DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

El precio del silencio

Trece años después del naufragio en cuestión, el virrey Pedro Fernández de Castro, Conde de Lemos, habría de ser uno de los que buscó los servicios del oidor: le pidió prestados 40 000 pesos (como 57 millones de dólares de hoy). Un contemporáneo del oidor declararía en una ocasión: es mucha la hacienda adquirida que tiene y no puede ser del salario.

Había quedado atado de manos el virrey conde de Lemos, para ser él quien pidiera sanción o siquiera investigara al corrupto y cuestionado oidor.

¿Cuándo solicitó el jugosísimo préstamo el virrey? Pues el mismo año en que llegó a Lima, y cuando apenas había terminado de desempacar sus bártulos. Es decir, o el virrey llegó con las suficientes referencias financieras sobre el oidor, o éste se aprestó a prestar para que el prestado a su vez se preste al silencio cómplice –aunque el precio fuera no cobrar nunca la acreencia–.

¿Y qué podía urgir tanto al virrey? ¿Quizá reembolsar a su vez la coima que habría pagado en Madrid para alcanzar a ser nombrado virrey? ¿Eventualmente para tener “capital de trabajo” para negociados con barras de plata? ¿O sería tan inescrupuloso que le cobró a Villela por adelantado su silencio? ¿Quiénes y por qué razones tenían que pagar las caprichosas y nada insignificantes coimas que enriquecieron al doctor Villela, hasta convertirlo en grandísimo prestamista? Sin duda otros muchos que estaban involucrados en mil formas de corruptela, crímenes y grandes negociados. De éstos –según leemos en Riva Agüero–:

...los había que de provechos ilícitos daban en tres años 100 000 pesos.

Razonablemente –por lo menos a la luz de los intereses de los involucrados–, eran menos costosos los extorsionadores cobros del doctor Villela, que las sanciones oficiales que prescribía la ley y que, eventualmente, podían concretarse.

Ésa pues, y aunque por ahora sólo la primera, fue una de las consecuencias de lo que quizá muchos, para el caso anterior, habrían considerado un “hecho aislado”, anecdótico e intrascendente.

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