Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
Actores, instrumentos y víctimas
De la misma manera que pocos han reparado
en que la Corona de España con Carlos
V a la cabeza, el Pacificador Vaca de Castro,
el clérigo y también Pacificador La
Gasca y los encomenderos rivales de los mineros
que dominaban la Audiencia de Lima,
mataron para imponer la prohibición de
someter a trabajos forzados a los nativos.
Y que luego la misma Corona de España
esta vez con Felipe II a la cabeza, el virrey
Toledo, el arzobispo Loayza y los encomenderos
triunfantes y herederos que dominaban
la Audiencia de Lima, también mataron, pero,
en sentido exactamente contrario, para imponer
los trabajos forzados a los nativos.
Resulta muy claro que, en razón del cambio
de las circunstancias, pero siempre en
función de los intereses implícitos y/o explícitos
del poder imperial hegemónico, y
de quienes como aliados de turno medraban
a su sombra, fue que se produjo tan grotesco
viraje: en un momento le convenía y se encontró
justificado matar por una razón, y en
otro por la razón exactamente contraria.
Mas de dicha sórdida pero transparente
experiencia de la historia es posible además
sacar otra conclusión que nos parece muy
importante [y que proponemos como modelo
de análisis para otras experiencias de la
historia y, por cierto, del presente].
En efecto, como mínimo cinco tipos de
personajes o actores se dejan ver en cada
una de las dos coyunturas históricas y en las
tan mentadas guerras civiles e imperiales
a que dieron lugar. Y si bien su provisional
tipificación no parece la más adecuada, he
aquí nuestra propuesta:
a) los agentes detonantes y/o catalizadores
(acelerantes o retardantes), que
pueden además ser internos y externos;
b) los sujetos aparentemente protagónicos
de la acción, tanto los principales
como los secundarios;
c) los instrumentos;
d) las víctimas de las circunstancias, y;
e) los extras.
El Gráfico Nº 29 muestra y desarrolla esquemáticamente
las dos coyunturas que venimos
analizando, y sus distintos actores.
La primera, de vigencia más bien efímera,
pues apenas abarcó el período 1542-54, y
a la que hemos denominado restrictiva / humanística,
es la que mediante las guerras
civiles, presunta y aparentemente, se trató
de imponer las disposiciones de las Nuevas
Leyes de Indias.
La otra, de más que centenaria vigencia a
partir de 1568, fue aquella en la que, contra
la esencia de lo preconizado en las Nuevas
Leyes de Indias, a sangre y fuego se impuso
los esclavizantes trabajos forzados en las minas
de plata de los Andes.
El detonante de la primera coyuntura
fue la encomiable, generosa y combativa acción
de quienes, como fray Bartolomé de las
Casas y fray Antonio de Montesinos, abierta y
valientemente denunciaron los gravísimos atropellos
y crímenes que venían cometiendo
los conquistadores españoles en América, supuestamente
a espaldas y contra los designios
de la Corona.
Fue, pues, un detonante y, específicamente,
un detonante interno: apareció en el
seno del Imperio Español; y desató, aunque
transitoria y de escasa fuerza, una ola de humanismo,
coherente con los más caros postulados
del cristianismo.
Pero cumplió, además, la función de catalizador
retardante del proceso de explotación
y genocidio que, más temprano o más
tarde, inexorablemente tenía que volver a retomar
su fuerza y acrecentarla.
En la otra coyuntura, en cambio, la reiniciada
amenaza de expansionismo del Imperio
Otomano desde el este de Europa, se comportó
como un catalizador acelerante y externo.
Como tal, y desde fuera del Imperio
Español, cumplió la doble y convergente función
de: precipitar la derrota definitiva y silenciamiento
de los últimos arrestos de humanismo
cristiano en la península ibérica; y repotenciar
y desenmascarar el proceso de explotación
y genocidio que se había instaurado en
América desde el día del descubrimiento.
Desengañémonos, ése y no otro era el sino
del imperialismo español: expoliar y matar.
Si en la Europa cristiana, desarrollada, culta
y superior, fue capaz de innombrables
latrocinios en Holanda, Italia y Gante, por ejemplo,
es obvio que, sin límites de ningún
género, estaba pues dispuesta a todo frente a
los paganos, primitivos, incultos e inferiores
pueblos de sus tan ricas como inermes
colonias americanas.
Como sujetos aparentes de la primera
coyuntura tenemos: Carlos V, como protagonista
principal y personalización del poder
hegemónico; y, como actores secundarios,
los integrantes de la Audiencia de Lima,
y los encomenderos y funcionarios que ambicionaban
arrebatar sus riquísimas posesiones
a los encomenderos mineros Gonzalo Pizarro,
Hernández Girón, etc.. Y, en la segunda,
Felipe II, como protagonista principal, una
vez más los altos funcionarios de la Audiencia
de Lima, y los mismos pero ya triunfantes
encomenderos que se posesionaron de las minas
de los anteriores.
Los actores principales se distinguen de
los secundarios porque, generalmente aunque
no siempre, tienen autonomía casi absoluta.
En general tienen también la iniciativa. Y, a
fin de cuentas, toman las decisiones que, abierta
o sibilinamente, siempre apuntan a la
preservación de sus intereses y a la prosecución
de sus objetivos.
¿Fue completamente autónoma, sincera y
resueltamente dispuesta a llegar hasta sus últimas
consecuencias, la decisión de Carlos V
cuando promulgó las tan mentadas, restrictivas
y humanistas Nuevas Leyes de Indias en
1542? De ningún modo. Fue, a su turno también,
producto de las circunstancias. Veamos.
En 1515, meses antes de que Carlos accediera
al trono de España, Bartolomé de las
Casas había iniciado ya su combativa prédica
antiesclavista, en abierta defensa de los
nativos de América. Por extraña casualidad,
ese mismo año estalló en su Alemania natal
la violenta protesta de Lutero que condujo al
profundo y grave cisma de la Iglesia Católica
que dio inicio al Protestantismo.
Es decir, asumió los tronos de España y
Alemania cuando ambos pueblos se convulsionaban
en torno a asuntos muy sensibles e
invariablemente de gran repercusión. Así, muy
pronto empezó a sentir la presión del Vaticano
para que ayudara a impedir que la deteriorada
situación se agrave.
Mas ni el Vaticano ni Carlos V pudieron
impedir, en 1534, el vendaval que llegó desde
Inglaterra promovido por Enrique VIII.
Éste, después de despreciar a Catalina de Aragón,
tía carnal de Carlos V, dio forma a la
Iglesia Anglicana, minando gravemente una
vez más las huestes del catolicismo. Ni pudieron
impedir que, al año siguiente, desde
Francia, con Calvino a la cabeza, la Iglesia
Católica se viera otra vez disminuida.
En 1542, cuando ya se había cumplido algo
más de un cuarto de siglo de las gravísimas
denuncias de Lutero, el Papa Paulo III
según refiere Grimberg todavía recibía informes
sobre la profunda decadencia de la
vida monacal, la existencia de innumerables
religiosos corrompidos, el hecho de que
algunas funciones eclesiásticas se hallaban
en manos de personas totalmente indignas,
y, por ejemplo también, que con demasiada
frecuencia, muchos prelados de distinto rango
utilizaban su poder para lucrar.
Hastiado, Paulo III ordenó pues la reforma
o la Contrarreforma de la Iglesia, disponiendo
ese mismo año la reorganización
de la Inquisición.
¿Podía negarle Carlos V al Vaticano, el
único aliado que le quedaba, un gesto de consecuencia,
aunque fuera simbólico, sabiendo
como sabía que muchas de las autocríticas de
la jerarquía católica se referían a la conducta
de príncipes, prelados y curas españoles? No.
Menos aún ante la agravante circunstancia
de que, ese mismo año, Francia en tácti
cas buenas relaciones con los piratas y gobernantes
turcootomanos, declaró a Carlos
V la también quinta y costosísima guerra entre
ambos países. Carlos V, pues, estaba acosado
por todos los frentes: político, militar,
económico y religioso.
Así, a regañadientes, tácticamente para
guardar las apariencias ante su único aliado,
dispuso pues ese mismo año de 1542 la promulgación
de las Nuevas Leyes de Indias,
que llevaban acumulados ya largos 27 años
de espera y de terca exigencia por el sector
moralmente más noble de la Iglesia Católica.
Entre tanto, en ese lapso millones de nativos
habían muerto en América ante el atropello
impune de los conquistadores, y ante la
más desfachatada indiferencia de Carlos V.
¿Puede pues imaginarse que las Nuevas Leyes
de Indias fueron el resultado de una genuina
convicción moral de la Corona de España?
Pues bien, mientras todo ello ocurría en
Europa, en el Perú los encomenderos no mineros,
y en general todos aquellos conquistadores
y aventureros que llegaron después de
la conquista militar del territorio, sólo atinaban
a roer su creciente envidia ante la inconmensurable
riqueza de la que se estaban haciendo
aquéllos, a costa de las encomiendas
perpetuas y del trabajo forzado y ni no pagado
a los nativos.
El territorio mejor conocido y más poblado
de nativos, ya había sido íntegramente repartido
entre los primeros conquistadores. Ya
no quedaba tajada para los de la segunda oleada.
Y, según creían, menos aún tajada que
pudiera redituar una riqueza como la que ciegamente
ambicionaban.
Asesinado Francisco Pizarro, ajusticiados
Diego de Almagro y su hijo, acusado y preso
en España desde 1541 su hermano Hernando,
Gonzalo Pizarro era el hombre más rico y, en
consecuencia, el más poderoso de los Andes:
había acaparado la riqueza y el poder de todos
ellos.
Sólo cabía asesinarlo para hacerse de su
fortuna. Mas nadie había que pudiera, solo,
emprender tan costoso y arriesgado objetivo.
Era imperioso actuar en conjunto, aunque el
precio fuera obtener sólo una parte de sus
bienes. Pero también se sabía que, sólo la encomienda
de Charcas, era suficiente para satisfacer
las apetencias de muchos, y que todos
los beneficiarios resultarían igualmente
ricos.
Se actuó pues en conjunto, con sigilo y
en todos los frentes. Así llegaron a España y
contra él todos los cargos habidos y por haber.
Con razones y sin ellas, se trataba de
empujar a la Corona en su contra. Era, al fin
y al cabo, el único poder que podía hacerle
frente y derrotarlo.
Todos a una, pues, consiguieron su propósito.
Así, las Nuevas Leyes de Indias sancionaron
la caducidad de las encomiendas
perpetuas, y la prohibición del trabajo gratuito
y forzoso. Casi puede decirse que, a estos
respectos, eran leyes con nombre propio:
Gonzalo Pizarro. ¿Y quién reaccionó contra
ellas? Pues Gonzalo Pizarro, que no paró
hasta Quito persiguiendo, hasta ajusticiarlo,
al primer virrey del Perú que, con poder político,
había venido a aplicarlas.
A partir de allí, todo el poder político y
todo el poder militar de la Corona, y todo el
poder de la Iglesia, pelearon hasta darle caza
y a su vez ajusticiarlo. No se puede considerar
una simple coincidencia que fuera un
clérigo, La Gasca, quien recibiera el encargo
de liquidar tan duro hueso de roer. Corría el
año 1544. Y sólo casi una década más tarde
se acabaría de remontar el último escollo:
Hernández Girón.
¿Qué caracteriza a los actores secundarios,
en este caso a esos conquistadores de la
segunda hornada que terminaron repartiéndose
y heredando la inmensa fortuna de los
vencidos, con la mediación, tras la segunda
coyuntura, del virrey Toledo y el arzobispo
Loayza?
No controlan el poder político ni el religioso,
pero los usan. Tampoco controlan el
poder militar pero también lo utilizan. Nunca
dan la cara, son anónimos la historiografía
tradicional nunca los cita, nadie sabe quiénes
fueron. Pero, agazapados, en silencio, se
hicieron de todo el poder económico.
A diferencia de ellos, sus instrumentos,
que también lo fueron de la Corona, son todos
aquellos que, en verdad, a fin de cuentas,
y aunque se crean lo contrario, nunca saben
para qué y para quién trabajan.
Manipulados por los sujetos protagónicos
y sus aliados a la sombra, hoy golpean a la
diestra con la misma convicción que mañana
golpean a la siniestra. He ahí al clérigo
y Pacificador La Gasca matando por las
Nuevas Leyes de Indias, y al virrey Toledo,
matando contra las mismas.
Un cuarto de siglo antes de su hora, Toledo
habría llegado como Pacificador, pero
a matar a Gonzalo Pizarro. Y 25 años después
de la suya, La Gasca habría llegado como
reducidor, monetarista y minero sin
par, y, a la postre, a reivindicar a Gonzalo
Pizarro.
Siempre están disponibles, por algún precio,
a cumplir cualquier misión. Y si con ella
adquieren renombre, poco les importa si él
queda manchado de sangre, queda con el hedor
de la escoria o el sabor del ridículo.
Cuentan con que, a su vez, siempre hay otros
instrumentos, más baratos, dispuestos a
cambiar la historia para presentarlos no
sólo como protagonistas, sino como grandes
y dignos hombres, ejemplo de multitudes y
modelo para la posteridad.
Están en nuestro esquema además pues,
las víctimas de las circunstancias: Gonzalo
Pizarro y Hernández Girón, en una coyuntura;
y la resistencia inka, por ejemplo, en la
otra. La tipificación está dada no porque no
fueran actores importantes en la escena, que
lo fueron, sino porque se focaliza en ellos el
desenlace de su circunstancia.
Si su circunstancia hubiera sido otra, si
el expansionismo turcootomano hubiera arreciado
por ejemplo en torno a 1540, un cuarto
de siglo antes de cuando ocurrió, Gonzalo
Pizarro y Hernández Girón, muy probablemente,
habrían muerto de viejos, hinchados
de plata, laureados por la Corona, y hasta en
olor de santidad. Entre tanto, ellos mismos,
habrían liquidado la resistencia inka. Y, entre
otros, Toledo y Túpac Amaru I no habrían pasado
a la historia.
Para terminar, cuentan en la escena los
extras. Unos, dispersos en el vasto territorio
andino, huyendo de las pestes, esquivando
las atroces cacerías de los encomenderos,
escondiéndose de las levas de las guerras civiles,
y rumiando su odio y rencor contra el
pueblo inka y sus genocidas emperadores, y
contra los no menos crueles generales quiteños
de Atahualpa.
Y otros, aunque muchos de ellos apoyando
abiertamente a los conquistadores españoles,
cayendo víctimas de sus cacerías y levas
y con destino a las minas. Ésas, y todas las
circunstancias de varios de los siglos que sobrevendrían,
les serían total y absolutamente
desfavorables. El dios Sol, y sin que nunca
supieran por qué, les había dado la espalda.
No siendo una, sino un conjunto extremadamente
complejo y heterogéneo de naciones, destrozadas todas ellas por el Imperio
Inka, llevadas casi a la extinción por el genocidio
imperial español, y por añadidura reivindicando
diferencias y conflictos entre sí,
casi inerte como el decorado de un escenario,
y mientras se mantengan esas condiciones,
seguirá siendo entre tanto su insignificante papel
en la historia.
Así, contando poco la voluntad de algunos
actores, y virtualmente nada la de otros,
son las circunstancias objetivas las que, a fin
de cuentas, definen el gran guión de los actores
que, más que individuales, son actores
sociales en la historia.
Mal que le pese a la historiografía tradicional,
y más aún a quienes apriorísticamente
siguen convencidos del rol de los grandes
hombres porque para ella el resto no cuenta
, cada vez es más evidente que son las circunstancias
las que hacen al hombre y no
éste a aquéllas.