DESCUBRIMIENTO Y CONQUISTA:

Del nombre de los españoles


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Alfonso Klauer

El genocidio y el despoblamiento de América

Si bien es cierto que los esclavos africanos acompañaron a los españoles desde el primer día de la conquista, también es cierto –porque las cifras que hemos ofrecido párrafos arriba así lo demuestran–, que la importación de esclavos arreció cuando se puso en evidencia que la mortandad de nativos americanos alcanzaba magnitudes preocupantes: los tesoros de América –mineros y agrícolas– podían quedar enterrados en el suelo sin que hubiera quién los extrajera.

El genocidio cometido, trascendental y crucial página de la historia de México, Perú, Bolivia, Ecuador, Cuba y otras naciones americanas, es uno de los capítulos más pobremente conocidos por nuestros pueblos, a pesar de que ha sido uno de los episodios de mayor y más negativa significación: “una catástrofe demográfica sin precedentes en la historia de la humanidad” –dice a este respecto con objetividad la historiadora española María Luisa Laviana–2.

Objetivamente mayor y proporcionalmente mucho más grave que el genocidio nazi, que aún hoy indigna al mundo. Los campos de concentración nazis fueron la versión actualizada al siglo XX de lo que fueron los “corregimientos” españoles que el imperio impuso en el siglo XVI en América.

Empezaremos resumiendo los aportes más conocidos que se han hecho respecto de este crucial aspecto de la historia americana.

El padre Gustavo Gutiérrez, por ejemplo, muestra que se reconocen hasta tres causas fundamentales para explicar la caída demográfica:

a) La presencia de enfermedades desconocidas en América.

b) Las guerras o los episodios militares propiamente dichos de la conquista y sus inevitables secuelas de muerte.

c) Los trabajos forzados a que fueron obligados los nativos.

Contra todo ello es que se alzaron, con violenta indignación, las voces de quienes cobardemente fueron estigmatizados como los forjadores de la “leyenda negra”, tortuosa frase con la que el poder oficial bautizó la crítica que censuraba las atrocidades de la conquista.

Así, en un célebre sermón, fray Antonio de Montesinos expresó con gran valentía: Todos estáis en pecado mortal (...) por la crueldad y tiranía que usáis (...). Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes...? ¿Cómo los tenéis tan oprimidos y fatigados, sin darles de comer ni curar sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais (...) se os mueren...

Bartolomé de las Casas, por su parte, incansablemente batalló contra las brutales penalidades a que eran sometidos los hombres y mujeres de América. Quizá más que ningún otro peninsular, atravesó hasta 12 veces el Atlántico para defender ante la Corona la causa de los americanos. En torno a la conquista de México, el padre Las Casas dijo:

...en el descubrimiento se hicieron grandes [barbaridades] con lo indios (...) En el año 1518 la fueron a robar y a matar los que se llaman cristianos, aunque ellos dicen que van a poblar. (...) ha rebazado y llegado al colmo toda iniquidad, toda injusticia, toda violencia y tiranía...

Pues bien, en relación con la primera de las causas, debe recordarse que el brutal impacto de las enfermedades traídas por los europeos –y por los esclavos negros traídos por ellos–, no es un descubrimiento de este siglo.

En 1686, Juan Nieto de Valcárcel, en su Disputa epidémica, ya decía:

Sabemos que no se habían visto viruelas en las Indias (...) un negro con esta desdicha (...) la plantó en aquellos reinos (...) y murieron seiscientos mil indios...

Pero también llegaron con los conquistadores el sarampión, la gripe, la peste bubónica, la fiebre amarilla y la malaria.

No conocemos si se han realizado estudios que demuestren que las desconocidas enfermedades impactaron más a unos pueblos que a otros. En todo caso, no habría razón alguna para ello. Todos los pueblos americanos estaban igualmente desinmunizados frente a las nuevas enfermedades.

¿Por qué, entonces –como pasaremos a mostrar– unos pueblos sufrieron más gravemente el descenso de su población que otros? Por lo demás, nunca se ha dicho nada –que sepamos– del impacto que en los conquistadores habrían causado las enfermedades, igualmente desconocidas para ellos que, de hecho, encontraron en América.

¿Es que respecto a ellas los médicos europeos de la época sí fueron eficientes para encontrarles cura y remedio? Y, a la inversa, ¿es que la medicina contra las enfermedades europeas no hacía efecto en los nativos que enfermaban de ellas?

Por el contrario –de allí el desinterés por curarlos que denunció el padre Montesinos–, en esto también se puso en evidencia el brutal desprecio por la vida de los americanos: a más muertos más se simplificaban los esfuerzos de la conquista. Y así procedieron hasta que se percataron de que estaban a punto de exterminar a la población andina.

En relación con la segunda de las causas –las guerras de conquista–, en algunos territorios fueron más dramáticas que en otros. Se sabe que algunas pequeñas poblaciones del Caribe fueron íntegramente arrasadas, se las hizo desaparecer de la historia.

De allí que en esos territorios fueran compulsiva y masivamente implantadas grandes poblaciones de esclavos. En 1817, Cuba por ejemplo, ya estaba poblada por un 57 % de pobladores africanos.

El genocidio con las armas no sólo fue aceptado en los hechos por los reyes de España.

Sino que, desde las luchas de España contra “los infieles judíos, mahometanos y turcos”, contó con entusiastas ideólogos.

El sacerdote franciscano fray Toribio de Motolinía (seguidor del cardenal Bartolomé de Susa y de Juan Ginés de Sepúlveda), fue uno de ellos. He aquí la síntesis de su pensamiento:

a) Es justo y lícito hacer la guerra a otro pueblo (...) para librar a los inocentes sacrificados en cultos idolátricos.

b) Es justa y lícita la guerra de conquista para preparar el camino a la propagación de la fe.

c) Es justo y lícito hacer esclavos a los capturados en guerra justa y a aquellos que por naturaleza lo son y no sirven para otra cosa.

Poco pudieron hacer para detener el genocidio quienes, como fray García de Loaysa, desde su cargo de presidente del Consejo de Indias, procuraron “aliviar la conciencia del emperador [Carlos V]”.

Se estima, por ejemplo, que la población nativa de Santo Domingo pasó de 3 millones 770 000 personas en 1496, a sólo 125 personas en 1570. Esto es, al 0,003% original.

Un genocidio realmente increíble.

Hubo territorios en los que la historiografía tradicional muestra que la resistencia contra los conquistadores fue larga y permanente.

Los indios de algunas áreas –nos dice Laviana–, como los del norte de México y los del centro de Chile, “resistieron a la conquista durante mucho tiempo, casi hasta el final de la época colonial”.

La frase citada, sin embargo, desliza un grave equívoco. No es que esas poblaciones fueran más fieras e invencibles. Simple y llanamente estaban asentadas en territorios que, a los ojos de los conquistadores, y con la tecnología de la época, no ofrecían mayor atractivo. ¿No habría sido acaso conquistado e íntegramente ocupado Chile, si entre los siglos XV y XVIII Europa hubiera contado con la tecnología necesaria para extraer la extraordinaria riqueza cuprífera chilena? ¿Por qué entonces –puede preguntarse– fueron prácticamente arrasadas casi todas las poblaciones del Caribe, si tampoco encerraban ninguna gran riqueza mineral ni agrícola –salvo las islas más grandes, que se mostraron como potencialmente ricos emporios azucareros, en lo que a la postre fueron convertidos–?

Fundamentalmente, como lo muestra el Gráfico Nº 11, porque eran el paso inevitable y obligado hacia el resto de América Meridional y hacia América Central. Es decir, eran territorios geopolíticamente estratégicos.

Los conquistadores que pasaban al continente no estaban dispuestos a dejar, peligrosamente en la retaguardia, a enemigos de ningún género, grandes o pequeños. O, lo que era aún más riesgoso, España no estaba dispuesta a dejar que allí se posicionaran y afianzaran sus enemigos más importantes: Inglaterra, Francia y Holanda.

Tan cierto es esto, que, como lo demuestra la historia, allí donde España dejó un resquicio, al norte de Cuba –en las Bahamas, por ejemplo–, se apostaron los ingleses y holandeses.

Pero no sólo allí. Más tarde ocuparían parte del propio continente: lo que después fueron las Guayanas Inglesa y Holandesa, al norte de Brasil. Francia, a su turno, se apostó en las Antillas Menores, al sureste de Cuba, y luego se posesionó de la Guayana Francesa.

Hay, sin embargo, otras dos hipótesis que merecen ser más y mejor estudiadas en relación con la mayor o menor resistencia que los distintos pueblos de América ofrecieron a los conquistadores.

En efecto, a) todo parece indicar que los pueblos más pequeños, e invariablemente más “primitivos”, ofrecieron –casi siempre, con pocas excepciones– más resistencia a los conquistadores que aquellos que, al momento de ser conquistados estaban protagonizando experiencias imperiales: aztecas e inkas.

De allí que los más “primitivos” sufrieran más los estragos de las guerras.

Y b), que –aunque muy explicablemente – los pueblos y naciones que habían estado bajo el dominio de esos dos grandes imperios de meso y sudamérica, fueron –también casi sin excepción– altamente proclives a colaborar con los nuevos conquistadores. Y así habrían tenido menos muertes a consecuencia de los enfrentamientos y las guerras.

En el Perú, las dos causas hasta ahora planteadas en relación con el genocidio estuvieron sin duda presentes. En relación con la segunda, el padre Bartolomé de las Casas fue muy elocuente y no precisamente menos crítico:

...[los que en 1531 llegaron al Perú, se habían entrenado] más tiempo en todas las crueldades y estragos (...) crecieron en crueldades y matanzas y robos (...) destruyendo pueblos (...) matándoles sus gentes (...) robándoles mucha cantidad de oro...

Y, en relación con la tercera de las causas de la sensible disminución de las poblaciones nativas de América, está ampliamente demostrada la existencia de trabajos y trabajadores forzados en Perú, Bolivia y México.

Bakewell prueba que durante la Colonia hubo trabajadores forzados –pero asalariados – en las minas de esos tres territorios.

Dice Bakewell que, en presencia de las “enormes pérdidas en [la] población indígena”, se suscitó, entre los conquistadores dedicados a la agricultura, y los dedicados a la minería, pero, en particular, entre éstos últimos que, por obvias razones, estaban en condiciones de pagar los más altos salarios, una gran competencia por la mano de obra que aún quedaba disponible.

Pero además, la Corona, para evitar la peligrosísima y total extinción de la población andina, había legislado en el sentido de prohibir el incremento de trabajadores forzados. Es en ese contexto, dice Bakewell que, entonces, “no hubo más remedio que ir a alquilar obreros indios en un mercado abierto”.

En México se les llamó “naborías, es decir, asalariados”, y constituyeron el 68 % de los trabajadores de las minas. Y en Perú –Bolivia, dice Bakewell –erróneamente a nuestro criterio–, se les llamó mingados, conformando entre el 60–70% de la fuerza laboral minera.

Se equivoca Bakewell al denominar mingados a los forzados asalariados mineros por lo siguiente. Desde remotas épocas preinkaicas, la mita era una institución mediante la cual el Estado –nacional o imperial–, fundamentalmente en las épocas de ausencia de lluvias, reclutaba –de entre su propia nación y/o de entre las naciones conquistadas– fuerza de trabajo para emprender obras públicas: puentes, carreteras, defensas militares, etc.

Y la minga, una institución mediante la cual, las familias, libre y recíprocamente, cooperaban alternativamente entre sí –hoy por tí, mañana por mí–, tanto en labores agrícolas y ganaderas, como en la construcción de sus viviendas, por ejemplo. ¿Cómo pues, puede decirse que los trabajadores forzados de la Colonia eran mingados? Eran trabajadores forzados y asalariados, y punto.

A partir de la observación que haría Alexander Humboldt de “la facilidad de la explotación de las minas de América”, Ruggiero Romano dirá que, además de las facilidades de extracción que ofrecía la geología americana, estaba la “facilidad” de la casi inexistencia de costos, que sólo puede explicarse, pues, por la virtual esclavitud que en ellas imperaba. Pero ello también explica porqué, a pesar de la demanda de fuerza de trabajo asalariada, los salarios no eran proporcionalmente tan altos como se habría dado en un mercado verdaderamente abierto.

Pues bien, en toda América Central y Meridional se dieron las tres grandes causas de disminución drástica de la población que menciona el padre Gutiérrez. En el Caribe, como está dicho, las poblaciones casi íntegramente extinguidas fueron sustituidas por esclavos traídos de África.

Respecto de América Central –México en particular–, y respecto de América del Sur –Perú y Bolivia en especial–, ¿fue acaso el genocidio igualmente catastrófico, como al parecer hasta ahora se cree? Si así en efecto hubiese ocurrido, las consecuencias sociales y económicas habrían sido las mismas, tanto en uno como en otro espacio. Todo parece indicar, como veremos más adelante, que ello no fue así. Parece definitivo que la catástrofe demográfica fue significativamente más grave en Perú y Bolivia que en México.

Hay, sin embargo, autores que sostienen exactamente lo contrario. Marco de Antonio, por ejemplo, en Descubrimiento y Conquista: ¿Genocidio?, sostiene que mientras la población del Perú descendió de 6 a 1,1 millones de personas, entre 1532 y 1628; la de México descendió de 25,2 a 1,1 millones, entre 1519 y 1605 320.

Dice este autor que las razones de tan significativos descensos fueron: la viruela que llegó al Perú entre 1524 y 1526 (es decir durante los primeros viajes exploratorios de Pizarro por las costas del Perú, acotamos); y las enfermedades infecciosas –gripe, viruela, sarampión, paperas y enfermedades venéreas – que llevaron los conquistadores a México, de las que perecieron “cerca del 80% de los indios...” 321. Habría sido, pues, como titula el autor el capítulo correspondiente: “Un desastre sanitario” 322.

La investigación de Marco de Antonio tiene, a nuestro juicio, tres objeciones insalvables.

En primer lugar, es inaudito que se presente sólo como “desastre sanitario” lo que fue también un genocidio militar y también la consecuencia de terribles “trabajos forzados” –como lo admite Luciano Pereña en uno de los más completos estudios sobre el genocidio en América 323, y en el que precisamente aparecen las afirmaciones que estamos rebatiendo–, pero además el resultado de brutales y sistemáticos maltratos físicos y torturas.

En segundo lugar, y estrictamente desde el punto de vista epidemiológico, es insostenible afirmar, y sin explicaciones de ningún género, que las epidemias mataron en el Perú al 82% y en México al 96% de sus respectivas poblaciones nativas.

¿Se pretende insinuar que las enfermedades de Cortés y compañía fueron distintas y más fatales que las de Pizarro y sus huestes? ¿O que la población peruana era epidemiológicamente más resistente que la mexicana? No existe asomo de indicio objetivo que permita responder afirmativamente esas interrogantes.

Y, en tercer lugar, si las poblaciones actuales de Perú y México son 24 y 93 millones de personas, respectivamente, el primero, pues, habría crecido a una tasa anual promedio de 0,84% y el segundo a 1,217%.

Pero tampoco hay indicio alguno que permita suponer y aceptar, tan a la ligera, que la población en México creció a un ritmo 45% más pronunciado que la del Perú. Si hoy sus tasas de crecimiento demográfico son virtualmente las mismas, a título de qué puede sospecharse que en los siglos pasados fueron tan disímiles.

Nuestra hipótesis es que la catástrofe demográfica fue significativamente más grave en Perú y Bolivia que en México. Trataremos de demostrarlo. Pero además para tratar de explicar, consistentemente, por qué ello ocurrió así.

En el Gráfico Nº 12, para el diseño de los tramos de las curvas correspondientes al período anterior al año 1500, se está asumiento la misma tasa de crecimiento que, para la población mundial de esa época, presenta Salvat 324.

Por lo demás, ese gráfico es el resultado de los siguientes datos y reflexiones, basadas estas últimas, como lo han hecho otros autores, en “razonamientos lógicos” 325, dado que no hay otra alternativa.

Los cálculos demográficos más verosímiles, pero también los menos exagerados, estiman en 32,5 millones de habitantes (Dobyns) y 25,2 millones (S. Cook y W. Borah) la población de México inmediatamente antes de la conquista; y en 10 millones (Wachtel) y 12 millones de personas (Smith), la población de los Andes Centrales en 1492 326.

Específicamente para el Perú, S. Cook estima que en 1520 la población era del orden de 9 millones de personas.

En todo caso, tanto para México como para el Perú, las discrepancias entre las cifras de unos y otros autores están en el orden de 30%.

Por lo demás, y consistentemente con el análisis que mostraremos más adelante, la relación entre la población de un territorio y la del otro, con las cifras de S. Cook, es de 2,8 a 1, razonablemente consistente con el hecho de que hoy esa relación es de 4 a 1.

Pues bien, asumiremos entonces las cifras de S. Cook, con cargo a que estudios más profundos prueben o desechen las hipótesis que vamos a plantear.

Compartimos, no obstante, las sospechas de M.L. Laviana en el sentido de que “las demostraciones científicas probablemente nunca lleguen” 327, porque en efecto resultará virtualmente imposible hacerlo.

Permítasenos antes aquí, sin embargo, una breve digresión. !Qué dificil es acometer estos temas con una mínima y elemental seriedad y seguridad¡ Observemos el problema en el que nos encontramos: M.L. Laviana afirma que S. Cook estima que en 1520 el territorio del Perú albergaba a 9 millones de personas; pero Flores Galindo afirma que el demógrafo David N. Cook señala “que hacia 1530 –esto es, inmediatamente antes de que se inicie la conquista– el territorio actual del Perú debía tener una población aproximada de 2 738 673 habitantes...” 328.

Con la inaudita precisión de David N.

Cook, la palabra “aproximada” está absolutamente demás. Pero eso, en realidad, es lo de menos. No obstante, no podemos menos que expresar nuestras razonables sospechas por la insólita precisión de la cifra de David N.

Cook. Más preocupante sin embargo es el hecho de que la cifra de S. Cook es casi 330% mayor que la de David N. Cook.

Y si se compara el dato de S. Cook para México, con el de David N. Cook para el Perú, resultaría que la población de México, en las primeras décadas del siglo XVI, era 9,3 veces mayor que la del territorio peruano, lo cual francamente es insostenible.

Pero además se sabe que la población del Perú siguió decreciendo hasta entrado en siglo XVIII. Así, con las cifras de David N.

Cook –2 738 673 en 1530 y “601 645 indios” 329 en 1630– habrían llegado al siglo XVIII entre 200 mil y 300 mil personas, lo cual también es inconcebible e inaceptable –por lo menos a la luz de todo lo que veremos más adelante–.

Adelantaremos, no obstante, que consistentemente podemos asumir que no más del 10% de cualquiera de esas últimas cifras habrían sido varones adultos, porque fueron los que más sufrieron la mortandad. ¿Hubieran podido 30 000 hombres trabajar en 50 valles, cuidar ganado, servir a los conquistadores, construir palacetes, tallar balcones, erigir más de mil iglesias, y hacer orfebrería, artesanía y pintura? Las cifras de David N. Cook, desgraciadamente, pues, no resisten el más mínimo análisis.

No obstante, y sin someterlas a juicio, las han recogido reputados historiadores peruanos.

Pues bien, retomenos lo nuestro. En el caso del Perú, según los estudios demográficos más aceptados, el declive demográfico se prolongó hasta por lo menos el año 1720.

Conste sin embargo que muchos años después, en 1777, el visitador José Antonio de Areche afirmó: no hay corazón bastante robusto que pueda ir a ver el cómo se despiden forzados indios de sus casas para siempre, pues si salen cien, apenas vuelven [vivos] veinte.

S. Cook sostiene que la población descendió hasta 1 000 000 de personas aproximadamente.

Es decir, con las cifras de él, cayó de 9 a 1. No tenemos cifras verosímiles de la catástrofe demográfica en México, dado que nos resultan inverosímiles las de Marco de Antonio. Ninguno de los textos que hemos consultado lo precisa. Asumiremos entonces, provisionalmente, que fue tan grave como la del Perú, esto es, que también cayó de 9 a 1.

Pues bien, actualmente la población peruana es poco más de 23 millones de personas 332. Es decir, entre 1720 y 1995, ha crecido a una tasa promedio anual de 1,15 por ciento, promedio que incluye la tasa de explosión demográfica experimentada en las últimas décadas de este siglo, y que alcanzó un promedio récord de 3 por ciento anual.

En principio, no tendríamos, por ahora, porqué pensar que la tasa de crecimiento anual promedio de México, para el mismo período, tuviera que ser distinta. Así, si fue la misma, para llegar a los 93 millones de personas que tiene hoy México, tendría, entonces, que haber partido de 4 millones de personas.

En cuyo caso –partiendo siempre de la cifra inicial proporcionada por S. Cook– la caída poblacional en esa zona de la América española no fue pues de 9 a 1, sino de poco más de 6 a 1. La diferencia, entonces, es bien significativa.

Así, el genocidio no habría sido tan grave en México como en el Perú. Pero, si se quisiera insistir en que efectivamente también fue de 9 a 1, habría entonces que aceptar que la población inicial fue de 36 millones de habitantes, en cuyo caso las cifras de S. Cook estarían erradas en 43 % y las de Dobyns sólo en 11 por ciento.

No obstante, sigamos asumiendo: a) que los estimados de S. Cook son correctos; b) que el decrecimiento fue de 9 a 1; y, c) que a partir de 1720 la tasa promedio de crecimiento anual de México ha sido igual a la del Perú (a estas alturas del análisis, insistimos, no tenemos todavía porqué sospechar lo contrario).

En ese caso, partiendo de 2,8 millones de personas (25,2 / 9), la población mexicana de hoy debería ser sólo de 65 millones de personas, pero –como no estamos en el siglo XV, en que los censos incurrían inevitablemente en grandes distorsiones respecto de la realidad– no hay forma de negar, entonces, que hoy los mexicanos son 93 millones de personas. ¿Dónde, pues, está el error?

No disponemos de cifras que discriminen cuántos de los cuatro millones de españoles americanos que había en el Nuevo Mundo en el siglo XIX radicaban en México y cuántos en el Perú.

Pero sí sabemos que de los 55 000 españoles que había a principios del siglo XVI en América, sólo un máximo de 5 500 estaban establecidos en el Perú. Sin duda pues, en el siglo XVI, había muchos más en México que en el Perú. La diferencia a favor de México, cualquiera que haya sido en el siglo XVI, se incrementó aún más en los siglos siguientes.

Nuestras razones son las siguientes. Llegando desde Europa: a) objetivamente eran –y son– bastante más cercanos los puntos de desembarco del Caribe y del Golfo de México que Lima; b) obviamente entonces era más costoso, largo y difícil llegar hasta el Perú; c) desde los primeros tiempos de la conquista se supo que la geografía mexicana era más benévola, y menos hostil con los inmigrantes que la peruana, y; d) una vez que hubo terminado la “fiebre” de cosecha de joyas y vasijas de oro y plata en el Perú, y cuando a partir de 1665 quedó en evidencia que la riqueza de México era cada vez mayor que la del Perú, es indudable pues que fueron adquiriendo mayor preeminencia todavía para los migrantes de la península las tres primeras razones anotadas.

Y la cuarta, sumada a las anteriores, convirtió definitivamente a México como el destino más preciado de las oleadas que fueron llegando de España durante más de cien años después de 1665. Resulta obvio colegir pues que México fue mucho más poblado por españoles que el Perú; significativamente más poblado.

Una prueba indiciaria de ello, pero muy importante, es que en México, aún cuando todavía hoy se habla más de 66 idiomas aparte del castellano, la población castellano parlante de 1976 era el 90%. En el Perú, en cambio, para la misma fecha, era sólo el 70%. Por obvias razones, la diferencia tiene que haber sido aún más grande a principios de este siglo, y aún mayor al finalizar la Colonia.

Aceptemos pues que México estuvo bastante más poblado de peninsulares españoles y de sus descendientes que el Perú, aunque evidentemente no fueron nunca la mayoría poblacional.

Con ello pretendemos que se acepte que la tasa promedio de crecimiento poblacional de México –resultado en el que sin duda jugaron un papel decisivo los usos y costumbres heredados de España–, no fue pues igual ni a la del Perú, ni a la de España. Sino que, en el mejor de los casos, tuvo un valor intermedio, aún cuando, lo más probable, es que fuera más próxima a la del Perú que a la de la península, dado que la inmensa mayoría de la población era nativa.

Pues bien, España, para pasar de 4 a 40 millones entre el siglo XV y la actualidad, ha respondido a una tasa promedio anual de crecimiento del orden del 0,46 %. Si la del Perú (a partir de 1720) ha sido del orden del 1,15 %, el promedio entre ambas, pues, es una tasa de crecimiento anual de 0,805 %. Pues bien, con esa tasa, para llegar a los 93 millones de mexicanos de hoy, debió partirse de 10 250 000 habitantes. De ser esto cierto –partiendo de los 25,2 millones que estima Cook–, el descenso poblacional habría tenido entonces una relación de 2,5 a 1, que resulta absolutamente diferente a la de 9 a 1 que se habría dado en el Perú.

Así y todo, habrían muerto en México el 60 % de sus habitantes o, lo que es lo mismo, 15 millones de personas, muchas más incluso que en el Perú. Pero, como está dicho, se habría tratado pues de una debacle que, aunque dramática, fue proporcionalmente menos grave, mucho menos grave que la que ocurrió en los Andes.

Esta conclusión provisional, tal como se verá más adelante, resulta consistente con los resultados económicos de la Conquista y de la Colonia. Pero además, es consistente con el hecho incontrovertible y objetivo de que a México prácticamente no se llevó esclavos negros. Esto es, no se llegó a una crisis de escacez de mano de obra que obligara a sustituirla con esclavos traídos de África, lo que ciertamente sí ocurrió en el Perú.

Más aún, si la debacle poblacional en México hubiera sido proporcionalmente tan grave como la del Perú, o la de Santo Domingo, la importación de esclavos a México habría sido enorme, dada la enorme riqueza de plata de que disponía ese territorio y que España explotó intensamente.

Y, si como hemos adelantado, y por el mayor y más rápido mestizaje cultural que se dio en México, la tasa promedio de crecimiento de la población mexicana fue sólo pero hasta 10% más baja que la del Perú, esto es, que fue del orden de 1,035 % anual, entonces para llegarse desde 1720 a los 93 millones de hoy, debió partirse de 5 500 000 habitantes. En esos términos la debacle demográfica fue de 4,6 a 1, proporcionalmente casi la mitad de lo grave que fue en el Perú, lo que también resulta coherente con los resultados económicos que se lograron durante la conquista y la colonia en ambos virreinatos.

Por parecernos la más verosímil, asumiremos en adelante que, por lo menos a partir de 1720, la población de México era pues de 5,5 millones de habitantes.

Pues bien, de las tres razones que presenta el padre Gutiérrez para explicar la catástrofe demográfica, ¿estamos ya en condiciones de saber cuál, a su vez, explicaría que el Perú –y Bolivia– sufrieran mayor impacto? Aún no, hay todavía otros argumentos por analizar.

El genocidio en el Perú significó el abandono casi total del territorio agrícola, a falta de manos que lo trabajasen. Los corregidores españoles concentraron entonces la fuerza de trabajo sobreviviente, y que no trabajaba en las minas, en las mejores tierras –las de la costa y las tierras bajas de los valles interandinos –: quedaron entonces abandonados, durante siglos, los costosísimos millones de hectáreas de andenes construidos durante más de cuatro mil años.

El desastre, pues, de esa importantísima infraestructura agrícola, no fue un desastre natural, sino consecuencia directa de la manera como la Colonia liquidó la mayor parte de la población, desestructurando de raíz el sistema económico y social andino.

Sólo cuando la población nativa llegó a un mínimo que hacía peligrar su propia existencia –y por consiguiente el imperio no hubiera tenido cómo explotar las riquezas de las altas y frías entrañas de los Andes–, el imperio decidió abolir las encomiendas.

Es decir, no por razones humanitarias sino por razones exclusivamente pragmáticas, y siempre en función de los intereses del imperio.

Al concluir el descenso poblacional, Perú, con un millón de habitantes, y México, con algo más de 5,5 millones, tenían pues condiciones sustancialmente distintas para contribuir con los objetivos imperiales de España. El hecho de contar con 5,5 veces más población, permitía a México contribuir, más y mejor, a las desesperadas urgencias económicas de la metrópoli.

Tanto durante el inútil derroche militar de Carlos V y Felipe II, como durante el afrancesado consumismo que se impondría con Carlos II –que en 1670 era prácticamente un “pensionista” de Luis XIV, el Rey Sol de Francia–. Consumismo afrancesado que después se reforzaría con el ingreso de los Borbones de Francia al trono de España, etapa que inauguró en 1700 Felipe V de España –Felipe de Anjou, nieto del Rey Sol–.

México –contra lo que cree la inmensa mayoría de los peruanos– fue durante la mayor parte de la Colonia el sostén económico fundamental del Imperio Español. Las cifras son concluyentes a este respecto. México era una potencia económica durante la Colonia.

Alexander Humboldt estimó que para inicios del siglo XVIII la producción minera de México podía valuarse en 23; la agricultura en 29 y la manufactura entre 7 y 8 millones de pesos, respectivamente.

El conjunto, traído a valor presente, según estimamos, equivale a 73 700 millones de dólares (actualizados a una tasa de 1% anual, y a partir de 1680).

Este monto, como se verá inmediatamente, es coherente con los niveles de recaudación tributaria que, estimamos también, obtenía el imperio en esa colonia americana (actualizados también a una tasa de 1% anual).

A lo largo del texto, y porque preferimos pecar por defecto que por exceso, seguiremos trabajando con una tasa de actualización de sólo 1%, aún cuando, como en este caso, nos resulten cifras poco o débilmente representativas a ojos de hoy. Nuestro propósito, advertimos una vez más, sólo es presentar cifras en órdenes de magnitud. La precisión de las mismas deberán hacerla los economistas de consuno con los historiadores.

Un dato más a este respecto puede también resultar útil e ilustrativo. La “masa monetaria” de México, en 1771, era de 36 millones de pesos o, lo que sería lo mismo, 18 400 millones de dólares de hoy. Cifra que, en principio, sería consistente con el PBI anteriormente anotado. Reflejaría una rotación anual de 4 veces (“circulación baja”, como anota Romano), también consistente con el incipiente desarrollo del capitalismo mexicano de entonces, en el que una gran proporción de la población nativa estaba aún al margen del “mercado” o sólo esporádicamente incursionaba en él.

Reflejando la diferencia entre la magnitud de las dos colonias más importantes, Romano refiere que, por la misma época, la “masa monetaria” en el Perú era de sólo 5 millones de pesos (3 680 millones de dólares de hoy). Y, en sentido inverso, si la velocidad de circulación del dinero habría sido la misma, el Pbi del Perú, entonces, habría sido el equivalente de 14 720 millones de dólares.

De haber sido así, se habrían cumplido largamente las mejores expectativas de la metrópoli. Según Romano había “el deseo manifiesto casi por todas partes de que las monedas, antes de partir hacia España, pudieran circular una a dos veces”.

El Gráfico Nº 13 y el cuadro siguiente muestran la Recaudación Tributaria total que percibió la Corona de España, por todos los conceptos (minas, comercio, estancos monopólicos, tributos directos de las personas, etc.), en los 130 años que van de 1680 a 1809, es decir, hasta poco antes del proceso independentista.

Debe, sin embargo, tenerse en cuenta que los impuestos que se recaudaban en nombre de la Corona de España, no necesariamente iban íntegros a la península. Parte de ellos servían, evidentemente, para sostener a las administraciones virreinales, tanto de México como del Perú.

Así, por lo menos para el período 1680–1809, tiene razón Klein cuando anota que el virreinato del Perú “era apenas autosuficiente”. Klein se explicará mejor cuando después dice: “pocas (si acaso algunas) de las entradas recaudadas localmente fueron a España”, porque las que se obtuvo –aclaramos – se destinaron a solventar los gastos de la burocracia civil, de la burocracia militar, y para financiar la construcción de fortificaciones, como el Real Felipe, en el puerto del Callao, por ejemplo.

Otro tanto ocurría con el resto de los territorios coloniales, cuyos ingresos, cuando los había, servían para mantener a las respectivas burocracias civiles y militares, y para financiar, aunque fuera en parte, los enormes gastos en fortificaciones militares como las de Cuba, Puerto Rico, y Cartagena de Indias en Colombia.

México, en cambio, dice Klein, “representaba una mina de oro para las autoridades reales (...) una proporción muy significativa de los ingresos [allí] recaudados llegaban a Madrid (...), realmente [era] el único productor neto de ingresos en toda América”.

Klein, sin embargo –por lo menos en el trabajo que acá estamos citando de él– no se preocupó de explicar la razón fundamental de la significativa diferencia de aportaciones que mexicanos y peruano–bolivianos hicieron a la metrópoli: éstos últimos, como se ha visto, fueron numéricamente reducidos hasta representar sólo el 20% de la población mexicana.

¿Habría podido México convertirse en el sostén más importante de la economía imperial, si efectivamente su población se hubiese reducido hasta 1 millón de personas como cree Marco de Antonio?

Antes de continuar con nuestro análisis, destacaremos un aporte de Klein que nos parece sumamente importante y revelador de la significación económica que México y Perú–Bolivia tenían para el imperio: en la década 1790–99, mientras México aportó con ingresos totales de 48,2 y Perú con 5,4 millones de pesos, en la península se recaudó 50,2 millones de pesos.

Las colonias, pues, aportaban –cuando menos– el 52 % de los ingresos del imperio 344. Es decir, nadie puede retacear la extraordinaria contribución de América a España. Si la metrópoli hizo mal uso de esa riqueza, ese es otro problema.

Hoy, si a un ladrón se le cae durante la fuga el producto de un hurto, no por ello deja de ser sometido a juicio e igual va a la cárcel.

¿Qué representan hoy los 295,9 millones de pesos que aportaron en conjunto los virreinatos de México y Perú en el período 1680–1809? ¿Y a cuánto equivalen ahora los 53,6 millones de pesos de la década 1790- 99? Tenemos a mano dos alternativas para el cálculo: a) con datos de Engel podemos considerar el “peso” como equivalente a 4,5 gramos de oro; y, b) del texto de Laviana puede desprenderse que un “peso ensayado” equivalía a 7,14 gramos de oro.

Usaremos entonces, para la actualización y conversión, y conservadoramente, la equivalencia que da Engel. Conforme a eso, los 295,9 millones de pesos del período 1680- 1809, actualizados a partir de 1745, el año intermedio, representarían hoy día el equivalente de 193 621 millones de dólares. ¡Nada despreciables! O, si se prefiere, un promedio anual de 1 489 millones de dólares.

Y los 53,6 millones de pesos de la década 1790–99 (actualizados a partir de 1795), representarían hoy el equivalente de 21 324 millones de dólares, o un promedio anual de 2 132 millones de dólares.

Uno y otro promedio anual equivalen al 2 y al 3 %, respectivamente, de los presuntos PBI anuales que hemos mostrado párrafos antes. ¿Qué diría Michel Camdessus de la “baja” presión tributaria de esa época? ¿Quizá que los bajos porcentajes sugieren altos porcentajes de evasión tributaria? Estamos absolutamente concientes de que, en estos cálculos, pueden haber gruesos errores por no estarse incorporando los ajustes correspondientes a las sucesivas inflaciones que se dieron en el largo período en análisis. Engel por ejemplo nos recuerda que la cotización del “peso” cambió sucesivamente de 10 a 12 y hasta a 15 marcos, aunque no precisa las fechas a que corresponden.

Mas como fuere, los cálculos más precisos tendrán que hacerlos los economistas. Ya veremos si se confirman o se refutan nuestras hipótesis. Ya veremos, incluso, si se demuestra, como también sospechamos, que en muchos cálculos nos hemos quedado cortos.

Nuestros objetivos, no obstante, siguen siendo válidos –así lo creemos–. Ellos son: 1) ofrecer al lector valores que hoy nos resulten razonablemente inteligibles, que, por consiguiente, nos faciliten entender mejor y aproximarnos con más precisión a los acontecimientos de que hablamos. Porque, en ese sentido, insistimos, nada nos dicen “maravedíes”, “pesos”, “pesos ensayados” o “ducados”.

Nos sirven sí de punto de partida.

Y, 2) llamar la atención de los historiadores en el sentido de que hoy, con el auxilio de los modernos instrumentos de cálculo, y con el concurso de los economistas y econometristas, se tiene la obligación –moral y profesional– de actualizar las cifras, reto que, hace algunas décadas, simple y llanamente no se le podía exigir a nadie. Cuando procedamos de esa manera, libros de edición tan reciente (1996) como el de María Luisa Laviana, y muchos otros, aunque sólo fuera por éso, cambiarían sustancialmente.

Retomemos pues el tema central. ¿Puede desprenderse de lo dicho hasta aquí, que la importancia económica de los territorios de Perú y Bolivia fue siempre tan pobre como nos lo muestran las cifras de Klein para el período 1680–1809? De ningún modo. Si así hubiera sido, el territorio del Perú no podría mostrar –como efectivamente lo muestra a cualquier visitante – los gigantescos recursos que se gastaron durante la Colonia en la increíble serie de catedrales e iglesias que se construyeron, con retablos dorados y enjoyados casi hasta el delirio, tanto en Lima, como en Cusco, Ayacucho, Huancavelica, Arequipa, Puno, etc.

El Perú ostenta un porcentaje muy significativo de las 70 000 iglesias y 500 conventos que la Iglesia Católica española construyó en América –conforme refiere Jorge Abelardo Ramos–.

Tampoco pues podría mostrar el Perú los palacetes con los costosos balcones de que se preciaba la Lima pos virreinal que conocieron Humboldt, Raimondi y Markham, parte de los cuales todavía muestra hoy el denominado “centro histórico” de Lima, y que muestran también otras ciudades del país. Trataremos pues de demostrar nuestra hipótesis abundando sobre la materia.  

En ambas décadas, sin embargo –e igual que ocurre en todas las demás– nos toparemos con la tremenda importancia que, respecto de los totales correspondientes, tiene el rubro que aquí estamos denominando “Otros”, que en la década 1680–89 alcanza porcentajes de 78 y 58 por ciento, para Perú y México, respectivamente. Y en la década final porcentajes tan altos como 62 y 77 por ciento para cada uno de los mismos virreinatos, respectivamente.

Klein no muestra qué encierra ese tan significativo rubro “Otros”. Probablemente nadie pueda mostrarlo.

¿Incluye realmente el “quinto real” correspondiente a la Corona –porque ello no resulta muy claro–? ¿Incluye los diezmos para la Iglesia Católica –porque no está dicho–? Así entonces, y para aclarar ligeramente el panorama, nos hemos permitido realizar nuevos cálculos prescindiendo del rubro “otros”. Con y sin ese rubro, lo que pretendemos demostrar no muestra cambios significativos.

 

Cuando la recaudación minera es baja (1%), la recaudación comercial es alta (16%) –Perú, década 1680–89–. Y a la inversa, cuando la minera es alta (13%), la comercial es baja (1%) –Perú, década 1800–09–. Esa misma relación inversa se da en el caso de México, pero en proporciones muy sutiles.

¿Cómo podría entenderse, sin embargo, que la actividad minera en el Perú produjera una recaudación de sólo el 1% del total en la década 1680–1689? ¿Y cómo entender, que la recaudación por actividades comerciales fuera tan alta en la misma década? Para responder, deberá tenerse presente que, en esa primera década de la serie de Klein, la recaudación total en Perú era de 12 995 000 pesos y la de México 8 357 000.

Esto es, del total general, Perú aportaba el 61 % y México sólo el 39%. Hasta esa época pues, y todavía en la siguiente (en que la relación es 59–41%, siempre a favor de Perú–Bolivia), es evidente que el virreinato sudamericano era económicamente más importante que el de México.

Con esta comprobación, no puede pues seguirse sosteniendo que “el Perú era apenas autosuficiente”. No, hasta 1699, el Virreinato del Perú era, efectivamente, “una mina de oro”.

Muy poco se ha difundido por ejemplo que, ya en 1605, se explotaba en el Perú, por lo menos, una mina de oro, en Carabaya, en el norte de Puno. “Su metal –dice el cronista– tiene 23 quilates y medio (...), sacábase de allí pepitas de oro del tamaño de simientes de rábanos, y otras como garbanzos y avellanas”.

E indica también que en todos los ríos de las montañas se encontraba “oro volador”, o sea menudo, de 22 quilates.

Y tampoco se ha difundido lo suficiente el hecho de que, siempre para la misma fecha, ya se explotaba minas de plomo, estaño y cobre. Nunca sin embargo hemos encontrado datos que complementen esos apuntes que, por lo que puede deducirse, habría realizado desde la primera década del siglo XVII un judío portugués al servicio de Holanda 352.

Ahora bien, no parece necesario insistir que resulta obvio que en 1680 el Virreinato del Perú sufría ya, dramáticamente, los estragos de la catástrofe demográfica, que por fin llevará al hoyo la economía del virreinato dos décadas después.

De allí que, a partir de la década de 1700–1709, las recaudaciones de México pasan a representar el 70 % de las recaudaciones continentales de impuestos y las del Perú caerán reducidas al 30% restante. Sólo a partir de 1700, pues, México pasa a ser la “mina de oro” del imperio.

Para esa época, ante la ostensible catástrofe demográfica, bien pudo ocurrir en el Perú lo que el padre Bartolomé de las Casas, relata para algún lugar del Caribe: [fulano] ...se jactaba de trabajar cuanto podía por preñar muchas mujeres indias, para que, vendiéndolas preñadas, le dieran más dinero por ellas.

Sin la menor duda, en el Perú los virreyes de la época deben haber sido urgidos desde España, una y otra vez, reclamándoseles retornar a las recaudaciones anteriores, y exigiéndoles explicaciones a las cada vez más graves mermas de ingresos que se obtenían en su virreinato estrella.

Melchor de Navarra y Rocafull –el duque de la Palata–, que gobernó entre 1681 y 1689, debió contestar, también una y otra vez: “no hay nada que hacer en el Perú, la población prácticamente ha quedado extinguida; aunque querramos, ya casi no hay quién explote las minas”.

“Ese virrey tiene ya nueve años en el cargo –imaginamos que habría gritado desesperado uno de los sabios asesores del rey–, está cansado, !hay que cambiarlo!”.

Otro de ellos, muy bien plantado sobre sus pies, habría sugerido entonces –quizás a insinuación del propio interesado–: “Su Majestad, enviemos al Perú al virrey de México, a Melchor Portocarrero y Lasso de la Vega, duque de la Monclova, él sí está logrando incrementar los ingresos en México, muy bien puede hacer lo mismo en Lima”.

“Hágase” –habría contestado el rey frente a tan lúcido consejo, ordenando una vez más el estilo de traslado y relevo que hoy es política tradicional de las transnacionales modernas, pero que ya antes habían practicado los romanos–.

Así, don Melchor Portocarrero y Lasso de la Vega, duque de la Monclova, tuvo que hacer sus petacas y trasladarse de México a Lima, a donde llegó en 1689 para relevar a su antecesor. En 1705, tras seis años de intensa e incomprendida brega, y el duque de Monclova fue cesado desde Madrid. No había conseguido incrementar la recaudación tributaria en el Perú.

Más aún, los ingresos seguían bajando, eran ya el 33% de los ingresos que Melchor de Liñán y Cisneros, arzobispo de Lima, había logrado captar en 1680. El asunto en Lima ya no tenía vuelta. Nunca más, durante lo que restaba de la Colonia, el que fuera muy próspero Virreinato del Perú pudo reponerse.

¿Será acaso una simple coincidencia que, correspondiendo exactamente en el tiempo con la constatación de la irreversible debacle económica del gran virreinato sudamericano, se decidiera empezar a fraccionarlo, para más “racional y eficientemente” seguir estrujándolo, como Aranda hizo explícito en su carta a Floridablanca, en 1785? Porque, como se sabe, el primer virrey que se hizo cargo del Virreinato de Nueva Granada, que abarcó Venezuela, Colombia y posteriormente Ecuador, debutó en 1719, esto es, cuando los ingresos que se recaudó en el Perú habían llegado a su límite histórico más bajo: 1 283 928 pesos, es decir, sólo el 10% de lo que se había recaudado en 1680.

La crisis, pues –como en Roma–, precipitó la subdivisión administrativa. No fue una simple casualidad que ambos hechos coincidieran en el tiempo.

Entre tanto, ante lo inevitable, ante el crudo y frío dato de la realidad que se daba en el Perú, España empezó a exigir a México que incrementara sus ingresos para suplir la caída de los ingresos del Perú. España no se imaginaba otra alternativa: si los fondos no provenían del Virreinato del Perú, tenía entonces que ser del de México.

Así, como bien registra Klein, la desesperación de la Corona por obtener fondos “la llevó a gravar más las cajas [fiscales] mexicanas”. No obstante, resulta asombroso –por decir lo menos– que el propio Klein, sólo una línea antes, diga: ...es difícil entender por qué la Corona no explotó más las cajas [fiscales] peruanas.

¿Difícil entender? ¿Aún cuando es él mismo el que muestra que en cuarenta años –1690–1719– la recaudación total en el Perú había caído al 10%? El error de perspectiva de Klein –como de muchos economistas– es el de implícitamente considerar que los resultados económicos –en este caso la impresionante caída en la recaudación tributaria en el Perú–, deben obtenerse por encima de los hombres mismos, independientemente de su voluntad.

Por eso Klein no reparó en la pregunta clave y la dejó pasar: ¿Qué pudo dar origen a tan espectacular caída en la recaudación tributaria? ¿Quizá una baja abrupta en la eficiencia de recaudación? ¿Quizá un descenso brusco en la producción? Y esto último a su vez por qué. ¿Quizá por una baja en la eficiencia extractiva? ¿Quizá por agotamiento de las vetas? O, alternativamente, ¿quizá porque ya no había hombres que trabajaran las minas? Y éste era precisamente el caso.

En efecto, para el momento en que se registra la más baja recaudación tributaria en la historia del Virreinato del Perú, en la década de 1710 a 1719, el descenso de la población llegaba ya a los límites del exterminio. Había descendido de 9 a 1 millón de habitantes.

Ello explica, sin que se requiera otros ingredientes, la espectacular caída de la producción de plata que más adelante se verá en el Gráfico Nº 15.

Muñoz de Cuéllar calculaba –en la época –, que la población de las provincias que proporcionaban fuerza de trabajo a las minas del sur había disminuido a la mitad después de “la reglamentación de la mita por el virrey Toledo”. Y –agrega Hemming– “para mediados del siglo XVII la misma población había disminuido a menos de un cuarto...”.

Pues bien, está aún pendiente de respuesta una interrogante que venimos postergando desde varias páginas atrás: ¿cuál de las tres razones del padre Montesinos (siglo XVI) que ha recogido el padre Gutiérrez (siglo XX) explicaría que el Perú y Bolivia sufrieran una catástrofe poblacional tan grave, para que la población disminuyera de 9 a 1? Con el riesgo de que este análisis resulte tedioso, diremos, sin embargo, que sólo nos falta un argumento para responder. Había quedado claro que hasta 1699 el Virreinato del Perú era, efectivamente, “una mina de oro”.

Esa mina de oro fue muy distinta a la que luego sería México. Éste, el Virreinato de Nueva España, fue una mina natural. Las ingentes cantidades de plata metálica que se embarcaron a España desde los puertos del Golfo de México, se extrajeron de la tierra, se amalgamaron con azogue, se fundieron y se acuñaron en monedas. Fue, pues, una “mina de plata”.

Del Perú, en cambio, la inmensa mayoría de las enormes riquezas de que se apropió el imperio de Carlos V y Felipe II –y cientos de conquistadores, desde Francisco Pizarro, pasando por Hernando de Soto, hasta la más inicua y anónima soldadesca–, por lo menos en las primeras décadas después de iniciada la conquista, estuvo constituida por inagotables joyas de oro y plata que durante más de mil años habían moldeado los proverbiales orfebres peruanos.

Cientos, miles –quizá millones de joyas –, más grandes y asombrosas unas que otras, más fina y primorosamente elaboradas éstas que aquéllas, fueron encontradas por los conquistadores, a “tajo abierto”, por donde pasaban, en todos lados.

Les faltaron manos y les sobró impudicia para apropiarse descaradamente de todo cuanto brillaba.

La casas de los vivos fueron saqueadas.

Los hijos fueron tomados como rehenes para que sus padres confesaran dónde había más piezas de oro y plata. Casi todos los herederos de Huáscar sufrieron esa ignominia.

Las casas de los muertos fueron profanadas.

Nada los detuvo. Nadie podía detenerlos. Fue una orgía perpetua.

¿Cuando se jodió el Perú –se había preguntado Mario Vargas Llosa a través de uno de sus personajes–? Allí empezó a joderse el Perú, don Mario. Francisco Pizarro, Hernando de Soto, sus compañeros de aventuras, y todos los que llegaron después, se encontraron con un gigantesco banco con las bóvedas abiertas. No lo dudaron: lo saquearon.

Sabían de su existencia desde que estuvieron preparándose en el Caribe y en Panamá.

En 1513, antes de que se descubriera el Océano Pacífico, Pizarro, siendo lugarteniente de Balboa, había escuchado decir a un cacique en las proximidades de Santa María de la Antigua –la primera ciudad continental de América–: ¿Por tan poca cosa reñís? Si tanta gana tenéis de oro... yo os mostraré provincia donde podáis cumplir vuestro deseo; pero es menester para esto que seáis más en número de los que sois –y señaló hacia el sur, añadiendo que allí había un mar– donde navegan otras gentes con navíos o barcos... con velas y remos.

El “taciturno lugarteniente se contentó con guardar en su memoria todo”. Dos meses después, las ansiadas palabras volvían a estar en los oídos de Pizarro. El cacique de Tumaco, preguntado por más oro y perlas, señaló: como por aquella costa en adelante...

[hay] grande cantidad de oro...

En 1515, Francisco Becerra, uno de los españoles que con Pizarro vivían en Santa María de la Antigua, regresó a la ciudad con un botín que “se tasó en seis o siete mil pesos en oro”. Que hoy representarían como llegar a casa con casi 39 millones de dólares.

Poco después, aproximándose los conquistadores a las costas del Perú, en las Islas de las Perlas, luego de apresar a las mujeres para utilizarlas como rehenes, la extorsión dio lugar a que “capitulara el reyezuelo” –como afirma despectivamente el historiador peruano José A. Del Busto–.

El cacique de las Islas de las Perlas entregó a sus extorsionadores “un cesto repleto de perlas que pesó 110 marcos, entre ellas una del tamaño de una nuez”. La impresionante joya sería elogiada más tarde por Lope de Vega y Cervantes. El mismo cacique daría, horas después, “más perlas por valor de 100 marcos”.

Al final los “visitantes” de las Islas de las Perlas cargaron con una riqueza equivalente hoy, por lo menos, a 135 mil dólares. No nos cabe duda, sin embargo, que sólo esa perla del tamaño de una nuez –La Peregrina, que así se le dio en llamar, como celosamente ha registrado el historiador Del Busto–, vale más que eso.

Cada vez más cerca del gran tesoro, hacia 1523, Pascual de Andagoya encabezó el grupo que habría sido, aparentemente al menos, el primero en llegar a las costas del Perú. De regreso a Panamá, entregó al gobernador Pedrarias a un cacique capturado “en el Birú” y “cierto oro que dijeron lo habían [traído] del dicho viaje”.

Para esa fecha, Tierrafirme, o si se prefiere, las tierras continentales de América, ya eran denominadas por los españoles “Castilla del Oro” –no Castilla de las Especias, ni Castilla de las Perlas, no, Castilla del Oro–.

Muchos de ellos ya se habían hecho muy ricos. Pedrarias, en su casa en Panamá, “guardaba 30 000 pesos de buen oro”. Como si hoy cualquiera de los burócratas de estas tierras guardara en su domicilio 179 millones de dólares. ¡Cómo no iban a ser llamadas estas tierras, con ingenua desfachatez, Castilla del Oro! Para esa fecha, Francisco Pizarro ya tenía 45 años, 23 de los cuales, es decir, más de la mitad de su vida, o casi toda su vida adulta, la tenía en estas tierras. Probablemente en su mente no había ya sitio para el recuerdo de Francisca, su madre, que cuando él nació en Trujillo de Extremadura, era una humilde criada en un monasterio.

Ni rabia para recordar a Gonzalo, su padre, el hombre que embarazó a Francisca sin desposarla. Ni para recordar a Juan Mateos, su abuelo materno, que vivió y murió vendiendo ropa usada entre los pobres de su tierra. Asuntos más pueriles eran ya el motivo de sus desvelos.

La mente del soldado, que quizá ya había “salido de pobre”, pero que ambicionada superar en fortuna a Pedrarias, cómo ponerlo en duda, estaba comprensiblemente ocupada en sueños y pesadillas de perlas y oro.

En setiembre de 1524, Pizarro, en compañía de 112 españoles, de algunos indios nicaragüas, al parecer sólo cuatro caballos y varios perros de guerra, partió por primera vez al sur, por la ruta que había seguido Andagoya. Almagro lo seguiría con 64 soldados más.

En el delta del río San Juan, “asaltaron algunos pueblos de indios y obtuvieron oro por valor de hasta 15 000 pesos castellanos” (88,5 millones de dólares de hoy).

A punto seguido, nuestro historiador Del Busto dice: “Como la tierra era pobre, pantanosa y enfermiza, el trujillano envió a Almagro por más gente a Panamá...”. Detengámonos un instante ante preguntas inevitables.

¿Tierra pobre? ¿Pobre en qué? La costa en la que estaban los conquistadores era parte del bosque ecuatorial. Era en efecto agrícolamente pobre. ¿Pero pobre en todo? ¿Pobre ofreciendo los botines que ya tenían entre manos? ¿Pantanosa y enfermiza? ¿Pero no venían acaso de Panamá, una tierra agrícolamente también pobre, e igualmente pantanosa y enfermiza? Nuestros conquistadores, sin embargo, ¿venían acaso en plan de colonos agrícolas? No, otras eran las razones por las que el conquistador reclamaba la presencia de más de los suyos.

Pizarro en efecto sabía o intuía que cada vez estaba más cerca de esa tierra riquísima de la que él –recordémoslo–, diez años atrás, personalmente, había oído decir que necesitaba más hombres para conquistarla.

Era ya 1526 cuando Pizarro y sus hombres llegaron hasta Santa, en las costas centrales del Perú, en las faldas de la Cordillera Negra.

Dos de los hombres que bajaron a tierra a inspeccionar, quedaron tan fascinados con lo que vieron, que no hubo forma de hacerlos retornar a la nave. Allí quedaron, con su viruela y sus ambiciones. Sus anónimos hijos fueron, sin género de duda, los primeros mestizos íbero–andinos, en rigor, íbero– chimúes.

Los osados y ambiciosos aventureros terminaron seguramente en Ecuador, en manos de Atahualpa –que acababa de tomar el poder en Quito a la muerte de Huayna Cápac–.

Entre Tumbes y Guayaquil, los hombres de Pizarro habían capturado a un conjunto de niños “de rostro vivaz y acusada inteligencia”. ¿Estaría de veraz nuestro conquistador en condiciones de reconocer una “acusada inteligencia”? El hecho es que Pizarro ordenó “que a la brevedad se les enseñara la lengua castellana para utilizarlos como intérpretes y guías”.

La contribución de esos muchachos tallanes –ésa era su nacionalidad, no eran inkas – resultaba imprescindible. Uno de ellos sería después bautizado como Felipe. Él estaría en poder de los españoles por espacio de más de seis años, inclusive en España, obligado a aprender el castellano.

En relación con este episodio de la historia, la historiografía tradicional, arbitraria e injustamente, ha calificado a Felipe –y a otro niño tallán, al que se puso por nombre Martín – como “traidores”.

Esos niños, jóvenes y hombres después, no traicionaron haciendo el papel de intérpretes, y menos aún a los inkas, a quienes ellos, tallanes, como los demás pueblos de los Andes, odiaban profundamente.

Pues bien, cuando en 1532 Felipe fue nuevamente traído al Perú, ya tenía casi toda su juventud al lado de los conquistadores.

Puede entonces incluso presumirse que, a pesar del violento y prolongado desarraigo, tenía ya algunos niveles de identificación con los conquistadores. Pero además, es absurdo prescindir del hecho de que él y Martín, o traducían, o eran cruelmente torturados y ejecutados.

No obstante, la historiografía peruana, acuñando la palabra “felipillo” –para denotar con ella traición y felonía–, ha logrado envenenar y sembrar traumas y vergüenza.

El otro –como dice el historiador Del Busto– sería “cariñosamente llamado Martinillo” 373. Felipillo (...) era el intérprete de Soto, de Hernando Pizarro lo sería Martinillo...

Si esos apelativos eran de veras cariñosos, ¿por qué nunca la historiografía se ha referido a la reina Isabel la Católica como Isabelilla, ni a Felipe II también como Felipillo? Pero no fue suficiente. Felipe –el traductor – fue llamado más tarde “Felipillo, el tallán perverso”.

Pues bien, luego de la captura de los niños tallanes, el conquistador dejó en Tumbes –aparentemente solo, aunque es verosímil que también fugara, visto el precedente que se había creado en Santa– a Alonso de Molina que, probablemente, antes de morir, habría sido padre de los primeros mestizos íbero–tallanes.

Delirante regresó Pizarro a Panamá y mostró a sus acreedores riquezas increíbles, todos quedaron deslumbrados. Eso significó “la mayor apoteosis que aquella ciudad conociera desde su fundación”. “Los soldados acudieron presurosos a contemplar el oro y la plata que traía, los cántaros y telas, también los auquénidos...”. Pizarro entonces, a instancias de sus socios y de los codiciosos soldados, y acompañado de “tres indiezuelos tallanes”, así como de oro, plata, cerámica y textilería, emprendió viaje a España para obtener autorización real para la conquista de los territorios que acababa de “descubrir”.

La ambicionada aquiescencia le fue concedida en Toledo, en julio de 1529, autorizándosele la conquista de las tierras vistas en 1528.

El enorme botín, del que se habían hecho una clara idea estaba cada vez más cerca. De vuelta en Panamá, con 180 soldados, 37 caballos y probablemente muchos perros de guerra, con gran alarde zarparon hacia el Perú en enero de 1531.

En setiembre fueron inopinadamente alcanzados por Sebastián de Benalcázar y otros soldados que venían de Nicaragüa, acompañados con muchos nativos de esa tierra.

Benalcázar chantajeó a Pizarro y éste no tuvo otra alternativa que transar.

En la Navidad de 1531 llegaron a Tumbes. Alonso de Molina, antes de morir, les había dejado escrito un texto que unos niños alcanzaron a Pizarro tan pronto como él pisó la arena: los que a esta tierra viniéredes, sabed que hay más oro y plata en ella que hierro en Viscaya.

En Tumbes Pizarro confirmó lo que con seguridad había escuchado en algún lugar del camino, o quizá incluso antes de zarpar de Panamá: los Andes eran el escenario de un dantesco incendio.

Cada uno de los dos bandos imperiales que lideraban Huáscar y Atahualpa, que se enfrentaban en cruentísima guerra civil, saqueaban e incendiaban a los pueblos que de una u otra manera apoyaban, o se sospechaba que apoyaban al contrario.

En la hermosa campiña de Tumbes que habían conocido seis años atrás, todo ahora era desolación. “...estaba totalmente derruida, con huella de incendio y restos de masacre”.

Los soldados de Pizarro y de Benalcázar tornaron entonces a quejarse y a maldecir, los invadió el descontento. ¡Creían que en los incendios se estaba destruyendo toda la riqueza que habían venido a obtener! ¡Tanto esfuerzo para nada!

Al día siguiente, sin embargo, todos los rostros lucían recompuestos: habían sido “[descubiertas] algunas piezas de oro”.

Empezó pues el saqueo. Durante años los conquistadores, sus financistas españoles, genoveses y judíos, y la Corona de España, cosecharían a manos llenas. Es la historia que todos conocen. Pero que tiene ángulos que muy pocas veces han sido mostrados. Alcanzaremos a ver algunos.

El rescate de Atahualpa, como está dicho, fue fabuloso: 5 993 kilos de oro. Quizá más rico que ninguno de los que conquistador alguno encontró reunido jamás en níngún rincón de la Tierra; ni los romanos en Europa, ni los árabes en España, ni los españoles en el Caribe.

El tesoro estuvo íntegramente constituido por joyas y utensilios de oro y plata. Su volumen, como se sabe, era enorme.

Por lo demás, ninguno de los conquistadores vino con ánimos de apreciar estéticamente nada. Ninguno tenía dentro atávicas aficiones de coleccionista.

En Cajamarca, pues, todos, sin excepción, convinieron en que, por razones prácticas, para reducir el volumen de la carga, correspondía fundir el botín.

La fundición se inició el 13 de mayo de 1533 y concluyó 31 días después, el 18 de junio, e incluyó lo que habían alcanzado a traer, desde Pachacámac, a 1 000 kilómetros de distancia, Hernando de Soto y sus hombres.

 

Es decir, Pizarro y sus hombres habrían convenido en engañar a la Corona y entregarle 152 536 pesos de oro menos de lo que le correspondía –la evasión tributaria en términos de hoy ascendió a 827 millones de dólares–. ¿Habrá que registrar a ésa como la primera gran evasión tributaria de la historia en los Andes?

Los totales, como puede compararse, difieren ligeramente con cifras que hemos proporcionado con anterioridad. No obstante, debe tenerse en cuenta que los datos de las fuentes son también ligeramente distintos.

Obsérvese que, diferencia del clérigo Juan de Sosa, Fray Vicente Valverde no figura en la lista de beneficiarios. Y es que el padre Valverde, reivindicando su voto de pobreza, no aceptó recibir nada.

No obstante, mal podría desdeñarse la posibilidad de considerar que el padre Valverde, conociendo como conocía a Pizarro, intuyera seriamente el desenlace final que inexorablemente le esperaba a Atahualpa. Quizá, pues, tuvo graves escrúpulos en aceptar la parte de un “rescate” que él, de antemano, sabía alevosamente fraguado y falso.

Pero probablemente también pesaban en su conciencia todos los crímenes a los que hasta ese momento había asistido. Cerca a él, sin duda, estaban los “indios auxiliares –nicaraguas 388 y los negros esclavos” que acompañaban a los conquistadores.

El historiador peruano Juan José Vega estima que habrían sido hasta 3 000 hombres, entre “nicaraguas, panameños, guatemalas y hasta méjicos”, los que fueron traídos por Pizarro y Almagro para la acometida en la que finalmente se capturó a Atahualpa.

Mas el padre Valverde no tuvo fuerzas –pero tampoco argumentos divinos– para reclamar a Pizarro que a ellos algo por lo menos debía corresponderles.

El “valor presente” de las cifras del reparto se ha trabajado con una tasa de actualización de 1% anual.

¿Cuánto ganaríamos en saber que, en vez de alzarse con una fortuna de 310 millones de dólares, don Francisco Pizarro se hizo de una de casi 30 000 millones de dólares, que sería la parte del tesoro que le correspondió, actualizada a una tasa de 2% anual? ¿Cantidades inverosímiles? Ni una ni otra son cifras descabelladas. La primera equivale a la fortuna que ha hecho más de un artista o basquetbolista norteamericano en nuestros tiempos. Y la más grande es equiparable a una cualquiera de las más grandes fortunas privadas de hoy (¿Será necesario acaso preguntárselo, por ejemplo, a Bill Gates?).

La diferencia entre aquéllos y Pizarro es que éste se la encontró en un día. Así, en el peor de los casos, cada uno de los jinetes que siguió la fortuna se alzó con el equivalente de 48 millones de dólares; cada uno de los infantes con 24 millones de dólares, y cada uno de los que había quedado en la guarnición de Piura con algo más de 160 mil dólares.

Finalmente, cada uno de los hombres que con Almagro llegaron tarde, cuando ya el Inka había sido capturado, recibió el equivalente de 540 mil dólares.

A este respecto, afirma el doctor Del Busto que esto último fue resultado de “un gesto generoso” del conquistador. ¿Qué otra cosa, sino esa frase, podía colocar en su texto el cronista que actuaba a órdenes de Pizarro, doctor Del Busto? ¿No es razonable entender que el conquistador, que bien alto apreciaba su vida, tomó con bastante respeto el hecho de que los que habían llegado con Almagro, siendo 200, eran, pues, incluso más que los que él mismo comandaba? Pero sigamos con lo nuestro. Cierto es también, pues, que Pizarro y sus hombres, para alcanzar la fortuna, no se amilanaron ante Dios, ante los hombres, ante los curas ni ante nadie. No nosotros, sino los propios cronistas que acompañaron al conquistador, y los que llegaron después, serían los que dejarían los testimonios que hoy conocemos: los españoles destacaron por su ferocidad ante los vencidos (...), asesinaron a las mujeres prisioneras, quemaron vivos, mataron o mutilaron a los cautivos, incendiaron a los pueblos rebeldes, marcaron el rostro con fierros candentes...

... cortaron los brazos, a otros las narices y a las mujeres los senos....

Cuando la princesa inka Cusi Ocllo, hermana y esposa de Manco Inka, se negó a revelar el paradero de éste, Pizarro, en sórdida venganza, extorsionándolo, y para causarle mayor dolor, ordenó martirizar y finalmente asesinar a la princesa. El Inka moriría, según se cree, en 1545.

En 1573, el no menos cruel Virrey Toledo, para borrar de la memoria del pueblo del Cusco el nombre del rebelde Inka, ordenó que sus restos –que habían sido embalsamados – fueran quemados públicamente.

El cazurro Virrey conocía bien las bajas pasiones y las grandes ambiciones de sus hombres. Así, en 1572, cuando llevaban meses estérilmente buscando el paradero de Túpac Amaru I, ofrecio solemnemente dar en matrimonio a la princesa inka Beatriz, entonces casi una niña, al soldado o jefe que prendiese al Inka rebelde.

¿Qué podría asombrar después a los conquistadores que asistieron al reparto del descomunal rescate de Atahualpa? Pues el Cusco. Llegados a él, apenas se dieron cuenta de lo que allí había:

Los soldados corrían como si hubieran perdido el juicio. Unos salían cargados de primorosa ropa, otros con el morrión repleto de piedras finas; éste con un cántaro de oro, aquél con un ídolo de argentífero metal.

Lo que se obtuvo en el Cusco a partir de la mañana del viernes 14 de noviembre de 1533 es incalculable. Inevitable e incuestionablemente fue superior al rescate de Atahualpa.

Cuarenta años después, cuando el Virrey Toledo dirigía en el Cusco, en persona y por mandato real, la casería de Túpac Amaru I, el capitán Martín García de Loyola no sólo se hizo de la presa que con tanta insistencia se había buscado, sino, además, de “un botín de ropa fina y antigua, joyas y servicios de oro, que llegaron al millón de pesos”.

El impacto del capitán Loyola y el del Virrey Toledo fue el mismo que cada uno de nosotros tendría si, hoy, se “encuentra” un tesoso de 3 660 millones de dólares.

En esos cuarenta años, sin embargo, habían llegado y salido del Perú cientos de viajes con vasijas y joyas de oro que, fundidas, viajaban como lingotes. Sólo en 1534, cuando recién empezaba la orgía de oro, Pedro de Alvarado se presentó, por su cuenta y riesgo, sorprendiendo a Pizarro y Almagro, con 11 naves y 340 soldados. Los socios de la conquista no tuvieron otra alternativa que transar nuevamente –como lo habían hecho antes con Benalcázar–, y compartir con él y los que con él venían.

En fin, a la postre, después de casi tres siglos de saqueo, sólo dejaron lo que, muy a su pesar, fueron incapaces de encontrar los conquistadores y los encomenderos: lo que estaba bien sepultado, o lo que había quedado accidentalmente enterrado bajo los escombros que habían ocasionado el tiempo, los imperios preinkaicos y el Imperio Inka; y aquello que había sido cuidadosamente enterrado poco antes o durante la conquista española.

Así quedaron a salvo las joyas del señor de Sipán, y miles de otras piezas más. Muchas, no obstante, no pudieron escapar después, en los siglos XIX y XX, de la voracidad de los señores de la república aristocrática, y los huaqueros que desnudos trabajaron para ellos.

En efecto, algunos de los innombrables “barones del azúcar” saquearon por ejemplo Batangrande, con la misma libertad con que cosecharon sus campos de caña. Con dos veces fortuna –riqueza y suerte–, gran parte de ese incomparable tesoro ha sido primorosamente reunido por don Miguel Mujica Gallo en el Museo de Oro del Perú.

Los hombres de la conquista del Perú, pues, como dijera sin ambages el español M.

Giménez Fernández en 1953: ...no rebuscaban almas que convertir ni el camino para rescatar los Santos Lugares.

Mucho antes, en el mismo siglo XVI, Cieza de León había escrito: ...nosotros, siendo cristianos, hemos destruido tantos reinos, porque por donde quiera que han pasado cristianos conquistando y descubriendo, otra cosa no parece sino que con fuego se va todo gastando.

Pues bien, habíamos advertido que el mineral de plata que España extrajo de México procedió de las entrañas de la tierra.

Quede meridianamente claro, entonces, que, a diferencia de ello, y por lo menos durante los primeros 40 años de la conquista de los Andes, la riqueza de la que se apropiaron los conquistadores y España, estuvo casi íntegramente formada por múltiples variedades de orfebrería que, con el auxilio del fuego, fueron convertidas en barras y lingotes de oro y plata.

Para el traslado de la inagotable y físicamente densa riqueza, fue necesario desarrollar en la costa del Pacífico una gran industria de construcciones navales. Ésta, como acertadamente indica María Luisa Laviana, se vio favorecida por la abundancia de materias primas, sobre todo excelentes maderas, algodón y pita para las velas y el cordaje, y brea para impermeabilizar el fondo de las naves.

Es muy difícil cuantificar el monto de la riqueza que en este primer capítulo de la historia del saqueo del Perú, se extrajo con la modalidad de fundir joyas y vasijas de oro y plata.

Si conservadoramente aceptamos que fue dos tercios de la cifra que hasta el año 1560 ha estimado Haring, tendremos que convenir en que fue el equivalente a algo más de 460 000 millones de dólares de hoy, o una tan astronómica como 41 millones 130 000 millones de dólares, con tasas de actualización de 1 y 2 %, respectivamente.

De allí se pagaba el quinto real –los impuestos que correspondían a la Corona de España– con la que ésta pagaba en parte sus innumerables deudas y las inauditas e irresponsables aventuras bélicas de Carlos V y Felipe II.

Con el saldo se enriquecieron los conquistadores; los administradores de la Corona, tanto de España como de América; los financistas de la conquista; y, con la décima parte –los diezmos–, la Iglesia de la península y de las colonias.

Como gran parte de esas fabulosas sumas sirvieron para comprar lo que los nuevos ricos de América y España demandaban, y que la península no atinó a producir, se enriquecieron con ellas los manufactureros y comerciantes del resto de Europa. “España se convirtió en el principal cliente de los países mercantilistas europeos”.

Entre tanto, fruto de la violencia y de las enfermedades importadas, iba decreciendo geométricamente la población de los Andes.

Si a esas alturas los virreyes se daban cuenta del fenómeno, evidentemente todavía no les importaba, tanto mejor –pensarían con descarado y pragmático racismo–.

El algún momento, probablemente hacia 1570, cuando el oro en joyas prácticamente había desaparecido de la vista, empezó por primera vez la explotación minera de la plata.

No es ninguna casualidad que esa actividad la iniciaran precisamente aquéllos que, por cuestiones del azar, habían ido a parar a los más altos páramos del Altiplano, allí donde el oro prácticamente brillaba por su ausencia.

No tenían más remedio. O explotaban las minas o morían pobres, sin alcanzar su ambicionada meta de riquezas.

Para su fortuna, en un no menos alto páramo de los Andes peruanos, en Huancavelica se había encontrado una rica mina de mercurio, pesado metal que permitía refinar la plata por amalgamiento.

Conociendo de su importancia estratégica, la Corona se reservó para sí el monopolio de la producción y comercialización del mercurio.

El Cerro Rico de Potosí, en la altiplanicie boliviana, resultó una mina fabulosa. Sus vetas no sólo contenían metales ricos. Eran grandes, múltiples y, sobre todo, densamente concentradas. Hacia 1580 la producción de plata de Potosí era muy superior a la de México.

No obstante, en las proximidades de Potosí, en 1605, empezó a producir una nueva gran mina de plata: Oruro.

Como muestra el gráfico siguiente, por lo menos desde 1600 hasta 1665. la producción peruano–boliviana de plata fue muy superior a la de México. A esta última fecha, la producción del altiplano andino había sido de, por lo menos, 66 200 000 marcos de plata, que hoy representarían el equivalente de casi 17 000 millones de dólares. Y hasta 1710 la producción de Potosí y Oruro se elevó a 80 millones de marcos de plata, esto es, al equivalente de 18 500 millones de dólares de hoy.

A partir de 1615, la producción de plata del Altiplano empezó a caer vertiginosamente.

Tal y como si la mina se hubiera agotado.

¿Estaba realmente ocurriendo eso? No, sencillamente ocurría que los estragos en el decremiento de la población nativa eran ya extenuantes.

Las evidencias escritas aparecerán después, cuando el corregidor de Potosí, en 1656, escriba al virrey informándole acerca de “numerosos casos de abandono”. En efecto, los que podían escapar de los trabajos forzados huían de las minas, o cuando eran llevados a ellas, y se aislaban en las alturas.

El éxodo llegó a ser “de considerables proporciones” –según manifiesta Hemming–.

También desertaron “españoles”, como el capitán Gregorio Zapata, que luego de hacerse rico en la mina regresó a su país “y recién entonces se [descubrió] su verdadera identidad: Emir Cigala, un turco”.

A diferencia de la fortuna de éste, ni con salarios “altos” podía retenerse en las minas y en las plantas de procesamiento a los trabajadores nativos. Al cabo de décadas, y de ver morir a sus hermanos, habían tomado conciencia de que, inevitablemente, ellos corrían también la misma suerte: fugaban entonces de los campos de concentración.

Es probable, sin embargo, que no sólo fuera inhóspito el clima y la altura a los españoles dueños de las minas. Quizá había un clima de violencia muy grande y razonable temor a la rebelión. Ello explicaría porqué el corregidor también informaba que los dueños de las minas no vivían en ellas.

Se estima que hacia 1605 había, sólo en Potosí, 400 vetas en producción.

A cargo de las mismas habían sido colocados arrendatarios, aún cuando la legislación vigente expresamente prohibía “todas esas maniobras rentísticas”.

 

Frente a la cada vez más acuciante escacez de mano de obra; frente a la ostensible baja de la producción que alarmaba a los arrendatarios, a quienes seguramente se les hacía cada vez más difícil pagar los alquileres pactados; apareció un milagroso portento de la técnica: la pólvora.

Con seguridad en el caso de México –pero estimamos que muy probablemente también en el Perú–, la comercialización de la pólvora fue un monopolio de la Corona.

Empezó a utilizarse en 1635 en Huancavelica, en las minas de mercurio que monopolizaba la Corona, para acelerar la construcción de los socavones.

Y –en un dato que resulta extraña e incoherentemente tardío–, aparentemente recién 35 años después empezó a usarse en Potosí, donde “también se utilizó para apresurar la excavación de los socavones”.

“La ventaja que ofrece la pólvora –dice Bakewell–, sería, por supuesto, una reducción del costo de la exploración subterránea (...); la introducción de la pólvora sería, sin duda, el cambio tecnológico más importante realizado en la producción de la plata durante el siglo XVII (...) representa en aquella zona [Potosí y Oruro], un avance notable en la tecnología extractiva”.

Objetivamente tiene razón Bakewell. Pero, con la misma objetividad, le faltó decir que si antes de la introducción del uso de la pólvora los trabajadores andinos morían como “moscas”, el uso de tan ponderado avance tecnológico debió causar pues devastadoras consecuencias.

El propio Klein admite que “los episodios de inundaciones e incendios (...) llenan las páginas de la historia de la minería durante este período”. Sin duda, gran parte de esos incendios fueron ocasionados por una reiterada mala manipulación de la pólvora en los socavones? Deficiente manipulación que sin duda tenía mucho que ver con el pánico que entre los nativos producía operarla; pero que también tenía mucho que ver con la pobre estandarización que la pólvora tenía en esa época.

Y puede también presumirse que muchas inundaciones fueron deliberadamente causasas por los arrendatarios de las minas para apagar incendios incontrolables.

Llama poderosamente la atención que Bakewell diga: “Lo curioso del caso es que esta innovación de la técnica minera aparece no en México sino en el Perú”. Bakewell olvida que, según muchas evidencias en la historia de la humanidad, las cosas “aparecen” allí donde más se les necesita.

¿Dónde era desesperante la crisis de producción de plata? ¿Dónde caía precipitadamente, para angustia de los ambiciones dueños, arrendatarios, virreyes y ministros de economía de la Corona? En Charcas, es decir, en Potosí y Oruro.

Por lo demás, siendo monopolio de la Corona, era por tanto ella quien decidía dónde se usaba y dónde no. La pólvora, sin género de duda, era lo que faltaba para que la población de los Andes centrales llegara a su mínimo absoluto que, como se ha dicho anteriormente, se habría dado unas pocas décadas después que llegara a las alturas de la cordillera el “avance notable en la tecnología extractiva”.

En 1615, cuando había empezado a bajar vertiginosamente la producción de plata en el Perú, el virrey Francisco de Borja tuvo conciencia de la gravedad del trabajo en los socavones, calificándolo como “pena capital” 417. Y sesenta años más tarde, cuando la crisis productiva era irreversible, el virrey Pedro Fernándes de Castro, conde de Lemos, en carta dirigida al rey de España, expresó: No hay nación en el mundo tan fatigada (...). No es plata la que se lleva a España, sino sudor y sangre de indios...

Así pues, cuando llegó al Perú procedente del Virreinato de México el conde de la Monclova, ya era muy tarde. Ninguna de la serie de medidas que tomó podía ya dar ningún resultado. La suerte estaba echada.

Obsérvese en el Gráfico N° 16 que estamos llamando la atención sobre el punto más bajo de la curva. En el tomo II de este texto veremos, sin embargo, la interesante y sugerente, aunque no menos dramática explicación sobre esa caída y el vertiginoso incremento siguiente.

Aparentemente la producción de plata en Oruro y Potosí se incrementó en el período 1720–1800, aunque muy probablemente sólo en cantidades mínimas.

Es muy difícil reconstruir a cabalidad la curva de producción de ese período, dado que Klein sólo proporciona cifras de recaudación tributaria.

Y –como veremos más tarde–, cada vez la recaudación fue guardando menos relación con la producción misma.

Tandeter estima que, incluso desde antes de 1730, ese incremento se habría debido “al estímulo del intenso tráfico de contrabado que navíos franceses desplegaron en las costas del Pacífico sur durante el primer cuarto de [ese] siglo”.

No obstante, dado el nivel mínimo a que había llegado la población andina para entonces, resulta poco verosímil que se elevara la producción minera propiamente dicha.

Más verosímil resulta que, ante la sensible disminución que venía experimentando la producción de plata, el precio del producto hubiese incrementado y, en consecuencia, también la recaudación de impuestos –y ciertamente también la recaudación de los diezmos correspondientes a la Iglesia–. Quede sin embargo esta interpretación sólo como una hipótesis más.

Por fin, entonces, estamos en condiciones de responder aquella pregunta en torno a las tres razones que resume el padre Gustavo Gutiérrez, como causas de la debacle demográfica en el Perú: enfermedades, guerras y trabajos forzados.

Enfermedades hubo en toda América.

Guerras de conquista también. Pero sólo en el Perú había habido tanto oro al alcance de la mano de los primeros conquistadores.

 

Los que llegaron en la segunda hornada, quisieron –sin duda–alcanzar la misma riqueza, y, de ser posible, en cantidades tan grandes como las del rescate de Atahualpa y el botín de García de Loyola.

Pero ya solamente la plata que encerraban los cerros ricos del Altiplano podía concedérsela.

Mirándose cada día en el espejo de Pizarro y sus hombres en Cajamarca, tratando de emular su fortuna, destrozaron entonces en los socavones, sin miramientos, ciegos de demente ambición, a la única población que podía extraer de esas altas e implacables punas la riqueza ambicionada. Mataban a la gallina de los huevos de oro.

¿Qué magnitud pudo alcanzar el genocidio en esas “cámaras de plata”? Intentaremos una aproximación. ¿Cuál fue, en primer lugar, el impacto del genocidio militar? A diferencia de lo que ocurrió en el Caribe, donde hubo persistentes enfrentamientos militares y las consiguientes represalias, con graves consecuencias demográficas, en México como en el Perú prácticamente no hubo resistencia militar masiva.

En el Perú apenas si quedó circunscrita al territorio del Cusco, es decir, al territorio de la nación inka. Pero no fue sin embargo, ni siquiera allí, una resistencia nacional.

Porque, a pesar de que se prolongó por más de cuarenta años, sólo involucró a los herederos de la élite imperial y a los reducidos contingentes de soldados que controlaba.

Así, puede considerarse “estadísticamente irrelevante” la magnitud del genocidio militar en el Perú.

Por el contrario, los estragos demográficos por la presencia de enfermedades desconocidas fueron muy grandes. No hay sin embargo razones para estimar que en algún territorio fuera más grave que en otros. Así, en términos proporcionales, en el virreinato del Perú debieron ser tan mortales como en México. Esto es, debieron contribuir a reducir la población de 4,6 a 1. O, en números absolutos, de 9 a 2 millones de personas.

Mas como la población peruana quedó reducida a un millón de personas, la diferencia, pues, fue ocasionada por el genocidio en las “camaras de plata”.

En síntesis, un millón de hombres peruano –bolivianos fueron llevados a morir en los socavones e insalubres minas de Huancavelica y Cerro de Pasco, y de Oruro y Potosí.

Somos los primeros en admitir que todas estas cifras con altamente inciertas. Sobre todo por el hecho de que, ni en el pasado ni en el presente, cuando se habla de la población durante la Colonia, se discrimina entre Perú y Bolivia y se precisa para cada uno los datos correspondientes.

Tampoco pretendemos hacer estadística y menos ofrecer resultados exactos. Con la información de que se dispone ello es imposible.

Pero sí insistimos en que la idea central es dar cifras en orden de magnitud. Para sí empezar a llenar un vacío que ha dado lugar a interpretaciones y conclusiones antojadizas e inverosímiles.

Pues bien, con el mismo propósito y siempre con las mismas restricciones de información, podemos sin embargo ofrecer una conclusión complementeria. En efecto, el genocidio por trabajos forzados, a diferencia del genocidio epidémico, alteró significativamente la estructura de la población en el territorio andino Porque mientras la gripe, la viruela y otras enfermedades afectaban por igual a hombres y mujeres, y a niños y adultos, los trabajos forzados minaron sólo a la población masculina adulta, y en particular a la de los Andes del centro y sur.

Es decir, la gravísima crisis en la que se precipitó la minería de plata no era sólo el resultado de que la población había disminuido a un millón de personas, sino al hecho de que, en el contexto de esa disminución y de la sobreexplotación en las minas, se habrían presentado las siguientes dos situaciones específicas.

En primer lugar, probablemente el 90% de la población sobreviviente estaba constituido por mujeres y niños, en particular en torno a las zonas mineras. Recuérdese que tras los mineros reclutados viajaban sus mujeres e hijos.

En ese sentido, ¿será, por ejemplo una simple coincidencia que, en el censo de 1981, los cuatro departamentos del Perú que reportaron los más altos índices de más mujeres que hombres fueran precisamente Huancavelica (1,06), Ayacucho (1,05), Apurímac (1,05) y Puno (1,03), siendo que el promedio nacional era 1,00? También es verdad que a esos índices pueden haber contribuido las migraciones rurales de este siglo, en las que generalmente migran hombres jóvenes. La hipótesis sin embargo está en pie.

Y, en segundo lugar, la escasa fuerza de trabajo masculina no estaba totalmente disponible.

En efecto, muchos de los hombres que fugaban de las minas y los que se resistían a ir a trabajar en ellas, seguramente se refugiaban en remotos e inaccesibles rincones de la cordillera, o tan lejos como fuera posible de los centros mineros.

En otros casos, resulta obvio imaginar que los corregidores de los territorios agrícolas, en particular los más ricos, no soltaban a “sus” nativos a ningún precio: esos escasísimos brazos habían adquirido el valor del oro.

No había forma de sustituirlos.

¿Será entonces también una simple coincidencia que, en 1981, los seis departamentos más densamente poblados del Perú –a diferencia de lo que ha sostenido Flores Galindo 422– estén precisamente al norte del país, es decir, no sólo en los territorios agrícolas más ricos, sino también en las áreas más alejadas de lo que fueron los centros de producción de plata? En fin, la hipótesis es también digna de estudio.

Sépase pues, en definitiva, que los trabajos forzados en las minas de plata, con probablemente un millón de muertos a cuestas, representaron la segunda, tercera o quizá la cuarta en importancia, de las causas que dieron origen a la desaparición de ocho millones de personas en los Andes y más de treinta millones en América Meridional.

Del conjunto de esas causas, la primera en magnitud fue sin duda el desastre epidémico.

A través del aire y sólo con la proximidad física se esparcían vertiginosamente enfermedades para las que los nativos no conocían cura.

Mas en el tráfago de la invasión, los enfrentamientos y la huida precipitada a lejanos montes, las enfermedades fueron aún más letales. Sería absurdo atribuir intencionalidad a los conquistadores españoles y portugueses en la dispersión de las enfermedades que traían. El cargo que sin embargo no es absurdo es que nunca se puso de manifiesto ni la más mínima acción por contrarrestar el efecto de las enfermedades en los nativos. Hoy a esa conducta se le denomina “negligencia punible”.

Será muy difícil determinar, entre las tres causas restantes del genocidio, el orden de importancia cuantitativa de las mismas. Las bajas en los enfrentamientos pueden quizá dar cuenta de miles o millones de muertos.

Mas el abandono de los campos de cultivo, sea para los enfrentamientos o a consecuencia de las huidas, produjo no sólo hambre y sed, sino que intensificó la morbilidad de las enfermedades.

Es decir, la deliberada intención de conquista, y la pólvora, el hierro y los perros de caza utilizados para concretarla, así como todas sus secuelas de hambre y sed, ocasionaron miles y hasta millones de muertes. Y como la conquista no fue una “guerra”, y menos aún entre fuerzas equiparables, los millones de muertos que produjo en acciones militares o como secuela de ellas, no fueron sino el saldo de crímenes con premeditación, alevosía y ventaja.

La tercera causa masiva de muertes estuvo constituida pues por los trabajos forzados en las minas, principalmente en los Andes centrales, y por la esclavitud, tanto de africanos como de nativos. Ésta se explica –dijo en su tiempo Bartolomé de las Casas–: por la perniciosa, ciega y obstinada volundad, de cumplir con su insaciable codicia de dineros de aquellos avarísimos tiranos....

¿Cómo califica el derecho moderno ese delito? Fue, sin duda, un crimen de lesa humanidad.

La cuarta causa, en la que nunca se ha insistido tanto como se debiera –o tanto como hoy los militantes defensores de los derechos humanos persiguen sancionar esos mismos delitos–, fueron las matanzas deliberadas, en represalia, sea a prisioneros o a pueblos que se habían resistido a la conquista.

Bartolomé de las Casas insistentemente ha repetido que, fuera de los campos de batalla, los nativos fueron muertos con lanzas de hierro y cañas filudas, pasados a espada y cuchillo, ahorcados, quemados vivos, despedazados por soldados y por perros bravos, emparrillados y decapitados.

Y tampoco se ha insistido mucho en una quinta causa del genocidio en América Meridional: las torturas y los maltratos. Miles de nativos, hombres y mujeres, fueron brutalmente golpeados para que dieran el paradero de los caciques, para a su vez dar con mayores depósitos de oro.

El gobernador de Tierra Firme –dice Las Casas–, inventó nuevas maneras de crueldades y de dar tormentos a los indios para que le descubriesen y le diesen oro.

!El gobernador de Tierra Firme¡, no pues anónimos soldados. Cómo queda en evidencia que las sanciones que sufrió Colón –por cargos menos graves que ése–, no fueron más que pretextos para alejarlo y quitarlo del camino.

Por lo demás, y por espacio de casi trescientos años, miles de hombres y mujeres murieron a consecuencia y golpes y palizas propinadas al capricho y voluntad de soldados, conquistadores, corregidores y virreyes.

Miles que no murieron, pero quedaron sin embargo convertidos en seres deformes, guiñapos humanos con dolorosos traumas a los que asistieron sus conyuges, hijos y nietos.

No menos crueles –afirma Pereña– fueron por supuesto las amputaciones de miembros que igualmente se practicaban “como castigo [cuando los nativos se negaban a decir] dónde se escondía su señor”.

Es decir, las agresiones contra la vida y la salud, de cuya sistematización están llenos los códigos penales de hoy, estuvieron a la orden del día. Sin embargo, durante la conquista, la inmensa mayoría de los casos quedaron impunes.

Para terminar, entre todas esas causas, ¿en cuál ubicar el maltrato a los niños, probablemente con propósitos de represalia y chantaje? Fray Marcos de Niza, por ejemplo, vio en el Perú a los españoles: tomar niños de teta por los brazos y [arrojarlos tan lejos] cuanto podían.

¿Exige acaso ese testimonio mayores abundamientos? A todos estos respectos, Cieza de León, uno de los más conocidos cronistas de los primeros años de la conquista, dijo:

[las crueldades de los pueblos de los Andes] son afirmaciones que los españoles hemos hecho para encubrir nuestros mayores yerros y justificar los malos tratamientos que de nosotros han recibido.

Es obvio que se equivocó Cieza de León.

Las crueldades y la violencia en la América precolombina no son un invento gratuito de los conquistadores. La violencia, incluyendo la más brutal y despiadada, formó y formaba parte de la historia de estos pueblos quizá desde la más antigua ocupación de estos territorios.

Con casi cuatro mil años de antigüedad, en las piedras de Sechín, en la costa norte del Perú, han quedado grabadas brutales escenas del seccionamiento por mitad de guerreros derrotados. Y hay innumerables testimonios de violencia en la cultura Maya.

En los Andes, en diversos pueblos, junto con los caciques muertos se enterraba vivos a algunos de sus guardianes. Y las crueldades en que incurrieron los ejércitos inkas durante sus conquistas y en la guerra civil entre Huáscar y Atahualpa, fueron inauditas. Nadie pues pudo inventar lo que existiendo ya no podía inventarse. La objeción pues no es ésa.

La objeción grave y seria es que la cultura de la que formaban parte los europeos de la conquista era milenariamente más avanzada que la de los pueblos conquistados. Era, para quienes gustan de usar tan absurda expresión, una cultura “superior”.

¿No debía esperarse entonces un comportamiento también “superior”? ¿No se nos ha repetido hasta el hartazgo que los conquistadores eran católicos, apostólicos y romanos? ¿Estaba ese descomunal, sofisticado y truculento ensañamiento en el libreto de los cristianos de los siglos XV, XVI, XVII y XVIII? ¿Estaba la venganza artera también en ese guión?

¿Puede seguírsenos diciendo que, habiendo sido masiva y sistemática, con millones de muertos, amputados y lisiados, se trató sólo de hechos aislados y el resultado de la violencia incontrolable de unos cuantos desadaptados y sádicos conquistadores?

El historiador franco–peruano Frederic Engel nos recuerda que en su testamento Isabel, la Católica, prohibió la venta como esclavos de nativos de las Indias; que el propio Carlos V, en 1530, dio órdenes con el fin de proteger a los nativos. Y que en 1537 el Papa Paulo III hizo otro tanto. Que en 1542 se dieron nuevas leyes con carácter protector.

Y, finalmente, que en 1544 Felipe II insistió en ese mismo sentido.

Pero –en el supuesto que categóricamente nos negamos a admitir, de que los reyes hubiesen de buena fe dispuestos esas restricciones –, ¿ni Isabel, ni Carlos ni Felipe contaban con la astucia de los conquistadores? Éstos practicaron el viejo proverbio “hecha la ley, hecha la trampa”. ¿No lo habían aprendido acaso de puño y letra de Isabel?

Tras millones de muertos en el Caribe, cuán gratuitas e inútiles fueron pues las palabras de los todopoderosos Reyes Católicos, que, dirigiéndose al Comendador Fray Nicolás de Ovando, le expresaron categóricamente:

Diréis de nuestra parte a los caciques y a los otros principales que queremos que los indios sean bien tratados (...); así lo habéis de pregonar; y si desde aquí en adelante alguno les hiciere algún mal, daño, o les tomaren por fuerza algo de lo suyo (...) lo castigaréis de tal manera que desde aquí en adelante ninguno sea osado de hacerles mal ni daño.

Esas instrucciones de la Corona –que hemos transcrito de Engel y Pereña–, precisas y indubitables, fueron dadas desde 1501. Es decir, cuando aún no se conocían ni el Perú ni México. Y fueron ratificadas por el no menos poderoso Carlos V en 1526, cuando todavía no se había iniciado la conquista del Perú.

Es decir, cuando recién en 1532 se inicia la conquista de los Andes, hacía ya 30 años que la Corona venía insistiendo en los límites dentro de los cuales debía desenvolverse la conducta de los conquistadores frente a los nativos.

Es razonable pensar que, tras 30 años de repetirse una orden tan precisa, que contenía además explícitas amenazas de castigo –“temor al rey”, lo llamaremos–, los conquistadores del Perú hubieran llegado con las consignas de la Corona perfectamente internalizadas y bien comprendidas.

Pero ni durante las correrías en vida –farra, robos y crímenes–, ni en el momento de la muerte, los asaltó nunca el “temor al rey”.

Los asaltó sí, pero sólo a las puertas de la muerte, el “temor a Dios”, que súbita y muy oportunistamente afloraba. En efecto, muchos españoles en sus testamentos se mostraron “arrepentidos”, algunos incluso –en magnífica confesión de parte– “piden devolver bienes a los indios”. ¿Les había dicho también la religión que su final arrepentimiento devolvía la vida a todos aquellos a quienes habían asesinado? ¿Se cumplió con su última voluntad de devolver bienes?

¿Cómo explicar, pues, que para algunos efectos –en realidad para la gran mayoría de los efectos–, la Corona tuviera tan grande poder, tanto en la península, como en Europa y en las colonias; y, en relación con el genocidio que se cometía en América, tuviese el mismo insignificante poder que tenían los propios nativos, es decir ninguno?

¿Hay alguna razón que le dé consistencia a tamaña incoherencia? Claro que la hay: los intereses de la Corona, los intereses de la metrópoli. ¿Por qué pudo la Corona deshacerse de Colón, retirar a Cortés de México, derrotar el movimiento separatista de Gonzalo Pizarro, y conquistar América desde el norte de México hasta la Patagonia? Porque le convenía y tuvo fuerza suficiente para hacerlo.

¿Y por qué pudo expulsar a los jesuitas de América? Porque también le convenía y tuvo fuerza suficiente para hacerlo. Mil preguntas similares recibirían las mismas respuestas: le convenía, pudo y quiso hacerlo.

Sin embargo, con el mismo poder y supuestamente también queriéndolo hacer, ¿por qué no pudo controlar el genocidio que llevaban a cabo los conquistadores y encomenderos? Pues porque no le convenía –por lo menos a la luz de su miope visión de corto plazo–.

En sus planes, en sus cálculos y en la vasta experiencia imperialista estaba escrito: si no se procedía con rigor, no se obtendrían las grandes riquezas que desesperadamente exigía la metrópoli. En este caso, entonces, convenía a sus intereses hacerse de la vista gorda. Y se hizo de la vista gorda.

¿El precio de la oportunista y pragmática ceguera? Ocho millones de muertos, sólo en el Perú. Una vez más, pues, son los intereses en juego los que dan coherente respuesta a contrasentidos que sólo lo son en apariencia.

Éstas, pues, son algunas de las preguntas clave para entender muchos de los episodios de la historia humana:

– ¿qué intereses están en juego en cada momento?

– ¿quiénes representan esos intereses?

– ¿qué y cuánto poder está detrás de cada uno de esos intereses?

– ¿quién y qué beneficios obtiene de tales o cuales acciones o de tales y cuales crímenes?

Así, retomando a Toffler, bien podemos repetir que “la pregunta correcta suele ser más importante que la respuesta correcta a la pregunta equivocada”.

En síntesis, en función de sus intereses, a los reyes de España no les convenía controlar las barbaridades que los conquistadores cometían en América.

Es más, cuando fue necesario, desde la península se envió al Nuevo Mundo a personajes que, como el virrey Toledo, con sin par formación académica, y sin igual incondicionalidad, fueran aún más drásticos y sanguinarios que los iletrados conquistadores.

Pero de todo ello y mucho más, incluyendo el nefasto rol que cumplió la Iglesia Católica durante la Colonia, tratamos en el segundo tomo de este texto, de esta historia de los pueblos del Perú atrapados en las garras del imperio español.

 

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