DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

Las razones de los pueblos andinos

Por todo ello, el planteamiento de Portal –con el que también coincide Guillén– resulta el más sólido y coherente. En efecto, todos los pueblos que habían sido sojuzgados por los inkas, objetivamente, los consideraban como sus enemigos, por lo menos desde el día en que cada uno de ellos cayó bajo su brutal hegemonía militar.

Esto es, en el caso de unos, desde hacía un siglo, y, en el caso de otros, como mínimo desde hacía tres décadas. Es decir, desde mucho antes de que aparezcan los españoles en las costas del Perú. ¿Es que hay alguien que pueda convencer a otro que no es enemigo el que mató a su padre y sus hermanos, violó a su madre y hermanas, se apoderó de sus tierras y ganado, y lo obliga a trabajar en contra de sus propios intereses? En definitiva, debe tenerse bien claro el escenario político–social en los Andes al momento de la llegada de los españoles: a) Los inkas y el resto de los habitantes del extenso territorio no pertenecían a un sólo pueblo, a una sola nación. Pertenecían, por el contrario, a un sinnúmero de grandes, medianas y pequeñas naciones, claramente diferenciables y distintas entre sí. Tan nítidamente diferenciables como las que hoy existen (Colombia, Perú, etc.).

b) Los inkas eran la nación imperial que hegemonizaba y mantenía sojuzgadas al resto de las naciones, situación que se prolongaba ya un período que, en promedio, puede considerarse de cincuenta años.

c) Los pueblos dominados odiaban a sus conquistadores, y muchos de ellos habían intentado en varias ocasiones librarse militarmente de la dominación inka, y habían sido sucesivamente derrotados.

No se odiaba pues a ciudades –como dice Del Busto–, se odiaba a seres humanos de carne y hueso: a los inkas conquistadores. No había –como precisa Espinoza– dos o tres clases sociales en los Andes. Había múltiples naciones en las que una era la imperialista y el común denominador de las otras el odio a aquélla.

No había –como afirma Vega– ciega rebeldía. Había, más bien, un lúcido y fundamentado objetivo de librarse del sanguinario y feroz conquistador.

Tampoco había intrusos –como sostiene Bonilla Amado–. Había, dentro del imperio, dos fracciones de la élite que se disputaban el control del imperio y que, en el contexto de esa guerra por la hegemonía, brutalmente habían involucrado en sus nefastas consecuencias a las naciones sojuzgadas.

En ese dramático contexto aparece organizadamente en las costas del Perú un conjunto de seres extraños: las huestes españolas, a pie y a caballo, armadas hasta los dientes con sables, arcabuces y artillería desconocidas; y con ellos, cientos de africanos y cientos de nativos nicaraguas, panameños y mexicanos; y bravísimos perros acostumbrados a comer carne humana. Pero también, por lo menos dos de los muchachos tallanes que, años atrás, habían sido raptados por los españoles y que ahora llegaban como intérpretes: Felipe y Martín.

¿Dónde desembarcaron los españoles? ¿Acaso en las costas del sur del Perú, que desconocían? No, en el norte que ya habían inspeccionado hasta en dos ocasiones en años anteriores. ¿Y en el norte precisamente dónde? ¿En las costas donde desemboca el caudaloso río Santa? ¿O en la tierra de los chimú? Tampoco. Aparecieron en la tierra de los tallanes, en la tierra de Felipe y Martín, los intérpretes, allí donde todavía vivían sus padres, hermanos y amigos que los vieron desaparecer años atrás.

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