DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

¡No había “conciencia imperial”!

“Había sido un Imperio muy grande –esta vez por inmenso, aclaramos– (...) formado por muchísimas naciones; mas estas naciones carecieron de conciencia imperial...”.

No, el imperio no estuvo “formado” por muchísimas naciones. El imperio supuso la conquista y sojuzgamiento de muchísimas naciones, que es asunto diferente.

Y por eso no se puede pedirle peras al olmo: ¡“conciencia imperial”! ¿Se pretende que los conquistados debían sentirse identificados con sus conquistadores? ¿Que debían sentir y saber que tenían los mismos intereses y los mismos objetivos?

¿Ha habido uno, siquiera un imperio en la historia de la humanidad, que haya tenido conciencia imperial? No, los imperios no tienen conciencia imperial. Los que la tienen son las élites imperiales y, para el caso, parece que también algunos historiadores. Los pueblos conquistados no tienen conciencia imperial, tienen, más bien, y legítimamente, conciencia anti-imperial.

Para el historiador Franklin Pease las cosas no son distintas a como las plantea Del Busto. Es sólo un asunto de matices. Mientras Del Busto afirma, Pease se debate en una crisis intelectual –y existencial–. Dice Pease: “El problema más difícil sigue siendo establecer las relaciones de los grupos étnicos del área andina con el Tawantinsuyu”.

¿O sea que es difícil entender porqué todos los pueblos conquistados por los inkas, sin excepción, se aliaron con los conquistadores españoles? Ciertamente es difícil comprender eso cuando, por ejemplo, se cree que aquello fue una estupidez. Y sobre todo cuando no se quiere –o se tiene vergüenza o temor – de admitir que los pueblos andinos, sin excepción, fueron, entonces, estúpidos.

Pero, por el contrario, si se reconoce que todos los grupos étnicos sojuzgados en el Tawantinsuyo tenían razones objetivas, válidas e incuestionables para odiar a los inkas, nunca será pues difícil resolver, entonces, esa agobiante duda. A título de hipótesis diremos que quienes tienen “conciencia imperial” no pueden entender, por ejemplo, la “ingratitud” de los sojuzgados.

Juan José Vega, a su turno, más proximo en las palabras al marxismo de Mariátegui, que a Garcilaso y Riva Agüero, habla de la “cerrada aristocracia” cusqueña, de las “numerosas noblezas de las etnías provincianas” y, de la gran masa plebeya que “sostenía” a esos dos “grupos dominantes”.

¿Dos grupos dominantes? ¿No había entonces un grupo hegemónico que, a fin de cuentas, imponía todos sus criterios? Y, ¿podemos decir que “la gran masa plebeya sostenía” a esos dos grupos? ¿”Sostenía”, así como sostiene un trapecista a otro? Si la analogía es válida, no se dude un instante que a los inkas se los habría soltado al vacío cuidando muy bien que no estuviera la red.

No, no sostenían a nadie. Eran brutalmente explotados por los inkas, que es cosa distinta.

Habla también Vega de la “desintegración imperial”. Y la atribuye a “sus propias contradicciones internas”. ¿Cúales? ¿Por qué no lo dice? ¿Por qué no las enumera? ¿Y por qué no las desarrolla, sistemática, pedagógica y tan largamente como describe y enumera fechas, nombres y batallas? ¿Es que las contradicciones internas tienen menos valor pedagógico que las batallas? ¿Cómo entender que quienes con más ahínco se han dedicado a las campañas militares de la conquista española y a las campañas militares de la resistencia inka –Vega y Del Busto–, no hayan tenido tiempo de, aunque fuera por empatía, colocarse en los zapatos de los pueblos conquistados por los inkas y ensayar los análisis estratégicos que eventualmente hicieron éstos, para tratar de entender la racionalidad de sus conductas, máxime cuando –como ellos mejor que nadie saben– esas conductas fueron “extrañamente” unánimes?

Waldemar Espinoza, a pesar de su formación marxista, concluye exactamente igual que Del Busto: “Al arribo de las huestes hispanas no existía en el Tahuantinsuyu unidad nacional ni idea imperial en la masa campesina y popular”. Y, en tono paternalista, distante del razonamiento científico, reprocha, “eran una multitud de naciones o curacazgos que se sentían diferentes los unos de los otros...”.

No, aunque los españoles hubieran llegado diez siglos después, tampoco habrían existido ni unidad nacional ni idea imperial en la masa campesina popular en el Imperio Inka.

Por lo demás, esa multitud de naciones no sólo se sentían diferentes unas de otras, sino que, aunque muchos todavía no hayan alcanzado a percibirlo, eran legítima y objetivamente diferentes unas de otras.

Exactamente como son hoy diferentes los franceses, los alemanes y los búlgaros, por ejemplo. ¿Reprocharíamos a esos tres grupos humanos no tener entre sí unidad nacional? Y, para terminar, patéticamente, y siguiendo ese absurdo esquema, ¿no sería consistente reprochar a los nazis y a los judíos que no hubieran tenido también conciencia imperial? ¿No es evidente que no? ¿Por qué, entonces, en un caso se aplica una lógica y en otros casos idénticos otra? ¿Dónde están la consistencia y la coherencia teóricas?

No deja de ser paradójico que, en todo caso, y aunque con graves bemoles, más coherente resulte, en el prólogo de La destrucción del imperio de los incas, del propio Waldemar Espinoza, el doctor Alberto Crespo R., del Instituto de Estudios Bolivianos de La Paz, cuando afirma: “Por eso, cuando las naciones sojuzgadas vieron insólitamente llegar a los españoles, se dieron cuenta de que se acercaba la hora de la liberación, del desquite y la venganza”.

Sin duda querían la liberación, el desquite y la venganza. Sin embargo, debemos decir que el doctor Crespo también se equivoca.

Los pueblos sojuzgados “no se dieron cuenta” de que se acercaba esa hora. Esa aseveración supone minimizar una vez más a los pueblos andinos. Supone –perdónesenos la crudeza–, inadvertidamente colocar en la cabeza de los guerreros pueblos andinos la misma y pobre capacidad de análisis militar de muchos de los historiadores.

No, bastante enfáticos hemos sido en mostrar que con la información que regaron en los Andes los tallanes, y en función de sus nulas posibilidades de acción, aunque muy presente el odio a los inkas, a los pueblos de los Andes no les quedó otra alternativa que fingir a los españoles una alianza que, en otras circunstancias, no habrían fingido y, menos aún, planteado.

Pues bien, ¿resulta ahora claro y evidente que hasta los más publicados historiadores inadvertidamente denigran a los pueblos andinos; y/o encubren subrepticiamente las verdaderas y nefastas características del Imperio Inka; y/o coincidentemente soslayan las extraordinarias ventajas objetivas de los conquistadores españoles; y/o soslayan las inigualables circunstancias históricas que los favorecieron?

¿Cómo con tan garrafales errores podemos seguir considerando válida la versión tradicional de la historia? ¿No es verdad que nuestros pueblos merecen escribirla íntegramente de nuevo?

Nos resulta claro que, cuando por fin se reescriba, sin dejar nada implícito –menos aún todo aquello que da lugar a equívocos–, si aparecen traiciones, no serán precisamente las de los pueblos andinos que odiaban a los inkas.

 

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