Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
¡Alianza o muerte!
En cada pueblo, en cada nación, los consejos
de ancianos reunidos con los caciques o
curacas habían tenido que decidir, cada uno,
por su cuenta y riesgo, y al cabo del correspondiente
análisis estratégico, una respuesta
coherente frente a la nueva amenaza de agresión
externa.
Todos, sin excepción, estaban frente al
mismo trance. Todos, al cabo de horas de deliberaciones
y lamentaciones, estaban frente
al mismo dilema: o los inkas o los españoles.
No tenían otras posibilidades. No tenían armas,
los inkas sistemáticamente se lo habían
impedido. No había fortalezas donde encerrarse.
No había alimentos suficientes para
resistir un asedio. Y no tenían adónde huir,
porque no había rincón del territorio que no
estuviera ocupado por algún pueblo.
Pero lo más lamentable de todo era que
los jóvenes más fuertes, los mejores potenciales
soldados de cada nación estaban en poder
de los inkas, formaban parte de los ejércitos
imperiales. Descartaron cualquier posibilidad
de alianza con los vecinos, porque en
todos los casos estaban en la misma patética
situación: cualquier alianza sólo sumaba viejos
y mujeres, y todos desarmados. El asunto
pues era dramático, pero a la vez muy simple:
o los inkas o los españoles. Ni más fácil
ni más difícil que acertar qué cara, de una
pequeña laja marcada tirada al aire, terminaría
mirando al sol.
¿Cómo, en base a qué decidir? ¿Qué argumento
permitía inclinar la balanza hacia
un lado? ¿Acaso la mayor maldad de alguno
de los enemigos que tenían enfrente, uno efectivo
y el otro en ciernes? No. Por lo que se
habían enterado, los españoles no eran precisamente
más cañallas que los inkas.
¿Acaso entonces definiendo cual era el enemigo
principal? ¿El enemigo principal? En
ningún pueblo faltó nunca un viejo, curtido y
cansado guerrero que dijo siempre lo mismo:
esa opción es relevante cuando hay armas para
vencer luego al enemigo que queda; pero
esa, desgraciadamente, no es nuestra situación.
En todos los casos la discusión virtualmente
terminaba cuando alguien decía: no
hay alternativa, a los inkas los odiamos a
muerte y los conocemos; a los españoles, en
cambio, no solamente no los odiamos sino
que, además, finalmente, no los conocemos;
quizá incluso no son tan malos como los
inkas.
La discusión entonces se reavivaba, porque
nunca faltó un viejo sabio que recordaba:
cuidado, más vale malo conocido que bueno
por conocer. Y siempre hubo un suspicaz que
advirtió: y existe el peligro de que nos inclinemos
por los inkas y terminen venciendo
los españoles; pero también, entonces, existe
el riesgo contrario.
Todos, pues, razonablemente, optaron por
lo mismo: esperaremos, ya aparecerá por acá
el vencedor.
Si se aparecen los inkas, nada habrá cambiado,
y, más bien, habrá que ver la soberbia
con la que se nos han de presentar. Y si se
aparecen los españoles, habrá que entregarles
todo el oro que quieran, quizá después de eso
hasta nos pueden dejar en paz.
Unánimemente los caciques dispusieron
entonces que se aposten hombres en las fronteras
para avisar desde lejos finalmente quién
aparece.
En las semanas siguientes la agitación fue
creciendo. Los chasquis y los comerciantes
traían noticias: Atahualpa ha sido tomado
prisionero por los españoles en Cajamarca;
los de Atahualpa han matado a Huáscar; un
grupo de españoles está viajando a la costa,
van hacia Pachacamac; hay que enviar delegaciones
a Cajamarca llevando oro y plata;
Atahualpa ha sido asesinado por los españoles;
los españoles han salido con destino al
Cusco, van camino a Jauja.
Uno tras otro todos los pueblos, conforme
habían acordado, fueron saliendo con oro en
las manos a recibir a los que llegaban como
vencedores, y ofreciéndoles la inevitable
aunque fingida alianza contra el enemigo
común.