos para producir más barato (ya sea para ser competitivo o para obtener mayores ganancias); y “el grupo C” que suba la tasa de cambio para obtener mejor rentabilidad en sus exportaciones; en el gobierno siguiente los grupos “X”, “Y” y “Z”, a través de los “lobbies” del caso, y también desde luego en beneficio de sus propios intereses, obtienen exactamente lo contrario.

¿A quién pues, y con qué autoridad moral todos ellos reclaman estabilidad, cuando son los mayores desestabilizadores? Dijimos sin embargo que también son protagonistas de la desestabilización permanente los que actúan como los infantes de Cajamarca: los dirigentes de las organizaciones laborales y provinciales. No se resignan a que aquellos se la lleven toda. Sería estúpido, no obstante, afirmar que sólo actúan por envidia.

Pero a diferencia de los dirigentes laborales y provinciales en los países desarrollados, aquí, en el Perú, las razones de estos protagonistas son inobjetablemente legítimas: los extremos entre riqueza y pobreza aquí son infamantes. No se reivindica mejoras por avaricia sino por necesidad. No es por alcanzar lo óptimo sino, cuando menos, lo dignamente mínimo. No se reivindica cambios para mejorar el ingreso, sino para recuperar el trabajo perdido.

En fin, luchan y pugnan no para hacerse más ricos, sino para, algún día, dar a sus hijos aunque fuera la vigésima parte de lo que los otros dan a los suyos.

Y están por último, los árbitros, los curas Valverde: los políticos profesionales, los congresistas y los gobernantes (con o sin uniforme). Al fin y al cabo, son ellos quienes “imponen las leyes”. Como cuando el cura de marras le dijo a Atahualpa, Biblia en mano: éstas son las leyes que cuentan; Dios, a través mío, las dicta así, y tienes que cumplirlas, amén.

Pero estos terceros actores, como el cura en Cajamarca, no son realmente quienes imponen las leyes. De allí que en el párrafo precedente lo hemos consignado entre comillas. No, éstos supuestos protagonistas no son más que mediadores. Bajo un gobierno, en vena liberal, acogen las exigencias de los grupos empresariales “A”, “B” o “C”. Y bajo otro gobierno, pero también en vena liberal, actúan en consonancia con las exigencias de los grupos “X”, “Y” y “Z”.

Mas en uno y otro caso, aunque reivindicándose invariable y reiteradamente los sagrados intereses del país, actúan siempre a cambio de muy buenos estipendios. Tales son por lo general las grandes coimas que reciben unos. Otros, menos exigentes, se contentan con buenas comidas, trago, y otros placeres sensuales en exclusivos ambientes donde lucirse con los “grandes”, con los capos. Dentro del conjunto de los árbitros hay un tercer grupo, de dignidad llana, que actúa “desinteresadamente”. A sus integrantes les resulta suficiente recibir loas y reconocimientos baratos (“buen congresista”, “amigo de sus amigos”, “joven con proyección”, en fin). Se precien de lo que se precien, no son ellos los que determinan el alcance de los “honorarios morales” a recibir.

La magnitud de los elogios que reciben está en función de cuán poco valioso ha sido el servicio prestado, y cuán efímero es el tiempo que los grupos servidos asignan al mediador.

Pero entre estos árbitros hay un cuarto grupo. A sus miembros llamémoslos los de “dignidad histórica”. Son los que sin robar dejan robar. Los que con escrúpulos para no robar, ni faltar a la ley, adolecen del coraje para impedir que otros roben; poseen la virtud de saber cuándo y cómo cambiar la ley. Pero siempre “al servicio de la Patria”.

Son aquellos a quienes los grupos de poder consideran extraordinariamente útiles. Aquellos entonces a quienes se asigna gran proyección cronológica. Son los que reciben los más encendidos, reiterados y públicos elogios, para que todo el mundo los conozca, para que sean populares y siempre buenos candidatos.

Son los “grandes estrategas”, “políticos sin par”, “tan ponderados y cultos”, “paradigmas de legislador”, “peruanos insignes”, en fin. Y, por lo general, son tan grandes, tan sin par, tan paradigmáticos, e insignes como don Manuel Pardo, o el gran Mariscal Ramón Castilla.

Son aquellos a quienes los grupos de poder asignan la función de servirlos largamente. Siempre habrá buenos pozos para asegurarles la reelección. Y la consiguen (ellos y sus mentores solapados). En definitiva –y a nuestro juicio–, junto con sus promotores, los grupos de poder, son culpables de los vaivenes de las reglas de juego, y del centralismo corrupto e ineficiente del Estado peruano, en la misma medida de los elogios que se les prodiga.

Y con los que se les retribuye esos “grandes servicios a la comunidad nacional” que, paradójica pero realmente, sólo sirven a la pequeña comunidad de privilegiados de siempre. En definitiva, se cuentan entre los grandes responsables de nuestro subdesarrollo, aunque mueran convencidos de haber servido a su Patria.

Y en cuánto estimar los enormes daños a que dan lugar las idas y venidas en las reglas de juego. Déjesenos atribuirle, por lo menos, un peso de 10 %. Más esta vez, del total general que resulte. Es decir, el 11,11 % del subtotal que lo preceda.

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