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Alfonso Klauer
El poder y la Historia
Por desgracia, y desde muy antiguo, la Historia (oficial y oficiosa) viene siendo usada para encubrir grotescamente la verdad, omitiendo deliberadamente el burdo antagonismo entre el discurso explícito y el implícito de los sucesivos gobiernos. Según ella, que se reduce a recoger el explícito discurso oficial de cada uno y todos los gobiernos, sólo hemos tenido magníficos gobernantes. Nunca hubo uno malo. Nunca un inepto. Nunca un desfalcador.
Nunca un improvisado. Nunca un aventurero irresponsable. Nunca un ambicioso insaciable. Nunca un traidor. Nunca un delincuente y corrupto: los dos primeros y únicos quizá digan dentro de poco los textos recién aparecieron en 1990.
Habiendo sido magníficos todos nuestros gobiernos, magnífico también ha sido entonces el resultado. Así, a decir de la Historia (oficial y oficiosa), vivimos en el mejor de los mundos: no somos un país de atraso inaudito; no somos un país subdesarrollado; ni hay entre nosotros, regada por doquier, una miseria infamante; ni somos un país dependiente. Y, entonces, tampoco fluye ni puede fluir de ella la copiosa lista de demandas y urgencias colectivas que se vio antes. Basta ver las colecciones fotográficas de nuestros libros de Historia.
Conforme a ellas, constituimos un paraíso envidiable; hemos aportado al mundo la pléyade más fantástica de hombres, héroes y prohombres; hemos alcanzado nuestros más caros objetivos, etc., etc., etc.
En definitiva, y en razón de tanta maravilla, el nefasto y subliminal mensaje final de la Historia (oficiosa y oficial) es: todo debe seguir igual, nada debe cambiar. Continúe el beneficio legal e ilegal de unos pocos, la marginación de los más, el centralismo suicida, el pernicioso y peligroso abandono de gran parte del territorio, etc. La Historia (oficial y oficiosa) resulta así el más ex-tenso y acabado guión de la bomba de tiempo que largamente se incuba en nuestro país.