Del nombre de los españoles
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Alfonso Klauer
La rebelión contra Dios
No conocemos la respuesta. La última sin
embargo, dentro de su generalidad, nos parece
altamente verosímil. Lo cierto es que, conforme
lo muestra el Gráfico Nº 26, y a pesar
de las deficiencias de información, se ha logrado
establecer que fueron crecientemente
produciéndose más y más graves rebeliones
en los Andes: 10, 5, 11, 20 y 66, respectivamente,
para cada una de las décadas que registra
el gráfico.
De ellas, las que lideraron en 1780 Túpac
Amaru II, en el Perú, y Túpac Catari, en
Bolivia, fueron las más grandes y trascendentes.
De 128 alzamientos en el área andina, casi
el 60 % se concentró en cuatro departamentos
del sur andino del Perú: Cusco, Arequipa,
Apurímac y Ayacucho, en coherencia,
como habíamos visto extensamente antes,
con el hecho de que el sur cordillerano era
el área más intensa y brutalmente explotada
y que más padecía los estragos del genocidio.
Una vez más en la historia, habría sin embargo
de corresponder a la naturaleza jugar
un rol catalizador en la conducta de los hombres.
En efecto, en 1720 se desató en parte
del departamento del Cusco una de las mayores
[epidemias que se había] experimentado
desde [el] descubrimiento.
En 1727 sin duda a consecuencia de las
manifestaciones del fenómeno océanoatmosférico
del Pacífico Sur, gravísimas inundaciones
destruyeron por completo el hermoso
y muy desarrollado balneario colonial de Zaña,
en la costa norte, a 650 kilómetros de
Lima, alcanzando las aguas más de cuatro
metros de altura conforme puede todavía
verse en los restos de tres enormes iglesias.
En 1746 la Lima colonial fue sacudida
por un devastador terremoto, quizá el peor
de toda su historia sísmica conocida. Y, por
último, en 177980 graves transtornos climáticos
¿una vez más El Niño, al cabo de casi
60 años del anterior? produjeron intensas
lluvias e inundaciones que afectaron la ciudad
del Cusco y Arequipa. Por extraño que
parezca, aún la historiografía no ha establecido
una relación entre ese último estrago de la
naturaleza y las rebeliones de Túpac Amaru
II y Túpac Catari, cuyo vínculo nos parece
tan evidente.
¿Qué tan lento o rápido fue el proceso
desmitificador en torno a la verdadera naturaleza
de los conquistadores?
Sin duda en torno a las casas o torres flotantes
que navegaron explorando frente a las
costas, en 1526, debieron tejerse las versiones
más fantásticas por cierto cuando se
las veía por primera vez
Porque debe tenerse presente que muchos
comerciantes marítimos chimú, tallanes
y chinchas las habían avistado en innumerables
ocasiones en sus viajes a Centroamérica
y las costas de Ecuador y Colombia. Y debieron
difundir el dato al resto de sus connacionales,
y, a través de los comerciantes terrestres,
la información debió circular por todo
el territorio andino.
Por lo demás, los dos españoles que fugaron
de las naves exploratorias de Pizarro
en la costa de Santa, y Alonso de Molina que
a su vez fugó en Tumbes, muy pronto demostrarían
su muy humana condición y sus
muy humanos apetitos de todo género.
Años después, a partir de 1531, además
de aparecer en las costas nuevamente las
casas flotantes, en Tumbes descendieron
de ellas los barbados conquistadores que seguramente
llamaron poderosamente la atención
a los lampiños tallanes, cuya inmensa
mayoría sólo conocía de ellos de oídas: eran
los mismos de cuyas manos, años atrás, había
escapado Alonso de Molina; y los mismos
que habían capturado para intérpretes a Felipe,
Martín y otros jóvenes tallanes.
Todos éstos, por lo demás, llegaron con
los conquistadores y, en consecuencia, fueron
aclarando las cosas a sus hermanos y amigos.
Así, contra lo que sugiere absurdamente
la historiografía tradicional, muy temprano,
pues, se tuvo la certeza de que los intrusos
eran mortales de carne y hueso como
Alonso de Molina. Y esa certeza corrió también
entonces como reguero de pólvora por
los Andes.
Rápidamente pues identificaron a los recién
llegados con Alonso de Molina y les
entregaron la carta que éste había dejado
antes de morir. Aquella que contenía la célebre
frase:
los que a esta tierra viniéredes, sabed que
hay más oro y plata en ella que hierro en
Viscaya.
La imagen terrorífica y fantasmagórica
del conjunto caballojinete en la que tan
penosamente ha insistido durante tanto tiempo
la historiografía tradicional, mal pudo espantar
a los tallanes que los vieron cabalgar
y descabalgar innumerables veces. Debió sí
asustar a aquellos que por primera vez se
topaban con los animales montados.
El historiador Del Busto afirma que ya en
1532, un espía enviado por Atahualpa a la
costa tuvo por el mayor hallazgo entre varios
el que todos los españoles no eran dioses
sino hombres, y así informó al Inka. De
este modo, para cuando los conquistadores
llegaron a Cajamarca, todos debían estar perfectamente
advertidos. Por lo demás, en todo
el camino, los visitantes, habían estado sistemáticamente
espiados desde lo alto de los
cerros.
Hacia 1533 según estima Juan José
Vega, para los nativos andinos los conquistadores
ya no eran dioses, pero sí enviados
de Viracocha, representantes de este dios.
Sin embargo, al año siguiente, en 1534, Manco
Inca diría de ellos son peores que diablos, en referencia a su manifiesta y extraordinaria
capacidad de hacer daño. ¿Da cuenta
esa expresión del fin del proceso de desmitificación?
No lo tenemos en claro.
Sí tenemos en claro, en cambio, que las
innumerables y extraordinarias ilustraciones
de Huamán Poma de Ayala (15401615)
que hasta nuestros días recrean muchos textos
de Historia y Literatura, nos sugieren
que el cronista ayacuchano descendiente de
chankas y enemigo manifiesto de los inkas, está retratando a los conquistadores como
seres humanos de carne y hueso como él
y como el resto de los nativos a los que también
retrata.
¿Cuándo pues los hombres de los Andes
dejaron de ver a los conquistadores como enviados
de los dioses? En todo caso, tal parece
que a muy poco de iniciada la conquista.
En la historia de la conquista de México
hay sin embargo un dato muy significativo
cuyo equivalente escrito no hemos encontrado en la del Perú. En efecto, cuando Cortés
y sus tropas estaban todavía a varias semanas
de llegar a Tenochtitlán, la enorme
capital del Imperio Azteca, recibieron sucesivamente
dos embajadas. Una de ellas, según
confesó el propio Cortés, intentó sobornarlo
para que volviera atrás para que desistiera
de sus afanes conquistadores.
Es decir, supuestamente sin conocerlos
porque en ello insiste burdamente la historiografía
tradicional, los aztecas ya conocían
por lo menos una de las grandes debilidades
humanas de los conquistadores europeos.
Y es que los venían espiando desde
años atrás en sus correrías por el Caribe.
Quizá pues, contra lo que se sigue ingenuamente
creyendo, Atahualpa en Cajamarca
habría empezado a reunir el rescate antes
de que se lo pidiera Pizarro. Y quizá ésa es
una buena explicación de por qué estaba con
el Inka en Cajamarca nada menos que el gran
cacique de Chincha, cuyos comerciantes,
desde años atrás, en sus idas y venidas al
trópico, espiaban a los españoles .
Hay sin embargo un vacío que ha contribuido
a que el enigma no tenga una clara
respuesta. En efecto, ¿a cuánto del proceso
de desmitificación de los conquistadores
contribuyeron los viajes de ida y vuelta de
Europa de nativos y mestizos americanos?
Por la extraordinaria fama que adquirió,
se sabe que Garcilaso de la Vega nacido en
el Cusco en 1539 del vientre de Isabel
Chimpu Ocllo, una sobrina del Inka Huayna
Cápac, se embarcó en 1560 con destino a
España, por expresa disposición testamentaria
de su padre, el capitán español Sebastián
Garcilaso de la Vega Vargas. Nunca
regresó al Perú.
Dos siglos más tarde, y tras sobrevivir al
naufragio del San Pedro de Alcántara que
lo transportaba a España, llegó a la metrópoli
uno de los hijos de Túpac Amaru II que poco
tiempo después, a los 21 años, moriría sumido
en profunda melancolía. Tampoco
pues regresó. Mas, como los de Garcilaso,
los ilustres pergaminos de éste permitieron
también que el viaje y desenlace final fueran
conocidos.
Tenemos sin embargo derecho a preguntarnos,
¿cuántos mestizos y nativos, hijos o
no de personajes ilustres como ellos, emprendieron
viaje a España? ¿Y no tenemos
derecho a suponer que, como los traductores
Felipe y Martín, muchos de ellos de algún
modo lograron retornar al Perú y contar sus
experiencias en el Viejo Mundo?
¿Y no tenemos derecho a suponer que, así
como Felipe Guacrapáucar, hijo de un cacique
huanca enemigo mortal de los inkas
cusqueños viajó a España en 1562 y regresó
de ella en 1565, varios otros o muchos también
lograron hacerlo? ¿Y que sus versiones
de lo que habían visto, de una u otra manera,
contribuyeron decididamente a redimensionar
la imagen de los conquistadores? ¿Hay
aún posibilidades de probar la hipótesis?
En fin, nos resulta presumiblemente claro
que para algún momento, más cerca de los
inicios de la Conquista que del fin de ella, los
nativos, en verdad, le tenían terror, horror,
pavor, espanto, y el desprecio y odio correspondientes,
a los conquistadores asesinos, a
los corregidores abusivos, a los visitadores
soplones, a los dueños y capataces prepotentes
de las minas, a los sacerdotes chantajistas,
a los frailes corruptos, a los misioneros
inescrupulosos y a los curas degenerados.
Por el contrario, y sin el más mínimo asomo
de duda, apreciaban, estimaban y querían
a los sacerdotes, frailes, misioneros y curas
que, como Bartolomé de las Casas o Antonio
de Montesinos, de buena fe, con una altísima
dosis de amor profundamente humano, y con
encomiable valentía y riesgo, se interponían
entre la espada del conquistador y el pecho
de los nativos.
Si los nativos peruanos hubiesen sentido
tanto temor por la Cruz, o por San Miguel arcángel,
habrían sido incapaces, por ejemplo,
de desobedecer abiertamente a los alcaldes
indios nombrados por los virreyes, manteniendo
en cambio su tradición ancestral de
obedecer a los viejos como lo recordó
Huamán Poma.
Y no hubieran podido plantearse, desarrollar
y mantener, por ejemplo, y precisamente
durante esos traumáticos siglos, un ritual
festivo de insoslayable espíritu guerrero
y revanchismo tan evidente como el del
cóndor andino arriba, como el arcángel de
los cristianos, atado al lomo del toro español
abajo, como el dragón de los cristianos
, destrozándolo.
Ni hubiesen podido lanzarse a tantas rebeliones
como consta que hubo.
Si los nativos peruanos hubieran sentido
tanto temor por la Cruz, o por Santiago apostol,
el matamoros, tampoco hubieran podido
plantearse, desarrollar y mantener, precisamente
durante esas violentas y fundamentalistas
centurias, el tan famoso sincretismo
religioso, en el que finalmente impusieron
una alta dosis de su propia y pagana
cultura religiosa.
Con el idioma, en cambio, no pudieron
concretar ningún tipo de mestizaje. Lo tomaban
o lo dejaban. No tenían alternativa. Lo
tomaron los del norte, y lo dejaron los del sur.
Y no se nos diga que no pudo ni puede haber
sincretismo lingüístico. ¿Qué sino es eso,
es el espanglish que con creciente éxito están
hoy expandiendo en Norteamérica los hombres
del mundo subdesarrollado?
En norte del Perú, en relación con el idioma,
los dominantes conquistadores no tenían
razón alguna para transar, y los dominados
nativos poder alguno para imponer, ni siquiera
subrepticiamente, una transacción.
En el sur, en cambio, en torno a la religión
y sólo en torno a ella, inadvertidamente,
al margen de la voluntad de las partes,
ellas se encontraron en paridad de fuerzas.
Pudieron pues tranzar y aceptaron implícitamente
hacerlo. La transacción ciertamente
representó mutuos beneficios.
Los sacerdotes, de su lado, pudieron hacerse
todas las iglesias que quisieron. Sólo en
Potosí, a fines del siglo XVI, había docenas
de espléndidas iglesias barrocas. Muchas
más y más impresionantes que cualesquiera
del norte del Perú.
Seguramente incluso las distintas congregaciones
entraron en una impía competencia
por ver cuál de ellas hacía las más grandes
iglesias, o las más bellas, o las más enjoyadas.
Pero además pudieron contar con una
buena cantidad de socios dispuestos a proporcionarles
aunque con algún sacrificio,
diezmos más seguros y, claro está, de mejor
calidad, sea en productos agrícolas, pecuarios
o textiles, por ejemplo, que los que en
otras circunstancias hubieran podido esperar.
Y, por supuesto, aunque al precio de
aprender y hablar en el idioma de los nativos,
tuvieron un mercado dispuesto a escucharlos
y a comprarles parte de la mercancía
el discurso evangelizador.
Los nativos, por su parte, sin tener nuevamente
que desarraigarse y huir al norte o a la
Amazonía, y sin tener que aprender el otro
idioma, contaron con abundante y segura
fuente de trabajo en la construcción de los
edificios de la otra religión, y en el servicio
de los otros brujos, hechiceros o sacerdotes.
En segundo lugar, sus socios les permitirían
mantener, con evidente disimulo, una
buena parte de sus ritos y creencias ancestrales
bajo el ropaje de la otra religión. Y, en
tercer lugar, los socios los protegerían,
frente a oidores, visitadores y los fundamentalistas
extirpadores de idolatrías, para que
el sincretismo religioso cristianopagano
quedara impune.
En referencia a esto último, Flores Galindo
constata que, en el conjunto del inmenso
virreinato, la epidemia idolátrica extrañamente
se concentró sólo en las inmediaciones
rurales de Lima.
Dice entonces: no llega al norte (...), el
valle de Jauja se mantiene indemne y [la epidemia
idolátrica] decrece a medida que se
marcha hacia el sur. ¿No existían idólatras
en Ayacucho o Cusco? se pregunta
Flores Galindo. Y responde: Quizá en esos
lugares el cristianismo tenía menos ansias
hegemónicas que en el Arzobispado y en parajes
cercanos a la capital.
¿Es que la hegemonía está a expensas de
las ansias veleidosas de los dominadores? ¿Y
no era la Iglesia Católica virreinal una enorme
y notoria estructura de poder Inquisición
incluida, que cuando quiso y en
medio del estupor de las gentes pudo, por
ejemplo hacer expulsar a la poderosa congregación
jesuita del Perú en 1767, cuando gobernaba
el enamoradizo virrey Amat y Junyent?
No, enfáticamente no. En el sur del Perú
la epidemia idolátrica era más intensa, exitosa
y grave que en ninguna otra parte. Pero,
fruto de la sociedad implícita que se había
tejido entre sacerdotes e idólatras, aquéllos,
en subrepticia complicidad con éstos, no
veían la idolatría porque no la querían ver,
no les convenía verla, y terminaron sibilinamente
amparándola.
¿Y qué ocurrió en el norte del Perú? ¿Por
qué allì como afirma Flores Galindo tampoco
había idólatras? Claro que los había.
Pero allá los ciegos no fueron los frailes sino
los conquistadores a quienes, objetivamente,
bastante sin cuidado les tenían los asuntos divinos.
Sí les importaba, en cambio, y mucho,
que no faltaran brazos para trabajar sus ricas
tierras.
Se dio también entonces en el norte una
alianza implícita entre conquistadores y nativos:
aquéllos protegían a éstos, y éstos por
lo menos en los asuntos divinos trabajaban
tranquilos para aquéllos. Otro tanto, y no por
casualidad, ocurrió en Jauja, en las mismas
narices del Arzobispado de Lima.
¿Por qué también allí? Pues porque era y
es el valle más extenso y fértil de la cordillera
peruana. Allí los corregidores, pues, a
brazo partido, tenían que luchar para que los
cazadores no reclutaran a sus indios para
el trabajo en las minas, y para que los extirpadores
de idolatrías y la Santa Inquisición
dejaran trabajar tranquilos a sus indios en
sus tierras.