DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

La impunidad el poder hegemónico

Las leyes, por lo menos las de la Iglesia Católica, prohibían los hijos fuera del matrimonio.

Pero los primeros y más prolíficos padres desnaturalizados eran precisamente los miembros de las cortes. Así, los infractores no conocían sanción.

No matarás, decía ya en esa época uno de los códigos más conocidos y antiguos de la humanidad. No obstante, Isabel, Carlos y Fernando tienen en su haber millones de muertes. Nadie, sin embargo, podía alzar un dedo acusador contra los regios infractores.

Así se implantó la impunidad, pero para los poderosos.

Los pobres, en cambio, conocieron todas las penas. Desde la del ridículo del San Benito, pasando por las torturas más crueles, hasta la de la muerte.

A imagen y semejanza de aquéllo, hoy en el Perú el 95% de los presidiarios son hombres y mujeres de origen humilde y no precisamente de ascendencia eropea.

Los infractores, tanto los materiales como los intelectuales, y sus asesores, cuando son ricos y/o poderosos, están inmunizados, quedan impunes o, en el peor de los casos, y cuando ocurre, “sufren” cárceles doradas.

Pero conjuntamente con la impunidad de los poderosos y la inapelabilidad del castigo para los débiles –es decir, con la “ley del embudo” –, quedó hondamente gravada además la más inescrupulosa subjetividad y pragmático oportunismo: “para los amigos –esto es, para el poder dominante– todo, para los enemigos la ley”.

Si algo convenía a los intereses del poder hegemónico, se le estimulaba o, incluso, se le premiaba. He ahí a Colón recibiendo de Isabel, la Católica, la autorización y cuanto privilegio había pedido para su “primer” viaje a América; he ahí el aliento a la instalación de obrajes cuando arreciaba la inflación en España; y he ahí también la autorización para que por fin se abra una escuela para nativos en el Perú.

Pero cuando aquello mismo ya no convenía a los intereses del poder, era entonces desestimulado o, incluso, castigado. He ahí a Colón llegando encadenado a España; he ahí la orden de destrucción de los obrajes en América y la orden de clausura de la escuela.

En ese contexto, ¿con qué fuerza, con qué autoridad moral, Isabel la Católica, Carlos V, Fernando II y los demás, iban a reprimir los excesos de los virreyes? ¿Y con qué fuerza, con qué autoridad moral éstos iban a reprimir los excesos de los conquistadores, los corregidores y los oidores?

¿Con qué autoridad moral el obispo de Toledo y el Papa Rodrigo Borgia iban a censurar los excesos de los obispos del virreinato? ¿Y éstos los excesos de los curas? Ninguno tenía alternativa. Todos tenían que hacerse de la vista gorda. Tenían un inmenso rabo de paja. Así prosperó el negocio de fraguar documentos. Así prosperó la intolerancia.

Así tuvo ancho y libre curso la violencia y el crimen. Así se sembró el camino de la prebenda, la coima y la corruptela, y también del contrabando.

Así se sembraron jardines en vez de hacerse escuelas; y se construyeron iglesias en vez de construirse carreteras o canales de riego.

Y se sembró el nepotismo. Y la más nefasta impunidad. Y la ley del embudo. Y otras lacras. Muchas otras más.

¿Así se ha construido la Alemania moderna? ¿Sobre esas bases reposa la democracia y solidez económica norteamericana? ¿Es esa la realidad de Suecia? ¿Es acaso ese, incluso, el sostén de la espectacular prosperidad de Japón? Por cierto que no. Y todos –o casi todos–, saben eso.

Mas, con lo dicho hasta aquí, en lo que va del libro, mal podríamos pensar que el llamado “estado de derecho” (el Cuarto Mandamiento de Montaner) es la única razón por la cual son grandes, prósperas y poderosas las naciones desarrolladas del planeta. Ya sabemos que hay otras y muy importantes razones.

Resulta incontrastable, pues, que todas esas lacras se incrustaron en la sociedad peruana de la Colonia, porque los virreyes “imitaron, emularon e intentaron superar a sus líderes”, los reyes de España. Es decir, cumplieron al pie de la letra ese texto entrecomillado, al que Montaner acaba de denominar “Noveno Mandamiento”.

Pero resulta que el Decálogo de Montaner es el de “Los diez mandamientos de las naciones exitosas”. ¡Qué extraños mandamientos éstos! Sirven para construir unas naciones pero también para destrozar otras.

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