Rebelión contra el centralismo

 

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Alfonso Klauer

En relación con los recursos

Este es ciertamente el asunto quizá más peliagudo y complejo. Porque es en relación con el uso de los recursos que se desatarán o no conflictos internos o incluso con actores externos

Es por ello que nos vemos precisados aquí a hacer un desarrollo más cuidadoso. Pero también es por ello que todos cuantos coadyuven a diseñar el proceso de descentralización deban ser más explícitos. Tiempo hace que teníamos todos obligación de dejar de lado generalidades y vaguedades. Es hora entonces de que hablemos con total transparencia. Porque también harto hace que sabemos que muchas veces las generalidades, conciente o inconcientemente, encubren segundas intenciones, o disimulan desconocimiento de la realidad. Y bastante derecho tenemos a descubrir tanto lo uno como lo otro.

No uno sino miles de responsables El primer recurso del que disponen las sociedades es su propia existencia. De allí la necesidad de que ese recurso deba ser mantenido, respetado y potenciado. De allí la importancia de destinar cuantos recursos sean necesarios para preservar la salud, prolongar la vida y hacerla más fácil, llevadera y digna.

Un grupo humano, ya como parte del caserío más pequeño y remoto, o ya como la colectividad del país en su conjunto, debe ser también entendido como la suma de sus hombres, como la suma de sus brazos. Pero además como la suma de su intelecto.

Y como la suma de su experiencia. Así, a más brazos, más calificación y más experiencia, más entonces del primero de los recursos de una colectividad. A la luz de ese criterio, es fácil apreciar cuán absurdo y mezquino es el centralismo: con absoluta displicencia deja de lado el recurso primigenio de toda población, de momento que utiliza escasamente a unos cuantos de sus hombres. Y por ello también, a la postre, alienta la “exportación” de brazos, calificación y experiencia.

Así, otros pueblos, e incluso los desarrollados, terminan capitalizando recursos humanos que se educaron, formaron y capacitaron en nuestro país.

De allí que, hasta en ese sentido, resulta esperanzador emprender un profundo proceso de descentralización. Porque puede que él, por sí mismo, se constituya en un importante acicate para la “repatriación” de una enorme riqueza que hemos diseminado por el mundo entero. Y es que es previsible que en el proceso se darán infinitas oportunidades que en el centralismo estaban negadas. En fin, como se ha dicho con insistencia, no sólo porque la tarea a emprender es gigantesca, sino porque resultará estratégicamente adecuado, en el proceso de descentralización no debemos tener ningún temor a utilizar la mayor cantidad de brazos, calificación y experiencia que sea posible. Es decir, y a menos que cometamos el error de excedernos, mientras más personas estén directamente involucradas mejor.

Reflexionemos por un instante ahora en el aparato estatal de nuestro país. Por desgracia, virtualmente nadie conoce a ciencia cierta su exacta magnitud demográfica. Según Raúl Delgado Sayán  la planilla del Estado incluye a 1 461 000 personas, de las que 931 000 son trabajadores en actividad; y el resto, 530 000, son pensionistas.

Detengámonos por ahora en los trabajadores en actividad: 931 000 personas. ¿Cómo es que se compone cifra tan grande? ¿Alguien lo sabe? Todos, sin embargo, deberíamos saberlo. ¿Cómo puede el empleador –la sociedad peruana–, desconocer a quiénes paga y cuántos son sus empleados –los funcionarios de la administración pública–? De ellos, ¿cuántos son maestros, cuántos pertenecen al sector salud, cuántos son policías, cuántos corresponden a cada uno de los ministerios? En el indicado total de trabajadores públicos en actividad, sin duda no están incluidos los varios miles de trabajadores de las empresas estatales subsistentes, ni los 48 mil trabajadores de ESSALUD. Y tampoco todos aquellos que trabajan en las casi dos mil municipalidades del país.

De ser así, nos estaríamos engañando muy gravemente, porque por lo menos los trabajadores y funcionarios municipales, en tanto “servidores públicos”, sí forman parte del aparato del Estado, aun cuando no pertenecen a ninguno de clásicos poderes del Estado (Ejecutivo, Legislativo, Judicial y otros organismos autónomos). Y es que sus haberes se solventan con los tributos que la población paga a los municipios. ¿Cuántos son estos otros funcionarios públicos? ¿Lo sabe la Asociación de Municipalidades del Perú –AMPE–? Tenemos derecho a saber todo ello. El Primer Ministro tiene la obligación de proporcionarle al país los datos correspondientes (por sector, por ubicación geográfica, por nivel de calificación, etc.).

Sabemos también que el 51 % de la planilla del Estado está concentrada en Lima: 475 mil funcionarios públicos. Es decir, por cada tres familias hay un funcionario público en la capital. En casi un siglo se ha multiplicado casi por mil la burocracia estatal en la capital. Y es que, para 1905, Joaquín Capelo,  registró que en la ciudad “apenas figuraban 500 empleados públicos”.

Pero independientemente de que esas cifras insinúan un nivel de gigantismo estatal asombroso, y muy posiblemente una gran ineficiencia de conjunto; es obvio que habiendo en Lima “sólo” el 32 % de la población del país, ése debería ser el porcentaje máximo de la administración pública residente en Lima.

Esto es, no más de 298 mil trabajadores. Todo sugiere que por lo menos hay 177 mil empleados públicos excedentarios en la capital. Pero que a su turno están “haciendo falta” en provincias.

El país entonces, y como parte de él el Gobierno, tiene que entender que una de las metas más importantes que deberá proponerse el Estado, respecto de sí mismo, es redistribuir su población de trabajadores. Pero qué duda cabe, no será una tarea fácil. Ni económicamente insignificante. Ni rápida de concretar.Pero habrá de hacerse. Y habrá de empezar a hacerse desde el inicio mismo del proceso.

De lo contrario, y a menos que se crea que la autoridad moral es un asunto irrelevante, ni el Estado ni autoridades del Gobierno podrán objetarle nada al respecto a las autoridades regionales, provinciales y distritales del resto del país. Así pues, y para que la inmensa tarea se nos haga más sencilla, todos tenemos que contribuir a que ese numerosísimo contingente de 177 mil empleados públicos excedentarios en Lima termine trasladándose al interior del país.

Así, y sin que haya necesidad de contratar a un solo nuevo funcionario público, he allí la cantera de donde constituir suficientemente equipadas, y hasta quizá bastante bien preparadas administraciones regionales, provinciales e incluso distritales, como sólido refuerzo de las existentes.

No habría entonces razón alguna para que las nuevas instancias regionales no dispongan de sus propios gabinetes de gobierno, de sus propias administraciones descentralizadas y por cierto de sus propias asambleas de representantes.

El país pues, será repetido hasta el cansancio, no puede seguir siendo manejado por una persona. Y lo último que debe asustarnos es la proliferación de funcionarios que, como está visto, no serán nuevos sino, a lo sumo, nuevos en la región a donde lleguen destacados en el proceso de redistribución geográfica de la burocracia estatal.

Debe sí preocuparnos, como se da hoy en día, la proliferación en los ministerios de miles de funcionarios públicos sin responsabilidades, es decir, desprovistos realmente de capacidad de decisión, sin metas que cumplir, y sin otras que rutinarias obligaciones burocráticas intrascendentes.

Y debe preocuparnos que, en el extremo opuesto, exista un pequeño grupo de funcionarios públicos y ministros que concentran todo el poder, toda la capacidad de decisión, el manejo de todos los recursos del Estado y protegidos por una gruesa coraza de impunidad. Y que al propio tiempo se muestran soberbios ante la crítica, pero sumisos y obsecuentes ante el poder gubernamental.

Obsérvese a los países desarrollados. En cada uno de ellos hay miles y miles de personas que diariamente toman decisiones y cotidianamente son evaluados por sus electores, sea en los distritos, en las provincias o en las regiones, en función de las metas y de los programas a los que se comprometieron. Es decir, son diariamente evaluados, supervisados y vigilados precisamente por quienes más cerca se encuentran de ellos.

Otro tanto debemos hacer los peruanos. El poder y el manejo de los recursos estatales que hoy absurda e ineficientemente se concentran en escasísimas manos, debe ser transferido a 10 000 – 12 000 personas, o cuantas fueran necesarias en todo el territorio nacional.

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