Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
Por el sendero de la Corona
Aunque no esté entre nosotros para saberlo, Isabel la Católica marcó por siglos
la estructura políticojurídica del Perú. Las huellas que ella dejó, siendo
católica y reina de Castilla, fraguando documentos en complicidad con el obispo
de Toledo, para ilegítimamente casarse con su primo; siendo profundas, todavía
están hondamente presentes en el Perú.
En Descentralización: Sí o Sí podrá verse cómo, a
inicios de la República, increíbles fortunas se montaron
precisamente fraguando documentos. En el mejor
estilo, los alumnos superaron a su maestra. Y hoy en el
Perú, desde el último paje hasta el más encumbrado
personaje, cada vez que puede, fragua también documentos:
partidas de nacimiento, títulos profesionales,
actas de constitución de empresas, manifestaciones de
embarque, actas electorales, lo que fuera.
Son las mismas huellas por las que volvió
a transitar más tarde Isabel la Católica en
complicidad con el Papa Rodrigo Borgia,
para precipitada y tramposamente alterar bulas
papales anteriores, y repartir el mundo
conforme a la conveniencia de España.
Son ellos y no otros los mentores de los que hoy,
cada vez que lo necesitan, nos sorprenden con leyes
sorpresa, dictadas precipitadamente y entre gallos y
media noche. Y los mentores de los que, si conviene a
sus intereses, dictan hoy una norma; y, si conviene a
sus intereses, mañana sin incomodarse la derogan, o,
si apremia, sin vergüenza la vulneran.
Tampoco está entre nosotros Carlos V para
que sepa que su enfermiza intolerancia
también ha dejado profunda huella.
Si el Parlamento de la República es incómodo, afuera
con él. Si el Tribunal Constitucional es incómodo,
afuera con él. Si la Fiscalía de la Nación puede
resultar incómoda, se le castra. Si el Poder Judicial
pretende ser autónomo, se la maniata. Si la prensa aspira
a ser medianamente libre porque no seamos tampoco
ingenuos, tiene y defiende sus propios y no siempre
legítimos ni sacrosantos intereses, se le extorsiona.
Si muchos ciudadanos pueden resultar molestos al
poder, se les espía como a enemigos.
Las huellas del despiadado e impune duque
de Alba también nos marcan el camino.
Ahí está para demostrarlo la cruel guerra sucia
con la cual se combatió al terrorismo como si esa fuera
la única o como si fuera la mejor arma posible de
utilizar. Y están para demostrarlo los crímenes impunes
del aparato estatal, del de hoy y de todos los que
se han sucedido desde 1821.
Felipe III, el que ordenó asaltar a los propios
galeones españoles, marcó también una
honda huella. Cientos de personas y familias
se han enriquecido en la historia del Perú
republicano asaltando las naves del estado.
Unos directa y groseramente. Otros con
tramposos contratos en los que siempre perdía
el Estado, es decir, el resto de la sociedad
peruana.
Isabel la Católica, Carlos V, Felipe II, y
todos los que los sucedieron, mostraron además
los caminos del dispendio inútil y del
prevelecimiento absoluto del gasto sobre la
inversión. Por esa senda se llegó al abandono
casi absoluto de las áreas agrícolas del territorio
andino y, en el extremo opuesto, a la
Ciudad Jardín, la Lima que asombraba a
muchos viajeros.
Esa Ciudad Jardín, la Ciudad de los Reyes, fue la
que embaucó a muchos que creyeron estar en el centro
de un territorio próspero y rico como la ciudad que
tenían ante sus ojos. De sus beldades, en todo caso,
dieron fe los más miopes, aquellos que sólo veían lo
que querían ver. Porque Humboldt, que fue capaz de
ver más y mejor que todos ellos, vio también una ciudad
fea, peligrosa y pestilente.
Es la misma que de modo inaudito, hasta ahora
hace creer a muchos lúcidos intelectuales y analistas
económicos que el Perú estaba antes mejor que
ahora. Son los que en ese antes no incluyen ni 90, ni
80, ni 50% de analfabetos; ni incluyen una de las más
altas tasas de mortalidad infantil del mundo; ni incluyen
nada de lo que no quieren ver esto es, la inmensa
mayor parte de la realidad.
Esos lúcidos intelectuales, a su turno, ciegos como
son, también habrían llevado a la ruina a la España
de Isabel, Carlos y Fernando, si, en un cambio que hubiera
sido bueno para nada, habrían estado en el lugar
de los asesores del imperio, que tampoco vieron que el
imperio se les escapaba de las manos.
Pero el campo era fértil y había aún más
cizaña para sembrar. Si el Papa podía sembrar
el Vaticano de nepotes, y los reyes rodearse
de sus familiares en el poder y dar en
herencia a sus hijos o nietos los reinos, Pizarro
también podía venir a conquistar y repartirse
el Perú con sus hermanos Hernando,
Gonzalo y Juan. ¿Por qué no?
Los virreyes, según un acusioso y anónimo
portugués, al que extensamente ha reproducido
el historiador Riva Agüero, nombraban
a sus más inmediatos parientes o amigos
para los dos mejores cargos. ¿Quién
estaba para impedirlo? Hoy, la marca del nepotismo
también ha quedado grabada entre
nosotros.